Revista de Historia Moderna

Desde la calle hacia mesas y alcobas. Privacidades materiales domésticas de Antiguo Régimen entre los grupos populares, intermedios y burgueses·.

 

From the street to tables and alcoves. Domestic materials privacies between popular, intermediate and bourgeois groups in the Ancient Regime

 

 

Máximo García Fernández

(Universidad de Valladolid – IUHS).

 

 

Resumen: Las viviendas castellanas no estaban bien acondicionadas para la concepción ilustrada de lo privado e higiénico. Los útiles sólo satisfacían necesidades básicas. No se exigían comodidades. ¿Cuándo se difundió la idea de privacidad y diferenciación de espacios? Los avances y variaciones externas fueron importantes desde finales del XVIII, pero también el inmovilismo y las permanencias. Las transformaciones en la tendencia al confort (con alteraciones nominales y estructurales, aumentando la decoración interior y la tipología del mobiliario) se conjugaban con una escasa variedad de piezas y la ausencia de funcionalidad y especialización plena. Y todo ello relacionado con las escalas de riqueza y urbanización, pero también con los cambios en las modas, la importancia de la apariencia, el nivel cultural y la ‘amplitud simbólica de horizontes’ de los distintos grupos sociales.

 

Palabras clave: Vivienda; sociabilidad; cultura material; siglo XVIII; Castilla.

 

 

Abstract: The Castilian houses were not well equipped for the Enlightenment concept of private and hygienic. Useful only they satisfy basic needs. Facilities are not required. When did the idea of privacy and differentiation of spaces spread? Advances and external changes were important since the late Eighteenth century, but also the stagnation and stays. The changes in the trend of comfort (with nominal and structural changes, increasing the interior decoration and furniture typology) were conjugated with low variety of pieces and the absence of full functionality and specialization. And all related to the scales of wealth and urban development, but also with the changes in fashion, the importance of appearance, cultural level and the ‘symbolic breadth of vision’ of different social groups

 

Keywords: Sociability; living places; material culture; 18th century; Castile.

 


Desde la calle hacia mesas y alcobas. Privacidades materiales domésticas de Antiguo Régimen entre los grupos populares, intermedios y burgueses[1].

 

 

            Habitabilidad y domesticidad conforman conceptos claves de análisis para comprender cuestiones tan básicas para la modernización social europea y española durante el Antiguo Régimen como la evolución de la estética y el confort, la individualización de los espacios interiores o la privacidad de cada estancia de la casa.

 

Un edificio definido para la comodidad de sus moradores, sin embargo, fue durante mucho tiempo y para la mayoría de la población un espacio doméstico plurifuncional y con muy escaso mobiliario, en el que se mezclaba lo privado y lo público de manera absoluta cuando sus fronteras eran tan fluidas y concomitantes entonces en escenarios de apariencia tanto urbanos como rurales. Los inventarios post-mortem permiten rastrear algunos de sus rasgos definitorios[2]; también los contratos de obra y los gastos de albañilería pueden proporcionar valiosa información al respecto y sobre el urbanismo y la adecuación de aquellos interiores.

 

 

Puertas y ventanas: ¿muros de una vida familiar?

 

“Madrid no tiene letrinas: todos hacen sus necesidades en los orinales, los cuales tiran después a la calle” (1594)[3].

 

¿El mal uso del orinal[4] era la causa de que las vías públicas de la capital del reino estuviesen siempre sucias, prolongando la casa más allá de sus ventanas?

            Las balconadas aparecían vidriadas o con sus celosías: aquellos ventanales, por pequeños que fueran sus postigos, siempre cumplieron una importante función de aislamiento o comunicación con el exterior, de demostración de su notoriedad cuando no de visualización callejera, como atestiguan sus cortinajes abiertos o cerrados.

 

No había nada privado, todo era vecinal y público; hasta los rumores.

 

            Todo entraba y salía de las viviendas con cierta libertad: puertas y ventanas no eran barreras infranqueables; en la calle y en la casa se conectaban hábitos privados y públicos. Como el hogar formaba parte del concepto de bienestar global común ̶ o generaba frecuentes litigios y conflictos interfamiliares no resueltos, retroalimentando redes de amistades y venganzas fraternas ̶ , la apariencia externa colectiva se reconocía por sus fachadas y rejerías, pero también por sus camas, por sus mesas y por sus salones, sobrepasando una mera domesticidad puertas adentro.

 

Criterios ideológicos y posibilidades económicas definían el interior de la casa y su proyección hacia afuera, a la par que constituía una primera, y capital, mirada valorativa externa con respecto al estatus más o menos encumbrado de sus moradores.

 

El criterio de propiedad privada de las viviendas estaba plenamente reconocido en el Antiguo Régimen. Los catastros fiscales legitimaban “solares conocidos” de acogida, dependencias anejas y linderos notorios[5]. Más difícil resulta encontrar descripciones completas de sus interiores[6]. En torno a esas cuestiones domésticas, se multiplicaban los pleitos testamentarios entre herederos por la adjudicación de las hijuelas, constituyendo un componente estructural de los litigios intrafamiliares a la par que una pieza clave del patrimonio del vecindario y de su planimetría. Una parte considerable de la población rural era propietaria de sus moradas, hasta contar con la estimación de la utilidad de varias casas. Sin embargo, otros muchos debían recurrir a un variado alquiler de sus cuatro paredes, en función de su ubicación espacial urbana, tamaño del inmueble y altura del piso arrendado. Por tanto, constituía un argumento notorio de diferenciación social, rápidamente convertido en otro factor de imagen familiar y de posibilidad de demostración colectiva[7], máxime cuando tras cruzar el umbral de entrada iban sucediéndose, o no, las distintas estancias, repletas, o vacías, de los mobiliarios característicos de cada época y nivel económico-cultural.

 

La casa también era un símbolo. Un distintivo de antigüedad, de prestigio social, de poder y esplendor patrimonial y de apariencia. De ahí que los límites entre lo público y lo privado adquiriesen una de sus más claras demostraciones, precisamente, en el entorno de sus salas. ¿Dónde terminaba la residencia y hasta dónde llegaba la calle comunal? ¿Cuál era el sentido (los significados) de cada puerta principal?

Es cierto que hay noticias sobre quienes “vivían en el principal, sin tratos con los que iban a negocios”[8], atrincherados tras sus propios muros y sin relación vecinal; pero no constituían la norma. Muchas más eran las que informan sobre constantes tratos afectivos o peleados, trabajos mancomunados y quehaceres colectivos. Con continuas salidas a la vía pública, viviendo cotidianamente en el empedrado[9]. Cocinando en la calle; ahumando a los transeúntes; al igual que las gallinas y otros animales encontraban resguardo en sus interiores, día y noche. Sin barreras ni cerraduras.

 

“En la pared del portal había un aparador o estante, vasar en el vocabulario del país, donde se presentaba luego a los que entraban toda la vajilla de la casa; doce platos, otras tantas escudillas y tres fuentes grandes, todas de Talavera de la Reina”[10]. Nada más traspasar el zaguán se mostraba todo: la calidad doméstica, o sus miserias, asomaban rápidamente por los portalones. Tanto alguna lámina pintada o una cama de tablas como los productos de huerta apoyados en sus tabiques. Una sociedad de puertas abiertas… o identificables fácilmente moradores y enseres en el entorno parroquial.

 

            A continuación otros posibles postigos interiores y áreas de paso. Tampoco muchos ni bien cerrados, o la información disponible no lo detalla, contribuyendo a delimitar, sin aislar, ciertas zonas. Apenas unas pocas puertas, con o sin cristales (únicamente se documentan, y en un solo caso, dos en estancias principales como “vidrieras”, iluminando los pasillos a través de unos cincuenta vidrios[11]), al igual que también suele pasarse por alto la presencia estructural de ventanas diáfanas[12]. En suma, vanos bastante abiertos, algunos bastidores como canceles, varias mamparas.

 

¿No contaban con algún recinto privado frente a las “puertas del balcón con sus celosías”, los “juegos de persianas” o las “cortinas de lona” de los principales aposentos en sus fachadas? Muy pocos; una alcoba, la bodega, el desván. La claridad exterior pasaría por aquellas ventanas apenas tamizada por los sistemas de cerrazón de la época: celosías y persianas de madera, barras de cortinas de diferentes telas y largos.

 

Apenas un diez por ciento de las dotes vallisoletanas a lo largo del siglo XVIII cuentan con alguna referencia al aporte de tales cortinas; y eso que en 1830 ya se recontaba un centenar  ̶  más de dos de media por dote en la capital ̶  y casi otras tantas en su zona rural cercana, y hacia 1850 aparecían tasados hasta nueve tejidos diferentes para su confección: básicamente sólo cuando procedían de los ajuares aportados por alguna viuda no pobre en segundas nupcias en décadas próximas al final del Antiguo Régimen. Aun así, aquellos cortinajes, en tupida bayeta o en una más clara muselina, cerraban la casa hacia fuera o, corridas y abiertas las contraventanas, comunicaban con el mundo.

 

Portales exteriores y vitalidad callejera justo al lado de la intimidad del hogar.

 

 

¿Espacios íntimos? Vistiendo camas

 

“Las vacas duermen en la misma casa y sólo un palo les separa; los cerdos patrullan durante la noche por todos los rincones” (siglo XVIII)[13].

 

La intimidad hogareña era un lujo: dominaba la supervivencia cotidiana.

 

Su higiene, iluminación o calefacción difieren totalmente del concepto culto e ilustrado de cualquier confort privilegiado. A las carencias en ropa interior se unía la inexistencia de letrinas y excusados. Frías, en el entorno de las camas había poca luz. 

 

El progreso en la comodidad se mezclaba con una mayoritaria pobreza material. La respuesta a una visión de cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa informa sobre la evolución hacia la especialización de la cultura doméstica en las respectivas estancias. Las habitaciones podían llenarse de objetos, pero no parecían amuebladas. La cocina se convertía en zona de descanso nocturno, y el cuarto dormitorio, la sala mejor diferenciada, también contaba con arcas y hasta menaje no exclusivamente decorativo.

 

Una mayor o mejor distribución interior de las viviendas fue alterando el valor del concepto de privacidad o, por el contrario, supuso el mantenimiento de zonas de descanso intergeneracional compartidas y “dormitorios comunales” con una escasa funcionalidad del mobiliario[14]: avances en el desenvolvimiento cotidiano de una civilización ilustrada, burguesa y contemporánea, mientras la ausencia de tales costumbres reflejaría carencias e inmovilidades propias de una sociedad poco dinámica.

 

Las alcobas aparecen mencionadas pocas veces: próximas a la sala como reducto de descanso e intimidad; todas amuebladas siempre parcamente con una simple cama plegable y adornadas con cuadros y cruces. Además, ¿desempeñaban en exclusiva funciones de espacio privado? En una de ellas, sita en la vivienda del comerciante vallisoletano Gabino Abril, aun en 1840, al lado del salón principal y del oratorio, mientras su decoración sintonizaba con la sacralización adyacente. ¿Qué significaban la mesa de juego con su tapete verde y la papelera de tambor con que se dotaba, más todas las sillas y otra cómoda poltrona que la rodeaba? Por el contrario y como lugar bien diferenciado y para el servicio doméstico  ̶ contando con un escueto mobiliario, dos catres de tablas con sus imprescindibles colchones, sábanas y mantas, y situándose a su vera la “caja del bañado” común ̶ , segregado hacia el interior de la casa, pero muy cerca de la cocina, se localizaba el “cuarto de las criadas”[15].

 

            En contraste con el interior castellano, únicamente en las casas santanderinas más evolucionadas el buen gusto y la ostentación aumentarían después de 1810: con la cama ya perfectamente diferenciada, aunque sin desplazar al catre cubierto con sus colgaduras. Renovación y diversificación patente también en armarios roperos y en cómodas con guarniciones en el hogar del rico mercader naviero don Teodoro de Salazar, quien muy significativamente poseía una “cuna de nogal con figura de barco”[16].

 

Lo habitual eran las casas con pocas dependencias, escaso gusto por el confort y el ansia decorativa y donde sólo entre las familias acomodadas el número de camas y de individuos empezaba a coincidir. Las alcobas también eran vestíbulos y cualquier cámara rápidamente se acondicionaba para transformarse en improvisada habitación[17].

 

Mientras la cámara principal de la casa noble era ya una zona íntima, territorio seguro frente al extendido igualitarismo de la pobreza que impedía el lujo de la diferencia, la del artesano apenas contaba con privacidad: presentaba un magma de ambientes sin codificar, gran heterogeneidad funcional y falta de compartimentación individualizada. La especialización era sólo aparato de exhibición dada la habitual promiscuidad poco higiénica de sus espacios nocturnos[18]. La decoración más cotidiana de aquel recinto, con temas religiosos y pilas de agua bendita, refleja el mantenimiento de la mentalidad sacralizada tradicional, a la par que no siempre se ajustaban a los nuevos hábitos sociales ni el lugar concreto de cada objeto se seleccionaba mejor ante la necesaria jerarquía doméstica impuesta por una norma moderna.

 

El dormitorio, a veces único, era el centro receptor fundamental de enseres nada más constituirse una nueva familia. Hasta el desarrollo del salón burgués, almohadas, sábanas, mantas y cobertores, colocado todo sobre colchones, constituyendo la partida económica más importante de la dote, o los jergones de las “camas encajadas, de red o de cordeles” ̶ a veces provistos de “cielos, delanteras y cortinas” ̶ con sus “paramentos rajados o pintados”, convertía a este aposento en la estancia mejor acondicionada y rica de la casa popular; aunque sus catres sólo estuviesen armados rudimentariamente sobre tablas o elevados sobre bancos de pino, y transportables todos ellos fácilmente[19].

 

La importancia simbólica de las sábanas y el conjunto cama-colchón-frazada-almohada constituyó siempre la partida principal de la dote modelo. Lo mismo que resalta la escasa multiplicación de la tasación de las mantelerías, pañizuelos y toallas: la cultura de la higiene personal y de presentación de la mesa familiar todavía no había adquirido el peso que empezaría a tener, sobre todo, a partir de 1830. Por el contrario, el entorno textil del lecho siempre constituyó un símbolo colectivo de posibilidades consumistas y estatus de calidad reconocible por toda la comunidad (femenina).

 

            La media de sábanas por dote llegó a siete desde cuatro en Olmedo, Peñafiel y Nava del Rey entre 1700 y 1830, y de seis ascendió a diez en Valladolid; también las almohadas elevaban su número desde cinco a siete y de siete a nueve en esos mismos espacios y épocas. Apiladas ¿y planchadas? en el arca; bien bordadas algunas; en buena batista o áspero cerro. En todo caso, su apreciado simbolismo cultural hasta la actualidad sobrepasa el mero conteo en varas. Debajo de ellas, las cifras medias de colchones de lana por casa también corroboran el incremento de la importancia de la lencería doméstica: de la unidad se pasó a dos a finales del siglo XVIII en las zonas rurales; y de dos a tres en la ciudad[20]. Mejoraba su surtido para la cama (aumentaban sus fundas de terliz y en algunas podían sobreponerse hasta tres unidades), aunque todavía “de viaje”, enrollados, “colchonetas”, sin vellón; muchos bastos jergones de paja; poco cálidos, incómodos e insuficientes y llenos de piojos.

 

            Menos placentero aún si se compara con el número de individuos en cada hogar. Al igual que ocurre con la colchonería, tampoco coincidían las camas con el número de durmientes en una misma casa. Nunca eran bastantes… o los parámetros culturales vigentes hacían innecesario el posterior concepto de la individualidad del sueño.

 

De ahí que fuese tan importante entonces el alcance y significados del lecho cotidiano femenino, como bien privativo de la esposa a conservar y defender tras la ruptura por cualquier motivo de la unidad familiar, protegiendo algo indispensable e inembargable para la viuda en función de la práctica legal castellana.

 

Con frecuencia, un lecho que incluía un mobiliario mínimo. En aquellas alcobas se produciría una posible acumulación de arcas frente a la práctica ausencia de armarios roperos y muebles contenedores verticales; unos baúles donde difícilmente se conservarían bien planchados los nuevos vestidos. Muy poco ajuar confortable, clásico y acumulado en cualquier estancia de la vivienda.

 

Eso sí, nada más despertarse, la pintura religiosa entraría rápidamente por las retinas, definiendo el universo cotidiano que acompañaría al individuo a lo largo del día.

 

Por el contrario, las descripciones sobre la toilette, recibir en bata y los galanteos del cortejo delante del tocador trazados en las descripciones teatrales, noveladas o vividas[21] en el minoritario mundo del afrancesamiento cortesano-madrileño y criticado símbolo de cambio y modernización desde mediados del siglo XVIII[22] difícilmente pueden encontrarse en cualquier otro ambiente, no ya sólo popular o rural sino incluso en el privilegiado urbano. El clima mostrado por tales prácticas (deshabillés, compañías masculinas, modistas, hábitos higiénicos y epistolares, “mundo”…) era excepcional.

 

¿La cama era un bien imprescindible? Las críticas de los viajeros europeos a la mayoría de las posadas castellanas se centraban en sus innumerables carencias.

 

 

A la mesa: ¿en una sala privada?

 

“Había riquísimos señores, aún de la grandeza, cuyos gastos eran enormes, llegando al punto de ser derroche de cuantiosas rentas, y que, sin embargo, en punto al servicio de mesa, vivían como hoy las personas de muy reducidos haberes” (1878)[23].

 

            El comedor tampoco era una pieza moderna y especializada en la actividad social o de ocio familiar. Era muy polivalente: lugar para las comidas diarias, los juegos, las tertulias y la oración, compartiendo esas funciones de reunión cotidiana con las del descanso, como certifica la acumulación allí de muebles de todo tipo, desde lavamanos hasta camas y catres, junto a rinconeras y “dos armarios roperos”.

 

La “sala principal” era el espacio más importante de la vivienda, conjugando la parte pública de la familia con su intimidad. Por eso su mobiliario ̶ sillerías, relojes de repisa, confidentes, rinconeras o caros escritorios de nogal ̶ desempeñaba también funciones varias. Igualmente, era el lugar apropiado para entretener los ratos de ocio o para estrechar amistades escuchando música de piano. Un ambiente de sociabilidad y esparcimiento a la par que de descanso y aseo, encontrándose allí más lavamanos o “cajas de servicio común”. Sólo unas pocas privilegiadas fuera del espacio cortesano madrileño pueden considerarse un verdadero “centro social”, donde su única utilidad era precisamente aquella pública de frecuentar la recepción de visitas de urbanidad[24].

 

            En muchas urbes aumentaba la práctica externa de la sociabilidad ente los grupos elegantes, con sus constantes y exclusivas ostentaciones públicas. En paralelo, se expandían los ‘salones’ que facilitaban el encuentro de las elites ciudadanas, en un afán de clase, y no exclusivamente de riqueza, por controlar los espacios destinados al ocio, reservando el protagonismo a quienes así se mostraban, y exigiéndose vestir a la última moda para preservar el ámbito privilegiado de las apariencias y del lucimiento. Entonces, la visita burguesa fomentaría esos mismos intercambios privados, permitiendo el concierto de negocios o el pacto de noviazgos dentro de sus viviendas. Para ello se utilizaba la parte mejor y más amplia de la casa, en torno al piano y a numerosas sillas y sillones, con vitrinas y aparadores donde lucir cristalerías y figuras de adorno, donde ‘recibían’ y organizaban las tertulias; ideología de la domesticidad aquella que también fue modelando las relaciones entre los sexos.

 

Por el contrario, existen abundantes testimonios del mantenimiento del uso del estrado, tanto en la pintura o la literatura como en los inventarios, al documentar su mobiliario[25]. Solía ser la habitación más rica y la dedicada a las visitas íntimas. Una tarima preservaba del frío de los suelos y alrededor se disponían cojines, esteras o tapices, embellecedores y antihumedad. Las mujeres se mantenían allí ocupadas cosiendo o leyendo, cuando no se entretenían con la conversación de sus invitados, que si eran varones se sentaban en sillas fuera de su espacio entarimado exclusivamente femenino[26]. Cervantes los mencionaba como un lugar particularmente confortable, mezcolanza todavía de usos comunes antiguos en una misma sala.

 

Frente al estrado amueblado (“lugar donde las señoras se sientan sobre cojines y reciben las visitas”[27]; allí, con exclusividad, se acomodaban ellas “a la morisca” en alfombras y almohadones, según costumbre que causaba sorpresa a los extranjeros[28]), el tocador en el gabinete sería, después, el espacio simbólico femenino[29], con notables connotaciones de avance civilizador ilustrado.

 

Pero, por debajo de esa realidad seguía existiendo otra aún mucho más extendida: la de las salas apenas amuebladas o absolutamente polivalentes, mezcolanza de espacios y actos cotidianos. Ambientes nada propicios para la degustación culinaria, cuando ni siquiera el cómputo total de las piezas inventariadas era elevado, mucho menos las sillas individualizadoras (manteniéndose el banco con o sin respaldo como asiento comunitario y sin desarrollarse el sillón de autoridad simbólica del pater familias), lo mismo que la cantidad de servilletas, tenedores o vasos (apenas presentes en poco más del cincuenta por ciento de las tasaciones rurales documentadas todavía hacia 1830)[30]. Cantidades y variedades reducidas, al igual que sus calidades. La gran cuestión radica en conocer su alcance y extensión socio-económica y mental.

 

 

Esferas públicas y ámbitos transitados: ¿un único modelo de vivienda urbana?

 

“Los muebles de las casas son tan mezquinos como el vestido. No hay la menor comodidad, nada bien distribuido, ningún bienestar” (1765)[31].

 

            Comodidad y bienestar eran conceptos novedosos; inexistentes en España según los extranjeros. Por eso, las formas de relación social debían ir transformando el valor cultural de la casa y la codificación estética de la norma cotidiana según la civilidad, de donde se deduciría que entorno a la mesa, en el salón noble, abundarían más los artículos de lujo o modernos para disfrute íntimo y, fundamentalmente, recreación y demostración hacia los posibles invitados.

 

En todo caso, en las descripciones tasadas de aquellos hogares es evidente el olvido de sus espacios articuladores, pasillos o escaleras, aunque se relacionen “sillas de corredor” o se aluda a algún tragaluz interior. ¿Se comunicaban unas habitaciones con otras? ¿La intimidad quedaba asegurada por unas puertas de cuya existencia sólo hay indicios al tasar las vidrieras que las cubrían? ¿Mamparas y cortinajes, de percal, indiana o estopa, podían separar adecuadamente los ambientes, como la antesala de la sala o las alcobas del resto de las dependencias?

 

Predominaban entonces los espacios de necesidad[32]. Escaleras arriba y abajo, no los dormitorios interiores iluminados, ventilados y calientes, con sus maritales camas o la disposición de los cuartos articulados alrededor de un distribuidor, y sí, mucho, la sucesión de salas y alcobas contiguas, junto a la precariedad diaria y una flexibilidad-adaptabilidad-polivalencia espacial o la convertibilidad de su escaso mobiliario.

Algunos inventarios detallan la distribución del espacio interior de la burguesía mercantil vallisoletana[33]. ¿Segregaban claramente el ámbito privativo de la zona de venta pública o “de recibir”? Frente a descripciones que mencionan cada dependencia de la vivienda en un único piso del edificio, otros hogares, empleando el término “segundo o tercero”, se desarrollaban en altura, correspondiéndose con la tradicional casa-tienda, incluyendo en la planta de calle su comercio, seguido del entresuelo, para pasar después al principal y subir al desván y la solana tejada. Bastantes moradas confirman ese último tipo de organización habitacional, donde cada familia ocupaba en exclusiva todo el bloque. Y constituidas en torno a tres habitaciones viales, situándose en la más señorial, o piso primero, una antesala, la sala grande y una alcoba adyacente y en el segundo, otra antesala daba paso a sendos cuartos interiores, la cocina y la despensa[34].

 

            Varias cómodas novedades al lado de pautas muy tradicionales se desprenden del clásico mobiliario del catedrático jubilado de la Universidad de Valladolid a mediados del siglo XVIII[35]. Su vivienda se componía de diez espacios en la planta superior (la verdadera residencia) sobre un piso bajo, distribuido en otra decena de estancias. Este último se compartimentaba entre un gran “estudio”, el “cuarto bajo inmediato”, el “de las criadas”, otra “pequeña sala al lado”, dos “cuartos bajos” que daban a la calle principal, otros dos con ventana al jardín –“estudios en verano” ̶ , y, junto al portal y la bodega, un “aposento”. Mientras que en el primero se encontraban la “sala grande encima del portal” con su “alcoba”, la “sala inmediata” con su “antesala”, el “cuarto junto a la escalera, a la derecha” y otro frente a la misma, la “cocina” con su “despensa más adentro” más la “sala situada encima del estudio”.

 

Cada uno de sus cuartos muestra su cotidiana existencia. Pasaba mucho tiempo frente al amplio ventanal de su estudio de la planta baja, aunque allí sólo dispusiese de un bufete de nogal y una vieja silla de vaqueta de moscovia, además de dos bancos de respaldo para las visitas. En el cuarto inmediato, decorado con seis estampas en papel y cuatro pinturas enmarcadas, tenía una cama de cordeles con tres colchones de terliz y todas sus escasas prendas de vestir, mientras la ropa interior estaba arriba. Muy cerca se situaba otra pequeña sala donde amontonaba dos catres ̶ con jergón, cobertor y tarima ̶ , un brasero, dos mecheros y una arquilla de pino. El piso alto estaba mejor iluminado, aunque la austeridad siguiese presidiendo su interior. No obstante, en su antesala, podía contemplarse un inusual “cuadro de una corrida de toros”, además de contar con la segunda “caja de brasero de pino con su bacía de cobre” de la casa. En la cocina había “dos jofainas vidriadas, una de Talavera”. En un cuarto “tres orinales de vidrio”. En otros dos, sendos “espejitos chicos” y en la sala principal “dos espejos con sus marcos de ébano, de una vara de alto”, además de un reloj de arena. Ni abundancia de plata, ni variedad y especificidad de sus muebles (sobresaliendo numerosos asientos de todo tipo distribuidos por doquier, aunque sin mostrar posición privilegiada o conjunción alguna), ni un amplio menaje, ni una mesa bien acondicionada presidían su hogar. En su alcoba-dormitorio, simplemente: “un cielo de cama encarnado y sus palos de madera y los hierros de metal, un repostero con cinco flores de lis y un buen arca de pino con su cerradura y llave” conteniendo su escasa ropa blanca. En otra de las salas contiguas de encima: “una mesa grande y otras dos pequeñas, un bufetillo, ocho sillas moscovitas con clavazón dorado y una silleta de paja”.

 

            Unos pocos tenían ya perfectamente distribuidas sus casas y los muebles de cada espacio con funciones específicas de dormitorio, alcobas, sala de estar y de trabajo, y las diferentes camas, sillas y escritorios repartidos racionalmente entre ellas. Aun así, los colchones estaban presentes en todas las estancias y las carencias eran notables.

 

Para la mayoría, en cambio, simples piezas habitables sin apariencia de civilización modernizadora, incluso después de su remodelación arquitectónica[36].

 

Sobresalía una enorme polivalencia habitacional. Frente a la evolución ilustrada madrileña, que sí desarrolló mejor una lógica racionalización espacial[37], incluso hacia 1860, el mobiliario de las salas de varios comerciantes vallisoletanos ratifica una miscelánea de funciones de sociabilidad e intimidad familiar. Igual que en otros aposentos, así ocurría en los entresuelos, al combinar el descanso, como corroboran los catres, camas y colchones allí dispuestos, con la recepción de visitas, a la luz de los conjuntos de sillas, mesas camillas, confidentes o las cómodas butacas presentes con frecuencia en aquellas piezas. Y en la cocina todavía se continuaba desarrollando gran parte de su vida cotidiana, hasta ser la estancia más confortable y cálida, reconvertida habitualmente también en cuarto para un reparador sueño nocturno.

 

El desarrollo en el interior de las viviendas, en suma, estaría ligado a actitudes más cultas y refinadas, unidas a los hábitos de buen tono social burgués y del gran mundo ilustrado: la presencia de objetos característicos, muy lentamente y a medida que la apertura liberalizadora y más consumista avanzaba, iría definiendo los estatus.

 

            Para la mayoría popular la vivienda seguía siendo un espacio sacralizado donde el ámbito de lo íntimo contaba con referencias religiosas permanentes. Muchas advocaciones iconográficas de la Virgen y todo un amplio catálogo plástico del santoral, aunque en su mayor parte baratas y sin marco, recubrían aquellos muros. Sus moradores se sentían vigilados y protegidos por devociones privadas y abogados universales. Se trataba de una plasmación pictórica decorativa de la presen­cia continuada de lo sobrenatural en lo cotidiano, marcando la mentalidad colectiva. Cotidianidad de lo sacro entre los pucheros y ánimo de protección que, pese al inicio de la secularización, no se perdió durante el siglo ilustrado. Así, mientras la biblioteca, en el caso improbable de existir, se concentraba en el estudio, por el contrario, las paredes de habitaciones y salas principales, corredores, salones y cocinas solían recubrirse de estampas, láminas ordinarias, tarjetas, vitelas, cuadros y retratos alusivos a vidas de santos o marianas. Simbólicamente, nada más traspasar el zaguán, junto a diverso mobiliario, Nuestra Señora con el Niño, el Ángel de la Guarda, un Ecce Homo, el Santo Cristo, la Inmaculada Concepción o una Soledad rápida­mente entraba por los ojos. Y al irse a la cama o al levantarse, como referente diario, rosarios y pilas de agua bendita, junto a más pinturas post tridentinas, protegían a los durmientes. Además, muchos vallisole­tanos contaban con múlti­ples relicarios, estampillas y escapularios; cruces, crucifijos, medallas, rosarios y cuentas, talismanes e instrumentos mágicos seguían siendo piezas muy preciadas y eficaces. Esculturas y tallas de bulto, tapices y doseles también informan sobre la riqueza mobiliaria de ciertas estancias acomodadas. A su lado, unas pocas piernas de cera, urnas, dípticos, corazones, escaparates, retablos, tabernáculos y frisos[38].

 

Así, con escasas diferencias culturales entre la ciudad y el campo, y reiterándose sistemáticamente los temas religiosos heredados, sólo la variación socioeconómica introducía una gradación clara en la valoración de estos objetos sacros en el cómputo de los enseres mobiliarios. La gran mayoría de las pinturas aparecían en las pocas viviendas de quienes poseían más de cien: se concentraban en el cinco por ciento de los hogares.

 

            No existía un único modelo de casa castellana para definir sus esferas públicas.

 

 

Reflexiones sobre el significado del ajuar mobiliario en un espacio hogareño.

 

Ante la mayor visibilidad de la apariencia pública que reflejaba, la difusión del traje presenta una dinámica un tanto diferente (“ya no se vive en los tiempos en que los vestidos pasaban de una generación a otra”[39]). Las nuevas prendas y los cambios en las modas podían difundirse con más rapidez. En cambio, cualquier artículo del mobiliario doméstico había de incorporarse a la residencia junto a los ya acumulados. Los enseres materiales existentes se oponían a la difusión de las novedades[40]. Y, sin embargo, los más críticos mercantilistas y cronistas defensores de la tradición apreciaban no sólo excesos, superfluidad y afrancesamiento en el vestuario, sino también “en la mesa y en todo cuanto sirve para las comodidades de la vida”[41]: “venden por nada los muebles antiguos a los prenderos y destierran lo que tenga el más leve resabio de añejo”[42]; “amanece el buen gusto en el mueblaje y las casas se adornan de cornucopias”[43].

 

Reflexionemos, por tanto, en torno a aquellas privacidades (sentido doméstico; comodidad material; especialización espacial; individuos modernos), diferenciaciones sociales, evoluciones cronológicas y sus desarrollos hacia ámbitos rurales; en ese orden. Sus significados culturales y civilizatorios resultan determinantes.

 

1. El debate sobre el nacimiento de la privacidad y el individualismo modernos y la vida social de las cosas en función del uso que se les otorgaba resulta clave para averiguar cuándo, dónde y por qué aparecían cuartos específicamente destinados a dormitorio o distintos parámetros de civilización adquirían un papel protagónico dentro de sus salones. Se trata de conocer las vivencias de las personas en sociedad al constituirse en fiel espejo de lo cotidiano. Lugar de relación y escenario polivalente ante la versatilidad de la convivencia y su enorme adaptabilidad, la casa constituía el mejor ámbito comunal. Desde simple y habitable funcionalidad hasta representación familiar y espacio complejo, el quid radicaba en su “permanente disponibilidad para ser reocupada en función de las necesidades puntuales de sus ocupantes”; y, por tanto, debe cuestionarse la propia existencia entonces del concepto de especialización interior[44].

 

            El ambiente de privacidad se articulaba diariamente entre el hogar interior y la calle. ¿Lo doméstico y lo comunitario eran siempre excluyentes cuando hasta ayer mismo existía una enorme permeabilidad y un puertas afuera muy popular? Bienestar y confort cotidianos deben plantearse como claves interpretativas de aquella domesticidad cultural dinámica. Frente a los ritmos del mundo rural y menestral, sólo la evolución hacia el individualismo burgués que segregaba dependencias por edades, funcionalidad especializada y sexos, generó una progresiva compartimentación del ámbito plural del hogar, pero ¿comedores, alcobas, cuartos de estar o salas de las viviendas se ordenaron al hilo del desarrollo de la feminidad, la conyugalidad, la maternidad, los vínculos paterno-filiales y todo el largo proceso modernizador subsiguiente? ¿Esos mismos espacios, más los útiles que les daban lustre y empaque, contribuían a remarcar los ascensos sociales y la imagen de progreso entre los distintos colectivos que actuaban tanto por deseos de emulación como por un mayor poder adquisitivo?

 

Un deseo de mayor intimidad alentaba nuevas actitudes minoritarias tendentes a la mejora de la comodidad material. Una incipiente privacidad identificaría la casa con la vida dentro del hogar familiar. Cambios que se advierten en un mobiliario también valorado ya como un bien de lujo y consideración social: el aumento de objetos y su mayor especialización entre sectores cada vez más amplios de la población reforzaba la idea de que en la segunda mitad del Setecientos se estaban produciendo importantes transformaciones culturales en los comportamientos de los consumidores, a pesar de que la vivienda siguiese siendo ámbito donde se desarrollaban multitud de actividades sin una dedicación espacial precisa. Como ocurría con el propio dormitorio, pues explícitamente individualizado cada vez más a menudo, continuaban durmiendo en la cocina o en cualquier otra estancia sobre simples camas de tablas portátiles.

 

El aumento de nuevas exigencias sociales se vinculaba al avance de imágenes privadas y públicas modernas, y con la tendencia a la democratización de la intimidad o la urbanidad: la búsqueda de confort y el refinamiento interiores mejoraron algunos espacios de sociabilidad[45]. La civilización ilustrada pasaba por la apertura de ventanales luminosos, más palmatorias, candiles, candelabros o lamparillas en aquellas oscuras y frías alcobas, el uso de gabinetes de verano y otras salas específicas o la tenencia de chimeneas, alfombras y tapices, estufas y braseros portátiles; es cierto, lo mismo que la constatación de que la modernización desde todos esos ángulos fue muy lenta en la Castilla interior rural y hasta en sus zonas urbanas[46].

 

            Frente a la necesaria ventilación de las casas, y limpieza, gusto y orden de su mobiliario, a finales del siglo XIX los aposentos seguían siendo “sepulturas de la vida”: si en los edificios antiguos predominaban la escasez de salas y raquíticas ventanas que apenas permitían la entrada de luz y la renovación del aire ̶ y “lo mismo digo de nuestras casas malsanas y de sus incómodos muebles”[47] ̶ , “en la actualidad la nueva moda de las habitaciones no ofrece ni aun comodidad a sus habitantes”[48].

 

            2. En clave cultural, cabe apreciar novedades minoritarias y una dinamización material junto a enormes carencias populares[49]. Existían ajuares comunes para la mayoría de la población, mientras una serie de enseres definían estatus, mentalidad, dedicación profesional o riqueza superiores. Por ejemplo, los paramentos de cama rajados eran habituales en cualquier casa; pero cuando aparecían en una vivienda más de tres colchones, y de calidad, era siempre dentro de conjuntos patrimoniales elevados. Lo mismo que se aprecia a partir de la presencia o no de sillas, mesas de nogal y con el número de arcas o alfombras, esteras, espejos decorativos, carpetas, sobremesas, almohadas de estrado y otros adornos domésticos; o de los siempre escasos platos y jarras, cucharas (con muy pocos tenedores) y piezas de vidrio.

 

Cubrían sus necesidades vitales pero, ¿sólo la capacidad económica era la clave para contar con mobiliarios importantes, o la emulación civilizatoria doméstica de una elite ricamente ataviada contribuyó a difundir entre los sectores sociales intermedios enseres suntuarios y más hacia abajo una mayor cantidad de productos y de populujo? La fortuna favorecía la extensión de gustos refinados, pero la imitación también permitía interesantes intercambios culturales; así, la decoración dentro de las casas informa de pautas cruciales sobre las permanencias o una concepción evolutiva de las urgencias masculinas y femeninas, de las escalas de valores hogareños y sobre aspectos de confort o sanitarios, puesto que de cómo solucionaban los problemas de mostrarse en público, asearse, preparar la habitación y acondicionar la mesa y toda la vivienda, se desprenden múltiples facetas para comprender mejor la Castilla moderna[50].

Había pocas posibilidades de renovación del mobiliario a corto plazo: tendían habitualmente a traspasar hereditariamente, generación tras generación, sus enseres y catres. Satisfecha la necesidad básica de vestir el cuerpo y la cama, otras relacionadas con la acumulación, comodidades, precio, valor simbólico y acondicionamiento del hogar con una funcionalidad específica también empezaban a ser atendidas. Así, los cambios domésticos quedaron limitados casi en exclusiva a una minoría, aunque aumentasen las expectativas de todos.

 

            El valor de menajes completos de mesa, los adornos o un mobiliario abundante y moderno marcaban culturalmente a sus propietarios. La cronología de su introducción en un hogar reafirmaba esa variable civilizadora. Así, compartir o no cama y plato decía mucho de cada familia. Por eso, la sala o la habitación conyugal (el lecho cotidiano[51], el estrado femenino o la tardía aparición del retrete) diferenciaban simbólicamente muchos patrimonios. Al igual que la existencia de sistemas de aseo y calefacción. La difusión de cortinas interiores, alfombras y sabanería, y la evolución al alza del número de piezas de ropa blanca por persona, presentan un alcance similar, sobre todo si constituían ya conjuntos unitarios con el calificativo modernizador de cubertería, mantelería o “juego de”. Lo mismo que remarcaban distintas posiciones de civilización los numerosos baúles y bancos, frente a los escasos armarios roperos o mesitas de noche; máxime cuando un hogar se surtía de bandejas, cucharones, salseras, soperas o ensaladeras, se producía una multiplicación de lozas, cristalerías y porcelanas chinas, o se incorporaban al menaje usual, además de las populares chocolateras, tacitas y cucharillas de café. Se definían nuevas conductas, tendiendo a consumir más o de forma diferente y remarcando barreras sociales muy notorias: desde el mostrar “poco de poco” al “mucho de mucho”[52].

 

            Y dentro de aquellas claves de la cultura material cotidiana, también la tenencia o ausencia de perfumadores al lado de las pilas de lavar, calentadores y braseros  ̶  a cuya utilidad calórica se unía sus connotaciones de reunión social ̶ , bacinicas y cajas de servicio o velones y candeleros, informan sobre los sistemas de calefacción, iluminación e higiene de las moradas; es decir, sobre los avances o parálisis de la modernización doméstica castellana ya entre grupos sociales populares e intermedios.

 

Camas, catres, cunas ̶ y su renovado concepto de niñez ̶ , jergones y colchones; velas, baúles, orinales, cortinas o pinturas sacras muestran tales contrastes y los distintos ritmos existentes para cubrir las necesidades familiares populares dentro de aquellas alcobas. Criterios económicos, sociales, parentelares y de urbanidad se enlazaban detrás del acondicionamiento de dichos espacios puertas adentro, con su ropa blanca de cama y un todavía modesto mobiliario adjunto característico, para ir definiendo una dinámica evolutiva muy plástica entre lo público y lo privado, entre el ascendente individualismo de la intimidad y el viejo colectivismo, entre los criterios ilustrados de modernidad y el mantenimiento de signos más anticuados de civilización. ¿Lujos?

 

En la sala esos mismos criterios culturales aún deben valorarse de forma más interrogativa y ambivalente. Ante la calidad visual que manifestaba, la proyección social que mostraba, los modales de elegancia que descubría por encima de una mera supervivencia alimenticia… Resulta capital seguir investigando su desarrollo.

 

Hechuras innovadoras alternaban y coexistían con otras más clásicas y sacras. Decoraciones tradicionales y muebles carentes de orden, símbolos del ritmo lento cotidiano, convivían con ciertos avances entre algunos sectores intermedios y con otros elementos novedosos y demostrativos de una cultura burguesa ya consumista.

 

            Los rígidos valores tradicionales de lo permanente permanecieron inmutables hasta el triunfo del éxito y extensión del ritual de la cotidianeidad. Entonces, la visita burguesa fomentó el intercambio privado, en torno a espejos y sillones, convirtiendo en norma social recibir públicamente en el salón dentro de su ideología de la domesticidad. Aquellos modales simbólicos determinarían la primacía del confort, exhibiendo y acumulando muebles en las salas mucho más que en las alcobas interiores.

 

Dicha ampliación y especialización era indicio de la expansión y diversificación cualitativa de la demanda entre los sectores sociales acomodados, o que tendían a imitarles mediante estilos de vida próximos, contribuyendo a crear la idea de pertenencia a un mismo grupo de intereses diferenciado de la gran mayoría de la población, y liberalizando la confusión de estados y las leyes suntuarias generadas por el afán de copiar patrones exclusivamente nobiliarios hasta entonces. Crecería, así, un consumo de bienes culturales parejo a la multiplicación de las necesidades y los cambios en las modas. Y aquel paulatino cambio social, con su proceso de urbanidad paralelo, se traducirían en movilidad y ascenso económico y, vicariamente y por emulación de los gustos de las elites, en el incremento del gasto en una amplia gama de productos. El aumento de las exigencias se relacionaría con el avance e implantación de nuevos valores personales y públicos, con la urbanización, una mayor capacidad adquisitiva o la tendencia hacia la democratización de la intimidad. El cuidado e imagen de la casa, la búsqueda del confort y el refinamiento interiores se empezaban a percibir a través de la mejora de los componentes de los espacios privados.

 

Por eso, en 1787 podía leerse ya en un periódico de Valladolid: “quien quisiere comprar dos papeleras de nogal de tres cuerpos y herraje dorado, acuda a […]”[53]. Y en otro valenciano: “en la calle Barcelona, nº 28, se hallan en venta dos cómodas de última moda, con varias flores embutidas y otros particulares de primor y mucho gusto”[54]. También relojes de pie, floreros, estufas francesas, instrumentos musicales o los papeles pintados cada vez estaban más presentes en un número creciente de hogares castellanos. La opinión pública empezaba a hacerse eco de la propaganda consumista urbana.

 

Por debajo de esas aspiraciones minoritarias, la norma era muy diferente. Las viviendas estaban alhajadas muy pobremente, y sin reflejar una diferenciación funcional entre sus espacios de uso privado de los dedicados a la sociabilidad, ni el común de las familias pensaban en la urgencia de contar con tal precisión mental. Así, mientras los salones empezaban a ocupar la parte noble, mostrando mayor ornato, las habitaciones, primando todavía la promiscuidad, se decoraban con sobriedad, aun contando con la multiplicación de los ajuares femeninos y los no siempre tan blancos lienzos o manteles bien guardados en el arca.

 

Las piezas de sociabilidad del mobiliario burgués definían convivencia, confort, intimidad y especialización en espacios privativos de bienestar intramuros. Dentro siempre de aquellas lógicas de la diferenciación, mezclarían buen gusto, solución de las nuevas necesidades o pura decoración, agregando prestigio a la propia utilidad práctica, divulgando las innovaciones y dentro de una clara jerarquía espacial. Una mullida cama matrimonial torneada y doselada, un aparador en madera noble, sillas a juego pareadas; conjuntos bien diseñados para minorías selectas. Todo lo contrario que aquellos otros habituales y característicos muebles bajos, con cubierta y que podían servir para todo (los de apertura por tapa tardaron en ser sustituidos por los mejor organizados mediante cajones y aún más por la tardía llegada de los armarios de puertas): arcones, baúles y arcas, definiendo “los ritmos lentos de la vida cotidiana, sin cambios, indiferentes a la mudanza; negación perfecta de la sociedad de consumo”.

 

Sin sentido de lo doméstico, aunque el mobiliario heredado parecía no estar ya de moda entre unas clientelas elegantes con gustos cosmopolitas[55]: “quien no conoce no desea; si los muebles antes eran más costosos también eran de mayor duración y, después de haber servido muchos años, se podía todavía aprovechar la materia con que se fabricaron”.

 

            3. Las viviendas no estaban bien acondicionadas para la concepción ilustrada de lo privado e higiénico. Los útiles sólo satisfacían necesidades básicas. No se exigían comodidades. ¿Cuándo se difundió la idea de privacidad y la diferenciación de espacios? Los avances y variaciones externas fueron importantes desde mediados del siglo XVIII, pero también el inmovilismo y las permanencias. Las transformaciones en la tendencia al confort (con alteraciones nominales y estructurales, aumentando la decoración interior y la tipología del mobiliario) se conjugaban con una escasa variedad de piezas y la ausencia de funcionalismo y especialización plena. Y todo ello relacionado con las escalas de riqueza y urbanización, pero también con los cambios en las modas, la importancia de la apariencia, el nivel cultural y la amplitud simbólica de horizontes de los distintos grupos sociales[56].

 

El concepto de hogar no creció hasta finales del siglo XVIII, y entonces todavía lentamente. Por eso, por ejemplo, apenas se recuentan espejos o relojes de pared y prácticamente sólo aparecían en las haciendas urbanas más cuantiosas. Aun así, lo cotidiano estaba cambiando dentro del interior de las viviendas. Precedida de una amplia legislación suntuaria, la Novísima Recopilación incidía en la conservación de las leyes contra la extensión del boato y un acceso privilegiado y restringido al mercado de ostentación, al igual que para Sempere el estímulo del lujo sólo buscaba la vanidad de la distinción. En España, empero, hasta el establecimiento de una nueva cotidianeidad durante el XIX, con sus ritos burgueses de paseos, visitas, sociedades de recreo, teatros o bailes, se mantuvieron inmutables muchos de los rígidos valores tradicionales.

 

Así, aquella nueva concepción simbólica doméstica ilustrada y/o afrancesada tendía a primar entre una minoría notable el confort exhibicionista. Por eso, también sus hogares se poblaban de mobiliario moderno: bargueños, papeleras o escribanías pasaron a ser conocidos como escritorios, mientras se multiplicaban las cornucopias, las mesas de noche, las cómodas o los canapés “a la moda”. De ahí la utilización del término cultura material para referirse entonces a las numerosas mejoras introducidas en el ajuar familiar, en los modales de la gente acomodada y hasta en el vestido personal.

 

La realidad era otra con anterioridad. Sólo desde finales del siglo XVIII se iría introduciendo el modelo de casa y edificio burgués. Aparecerían entonces nuevas habitaciones  ̶ comedores, cuartos de estar, vestíbulos, despachos, gabinetes, retretes o salitas de confianza y de costura femeninas ̶ , dividiéndose las áreas dedicadas a la sociabilidad de las de uso privado. Entre los sectores más acomodados urbanos también surgían cambios en el sentido de un mayor refinamiento del servicio de mesa completos, mediante una amplia y variada gama de enseres modernos y una mejora sustancial de su calidad: frente a los platos de barro y estaño/azófar, comenzó a ser habitual la loza de Manises, de la Moncloa y de la Cartuja de Sevilla, y la porcelana china, de Sajonia o Limoges. Y se generalizaron los tenedores ̶ bastantes de plata ̶ , lo que reforzó el uso del cuchillo, junto a diferentes piezas a juego como los cucharones, los trinchantes o las cucharillas[57].

 

4. En los ámbitos rurales castellanos del siglo XVIII, los muebles de la sala principal de una rica casona sumaban, “hacia la mano derecha del zaguán, como entramos por el corral, que tendría sus buenas cuatro varas”:

 

“seis cuadros de los más primorosos de la calle Santiago de Valladolid, que representaban a San Jorge, Santa Bárbara, Santiago a caballo, Nuestra Señora del Carmen, San Roque y un San Antonio Abad con su cochinillo; había un bufete con su sobremesa, un banco de álamo, dos sillas de tijera a la usanza antigua; otra que al parecer había sido de vaqueta, como las que se usan ahora; un arca grande, y junto a ella un cofre sin pelo ni cerradura; a la entrada de su alcoba se dejaba ver una cortina de gasa con listas de encajes y cenefa cuajada de escapularios”[58].

 

Y ya desde el portal, el inventario de cierto hacendado rural palentino de Villarramiel, en 1837, distinguía claramente su hogar[59]. La profusión de mobiliario y decoración atestiguan que su “sala grande” constituía ya el centro de la vida social de la familia. Así, allí se concentraban catorce sillas con respaldo y otras dieciséis finas, dos braseros, seis felpos y dos felpudos, una escribanía, un sofá con almohadones, dos sillones, dos mesas de nogal, cuatro pares de cortinas blancas y muchos cuadros. Cercanos a ella estaban el gabinete (un cuarto con cuatro sillas y dos camas con sus cobertores y colchas) y el dormitorio conyugal (con un sitial largo y su colchón, una mesa de pino, un baúl, ocho pinturas y una cortina), además de otras dos habitaciones (con sus jergones, cofres, baúles, arcas -además de un armario ropero- y cornucopias), junto a la cocina (donde había bancos, arcones, loceras y espeteras).

 

Decisivos avances rurales… pero muy contados y todavía “a la antigua usanza”. Tratando de copiar modelos urbanos próximos o imitando hábitos capitalinos.

 

Sólo en la ciudad y en las dotes más cuantiosas fue donde “adornos de casa” y la loza-cubertería comenzaron a ser importantes, mientras que el mobiliario doméstico ya crecía bastante entre los grupos intermedios: ocho puntos porcentuales más que en las áreas rurales próximas a Valladolid. Eso sí, morfológicamente, seguía sobresaliendo la asidua presencia de los enseres más tradicionales, aunque descendiesen arcas, bancos y mesas, se mantuviesen las camas  ̶ cuatro por familia entre las más acomodadas ̶ y se multiplicase ampliamente la sillería.

 

Contribuyendo al embellecimiento, florecían entonces cristalerías o ebanisterías, pero no se pensaba en la comodidad ni la higiene. Allí, las estancias estaban mal iluminadas y ventiladas y su mobiliario se reducía a lo estrictamente preciso.

 

            Dicha evolución se desarrollaba en paralelo al incremento y variedad del surtido del menaje de mesa urbano: cucharas, tenedores y cuchillos, junto a los vasos de cristal, tazas, copas y jícaras. Y se produjo el inicio de la convergencia de la cubertería con la mantelería más la presencia de servilletas individuales, mientras se multiplicaban la loza y el peltre, hasta difundirse paulatinamente entre los sectores populares.

 

Aun así, el confort no destacaba dentro de las viviendas, máximas en las ubicadas en espacios desconectados o fuera de los circuitos urbanos. Reposteros, paños de pared y alfombras, sin ser infrecuentes, sólo se concentraban en unas pocas casas. En cambio, la decoración con pinturas y piezas religiosas si era abundante, reflejando la mentalidad de la época. Las transformaciones culturales tardarían tiempo en producirse.

 

            Y, sin embargo, hacia 1830, junto con preocupaciones por el gusto estético, la profusión ornamental o el lujo en iluminación y calefacción, en ciertos ámbitos rurales acomodados o en ascenso notorio, comenzaba a apreciarse un mayor uso de sobremesas o toallas y otros artículos de ropa blanca nueva y sin usar para el equipamiento y la decoración del hogar, ante una acentuación del sentido de lo doméstico, provocando el aumento de piezas modernas, variadas y especializadas. Muebles de moda: veladores, aparadores acristalados para exponer la vajilla, armarios roperos, tocadores femeninos o cómodas de nueva factura y perfectamente ubicados ya, así como tampoco faltaban las cenefas o los papeles pintados en paredes, puertas y ventanas. Esa cantidad y calidad de enseres caseros y pictóricos difundidos lentamente desde las ciudades (guardarropas, doseles, biombos, escaparates o calentadores) presentaban el doble significado de plasmación de riqueza y acentuación del simbolismo aparejado a su consumo: aseo, moda y apariencia externa, esmero en el atuendo, comodidad en los interiores, confort en el lecho, refinamiento y buenos modales en la mesa, anunciando la transformación de algunas pautas heredadas de acuerdo con las necesidades más ostentosas (las criadas debían hacer las camas “con sábanas blancas como un oro”) de quienes querían participar de un prestigio superior, debido a la notable fuerza de la emulación urbana.

 

            5. En conclusión, la importancia del espacio, su definición y comprensión, resultan claves en la medida en que conforman el campo básico de acción diario de lo social y donde reconocer a sus actores; unos sujetos con nombres y apellidos convertidos así en centro del teatro urbano doméstico.

 

            Construcción cultural y de civilización, el protocolo doméstico permite explorar y registrar los ámbitos más habituales de la convivencia cotidiana. Por ello, los discursos sobre hombres y mujeres viviendo en sus casas, junto a la fluidez vecinal, fruto del conflicto y la tensión a la par que de las relaciones solidarias y afectuosas dentro de un entorno familiar amplio, constituyen el marco de referencia fundamental para comprender los sistemas de cohabitación vigentes así como las demostraciones de poder-es, privilegio o feminidad omnipresentes en la evolución de aquellas complejas sociedades marcadas por relaciones de dependencia en un mundo abierto.

 

            En la práctica, casa y calle eran escenarios igual de públicos durante el Antiguo Régimen. Las puertas no eran barreras infranqueables para el resto del vecindario y múltiples acciones cotidianas se realizaban a la vista de todos y cuando las ventanas permitían visionar hacia adentro y hacia fuera todo lo que ocurría a ambos lados.

 

            Las casas eran espacios polivalentes y complejos donde las cosas adquirían significados culturales cotidianos: ¿quiénes y cómo se ocupaban las estancias de las viviendas?; ¿cuántos dormían juntos? ¿Quién se sentaba a la cabecera de la mesa? ¿Existía una lógica jerárquica en la utilización de ciertos objetos? Sin apenas privacidad y sentido doméstico generalizado, únicamente con avances entre las elites y ciertos grupos intermedios y sólo desde finales del siglo XVIII y más claramente en las ciudades portuarias y los barrios céntricos capitalinos.

 

            La importancia de vestir alcobas y salas resulta capital, pues informa del sentido (o su ausencia) de domesticidad, sociabilidad y comodidad existentes entonces.

 

Los enseres, la modernización de los muebles (o sus carencias) en aquellas esferas y ámbitos transitados marcaron modelos de vivienda muy contrastados.

 

            Entre lo público y lo privado no había fronteras o eran rápidamente cambiantes.

 

            Así, tanto este trabajo en concreto como el propio título de todo el monográfico aquí presentado reúnen información sobre conceptos y cuestiones de civilización determinantes para la comprensión de la cultura castellana de antiguo régimen. De la evolución de los significados conferidos de forma colectiva, incluso diferenciados entre ámbitos urbanos y rurales, a “escenarios”, “espacios domésticos” y “apariencias”, se desprenden no pocas respuestas al vivir cotidiano de la mayoría de la población hasta la ruptura de sus modelos tradicionales.

 



· Artículo recibido el 21 de diciembre del 2015. Aceptado el 15 de mayo del 2016.

[1] Proyecto de investigación: Civilización, juventud y cultura material e inmaterial. Familia e identidad social. Demandas y apariencias en la Castilla interior. 1500-1850; HAR2013-48901-C6-3-R, Ministerio de Economía y Competitividad, Retos, 2014-17.

[2] Utilizados con excelentes resultados ya por la historiografía modernista española: Paloma MANZANOS ARREAL, “La casa y la vida material en el hogar. Diferencias sociales y niveles de vida en las ciudades vascas del Antiguo Régimen”, en José Mª IMÍZCOZ BEUNZA, Casa, familia y sociedad: (País Vasco, España y América, siglos XV-XIX), Bilbao, Universidad del País Vasco, 2004, pp. 397-428; Juan Manuel BARTOLOMÉ BARTOLOMÉ, “Condiciones de vida y privacidad cotidiana del campesinado leonés de Tierra de Campos: la comarca de Sahagún en el siglo XVIII”, en Estudios Humanísticos, nº 3, 2004, pp. 337-351; Hortensio SOBRADO CORREA, “El sustento y la morada: aspectos de las condiciones materiales de vida en la Galicia rural de la Edad Moderna”, en Universitas. Homenaje a Antonio Eiras Roel, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago, 2002, pp. 425-438; o Francisco Javier SANZ DE LA HIGUERA, “Familia, hogar y residencia en Burgos a mediados del siglo XVIII. Entre cuatro paredes, compartiendo armarios, camas, mesas y manteles”, en Investigaciones Históricas, nº 22, 2002, pp. 165-212.

[3] José GARCÍA MERCADAL, Viajes de Extranjeros por España y Portugal (desde los tiempos más remotos hasta principios del siglo XX), Valladolid, Junta de Castilla y León, 1999, 6 vols.; Camilo Borghese (1594), Diario de la relación del viaje, II, p. 625.

[4] “Me dejaron un regalo bastante incómodo al lado de la cama; no era un bote de confituras, pues alzando la servilleta que lo cubría por decencia estaba lo que se llama en buen francés bacín, por no ser conocido en España el empleo de sillas de comodidad”; J. GARCÍA, Viajes de Extranjeros […], op. cit.; Norberto Caimo (1755), Viajes de España, IV, p. 772. “No hay en España lugares comunes”; Ibídem, Juan Herauld (1669), Memorias, III, p. 570.

[5] En algunas zonas rurales (como en la vallisoletana y pinariega Bocigas) eran particularmente explícitos al declarar las zonas dedicadas a pajares, corrales o bodegas. Archivo Municipal, Respuestas Particulares, Libros de Seglares y Eclesiásticos, Caja 172, Expedientes 3305 y 3306. 1752.

[6] Archivo Histórico Provincial de Valladolid (AHPVa) y Archivo Histórico Provincial de León, Sección Protocolos Notariales (Secc. Prot.), diferentes legajos. Las impresiones y datos aquí esbozados beben del atento análisis de más de un centenar de inventarios de bienes post-mortem consultados.

[7] Carmen HERNÁNDEZ LÓPEZ, La casa en La Mancha Oriental. Arquitectura, familia y sociedad rural (1650-1850), Madrid, Sílex, 2013.

[8] Tomás IRIARTE, La señorita malcriada, Madrid, 1788.

[9] Juan POSTIGO VIDAL, La vida fragmentada. Experiencias y tensiones cotidianas en Zaragoza (siglos XVII y XVIII), Zaragoza, Fernando el Católico, 2015.

[10] Padre José Francisco ISLA, Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes (Madrid, 1758), Madrid, Editora Nacional, 1978; I, p. 388.

[11] 32 vidrios sumaban las contraventanas (con sus dos cortinas) de una sala vallisoletana en 1751; contaba la inmediata con otras dos cortinas ante una vidriera de diez vidrios ordinarios; había otra pequeña ante un cuarterón de ventana de sólo cuatro vidrios, en la antesala; lo mismo que en la cocina y en otro cuarto junto a la escalera, a la derecha, un segundo cuarterón de ventana con siete vidrios ordinarios; Archivo Universitario de Valladolid (AUVa), Pleitos Civiles (PC), Leg. 199, ff. 1-27.

[12] Arriba, en la sala: “dos cortinas con sus varillas y dos bastidores con sus vidrios puestos en la ventana del balcón”; mientras que en la solana se amontonaban: “catorce bastidores en siete ventanas con 28 vidrios”; AHPVa, Secc. Prot., Leg. 14072; 1799.

[13] J. GARCÍA, Viajes Extranjeros […], op. cit.; Guillermo Manier, Peregrinación a Santiago, IV, p. 733.

[14] Máximo GARCÍA FERNÁNDEZ, “El patrimonio doméstico y su simbología. La cultura popular castellana a través del ajuar mobiliario del hogar durante el Antiguo Régimen”, en Salustiano DE DIOS DE DIOS y Otros (coords.), Historia de la propiedad. Patrimonio cultural, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2003, pp. 71-102.

[15] AHPVa, Secc. Prot., Leg. 12005.

[16] Ramón MARURI VILLANUEVA, La burguesía mercantil santanderina, 1700-1850 (cambio social y de mentalidad), Santander, Asamblea Regional de Cantabria, 1990, p. 140.

[17] “El cuarto, como en la mayor parte de España, sirve a la vez de alcoba y recibidor […] aunque fuese tan reducido, contenía una cama, las tablas para otra, una silla, una mesa y dos grandes cofres”; Relación de Joseph Townsend (1786), en Agustín GARCÍA SIMÓN (ed.), Castilla y León según la visión de los viajeros extranjeros. Siglos XV-XIX, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1999, p. 364.

[18] Nuno Luis MADUREIRA, Cidade: Espaço e Cuotidiano (Lisboa, 1740-1830), Lisboa, Livros Horizonte, 1992, pp. 113-215.

[19] AHPVa, diferentes legajos; se han utilizado más de un millar de dotes femeninas documentadas a la hora de certificar las cuestiones objetuales aquí investigadas.

[20] La ropa blanca de cama en las dotes castellanas (1700-1830); piezas características documentadas

                               Valladolid rural (en cien dotes)        Valladolid ciudad (en noventa dotes)

                               1700      1830                                      1700      1830

Sábanas                               215         358                                        352         421

Almohadas          268         358                                        363         472

Colchones              56           92                                        109         133

Fuente: AHPVa, Secc. Prot., diferentes Legajos. Véase: Máximo GARCÍA FERNÁNDEZ y Rosa Mª DÁVILA CORONA, “Vestirse y vestir la casa. El consumo de productos textiles en Valladolid (1700-1860)”, en Obradoiro de Historia Moderna, nº 14, 2005, pp. 141-174 (p. 173).

[21] Carmen MARTÍN GAITE, Usos amorosos del Dieciocho en España, Madrid, Siglo XXI, 1972.

[22] José CADALSO, Cartas Marruecas, Madrid, 1793; “Hoy no ha sido día en mi apartamento hasta medio día y medio. Púseme un deshabillé. Vino Mr. Lavanda; empecé mi toilette. No estuvo el abate. Mandé pagar a mi modista. Pasé a la sala de compañía. Me sequé toda sola. Entró un poco de mundo […] Entré en mi gabinete para escribirte ésta. Mi hermano siente todavía furiosamente el siglo pasado […]”; carta 35.

[23] Antonio ALCALÁ GALIANO, Recuerdos de un anciano, Madrid, 1878.

[24] Rafael SERRANO GARCÍA, El fin del Antiguo Régimen (1808-1868). Cultura y vida cotidiana, Madrid, Síntesis, 2001, pp. 181-200 y 243-250.

[25] Jesusa VEGA GONZÁLEZ, “Transformación del espacio doméstico en el Madrid del siglo XVIII: del oratorio y el estrado al gabinete”, en Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, nº LX, 2005, pp. 191-226. Costumbre exportada a América, allí también alcanzó un lugar relevante en la casa al tratarse de un recinto adjunto a la sala, con su tarima de poca altura, cubierta totalmente por alfombras. Encima se ponían almohadones y cojines y algunos pequeños taburetes, bufetillos y biombos bajos. Las paredes se forraban con telas de damasco, formando un zócalo llamado rodaestrado. Proporcionaba un lugar íntimo donde las mujeres recibían: leían, tomaban chocolate, tocaban la guitarra o conversaban. Mientras en el salón tenían lugar tertulias y reuniones, el estrado constituía otro de los espacios vitales familiares, en una nítida diferenciación sexual. En sus Recuerdos de provincia (1850), el argentino Domingo Sarmiento evocaba los sufrimientos de su madre, cuando la modernidad impuesta por las hijas la obligó a aceptar su destrucción, dado que “no estaba acostumbrada a trabajar sentada en alto”.

[26] Mª de los Ángeles SOBALER SECO, “Espacios femeninos en la Castilla de los siglos XVI y XVII: el estrado en la casa”, en Isabel dos Guimaraes SÁ y Máximo GARCÍA FERNÁNDEZ (dirs.), Portas adentro. Comer, vestir e habitar na Península Ibérica (ss. XVI-XVIII), Valladolid, Universidade de Coimbra, 2010, pp. 149-170.

[27] Sebastián de COVARRUBIAS, Tesoro de la Lengua castellana, Madrid, 1611.

[28] “A la moda de los turcos, es costumbre que tanto en las iglesias como en los paseos estén sentadas sobre el trasero, como nuestros sastres; por donde he averiguado por qué en tantas casas en lugar de asientos sólo veía almohadones, unos sobre otros, a lo largo de las paredes”; J. GARCÍA, Viajes de Extranjeros […], op. cit.; Antonio de Brunel (1665): Viaje de España, III, p. 270. “El uso de sofás aún no se ha introducido en Cádiz, pero en la habitación de las mujeres hay un estrado alzado seis pulgadas, cubierto de alfombras de Turquía, con cojines de terciopelo de Damasco o de cuero, según la estación, donde están todo el día [los hombres, sobre butacas, fuera]”; Ibídem, Juan Bautista Labat (1705): Viajes…, IV, p. 518. “En una sala de Pamplona me sorprendí al verlas sentadas a todas en una especie de alcoba llamada estrado”; Ibídem, Anónimo (1756): Cartas sobre el viaje de España, V, p. 15.

[29] C. MARTÍN, Usos amorosos […], op. cit., p. 24.

[30] Fernando RAMOS PALENCIA, Pautas de consumo y mercado en Castilla, 1750-1850. Economía familiar en Palencia al final del Antiguo Régimen, Madrid, Sílex, 2010, pp. 101, 138 y 149.

Mobiliario doméstico palentino      Total Piezas                                         Número de Sillas

Cronología / Capitales                      – 10.000 reales    + 50.000 rls.         – 10.000 reales    + 50.000 rls.

1750                                                      12                           31                           1                               3

1830                                                     11                           41                           3                             22

Familias-Hogares con menaje de cocina y equipamiento de mesa. Provincia de Palencia. Porcentajes

                1750:     Total      1830:     Campo  Ciudad  Total

Cubiertos                              22                           54           81           61

Vasos                                       7                           35           75           45

Cristalería                             15                           50           75           56

Chocolateras                       13                           52           88           61

[31] J. GARCÍA, Viajes de Extranjeros […], op. cit.; Anónimo (1765), Estado político y moral del reino de España, V, p. 92.

[32] Beatriz BLASCO ESQUIVIAS (dir.), La casa. Evolución del espacio doméstico en España, Madrid, El Viso, 2006, I, p. 50.

[33] Rosa Mª DÁVILA CORONA, “Los patrimonios de la burguesía comercial vallisoletana, 1760-1860”, en Máximo GARCÍA FERNÁNDEZ (dir.), Cultura material y vida cotidiana moderna: Escenarios, Madrid, Sílex, 2013, pp. 91-110.

[34] AHPVa, Secc. Prot., Leg. 16669.

[35] Allí vivió hasta 1751 el decano y doctor Jerónimo Fierro Rodríguez Cobo; AUVa, PC, Leg. 199.

[36] AHPVa, Secc. Prot., Leg. 3478; contrato de obras fechado en Valladolid en noviembre de 1767.

[37] Véanse: Jesús CRUZ VALENCIANO, El surgimiento de la cultura burguesa. Personas, hogares y ciudades en la España del siglo XIX, Madrid, Siglo XXI, 2014; Natalia GONZÁLEZ HERAS, Servir al rey y vivir en la corte: propiedad, formas de residencia y cultura material en el Madrid borbónico (tesis doctoral inédita, Universidad Complutense de Madrid, 2015); o Carmen GIMÉNEZ SERRANO, “El sentido del interior. La idea de la casa decimonónica”, en B. BLASCO, La casa […], op. cit., I, pp. 1-84.

[38] Diferentes inventarios señalan la distribución de aquellos objetos sacros por salas: en la cocina, en la sala principal, en el cuarto bajo, en el lecho, en el cuarto segundo, en la antesala, en la sala del estrado, en el aposento, en “el dormitorio donde murió” o en el oratorio; algunos ejemplos: AHPVa, Secc. Prot., Legs. 9221, 9444 o 9445 (Medina de Rioseco, 1700); también en Valladolid ciudad, Legs. 2937 o 3016 (1701).

[39] Eugenio LARRUGA, Memorias Políticas y Económicas sobre los frutos, comercio, fábricas y minas de España, Madrid, 1787-1800 (Zaragoza, Fernando el Católico, 1995-97).

[40] Jan DE VRIES, La revolución industriosa. Consumo y economía doméstica desde 1650 hasta el presente, Barcelona, Crítica, 2009, pp. 173 y ss.

[41] Juan SEMPERE Y GUARINOS, Historia del luxo y de las leyes suntuarias de España, Madrid, 1788.

[42] Francisco Mariano NIPHO, Caxón de sastre, 1781.

[43] Ramón DE LA CRUZ, El petimetre, sainete de 1764.

[44] Simposio La casa en la Edad Moderna, dirigido por Margarita Birriel Salcedo (Granada, marzo del 2014).

[45] Daniel ROCHE, Histoire des choses banales. Naissance de la consummation. XVII-XIX siècle, París, Fayard, 1997; Raffaella SARTI, Vida en familia. Casa, comida y vestido en la Europa Moderna, Barcelona, Crítica, 2002.

[46] Aún en Madrid: “lo distante que estaba el lujo de la medianía en lo perteneciente a las comodidades y regalos de la vida […] y aún en las casas dotadas de pingüe sueldo, el lujo mismo carecía de ciertos ribetes, hoy parte principal de quienes viven con tal desahogo”; A. ALCALÁ, Recuerdos […], op. cit.

[47] El Censor, VII, discurso 131 (1786).

[48] Estudio topográfico y médico de León, por Ramón García y Ponce de León (1884), Madrid, p. 54.

[49] Norbert ELÍAS, El proceso de la civilización, México, FCE, 1988.

[50] Gloria A. FRANCO RUBIO, “La vivienda en el Antiguo Régimen: de espacio habitable a espacio social”, en Chrónica Nova, nº 35, 2009, pp. 63-103.

[51] “Por lecho cotidiano u ordinario no sólo se entiende la tarima o el catre, sino los colchones y jergón, cuatro sábanas, cuatro almohadas, colcha y manta [y una colgadura si la usaban]; sobre lo cual se ha de atender a las facultades y calidad de las personas, y especialmente a la costumbre del pueblo”, Febrero o Librería de jueces y abogados, Madrid, 1837.

[52] Belén MORENO CLAVERÍAS, “Pautas de consumo en el Penedés del siglo XVII. Una propuesta metodológica a partir de inventarios sin valoraciones monetarias”, en Revista de Historia Económica, número extraordinario, 2003, pp. 237-240.

[53] José Mariano BERISTAIN, Diario Pinciano. Primer periódico de Valladolid (1787-88), Valladolid, Ámbito, 1978, nº 13.

[54] Diario de Valencia, 1800, nº 34.

[55] J. SEMPERE, Historia del luxo […], op. cit., p. 19.

[56] Revista de Historia Moderna, Anales de la Universidad de Alicante, nº 30; Gloria FRANCO RUBIO y Mª Ángeles PÉREZ SAMPER (coords.), Intimidad y sociabilidad en la España Moderna, 2012.

[57] Witold RYBZYNSKI, La casa. Historia de una idea, Madrid, Nerea, 1986.

[58] J. de ISLA, Historia del famoso […], op. cit., II, p. 109.

[59] Archivo Histórico Provincial de Palencia, Secc. Prot., Leg. 3495.



Revista semestral presente en:
Tiempos Modernos: Revista Electrónica de Historia Moderna
ISSN: 1699-7778