LA CONFIGURACIÓN DE LA CIUDAD NOBILIARIA EN EL RENACIMIENTO COMO PROYECTO
IDEOLÓGICO DE UNA ÉLITE DE PODER
The
configuration of the aristocratic city in the Renaissance as an ideological
project of an elite in power
Esther
Alegre Carvajal
Universidad Nacional de Educación a Distancia
Departamento de Historia del Arte
ealegre@arquinex.es
RESUMEN
Entre la aristocracia española, en su exploración
por fijar una estructura urbana concreta que identifique a la ciudad como un
espacio esencialmente nobiliario, confluyen dos modelos, dos tipologías
diferentes que, estrictamente, se pueden hacer coincidir con dos facciones
rivales, dos élites aristocráticas que, partiendo de una composición homogénea,
desarrollan estructuras ideológicas divergentes, que las enfrenta tanto en el
campo de la política como en la ortodoxia religiosa o en la práctica urbana,
entendida ésta como un elemento significativo en el proceso de construir el Estado.
Palabras clave: ciudad, urbanismo, aristocracia, Renacimiento,
Mendoza, Alba.
ABSTRACT
Among the
spanish aristocracy, in their search to secure a concrete urban structure which
identifies the city as an essentially aristocratic area, two models converge,
two different types that could be made to coincide, strictly speaking, two
opposing factions, two aristocratic elites that, beginning with a homogenous
composition, develop divergent ideological structures, that pit them against
each other in the political field as well as in religious orthodoxy or in urban
practices, this taken as a significant element in the process of constructing a
state.
Key
words: city, urbanism, aristocracy, Renaissance, Mendoza,
Alba.
Este estudio examina el
problema de la ciudad en el Renacimiento español y en concreto el desarrollo y
configuración de la ciudad nobiliaria como una creación cultural de las élites
aristocráticas; construida con fines de propaganda y de exaltación del poder y
destinada a fijar una imagen distintiva de esas élites, es el resultado de un
proyecto ideológico que revela la especifica percepción del Estado de facciones
políticas enfrentadas.
El entramado social,
político, económico y cultural propio de la sociedad tradicional estaba
articulado por grupos y redes sociales que integraban a los individuos a través
de lazos que se establecían por nacimiento o eran contraídos a lo largo de la
vida del individuo; estas relaciones instituían unas pautas de comportamiento,
intercambios y obligaciones más o menos explícitos que fundamentaban una
actuación solidaria de los miembros del grupo en diferentes ámbitos[1].
Los vínculos establecidos entre las élites aristocráticas, ‘élites de poder’,
eran particularmente vinculantes en el campo de la política, en el ejercicio y
en la práctica del poder y, por tanto, actuaban de forma significativa en la
configuración y el desarrollo del Estado[2] y en su articulación
política[3]; por este
motivo, el análisis de la construcción de la ‘imagen de poder aristocrático’,
cuya más depurada expresión es la ciudad nobiliaria, no puede alejarse, ni ser
ajeno, a cuestiones como la conexión entre facciones de aristócratas, su
funcionamiento colectivo en instituciones políticas y sociales, la existencia
de un orden político corporativo y las diferencias ideológicas en torno a las
formas de organización política.
Una ‘élite de poder’, estrictamente, es un grupo
minoritario compuesto por aquellos individuos que influyen eficazmente o
intervienen directamente en el ejercicio del poder, por vías no
institucionalizadas, determinando sus decisiones políticas. La élite actúa con
carácter duradero y recurrente sobre amplios ámbitos de la vida social, con una
acción programada y en coincidencia de todo el grupo. Y exhibe un sistema de
creencias, de valores, unos modos de conducta, unas formas de vida compartidos
por los individuos de la élite, que generan a su vez un sentimiento de
coparticipación entre ellos [4].
Encuadrada en esta perspectiva, el análisis de la ciudad
nobiliaria como producto cultural de una élite, como contexto material donde se
concreta la imagen del poder aristocrático, se encuentra necesariamente unida e
interactúa con la propia configuración y desarrollo del Estado y su
articulación.
Entre los partidos nobiliarios que operaron en la Corte a
lo largo del siglo XVI existieron fuertes rivalidades políticas en el ejercicio
y en el engranaje de los resortes del poder, rivalidades que derivaban de
tradiciones culturales diferenciadas y que se mostraron igualmente activas y
contrapuestas en la fórmula artística y arquitectónica adoptada a la hora de
sistematizar la ciudad nobiliaria, la más refinada manifestación de su poder.
En consecuencia, entre la aristocracia española, en su exploración por fijar
una estructura urbana concreta que identifique a la ciudad como un espacio
esencialmente nobiliario, confluyen dos modelos, dos tipologías diferentes que,
estrictamente, se pueden hacer coincidir con dos facciones rivales, dos élites
aristocráticas que, partiendo de una composición homogénea, desarrollan
estructuras ideológicas divergentes, que las enfrenta tanto en el campo de la
política como en la ortodoxia religiosa o en la práctica urbana, entendida ésta
como un elemento significativo en el proceso de construir el Estado.
Esto fue posible porque los miembros de cada bando
nobiliario, de forma solidaria y en coincidencia con todo el grupo, aplicaron
sistemáticamente, en la definición estructural de sus ciudades nobiliarias,
unos criterios urbanos y arquitectónicos comunes, que a su vez contrastaban con
los utilizados por otro partido nobiliario, principios que derivaban de
elaboraciones intelectuales divergentes.
La nobleza de sangre castellana, constituida a lo largo
de la Baja Edad Media, ejerció un papel dominante sobre la sociedad, en muchos
momentos en fuerte pugna con la monarquía por el control de ese dominio;
practicó unas pautas básicas de comportamiento, que le permitieron asentar
sólidamente su poder y su influencia sobre la acumulación de extensas áreas de
territorio donde instauró fuertes, ricos y estructurados estados señoriales[5].
Esta alta aristocracia, en los primeros tiempos modernos, al definirse un
Estado regido por esa monarquía ya no cuestionada y asentada sobre el propio
poder de esta aristocracia, protagonizó un proceso que la llevó a configurarse
como élite de poder, como élite política, es decir, como grupo poderoso
minoritario que actúa en la Corte, donde participa en los puestos de gobierno o
se ubica en una posición que le permite intervenir en él o controlarle a través
de fuertes redes clientelares en las que se integran no solo aristócratas, sino
también altos funcionarios, militares y burócratas, redes que constituyen
formaciones compactas, operativas y positivamente influyentes[6].
Al tiempo, esta alta aristocracia se organiza y
estructura como élite social con el acaparamiento de dignidades nobiliarias,
especialmente el título ducal[7], que había
estado reservado a miembros de la familia real y, en el reinado de Carlos V,
con el reconocimiento de grandeza inmemorial para unos exclusivos
linajes, hecho que aleja definitivamente a este privilegiado grupo del resto
del estamento nobiliario; cierra sus filas mediante los estatutos de limpieza
de sangre, y establece un modo coherente de proceder, definiendo
comportamientos aristocráticos, preeminencias y fórmulas ceremoniales en la
Corte[8].
De forma análoga, amplía su poder económico y político
mediante la adquisición, por vía de donación real, privilegio o compra, de las
principales villas castellanas, núcleos urbanos hasta entonces de realengo, que
disfrutaban de un notable crecimiento demográfico y económico y que, en este
proceso de aristocratización, se instituyen como auténticos centros de poder.
Estos núcleos urbanos, convertidos en villas-capitales de los opulentos
estados territoriales nobiliarios[9], se van a
constituir como la nueva imagen de esa nobleza.
Desde finales del siglo XV y hasta mediados del XVII,
esta acaudalada élite invierte cuantiosos recursos económicos y humanos y
extraordinarias energías en la configuración de estas capitales, en la
renovación de su estructura urbana y arquitectónica, en la puesta en marcha de
ambiciosos proyectos artísticos y de mecenazgo, en su desarrollo demográfico,
económico, burocrático, en su dotación asistencial, religiosa o educativa, en
la fundación y patrocinio de instituciones con función social y en el
desarrollo y definición de fiestas y ceremoniales. Hechos que evidencian el
interés de las élites aristocráticas por manipular un elemento exclusivamente
suyo, la ciudad, concebida como cabecera, como capital, de un opulento y fuerte
estado territorial, y por establecer un tipo de gestión que la fije como imagen
y producto de la actuación de un determinado linaje nobiliario sobre ella.
Si bien entre esta alta aristocracia fue común el interés
por determinar el centro burocrático y representativo de sus estados
territoriales, como hemos apuntado, sus intervenciones urbanas destinadas a
establecer una imagen de poder no fueron homogéneas; la ciudad nobiliaria se
articuló siguiendo dos opciones claramente diferenciadas, que establecieron dos
modelos formales, conceptuales y culturales distintos ligados a dos ‘élites’
cortesanas concretas.
Un sector de la nobleza española, a la cabeza del cual
estaba la familia Mendoza, identificado con la nueva cultura del renacimiento,
interpreta la ciudad como el espacio propio del príncipe, del aristócrata, el
contexto en que se muestran todos sus ideales sociales, económicos, artísticos
e intelectuales; en sus ciudades materializa conscientes y renovadoras
planificaciones urbanas, basadas en modelos teóricos procedentes de la vecina
Italia, a través de las cuales pretende una reestructuración integral de la
apariencia de los burgos medievales, para crear una nueva, diferenciada y
moderna imagen del centro del dominio aristocrático. El palacio nobiliario,
construido de nueva planta e instalado en el medio de la trama urbana
preexistente, se presenta como el emblema de la nueva ciudad.
Para otra facción, capitaneada por el linaje de los
Álvarez de Toledo y ligada a tradiciones nobiliarias caballerescas, es la idea
de castillo amurallado, segregado e inaccesible, aunque renovado en suntuoso
castillo-palacio, la expresión exacta de señorío aristocrático. Esta dualidad
establece, como se ha dicho, dos modelos de ciudad nobiliaria, la novedosa
Villa Ducal, seguidora de teorías urbanas renacentista y la Villa medieval con
castillo-palacio ducal, tipologías urbanas diferenciadas, coherentes y
con amplísima representación dentro del tejido territorial[10];
al tiempo que su configuración es paralela al enfrentamiento político y, en
ultima instancia, ideológico, de ambos partidos en la práctica y el desarrollo
del poder.
Desde el reinado de los Reyes Católicos, e incluso desde
la guerra civil que desató su llegada al poder, dentro de la alta aristocracia
se puede apreciar la existencia de dos facciones que, con estructuras de
composición parecidas, muestran, sin embargo, convicciones y argumentos
políticos, filosóficos y religiosos contrarios derivados de dos tradiciones
culturales. Estos bandos nobiliarios tienen continuidad a lo largo de todo el
siglo XVI y, aunque van a experimentar una evolución significativa resultado de
la práctica política y del control de los resortes del todavía titubeante
Estado, van a formular una doctrina básica que los acompaña a lo largo del
dilatado siglo y que, en última instancia, muestra dos diferentes visiones del
modelo de Estado.
De forma muy esquemática y necesariamente simplificada,
vamos a analizar estas dos formaciones: el denominado partido fernandino
o aragonés, a la cabeza del cual se encuentra el Duque de Alba,
caracterizado por una práctica política y una ideología inflexible. Y el
partido isabelino, formado bajo la protección y el apoyo de la reina, que
defiende una práctica política y una ideología más transigente, muy similar y
cercana al humanismo y religiosidad que por entonces propagaban determinadas
corrientes intelectuales del norte de Europa como el erasmismo[11].
Tras la muerte de Isabel, el partido isabelino,
capitaneado por el todopoderoso Duque del Infantado y el Condestable de
Castilla, apoyó incondicionalmente a Felipe y a Juana[12],
y tras la muerte de Felipe, la legalidad impuesta en el testamento de Isabel,
es decir, la regencia de Fernando y después la de Cisneros y la sucesión como
rey de Carlos de Gante[13], al tiempo
que se constituyó como un poderoso bloque político, enfrentado a Fernando,
agrupado en torno a la familia Mendoza, al que se sumaron los más poderosos
nobles de España.
Frente a él, el partido fernandino trató de
designar como regente, tras la muerte de Fernando el Católico, al Duque de
Alba, en contra de la voluntad testamentaria de la reina Isabel[14],
y posteriormente, apoyó la candidatura de Fernando, hermano de Carlos de Gante,
como futuro rey. En la Guerra de las Comunidades ambas facciones se decantaron
por el bando imperial[15].
La llegada al poder de Carlos I, con su impresionante
herencia territorial y su acceso al titulo imperial, abre una coyuntura
histórica tremendamente compleja, en la que son vitales cuestiones como la
posición de Castilla con respecto al resto de los territorios de la Monarquía,
la ortodoxia religiosa, la configuración del Estado y de sus instrumentos, o el
régimen polisinodial. En todos estos asuntos, y en otros propios del reinado de
Felipe II como la sublevación de los Países Bajos, la cuestión morisca, la
imposición de la ortodoxia, la preparación del Concilio de Trento, la formación
del Consejo de Italia, la anexión de Portugal, etc., etc., va a ser
determinante la posición de los dos partidos nobiliarios que, tras la Guerra de
las Comunidades, actúan en la Corte, el partido imperial y el partido
humanista; ambos mantienen las diferentes raíces políticas de las facciones
fernandina e isabelina respectivamente, al tiempo que la mayor complejidad de
la vida política establece que cada vez con más fuerza representen distintas
doctrinas políticas, religiosas y culturales[16].
Los miembros del partido imperial, antigua facción
fernandina y durante el reinado de Felipe II, partido albista, siempre
capitaneados por el Duque de Alba, al que apoyaron aristócratas como el Duque
de Benavente o el Duque de Alburquerque, aunque con una composición interna en
la que la presencia de letrados y altos funcionarios, como el secretario
Francisco de los Cobos, es abundante, defendían la doctrina política según la
cual la naturaleza del Estado respondía a un orden político natural, y por lo
tanto se ordenaba bajo una jerarquía divinamente establecida; reconocían el
origen divino de la monarquía organizada en una pirámide jerárquica,
perfectamente definida, con el rey en el vértice y solo responsable ante Dios.
Declaraban la superioridad de Castilla en el conjunto de los reinos, y los
intereses de Castilla como centro de la política de la monarquía en un ámbito
unificado bajo un solo monarca. Teoría política que había sido expresada por
Alfonso de Cartagena en 1434, en su discurso ante el Concilio de Basilea,
recogida por Alfonso de Palencia en sus Décadas y nuevamente formulada
por el cronista de los Reyes Católicos Andrés Bernáldez[17]. Igualmente, este grupo defendía la
necesidad de establecer una administración eficaz como medio de centralizar el
reino, justificaba su ideología en una espiritualidad ascética y en la defensa
de la ortodoxia mediante el formalismo en la práctica religiosa y la
intransigencia, con el fin de impedir la entrada de ideas protestantes. Esta
doctrina se tradujo en una práctica política de intolerancia y de
enfrentamiento de Castilla con el resto de los reinos[18].
Los miembros del partido humanista, en el reinado
de Felipe II partido ebolista, integrado por el amplio y poderoso linaje
de los Mendoza, que sumó, a través del vínculo del matrimonio, a su jefe
efectivo en la Corte, Ruy Gómez de Silva, Príncipe de Éboli, y al que
pertenecieron aristócratas como el Duque de Feria, el Duque de Gandía, Don
Francisco de Borja, el Duque de Medina de Rioseco, Almirante de Castilla, o el
Duque de Medinaceli; cultivaron una filosofía política que amparaba una visión
más compleja de la Monarquía; el Estado se componía de grupos políticos
contrapuestos, dependientes unos de otros y siempre en precario equilibrio; el
monarca era el garante de ese equilibrio, al tiempo que los aristócratas eran
partícipes con él de un gobierno secular, particularista y, desde luego,
aristocrático; teoría que había sido desarrollada por Pedro López de Ayala en
su Crónica de los Reyes de Castilla, por Fernán Pérez de Guzmán en Generaciones
y semblanzas, de 1450 y por el cronista Diego de Varela[19]; defendían una práctica religiosa más
vivencial y poco formalista, buscaban resolver sus inquietudes piadosas en una
espiritualidad más interiorista y personal, asumiendo las diversas corrientes
reformistas del siglo XV de religiosidad y místicismo, mucho más acordes con el
humanismo erasmista y sirviéndose de la Universidad de Alcalá como centro de
enseñanza[20].
Ambos grupos, a través de sus potentes redes clientelares
de poder, alternaron su control sobre las decisiones de gobierno y el reparto
de los puestos de la administración real, aunque desplegaron sus influencias
simultáneamente en los diversos asuntos de Estado.
Paralelamente a su actuación política, e igualmente
fijando un comportamiento solidario, recurrente y compartido por los miembros
del grupo, ambos concretan una imagen de poder claramente diferenciada al
articular dos modelos de ciudad nobiliaria.
El partido imperial o
albista estaba comandado por el correspondiente duque de Alba, cuyos titulares
vivieron rodeados de una aureola de prestigio militar asentada en sus
destacadísimos hechos de armas al servicio de la monarquía, y cuyo linaje
estableció la capital del estado territorial en Alba de Tormes. Alineados junto
a los Álvarez de Toledo, por lazos de matrimonio y fuertemente enfrentados a la
facción de los Mendoza, se encontraba el linaje de los Pimentel[21],
duques de Benavente, villa cabecera de su estado territorial, así como el de
los Beltrán de la Cueva[22], duques de
Alburquerque, que se asentaron en la villa de Cuéllar donde residieron más
próximos a la Corte que en sus posesiones de Alburquerque.
En las villas de Alba de
Tormes, Cuéllar o Benavente, estos linajes establecen la capital de sus estados
territoriales y definen una imagen de poder ligada a tradiciones medievales. En
ellas prima la imagen del castillo, lugar dominante para la defensa de una
comarca, a través de cuya imponente figura se transmite la idea de dominio y de
fuerza de una estirpe aristocrática; no se va a plantear ni a desarrollar una
renovación de la idea y la estructura urbana de la villa que rompa con la
tradición y cree una nueva imagen, sino que se mantiene el sistema de ciudad
preexistente, la estructura medieval heredada que separa física y nítidamente
el castillo, figura dominante, de la villa y ambos del entorno circundante, a
través de un doble sistema de murallas defensivas. Todos los esfuerzos se van a
centrar en la modernización interna del castillo, donde se llevan a cabo
importantísimas obras de remodelación destinadas a transformar su distribución
de fortaleza en lugar, aunque sólidamente amurallado, palaciego, lujoso y
suntuoso. De tal forma que proponen como símbolo preferente del poder de la
nobleza una continuidad con la tradición, al mantener el preexistente sistema
medieval de castillo fortificado y cercado, si bien renovado interiormente bajo
ideas renacentistas de lujo, fama y mecenazgo.
Fig. 1: Detalle del castillo ducal de Alba de Tormes en la vista de la
ciudad de Antón
Van der Wyngaerde.
Fig. 2: Planta General de Cuellar. Reconstrucción de los recintos amurallados,
de sus puertas,
del castillo ducal y de la estructura urbana en el siglo XVI. Planta General.
Fig. 3: Planta General de Benavente. Reconstrucción de
los recintos amurallados, de sus
puertas, del castillo ducal y de la estructura urbana en el siglo XVI.
Pero las diferencias
entre las dos facciones no se forjaron sólo por enfrentamientos territoriales o
políticos, o sus alianzas no respondieron solamente a cuestiones familiares o a
uniones matrimoniales, sino que realmente, como venimos repitiendo, derivan de
dos tradiciones intelectuales diferentes que, como hemos explicado, son
producto de una concepción política diferenciada[23], así como en unos gustos artísticos y literarios
igualmente distintos. En este sentido, no queremos dejar de señalar cómo el
análisis del contenido de las importantísimas bibliotecas medievales de estos
nobles está mostrando un carácter claramente contrapuesto en su composición,
como ocurre con dos de las más destacadas de la época, la del Conde de
Benavente y la del Marqués de Santillana[24].
Ya dijimos que esta élite
privilegiada no estaba solamente formada por miembros de la alta nobleza, sino
también los altos cargos y los funcionarios que nutrieron sus filas. El partido
albista tuvo una composición interna en la que fue de gran importancia la
presencia de estos letrados y altos funcionarios, cuyo mejor ejemplo es el
todopoderoso secretario Francisco de los Cobos. No era noble, aunque al final
de su carrera consigue, por privilegio real, títulos de nobleza que lo
encumbran a las más altas cotas de la aristocracia y, para ratificar su nueva
condición, procede como un miembro más de esa favorecida aristocracia. En su
señorío lleva a cabo una intervención en consonancia con las pautas
establecidas por los miembros de su partido en la Corte, el partido imperial.
Trasforma el castillo de armas de Canena, villa-capital de sus estados
territoriales, en un castillo palaciego, con fama de lujoso y suntuoso, pero
con una clara imagen de fortificación y tajantemente separado del núcleo urbano
medieval que no goza de un proceso de transformación y modernización.
Frente al proceder de los
linajes comentados se sitúa el poderosísimo y sólido grupo que articula la
estirpe de los Mendoza y los nobles asociados a ella. Esta familia, aglutinada
bajo fuertes vínculos de lealtad, se instituyó desde los inicios de la Edad
Moderna como una auténtica dinastía nobiliaria, es decir, una organización
regida por las relaciones de parentesco y consaguinidad[25],
en la que sus miembros no solamente van a tener una actuación práctica como
bloque compacto de poder político y económico, sino que van a elaborar una
privativa tradición cultural, según la cual sus integrantes participan de los
mismos prototipos culturales, los mismos gustos estéticos y los mismos cauces
para la exhibición nobiliaria. Esta tradición cultural es el contexto en el que
gestan su modelo de ciudad nobiliaria.
La familia Mendoza es la
creadora, la articuladora, la promotora de una innovadora ciudad. Por evolución
propia o por los fructíferos contactos con Italia sostenidos por destacados
miembros del linaje, los Mendoza son los primeros que incorporan en España las
renovadoras formas de la cultura italiana y el nuevo lenguaje artístico del
renacimiento, elementos que utilizan con igual determinación en el desarrollo
de una novedosa arquitectura como en la concreción de la ciudad aristocrática,
cuyo primer ejemplo es la ciudad de Guadalajara, con una intención de
diferenciación basada en una ostentación de lo nuevo.
Guadalajara es un
completo y sobresaliente precedente donde se desarrollan por primera vez todos
y cada uno de los elementos que van a conformar las ciudades nobiliarias
mendocinas. En ella optan por una solución formalmente diferente de la
estructura medieval de castillo que, aunque se muestra como un sistema todavía
activo y útil, no aporta el significado de modernidad, de innovación, de
diferenciación deseado por los Mendoza para reforzar su imagen. En Guadalajara,
mediante un planificado proyecto de conjunto construyen, por primera vez, el
elemento más emblemático de sus ciudades nobiliarias, el conjunto palacial. De
nueva planta erigen su famoso palacio del Infantado y, frente a su espléndida
fachada, disponen una gran plaza de representación ducal, proyectada con las
mismas dimensiones que la planta del palacio, plaza que se cerró, en la fachada
enfrentada, con el edificio de las caballerizas[26].
Con este conjunto palacial, y con el encargado por el Gran Cardenal Mendoza en
la misma ciudad[27], se fija el
modelo de área nobiliaria que van a desarrollar los demás miembros de la dinastía.
El palacio, al que estaban sometidos compositivamente todos los elementos
urbanos de su entorno, se entiende como un objeto innovador y simbólico dentro
de la ciudad, la imagen más distintiva, renovadora y moderna del aristócrata.
Fig. 4: Fachada del palacio del Infantado de Guadalajara.
Siguiendo la pauta de
Guadalajara, las ciudades nobiliarias mendocinas cultivan un modelo
perfectamente definido, caracterizado por la construcción del conjunto palacial
con un proyecto unificado, en el que siempre se levanta un palacio de nueva
planta plenamente urbano, inserto en la trama de la ciudad preexistente, y por
la planificación de espacios unitarios de representación nobiliaria, que
aportan los ideales clásicos de orden, racionalidad y armonía.
Esta filiación con la práctica
urbana renacentista tiene una intención estética contundente: al optar por una
solución formalmente distinta de la tradición, crean un modelo de ciudad,
válido por sí mismo, con el que pretenden realzar su imagen desde posiciones de
clara diferenciación, de absoluta independencia y distinción, por una parte con
la monarquía y sus programas artísticos y por otra, y fundamentalmente, con
otros linajes nobiliarios[28].
Frente a la continuidad
urbana de villas como Alba de Tormes, Benavente o Cuéllar, las ciudades
nobiliarias mendocinas como Guadalajara, Pastrana, Mondéjar, Cogolludo,
Medinaceli, Peñaranda de Duero o Almazán, son el resultado de conscientes y
renovadoras planificaciones urbanas basadas en modelos teóricos renacentistas y
teorías sobre la ciudad ideal, a través de las cuales se pretende una
reestructuración integral de la ciudad que fije una nueva y radicalmente
diferente imagen del poder aristocrático.
Fig. 5: Planta general de Pastrana. Reconstrucción del núcleo amurallado a
mediados del siglo
XVI y del conjunto palacial proyectado por Alonso de Covarrubias.
Fig. 6: Perspectiva de Pastrana. Conjunto palacial.
Fig. 7: Fachada del palacio de Cogolludo.
Fig. 8: Fachada del palacio de Almazán.
En medio de las estructuras
urbanas medievales preexistentes, se introduce como elemento primordial de
innovación el área nobiliaria o palacial, constituida por el conjunto
arquitectónico palacio-plaza: murallas, jardines y puertas son los elementos
que se integran y acompañan a este área nobiliaria, elementos que definen un
espacio de prestigio, representación y exhibición aristocrática, y que
transforman las conexiones funcionales y simbólicas de la ciudad medieval.
El palacio renacentista con su
carácter urbano y emblemático, se establece como nuevo escenario de la vida
donde desarrollar un particular ideal nobiliario. Invariablemente se planifica
de planta cuadrada, patio central, dos pisos de galerías siguiendo el juego de
los órdenes clásicos, y unos cuidados jardines; se articula al exterior
mediante una elaborada fachada que actúa como telón escenográfico de la regular
plaza, elementos donde son básicos los conceptos clásicos de simetría, armonía
entre las proporciones, regularidad, orden y racionalidad; su siempre
innovadora arquitectura, metáfora de un estilo de vida[29],
crea una imagen, como ya hemos apuntado, de distinción y novedad.
Esta alteración urbana y
arquitectónica se combina con el desarrollo de ambiciosos proyectos económicos,
proyectos de prestigio asentados en la fundación y mecenazgo de instituciones como
colegiatas, conventos, panteones, hospitales, hospicios, universidades, etc.
con fines de exaltación y propaganda; estructurados proyectos ceremoniales y
festivos que manifiestan la jerarquía de la sociedad por el orden de
precedencias, actividades que acompañaron la imagen física obtenida con la
intervención urbana y arquitectónica y que vinculan las ciudades nobiliarias
mendocinas con la tradición de las ciudades-estado italianas.
Este modelo fue adoptado no
solamente por los miembros de la familia Mendoza, sino por todos aquellos
linajes que gravitaron en su bloque político, los mencionados Duques de Gandía,
Feria, Béjar, Zafra, Medina de Rioseco, aunque con una reflexión menos
drástica, ya que el modelo mendocino albergaba un contundente significado de
modernidad, tanto estética como ideológica, una forma de afirmación de un grupo
a través de la diferencia, de la excepción, y por tanto de la contraposición,
al tiempo que amparaba una tendencia política poderosa e independiente.
Este innovador prototipo de
ciudad formaba parte de un programa nobiliario de mayor alcance y calado: la
creación, por parte de los Mendoza, de un gran Estado dinástico
resultado de una planificación rigurosa y consciente[30].
El proyecto se construye sobre
la existencia de un bloque territorial compacto, base principal de poder,
formado por el conjunto estructurado, cohesionado y continuo de los estados
jurisdiccionales de las diferentes Casas nobiliarias de la dinastía. El núcleo
central serán las posesiones de la Casa del Infantado, la ciudad y tierra de
Guadalajara[31] y las
posesiones del Infantado; los señoríos de la Casa de Mondéjar, sobre Tendilla y
Mondéjar; los dominios de los Condes de Coruña y vizcondes de Torija, dueños de
Beleña y su tierra, además de Torija; el patrimonio de los Condes de Priego,
que disfrutaban de las tierras de Priego y Cañaveras, yuxtapuestas a las del
Infantado y cercanas a la ciudad de Cuenca, desde las cuales los Mendoza
pretendieron establecer su dominio en esta ciudad; los feudos del Marqués de
Cenete y Conde de Cid en el antiguo alfoz de Jadraque y, durante un tiempo, en
las tierras de Cogolludo, que rápidamente se unieron al Ducado del Infantado
por muerte de los descendientes del Marqués de Cenete sin herederos; las
propiedades de los Condes de Mélito, más tarde el Ducado de Pastrana, al que se
unió el Condado de Cifuentes en el siglo XVII; los dominios de los Condes de
Miranda del Castañar y posteriormente Duques de Peñaranda de Duero, que
conformaron un estado territorial próximo al estado de Almazán y los señoríos
de los Marqueses de Almazán que fueron reuniendo un importante conjunto de
tierras con cabeza en la villa de Almazán. A este gran estado mendocino hay que
añadir las posesiones del Obispado de Sigüenza, que prácticamente se hizo
hereditario dentro de la familia Mendoza, y el amplísimo estado de los
Medinaceli, geográficamente enlazado a las posesiones mendocinas que, aunque
nunca entró de forma definitiva en el bloque jurisdiccional Mendoza, formaba
parte del proyecto nobiliario ideado ya que fueron continuos los intentos de
fusión mediante las uniones matrimoniales[32].
Todos estos señoríos gravitaban territorial,
política, económica y culturalmente en torno a la ciudad de Guadalajara, que
era el principal centro mendocino, y sus intereses particulares participaban de
los intereses generales del grupo.
El florecimiento de este Estado
se levantaba sobre la construcción de un ambicioso programa económico basado en
la explotación de los recursos de la ganadería y de la apicultura, así como en
la creación de una red de núcleos industriosos y comerciales, Guadalajara,
Mondéjar, Tendilla, Cogolludo, Pastrana, Peñaranda de Duero, Berlanga de Duero,
Almazán, Medinaceli, capitales de cada señorío independiente, que se convierten
en nodos de una organización territorial, económica, comercial y política mucho
más amplia[33].
En estos mismos núcleos, en
estas cabeceras-capitales de estados interdependientes, se implanta de forma
sistemática el modelo de ciudad nobiliaria mendocina; a través del desarrollo
de costosos programas de renovación arquitectónica y urbana, se convierten en
la imagen de marca, imagen inconfundible del prestigio, del poder y de la
distintiva, particular e independiente tradición cultural de esta dinastía.
Finalmente, el proyecto se
completa con una práctica duradera y recurrente como élite política, como
poderosísimo e influyente grupo de poder que integraba a sus individuos a
través del vínculo de la lealtad a la familia y que constituyó uno de los
sujetos más estables del curso social, político, económico y cultural de la
vida castellana del Antiguo Régimen.
Alineados junto a los
Mendoza con quienes mantenían vínculos de amistad y familia, y participando en
su bloque de poder, se encontraba el linaje de los Enríquez, Almirantes de
Castilla, que desarrollaron en Medina de Rioseco, cabeza de su señorío, una
ciudad nobiliaria de características mendocinas; el linaje de los Borja,
señores y duques de Gandía, que en su villa optan por una renovación que
difiere de la practicada por los Mendoza, pero que pretende conseguir el mismo
resultado. El área nobiliaria surge, como en las siguientes villas que vamos a
analizar, al transformarse el castillo medieval en palacio, mediante la
regularización de su espacio interior al disponer un patio central
renacentista, la renovación de las fachadas originales y la remodelación los
espacios amurallados medievales en plazas de representación ducal, es decir, al
integrar el antiguo castillo, transformado en suntuoso palacio, en la trama
urbana antigua y al hacer desaparecer la muralla medieval que lo separaba de la
misma. No construyen un palacio renacentista de nueva planta como hacen
sistemáticamente los Mendoza, sino que renuevan el castillo medieval, sistema
que se muestra, como sugerimos, todavía activo y útil; pero a diferencia del
modelo de la facción albista, lo integran en la ciudad, destruyendo las
barreras físicas que lo separaban: murallas y patios de armas que convierten en
plazas; el castillo-palacio se convierte en el centro simbólico de la ciudad y
ésta en la imagen de su poder aristocrático.
Igualmente el linaje de
los Zúñiga, Duques de Béjar y el linaje de los Suárez de Figueroa y
Fernández de Córdoba, Duques de Feria, estuvieron alineados junto a los
Mendoza, por vínculos contraídos por enlaces matrimoniales[34]
los primeros y por vínculos de amistad y parentela los segundos[35],
y en sus villas de Béjar y Zafra, lugar donde los Duques de Feria establecieron
la cabeza de sus estados, siguen los mismos criterios apuntados para Gandía, transforman
el castillo en suntuoso palacio, lo organizan mediante la construcción de un
patio central renacentista que ordena el espacio interior, en el caso de Zafra
realizado en mármol y diseñado por Juan de Herrera, remodelan las fachadas
originales y las abren al exterior, habilitan jardines palaciegos y reordenan
los antiguos espacios amurallados medievales en plazas de representación ducal
unidas a la trama urbana preexistente.
Fig. 9: Planta general de Béjar. Reconstrucción ideal de los recintos
amurallados, de sus puertas
y del conjunto palacial (palacio -
jardines - plaza ducal porticada).
Fig. 10: Vista del
conjunto castillo-palacio-plaza de Zafra.
La ciudad nobiliaria analizada bajo
la óptica de ser la imagen distintiva, ideológica, de dos poderosos grupos
nobiliarios representa, además de uno de los más coherentes logros del
renacimiento español, una de las más fuertes paradojas estructurales de la
época.
La jurisdicción y el gobierno
señorial, es decir, los estados territoriales nobiliarios, estaban comprendidos
en la articulación del concepto de Estado que proporcionaba la monarquía y
formaba parte integradora de él[36]; los Mendoza
pretendieron ampliar este concepto creando un gran estado mendocino, cúmulo de
estados señoriales interdependientes, intención que se convierte en el proyecto
consciente y unificado de toda la dinastía y que permite la formación de un
bloque de poder tan eficaz que la monarquía estaba obligada a otorgarle sus
favores, a necesitar su colaboración y a mantener la independencia real de
estos estados nobiliarios. Esta pretensión supone una contradicción con
respecto al proyecto que defiende un Estado jerárquico, unificado, en cuyo
vértice está el monarca, cada vez más centralizado, burocratizado y
confesional.
No es casual el enconado
enfrentamiento que se vive durante el reinado de Felipe II entre los dos
bloques o partidos nobiliarios, albistas y ebolistas, contrapuestos en la
política que ha de seguir la Monarquía en el tratamiento de las libertades de
los reinos con la cuestión de la sublevación de los Países Bajos, y de las
libertades religiosas con la insurrección de los moriscos granadinos. Como
hemos visto, durante casi un siglo, ambos bandos habían gestado principios
sobre la naturaleza, la organización y la filosofía del Estado que adquieren un
significado pleno con estos conflictos: la preeminencia de uno de los reinos
sobre los demás, que impone su autoridad y sus condiciones sobre los otros por
la fuerza de las armas, postura inflexible defendida por el partido
albista para sofocar la rebelión de Flandes o con la sublevación morisca
de las Alpujarras, o el respeto a las libertades y a las características propias
de cada reino, defendida por el partido ebolista; el planificado proyecto
mendocino se sitúa en la base de esta política de transigencia y respeto, la
tolerancia de la Corona con las libertades de los reinos que componían la
monarquía garantizaba el respeto a la fuerza, la importancia y la independencia
de los opulentos e influyentes estados señoriales de la alta aristocracia.
El
significado político e ideológico de ambas posturas tiene su mejor imagen en la
radical diferencia en el modelo de ciudad aristocrática articulada por ambos
bandos; la disparidad que existe entre la villas ducales mendocinas,
ciudadanas, laicas, industriosas y aristocráticas, y las villas con castillo
ducal, cultivadas por la facción albista, donde el imponente y fortificado
castillo es el símbolo que actúa como expresión de sometimiento de un estado
jerarquizado estrictamente dependiente, son frutos que hablan por sí mismos de
las diferencias entre ambas facciones.
La existencia de dos doctrinas
políticas, dos tradiciones culturales diferentes, dos facciones opuestas, dos
élites de poder, es el contexto en el que encuentra significado la
configuración de dos modelos de ciudad nobiliaria.
[1]
Estas prácticas constituyen la trama grupal de la sociedad, José María IMÍCOZ,
“Actores sociales y redes de relaciones”, en Redes familiares y de patronazgo.
aproximación al entramado social del País Vasco y Navarra en el Antiguo Régimen
(siglos XV-XIX), Univ. del País Vasco, 2001, p. 24.
[2]
1 Reinhard WOLFGANG
(cor), Las élites de poder y la construcción del Estado. Madrid, F.C.E., 1996,
p. 21.
[3]
José MARTÍNEZ MILLÁN y Carlos J. de CARLOS MORALES (dirs.), Felipe II
(1527-1598). La Configuración de la monarquía hispana. Valladolid, Junta de
Castilla y León, 1998.
[4]
José Antonio MARAVALL, Poder, honor y élites en el siglo XVII. Madrid, Siglo
XXI, 1979. pp. 158-165. Define pormenorizadamente cada una de las
características que concurren en una élite; nos basamos en su definición.
[5]
Peter BURKE, El Renacimiento europeo, centro y periferia. Barcelona, Crítica,
2000, p.139, explica cómo este fenómeno es general en muchas parte de Europa, y
cómo en algún momento ha sido denominado de refeudalización.
[6]
José Antonio MARAVALL, Poder, honor y élites [...], op. cit., pp. 215 y ss.
[7]
Esther ALEGRE CARVAJAL, Las Villas Ducales como tipología urbana. Madrid, UNED,
2004, pp. 93-104.
[8]
José Antonio MARAVALL, Poder, honor y élites [...], op. cit., pp. 192 y ss.
Explica el proceso que se produce en el paso de estamento a élite de poder en
el grupo de la alta nobleza.
[9]
Esther ALEGRE CARVAJAL, Las Villas Ducales [...], op. cit., pp. 31-38.
[10]
Ibídem, en este estudio analizamos pormenorizadamente ocho villas
ducales: Baena, Béjar, Gandía, Guadalajara, Lerma, Medina de Rioseco,
Medinaceli y Pastrana, mencionamos dos más, Peñaranda de Duero y Zafra, así
como cuatro villas con castillo ducal, Alba de Tormes, Arcos de la Frontera,
Benavente y Cuéllar, además de reseñar otras cuatro más, Escalona, Maqueda,
Cardona y Valencia de Don Juan.
[11]
José MARTÍNEZ MILLÁN y Carlos J. de CARLOS MORALES (dirs), Felipe II
(1527-1598). La Configuración [...], op. cit., pp. 21-22.
[12]
El Condestable, como jefe político del la familia Mendoza, mostró
incuestionablemente su lealtad a la reina Juana, su prima, y a su hijo Carlos;
mientras que el Duque del Infantado, cabeza del clan, sostuvo una actitud
neutral mientras pudo, para más tarde adherirse a la postura del Condestable.
[13]
Helen NADER, Los Mendoza y el Renacimiento español. Guadalajara, 1986, p. 201.
Durante los diez años transcurridos desde el retorno de Fernando a Castilla, como
regente, 1507, hasta la llegada de Carlos 1517, el Duque del Infantado y el
Condestable mantuvieron su caballería en plena operatividad, se aliaron con los
más poderosos nobles de España y colaboraron con los enemigos de Fernando.
[14]
Ibídem, p. 203. Entre 1514 y 1515, Fernando trató de buscar el mayor
apoyo posible en Castilla para designar a su favorito, el Duque de Alba, como
regente de Carlos, con lo que violaba el testamento de Isabel, donde se estipulaba
que tras la muerte de Fernando actuaría como regente el cardenal Cisneros.
Estos hechos indican cómo en torno al Duque de Alba se estaba formando un
bloque político tan poderoso que la nueva dinastía se viera obligada a
otorgarle sus favores, al igual que lo estaban haciendo los Mendoza.
[15]
José MARTÍNEZ MILLÁN y Carlos J. de CARLOS MORALES (dirs), Felipe II
(1527-1598). La Configuración [...], op. cit., p. 26.
[16]
Ibídem, p. 31.
[17]
Helen NADER, Los Mendoza [...], op. cit., pp. 42-43. Esta doctrina fue adoptada
por el denominado grupo de los letrados.
[18]
José MARTÍNEZ MILLÁN, “La articulación del poder en la Corte durante la segunda
mitad del siglo XVI”, en Redes familiares y de patronazgo. Aproximación al
entramado social del País Vasco y Navarra en el Antiguo Régimen (siglos
XV-XIX), p. 73.
[19]
Según esta teoría, el monarca era un primero entre iguales necesario para
mantener el equilibrio; su posición no respondía a ningún plan divino. El rey
era el árbitro de la justicia y la nobleza un cuerpo de asesores militares y
políticos del monarca. Helen NADER, Los Mendoza [...], op. cit., p. 45.
[20]
José MARTÍNEZ MILLÁN y Carlos J. de CARLOS MORALES (dirs), Felipe II
(1527-1598). La Configuración [...], op. cit., p. 31.
[21]
Helen NADER, Los Mendoza [...], op. cit., p. 132. El enfrentamiento con
la familia Mendoza deriva de una antigua disputa mantenida por la posesión de
Carrión que hizo que, en 1473, ambos nobles levantaran sus ejércitos para medir
sus fuerzas en el campo de batalla, hecho que no llegó a producirse por la
intervención de Fernando el Católico.
[22]
El II Duque de Alburquerque, viudo de su primera esposa, una Mendoza, y
enfrentado a este linaje por cuestiones políticas y de herencia, se casó con
una de las hijas del I Duque de Alba y entró a formar parte del bloque político
encabezado por éste en la corte de Fernando el Católico.
[23]
Estas dos tradiciones intelectuales tendrán diferentes manifestaciones
culturales durante el siglo XV, como señaló en su momento Helen NADER, Los
Mendoza [...], op. cit., p. 101 y ss.; a lo largo del siglo XVI se van a
manifestar como dos corrientes ideológicas, muchas veces enfrentadas en la
Corte y tomando posiciones distintas sobre los diferentes problemas de la
monarquía, tal y como narramos en este artículo, mientras que en el siglo XVII
se encauzaran en dos teorías políticas y de actuación cortesana: el tacitismo y
el estoicismo, Elena CANTARINO, “Tratadistas político-morales de los siglos XVI
y XVII (Apuntes sobre el estado actual de la investigación)” en El Basilisco,
nº 21, 1996, pp. 4-7.
[24]
Sobre la Biblioteca del Conde de Benavente, existe un interesante comentario en
la obra de Helen NADER, Los Mendoza [...], op. cit., p. 121, donde
establece importantes diferencias con la del Marqués de Santillana. Además:
Isabel BECEIRO PITA, “La biblioteca del Conde de Benavente a mediados del siglo
XV y su relación con las mentalidades y usos nobiliarios de la época”, en En la
España medieval. Universidad Complutense de Madrid, nº 2, 1982, pp. 135-145;
IDEM “Los libros que pertenecieron a los condes de Benavente entre 1443 y 1530”
en Hispania, Tomo XLVIII, 1983, pp. 237-280.
Importantísimas Bibliotecas tuvieron también otros Mendoza como los Condes de
Priego, María Concepción QUINTANILLA RASO, “La biblioteca del marqués de Priego
(1518)” en En la España medieval, nº 1, 1980, pp. 347-383; los Duques de
Pastrana, José Manuel PRIETO BERNABÉ, “Análisis de un fondo bibliográfico: la
biblioteca del palacio de Pastrana durante la Edad Moderna”, en Hispania,
1988, pp. 699-736; o los Condes de Mélito, Trevor J. DADSON, “El mundo cultural
de un Mendoza del Renacimiento: la Biblioteca de Diego Hurtado de Mendoza, I
Conde de Mélito (1536)” en Boletín de la Real Academia Española, nº 73, 1993,
pp. 383-432.
[25]
Dentro de la familia Mendoza la jefatura corresponde al Duque del Infantado,
acreditado por la prerrogativa de la primogenitura, y la capitalidad
corresponde a la ciudad de Guadalajara, solar de los primeros Mendoza. La
jefatura del partido político será detentada por el miembro de la familia que
mejor posición tenga en la Corte: Durante el reinado de los Reyes Católicos por
Don Pedro González de Mendoza, Gran Cardenal; a su muerte por Don Bernardino
Fernández de Velasco, Condestable de Castilla; posteriormente, por el Marqués
de Mondéjar; en el reinado de Felipe II, por el Príncipe de Éboli y Duque de
Pastrana.
[26]
Fue construido a instancias del I Duque del Infantado, Don Íñigo López de
Mendoza, a finales del siglo XV bajo la dirección de Juan Guas, auxiliado por
Enrique Egas en el diseño y decoración, y con la colaboración de Lorenzo de
Trillo, discípulo de Lorenzo Vázquez.
[27]
Mandó construir a Lorenzo Vázquez, frente a la iglesia de Santa María de la
Fuente, un magnífico palacio para su residencia en la ciudad de Guadalajara.
[28]
Víctor NIETO, “Renovación e indefinición estilística”, en V. NIETO, A. MORALES
y F. CHECA, Arquitectura del Renacimiento en España, 1488-1599. Madrid,
Cátedra, 1989. pp. 14-18. Plantea esta misma idea sobre la arquitectura
desarrollada por esta familia noble.
[29]
Ibídem, p. 152.
[30]
Esther ALEGRE CARVAJAL, La Villa Ducal de Pastrana. Guadalajara, 2003, pp.
75-80. En esta obra ya recogimos los principios del Estado Mendocino.
[31]
Aunque Guadalajara nunca fue una posesión efectiva de los Mendoza, puesto que
la ciudad permaneció siempre como realenga, sí era una posesión de hecho; su
dominio se extendía a todas las tierras situadas en su entorno, continuaba por
tierras de Hita y Buitrago, se unía a las tierras del condado de Manzanares el
Real y se completaba con las tierras del Infantado.
[32]
Entre ambas Casas se instituyó un auténtico acuerdo de colaboración, firmado en
1443, entre el Marqués de Santillana y su primo, Luis de la Cerda, Conde de
Medinaceli. El documento se acordó con motivo de la boda del hijo y heredero de
Medinaceli, Gastón de la Cerda, con la hija del Marqués, Leonor de la Vega. En
este documento expresaban: ...que nuestra final e apurada voluntad es que entre
nos e nuestras Casas, que en tran grandes deudos de consanguinidad e
matrimonios de nuestros fijos e nietos somos, non aya nin pueda razonablemente
venir discordia nin división alguna.., citado por Helen NADER, Los Mendoza
[...], op. cit., p. 131. Da la referencia: Madrid, AHN (Archivo Histórico
Nacional), Sección de Osuna. Sig. 1860/5.
[33]
Fuera del estado territorial continuo, pero como un nodo fundamental para el
funcionamiento del programa económico proyectado, se encuentra la ciudad de
Burgos, donde el Condastable de Castilla controla las conexiones económicas con
Flandes para la venta de lana y cera, artículos procedentes de las posesiones
Mendoza de Guadalajara.
[34]
Don Francisco de Zúñiga, I Duque de Béjar, estuvo casado con Doña Guiomar de
Mendoza, hija del Duque del Infantado.
[35]
El I Duque de Feria fue amigo personal y gran colaborar político del príncipe
de Éboli, Ruy Gómez de Silva. Se retiró a sus posesiones en Zafra donde mandó
reformar el antiguo castillo de armas y encargó el patio renacentista, cuando
el príncipe de Éboli y su facción perdieron el favor real. Éboli se alejó de la
Corte y se trasladó a sus posesiones de Pastrana.
[36]
David GARCÍA HERNÁN, La aristocracia en la encrucijada. La alta nobleza y la
Monarquía de Felipe II. Córdoba, 2000. p. 53.