Apuntes sobre
la lucha contra la plaga de langosta en los escritos de los siglos modernos
Notes on the fight
against the locust pests in the modern centuries writings
Fco. Javier Peris Felipo
Laboratorio
de Entomología y Control de Plagas,
Instituto
Cavanilles de Biodiversidad y Biología Evolutiva. Universitat de València.
Francisco.peris@uv.es
Resumen: La inquietud suscitada por los efectos de las plagas de langosta, más allá del ámbito estrictamente campesino, históricamente ha transcendido a reyes, legistas, médicos o historiadores, que dejaron constancia de ella en sus obras o en la legislación. El presente estudio recopila información sobre el impacto que estas plagas causaron sobre todos los estamentos de la sociedad durante los siglos modernos.
Palabras clave: plagas de langosta, control de plagas, siglos XVI-XVIII.
Summary: the concern about the effects of
locust plagues, beyond the rural sphere, has historically transcended to kings,
lawyers, doctors and historians, who have left evidence thereof in their works
and legislation. The present study compiles together information on the impact
of these pests in all stratums of society during the Early Modern Age.
Key words: locust pests, pest control, sixteenth-eighteenth
centuries
Durante los últimos años han adquirido un creciente interés los estudios dedicados al análisis de la repercusión de las adversidades naturales sobre la agricultura en la España Moderna[1]. Ello se ha visto acompañado de la aparición de un auténtico aluvión de trabajos sobre la incidencia de las plagas de langosta, que aportan abundante información sobre la dimensión de la plaga a lo largo del tiempo; los métodos empleados para combatirla en diferentes sociedades rurales o las consecuencias económicas para la población, entre otros muchos aspectos[2]. En nuestro caso, pretendemos abordar el tema desde una perspectiva diferente y complementaria que nos permita aproximarnos a la huella que este tipo de catástrofe dejó en algunas obras y disposiciones legales de los siglos modernos. Aunque resulta lógico pensar que ésta no fuera la única plaga de insectos que afectara a los cultivos, es sin duda la que posiblemente por su voracidad y por sus catastróficos efectos sobre los campos ha dejado una impronta documental más antigua a través de los tratados de agricultura o de los trabajos pioneros en biología animal de los autores de la Antigüedad. Pero la preocupación por la acción sobre los campos de estos ortópteros persistió con intensidad durante todo el Antiguo Régimen y, por supuesto, también después. De ello constituye buena muestra que la inquietud suscitada por este tema trascendiera a reyes, legistas, canonistas, médicos o historiadores, que nos legaron su percepción de tan devastadora plaga por medio de sus escritos.
1. Las causas del temor.
Ello fue así, en parte, porque durante siglos se mantuvo la generalizada opinión de que los perjuicios causados por las langostas no se limitaban a la devastación de los campos mientras estaban vivas sino que continuaban tras su muerte, cuando su putrefacción se traducía en brotes de peste. De esta opinión era Cardano[3] quien afirmaba que de las langostas muertas se engendraba y provenía una peste venenosa. Por su parte, Gerónimo Zurita[4] narra que en 1495 afectó a gran parte del reino de Aragón una fuerte plaga de langosta a la que sucedió una terrible peste, que se consideró provocada por la infección del aire producida por ésta: “y siguiose tras ella gran pestilencia en muchos lugares del Reyno”. Tomás Fazellus[5], al referir la plaga que azotó a Sicilia en 1543, indica que un viento repentino condujo a las langostas al mar, donde se ahogaron, pero que su putrefacción provocó la infección del aire y ello, a su vez, una peste espantosa, que asoló la isla. Ulises Aldrovando[6], siguiendo en este punto a Gerónimo Mercurial, recoge la noticia de que una peste que afectó a Venecia, cuyo año no especifica, estuvo precedida de la presencia de langostas que aparecían por las calles y paredes. Y también Juan de Quiñones a principios del siglo XVII se suma a esta consideración[7]. Pero las plagas de langosta fueron consideradas, además, como presagio de los males más temibles y muy particularmente de guerras, según recoge Cardano[8]. También Luis Cabrera de Córdoba[9] consideraba a las langostas que destruyeron los campos de Alemania en 1556 como un aviso de las crueles guerras que el año siguiente se entablarían entre los reyes de España y Francia. Por su parte, Ulises Aldrovando anota que la presencia en Polonia y Hungría de considerable número de langostas actuó como presagio de la llegada del turco Solimán, del cerco de Viena y de la destrucción de Hungría (1566).
Todo ello explica, a su vez, la extendida consideración de la plaga de langosta como un castigo divino. Así lo creían Luis Vives[10], Stuckio[11], Arias Montano[12] o Juan Bodino[13] para quienes las plagas de langosta eran una consecuencia de la venganza divina contra los impíos. Y, naturalmente, no faltan en este punto las inevitables alusiones a las siete plagas de Egipto a las que entre otros muchos autores alude Juan de Quiñones[14]. Es esta misma creencia la que condujo a declarar lo que en la actualidad se calificaría de año catastrófico al afectado por una plaga de langosta y eximir a los campesinos del pago de los impuestos[15]. Así, en el Libro de las Partidas Alfonso X el Sabio la incluía entre los eximentes en el pago del arrendamiento por parte de los campesinos: “Ça guisada cosa es que como él pierde la simiente y su trabajo, que pierda el señor la renta que ha de aver”[16]. Unos siglos después muchos jurisconsultos defendieron la opinión de constituir la plaga de langosta un caso inopinado. En este sentido se pronuncian, entre otros muchos autores, Juan Montolonio[17], Menochio[18] o Sebastián de Medicis[19].
2. Los métodos de lucha.
El profundo temor a esta plaga que dejan entrever los diferentes escritos explica que desde la Antigüedad los hombres pusieran a contribución cuantos medios consideraron eficaces para luchar contra ella. En este sentido, en una sociedad imbuida por el sentimiento religioso y por la necesidad de aplacar la ira divina considerada causante de la plaga, el recurso a los remedios espirituales ocupó un lugar de excepción. Son muchos los autores actuales que han puesto de relieve las características de las procesiones, rogativas, conjuros, exorcismos y otras manifestaciones propias de la devoción popular que solían acompañar al periodo de incidencia de una de estas plagas[20]. Pero junto a éstos, los hombres no dejaron de desarrollar cuantos procedimientos tuvieron a su alcance para tratar de extinguir tan perjudiciales insectos, lo que, evidentemente, les obligó a azuzar su ingenio. Algunos de los sistemas empleados tuvieron una mayor continuidad en el transcurso de los siglos, de otros tan solo contamos con la noticia puntual que autores de diferentes épocas nos han legado a través de sus obras.
En este sentido, Jacobo Wecker[21] y Ulises Aldrovando[22] refieren como medios para evitar que las langostas se detuvieran sobre los cultivos el rociado de éstos con “lupos amargos” o con “cohombrillos cocidos en salmuera”, preparados que les causaban la muerte, o ahuyentarlas por el procedimiento de colgar murciélagos en los árboles más altos de las zonas atacadas. Para provocar su muerte estos autores aseguraban ser un recurso eficaz cocer algunas langostas en aceite, vinagre y sal y rociar este preparado sobre unos hoyos excavados al efecto; transcurridos unos días se podrían encontrar las langostas muertas en su interior resultando fácil recogerlas. Y añadían que el olor producido por la quema de algunas langostas dejaba al resto sin sentido y que posteriormente el calor del sol se encargaba de consumirlas. Y Cardano[23] aseguraba que la experiencia había demostrado que cuando la langosta estaba en “cañuto”, es decir, cuando los huevos estaban enterrados bajo tierra, la quema de los campos consumía los huevos e impedía el nacimiento de las langostas. También el recurso a la producción de humo para provocar la asfixia de las langostas estaba bastante extendido. A él se refería Aldrovando, y Olao Magno[24] señalaba que en las zonas por él estudiadas se utilizaba el procedimiento de encender teas de madera de pino y correr con ellas entre los sembrados porque el fuego y el humo las ahuyentaba.
Junto a éstos, la observación del vuelo de algunas aves como indicador de los lugares de puesta de las langostas adultas constituye un método conocido desde la Antigüedad. Plinio[25] atribuía a los grajos la cualidad de ahuyentar con su vuelo a estos insectos y recoge la práctica de su cría y sustento en la isla de Lemnos por su capacidad de salir al encuentro de las langostas por el aire haciéndolas huir. Esta costumbre es corroborada por los escritos de Aldrovando[26] que la hace extensiva a Tesalia e Iliria, lugares en los que el sustento de los grajos con este fin era asumido por los propios erarios municipales. Pero no eran los grajos las únicas aves utilizadas con este propósito. A ellas se añaden las que Plinio refiriera con el nombre de “seleuciades”[27], que los especialistas actuales identifican con el estornino rosado (Pastor roseus)[28]. También Conrad Gesner[29] se refiere a ellas como aves que sólo aparecen en los lugares afectados por la plaga, definiéndolas como un pájaro de estómago insaciable y deseoso de comer langosta. Esta práctica continuaba siendo habitual en Castilla en el siglo XVII según recogía Quiñones. Y todavía la Instrucción de 1755 redactada por el Consejo de Castilla con el fin de acabar con la plaga de langosta, que sin duda causó sus mayores estragos en 1756, aconsejaba como medida preventiva seguir durante el invierno los itinerarios de grajos y tordos, por cuanto éstos acudían en bandadas a los lugares donde estaban enterrados los huevos para alimentarse del canuto[30].
También el uso del ganado de cerda fue recogido por Laurencio Surius[31] quien, haciendo referencia a la plaga de langosta que en 1541 afectó a Polonia, comenta que ninguna de las actuaciones llevadas a cabo por el hombre pudo acabar con ella. Sólo la llegada del otoño, con el descenso de las temperaturas, favoreció su extinción. Pero ello no impidió que dejaran el suelo invadido de huevos que constituían una excelente simiente para el surgimiento de una nueva plaga en el año siguiente contra la cual el remedio más eficaz fue que el ganado de cerda se los comiera. Y todavía la Instrucción de 1755 recomendaba como método complementario la conducción del ganado de cerda a los lugares plagados desde el otoño en que las lluvias reblandecían el terreno, por cuanto su gusto por el alimento jugoso y mantecoso que les aportaban los canutos les impulsaba a remover la tierra hasta conseguirlo[32]. Pero junto a los cerdos la referida Instrucción recomendaba llevar a estas zonas las aves domésticas, como gallinas y pavos, por ser un medio muy provechoso y al mismo tiempo poco costoso para engordarlas. Y también aconsejaba hacer uso en el estadio de “mosquito”, es decir cuando pudiendo saltar todavía no habían adquirido la capacidad de volar, de mulas, yeguas, caballos, bueyes, cabras y ovejas, obligándoles a dar vueltas con el fin de que aplastaran las langostas con sus pisadas[33].
3. La intervención gubernamental.
Por otra parte, conviene destacar que el enorme peligro que para los cultivos y, por consiguiente, para el sustento humano comportaba la incidencia de una de estas plagas concienció desde antiguo a los gobiernos sobre la necesidad de adoptar medidas para acabar con ellas e incluso para prevenirlas. De algunas de ellas se hicieron también eco los autores. A este respecto, Hipólito Riminaldi[34] asegura haber sido testigo de que en 1543 el duque de Ferrara, ante la incidencia de una grave plaga de langosta en esta zona en 1542, que hacía temer otra de mayor magnitud por la simiente depositada en el suelo, ordenó publicar un pregón ofreciendo recompensas a quienes recogieran huevos y simientes, consiguiendo prevenir por este medio el daño que se temía. Arias Montano[35] refiere que la plaga que azotó a Andalucía en 1547 y 1548 pudo paliarse con la captura y posterior quema de muchos ejemplares por parte de los campesinos[36].
Pero especialmente elocuente
resulta al respecto la aportación de Juan de Quiñones, cuyo tratado sobre las
langostas resulta particularmente importante porque al hecho de ser uno de los
primeros en escribirse sobre el tema se suma que su conocimiento no se limita
al plano teórico. Licenciado en Derecho, además de conocer los escritos de
diversos autores que recogen noticias sobre el control de la plaga, su
narración se basa también en la experiencia que le proporcionó el encargo de
realizar las diligencias de extinción de la langosta en una amplia zona de
Cuenca antes de ser nombrado alcalde mayor de El Escorial y juez de obras y
bosques de San Lorenzo de El Escorial en 1620. Al referir la situación de Huete
(Cuenca) en 1619 expone que la gravedad que revistió la plaga no tuvo unas
consecuencias tan trascendentales como cabría esperar por la rápida actuación
del Consejo de Castilla al enviar jueces para que atajaran el mal disponiendo
las necesarias medidas de captura. Explicaba en su libro que en cuanto se tuvo
noticia de la plaga que afectaba a la zona se le otorgó comisión, mediante
misiva del alcalde del crimen de la Chancillería de Granada, para ocuparse de
hacerle frente, concediéndosele por parte del monarca Felipe III 50.000 ducados
para atender a los gastos que la adopción de las medidas que se estimaran
pertinentes pudieran ocasionar.
Ahora bien, resulta importante señalar que la incidencia de plagas desde siglos anteriores ofrecía una experiencia a los campesinos que no se podía desaprovechar. Refiere Quiñones que precisamente por ello la primera medida que adoptó fue convocar dos concejos abiertos requiriendo su parecer sobre el modo de combatir la plaga. En ellos se evidenció que en estos momentos se tenía ya clara la necesidad de diferenciar el sistema de ataque atendiendo al estadio de desarrollo del insecto. De hecho, la opinión unánime de los campesinos de Huete fue recurrir al uso del arado de dos rejas en las tierras afectadas por la langosta y que para que esta labor resultara eficaz era necesario disponer los surcos juntos y las orejeras del arado bajas y cortas. Así se hizo y el resultado fue que en las zonas aradas por este procedimiento nacieron muy pocas langostas. De ello infería Quiñones que el beneficio de arar cuando la langosta estaba en fase de huevo o canuto era manifiesto porque por este procedimiento los surcos rompían el canuto que encontraban a su paso y depositaban el resto en la superficie de la tierra. De éste, una parte lo consumían las aves como alimento y el resto lo acababan por destruir las inclemencias del tiempo[37]. Ésta y otras muchas experiencias demostraron la eficacia de este método que también recomendaba la Instrucción de 1755, si bien advirtiendo de la conveniencia de aplicarlo preferentemente en otoño e invierno cuando la mayor humedad del suelo permitía que el trabajo de un solo hombre resultara equivalente al que deberían hacer treinta cuando la sequedad del terreno fuera mayor[38].
Tampoco restaba Quiñones interés a la recogida del canuto a mano por parte de los hombres, pero, en su opinión, este procedimiento presentaba el inconveniente de requerir gran cantidad de mano de obra con el consiguiente incremento de los costes. En todo caso, atribuía a la recolección de huevos en esta fase la virtud de favorecer que las langostas “antes que nazcan, mueren”[39]. E idéntica filosofía debió guiar al Consejo de Castilla al incorporar en el capítulo VII de la Instrucción de 1755 la necesidad de poner a contribución este sistema, aunque resultara más costoso, mediante el reclutamiento de hombres equipados con azadones, azadas, palos de hierro o madera o cualquier instrumento que les ayudara a remover la tierra y sacar el canuto. Y para garantizar el éxito de esta operación se proponía acordar previamente el pago de estas tareas por jornales o por cantidad de canuto recogido, que debían consignarse diariamente en los libros dispuestos al efecto.
En cambio, consideraba Quiñones imprescindible la colaboración de los vecinos cuando la langosta conseguía alcanzar su siguiente fase, es decir cuando apenas tenía capacidad de saltar. En este momento el método utilizado consistía en capturarla con la ayuda de buitrones de lienzo de “angeo” cuyo pesado manejo requería la fuerza de seis u ocho personas, sistema que según el autor había permitido capturar en 1619 hasta 20 fanegas diarias. Si bien advertía sobre la conveniencia de llevar a cabo esta caza antes de la salida del sol porque si el fresco de la noche y la madrugada entorpecía a las langostas, el calor alentaba y aumentaba su capacidad de volar dificultando su captura[40].
Según se desprende de la Instrucción de 1755, a mediados del siglo XVIII se utilizaban tres tipos de buitrones diferentes en su tamaño y forma. Por una parte, continuaba usándose el que exigía para su manejo seis u ocho hombres. Su costosa manipulación se debía a que tenía forma de cuadrado con unas medidas de hasta cuatro varas por lado. En su centro disponía de una boca redonda a la que se cogía una talega con una capacidad que oscilaba entre media y una fanega. Dos de sus extremos se elevaban y los otros dos se acercaban al suelo ondeándolos hasta que la langosta quedara enjambrada en la tela, después se tomaba por los dos extremos cerrándolos al mismo tiempo de manera que el insecto se depositara en la talega, atada por su parte inferior. Posteriormente, se vaciaba el contenido de ésta en los hoyos excavados al efecto, donde los ortópteros quedaban enterrados, o bien en vasijas o costales para ser conducidas hasta el pueblo. El segundo tipo era similar a éste en su forma pero de tamaño más reducido -entre 2 y 1,5 varas por lado- y asido por dos palos, por lo que podía ser manejado por dos personas. El tercero, que podía ser manejado por una sola persona, era una especie de saco de boca ancha sujetada por un solo palo, similar a lo que en la actualidad sería una manga entomológica con una capacidad de dos celemines[41].
Pero con la intención de poner a contribución todos los medios posibles
tampoco despreciaba la Instrucción de 1755 la colaboración de los
hombres para apalear a las langostas en su fase de saltadoras, ayudándose de un
medio tan rudimentario como atar suelas de cuero, cáñamo o esparto al extremo
del palo[42]. Una vez
atrapados los ortópteros se les enterraba en unos hoyos excavados al efecto y
posteriormente eran cubiertos con tierra con el fin de provocar su muerte por
asfixia, procedimiento que también recogía la Instrucción de 1755 en sus
artículos VIII y XVIII, en los que se advierte la gran preocupación que en el
siglo XVIII se tenía por los problemas de salubridad. De hecho, en ellos se
detallaba minuciosamente la capacidad y profundidad de las zanjas a excavar
-que debían ser de dos, tres o más varas- y se insistía de manera especial en
que éstas debían quedar lo suficientemente cerradas para impedir el
desprendimiento de olores fétidos por considerarlos “contagiosos, pestilenciales y
ofensivos a la salud pública”.
En su tercera fase, en que la langosta crece y adquiere la capacidad de volar, Quiñones consideraba que cualquier sistema resultaría incapaz de atajar el problema. Por ello, aseguraba que cuando todos estos procedimientos resultaban insuficientes para combatir la plaga sólo quedaba como solución implorar la presencia del viento porque “los vientos recios y fuertes suelen arrebatarlas y dar con ellas en la mar”[43]. Pero esta posibilidad a la que un siglo después aludiera el ilustrado valenciano Gregorio Mayans -quien, desesperado ante la gravedad de la peste que en 1756 azotó a diversos municipios valencianos y particularmente preocupado por la situación de su Oliva natal, no dudaba en escribir a su amigo Asensio Sales que “aunque se maten muchos millones de millones será lo mismo que nada respecto de la innumerable multitud. El único remedio parece un viento fuerte que pedimos a Dios”[44]- no estaba, evidentemente, en las manos de los hombres.
4. Los gastos de extinción.
Resulta opinión bastante extendida entre los autores que puesto que el daño causado por la langosta era general y afectaba a todos, también los gastos derivados de la lucha por su extinción debían de ser comunes. En este sentido se pronunciaban Castillo de Bovadilla[45] y Villadiego[46]. En esta misma línea, en las Cortes de Castilla de 1593 se acordó que cada concejo debía encargarse de matar la langosta a su costa. De ello infiere Quiñones[47] que los gastos debían correr por cuenta de los propios de los municipios y no de las haciendas particulares, salvo en caso de que éstos estuvieran tan endeudados que no dispusieran de fondos para afrontar la situación. En este segundo caso proponía Quiñones realizar el reparto entre todos los vecinos en función de su hacienda. De esta contribución no podrían, en su opinión, quedar excluidos los eclesiásticos ni otras personas exentas. Aducía a este respecto que del mismo modo que quedaban obligados a contribuir en tiempos de guerra, según defendía Azevedo[48], puesto que con ella se preservaba la paz y se defendían sus patrimonios, o ante la incidencia de la peste, como exponen diversos autores[49], quedarían obligados a contribuir cuando se tratara de conservar sus heredades. Y que puesto que coger y matar langosta y hacer que pereciera su semilla resultaba beneficioso al bien común, la contribución debía afectar tanto a pecheros como a clérigos y nobles por quedar recogida en las normas del derecho la supremacía de la utilidad pública sobre la particular[50]. Pero Quiñones considera que la contribución en los gastos debía hacerse también extensiva a los lugares vecinos aunque en ese momento no estuvieran afectados por cuanto, dada la velocidad de desplazamiento del insecto, no dejaban de estar expuestos a similar peligro. Si bien defendía a este respecto ser justo que se gravara más a aquellos para quienes el beneficio iba a ser mayor, siguiendo en este punto las doctrinas de Bartolo y Avendaño[51].
También la Instrucción de 1755 recogía la exigencia de que la lucha contra la langosta en sus diferentes estadios corriera por cuenta de los propios de los municipios afectados; que caso de no disponer de caudal suficiente se sustituyeran por los arbitrios; que en defecto de ambos se acudiera a los depósitos; y que si no dispusiera de ninguno de ellos se solicitara la ayuda del Consejo. Establecía también la exigencia de llevar un libro en el que quedaran consignadas las cantidades de langosta recogidas, así como los gastos ocasionados por los trabajos realizados, y otro en el que se anotara el balance de ingresos y gastos, siendo necesaria la ratificación de todas las diligencias con la firma de los regidores o del procurador general. Aprobadas las cuentas y liquidados los caudales, éstos se debían repartir entre todos los vecinos de los lugares afectados, sin exención alguna para los sectores privilegiados. Con este fin los justicias de los lugares solicitarían a los obispos de las respectivas diócesis que exhortaran a los eclesiásticos a prestar la necesaria colaboración, siguiéndose en todo caso el contenido del Auto Acordado del Consejo en 1755 e incorporado en la Novísima Recopilación, que para conocimiento general se insertó tras la Instrucción bajo el título de “Carta-Orden comunicada a los intendentes sobre el repartimiento de los gastos causados en la extinción de la langosta en el año de mil setecientos cincuenta y cinco”[52].
En todo caso, en este punto la Instrucción no hacía sino recoger la que ya era una práctica bastante extendida. Juan de Quiñones refiere que para llevar a cabo la misión que se le había encargado obligó a los propietarios de las tierras a ararlas por su cuenta y exigió a todos los vecinos que lo mismo hicieran con las tierras destinadas a pasto común sin percibir compensación económica alguna puesto que el beneficio que resultaba de su uso y disfrute también era compartido por todos. Si bien, para evitar que los hombres cejaran en su esfuerzo ordenó que de las tercias correspondientes a prelados y comendadores o de los propios municipales se entregara alguna cantidad de trigo, cebada o centeno con que los campesinos más pobres pudieran acudir a su sustento y al de sus animales. Sólo cuando nació la langosta y, por tanto, se requería más colaboración por parte de los hombres contribuyó a paliar su esfuerzo con dinero. A este respecto anota que socorrió a los lugares afectados con 33.000 varas de lienzo de “angeo”, cuyo valor ascendía a 80.000 reales, para la construcción de los buitrones y que fue necesario el trabajo de 1.500 hombres durante 15 días, precediendo la publicación de un bando imponiendo pena de muerte a quien abandonara el campo sin su licencia.
Aseguraba que por este procedimiento se mataron y enterraron diariamente alrededor de 1.500 fanegas de langosta en Huete y que en la dehesa de Alcudia se habían matado y enterrado 80.000 fanegas de este ortóptero, que sumadas a los testimonios recogidos de los lugares vecinos vendrían a suponer más de 500.000 fanegas, y alertaba del peligro que suponía el hecho de que en cada hanegada de terreno aovaran alrededor de 100 fanegas que nacerían al año siguiente. Por lo demás, reseñaba que los gastos producidos por las tareas de extinción de la plaga durante los ocho meses en que asumió personalmente la gestión ascendieron a 70.000 ducados, que junto con los derivados de los repartimientos entre los 150 lugares afectados se elevaban a 90.000 ducados, de los cuales Felipe III concedió 50.000, aunque sólo se tomaran 30.000[53].
Este testimonio, de cuya verosimilitud podría dudarse por la implicación de su narrador en los hechos, puede corroborarse con el estudio reciente de la lucha contra la plaga de langosta que durante el mismo año azotó a Antequera, que dejó una rica constancia documental exhaustivamente explotada por Milagros León[54], cuyo análisis revela la similitud de procedimientos empleados ante la plaga con los referidos por nuestro autor. Ello induce a pensar que las prácticas descritas por ambos autores -coetáneo y actual- fueran las generalizadas durante el siglo XVII y, como hemos podido comprobar, que continuaban siendo las usuales a mediados del siglo XVIII.
[1] Prueba de ello la constituye que la Revista de Historia Moderna de la Universidad de Alicante dedicara al tema en el año 2005 un número monográfico titulado Agricultura, riesgos naturales y crisis en la España Moderna.
[2] Sin pretender ser exhaustivos podemos mencionar, entre otras, las siguientes obras: M. D. INSA RIBELLES: “La plaga de langosta en Cocentaina y su contorno: 1756-1758”, en Revista del Instituto de Estudios Alicantinos, nº 30 (mayo-agosto, 1980), p. 51. V. J. ESCARTÍ i SORIANO: “La plaga de llagosta a la Ribera: Algemesí, 1756”, en Boletín de la Sociedad Castellonense de Cultura, LXIII, nº 3 (julio-septiembre, 1988), pp. 427-442. R. MARÍN LÓPEZ: “Noticias sobre una plaga de langosta en Granada en 1670 y 1671”, Actas del VII Congreso de Profesores-Investigadores. Hespérides. Motril, 1988, pp. 245-257. A. PONTE MARÍN: Conjuros y rogativas contra las plagas de langosta en Jaén (1670-1672), en C. ÁLVAREZ SANTALÓ y otros (Coords): La religiosidad popular II: Vida y muerte: la imaginación religiosa. Barcelona, 1989, pp. 554-562. J. A. LÓPEZ CORDERO y A. APORTE MARÍN: Un terror sobre Jaén. Las plagas de langosta XVI-XX. Jaén, 1993. R. VÁZQUEZ LESMES y C. SANTIAGO ÁLVAREZ: Las plagas de langosta en Córdoba. Córdoba, 1993. J. A. LÓPEZ CORDERO: “Magia, superstición y religión en el agro jienense. Las plagas de langosta”, en LA TORRE GARCÍA, J. y SÁNCHEZ LÉON, J. C. (eds.): Magia y Religión en la Historia. Jaén, 1997, pp. 101-121. A. ALBEROLA ROMÁ: Catástrofe, economía y acción política en la Valencia del siglo XVIII. Valencia, 1999. A. ALBEROLA ROMÁ: “Procesiones, rogativas, conjuros y exorcismos: El campo valenciano ante la plaga de langosta de 1756”, Revista de Historia Moderna. Alicante, 2003, nº 21, pp. 383-410. M. LEÓN VEGAS: “Una simiente devastadora del agro antequerano: la langosta de 1620”, Anales de la Universidad de Alicante, 23 (2005), pp. 233-260.
[3] J. CARDANO, De venenorum differentiis viribus…, Basilea, 1564, lib. I, c. 9.
[4] G. ZURITA, Anales de la Corona de Aragón, Zaragoza, 1610, tomo 5, libro 2, cap. 12.
[5] T. FAZELLUS, De rebus Siculis decades…, Panormi, 1558, cap. 5, fol. 512.
[6] U. ALDROVANDO, De alimalibus insectis libri septem…, Francfurt, 1618, cap. 4, c. 1, p. 108.
[7] J. QUIÑONES, Tratado de las langostas mui útil i necesario en que se tratan cosas de provecho i curiosidad para todos los que profesan letras divinas i humanas i las mayores ciencias, Madrid, 1620, fol. 24v.
[8] J. CARDANO, De subtilitate…, Basilea, 1553, lib. 9, fol. 283.
[9] L. CABRERA DE CÓRDOBA, Felipe Segundo, Rey de España, Madrid, 1619, cap. 15.
[10] L. VIVES, Praeter commentarios in Agustinum De civitate Dei..., Basilea, 1556, cap. 43.
[11]
J. G. STUCKIO, Antiquitatum Convivialium
Libri III, Tiguri, 1597, cap. 9, las calificaba de “pestem piae vindicae”.
[12] B. ARIAS MONTANO, Liber Joseph sive De arcano sermone…, Antuerpiae, 1583, cap. 78. De ellas afirma que “Locustas esse signum calamitatis magna Dei consilio ad correptionem allata”.
[13]J. BODINO, Universae naturae theatrum, Lugduni, 1596, libro 3, fol. 312.
[14] QUIÑONES, op. cit., fols. 26v-27.
[15] Ídem, fol. 28.
[16] La disposición completa se encuentra en el libro 22, Tit. 8, Part. 5 y es transcrita por QUIÑONES, op. cit., fols. 28-28v.
[17] J. MONTOLONIO, Promptuario divini atque humani iuri..., París, 1520, tom. 2, lit. L, verbo locusta.
[18]
J. MENOCHIO, De adipiscenda retinenda et
recuperanda possesione ... commentaria, Colonia, 1577, remedio 12, núm. 36.
[19] S. MEDICIS, Tractatus de fortuitis casibus…, Florencia, 1577, par. 2, q. 3, n. 6.
[20] Una exhaustiva bibliografía sobre este aspecto puede encontrarse en A. ALBEROLA, “Procesiones, rogativas, conjuros y exorcismos: el campo valenciano ante la plaga de langosta de 1756”, Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, 21 (2003), pp. 383-410.
[21] J. J. WECKER, De secretis libri XVII ex variis authoribus collecti…, Basilea, 1592, libro 8, cap. 21.
[22] ALDROVANDO, op. cit., lib. 4, cap. I.
[23] CARDANO, op. cit, libro 9.
[24] O. MAGNO, Historia de gentibus septentrionalibus…, Roma, 1555, lib. 22, cap. 2.
[25] PLINIO SEGUNDO, Historia Natural, libros VII-XI, Traducción y notas de BARRIO SANZ, E., I. GARCÍA ARRIBAS, I, Mª. MOURE CASAS, A, HERNÁNDEZ MIGUEL, L. A Y ARRIBAS HERNÁEZ, Mª. L. Madrid, Gredos, 2003.
[26] U. ALDROVANDO, Ornithologiae hoc est de avibus..., Francfort, 1610, libro 12, cap. 6.
[27] PLINIO, op. cit., libro X, cap. 27.
[28] PLINIO, op. cit. p. 390.
[29] C. GESNER, Historiae animalium liber III qui est de Avium natura ..., Tiguri, 1558, libro 3, s. verbo seleuciades.
[30] Instrucción formada sobre la experiencia y práctica de varios años para conocer y extinguir la langosta en sus tres estados de hovación, feto o mosquito y adulta, con el modo de repartir y prorratear los gastos que se hicieren en este trabajo y aprobada por el Consejo año mil setecientos y cincuenta y cinco, cap. I, art. III. Utilizamos el ejemplar custodiado en la Biblioteca Valenciana con la signatura XVIII/507 (5).
[31] L. SURIUS, Commentari brevi rerum in orbe gestarum, ab anno Salutis MD usque in annum MDLXXIV…, Colonia, 1567.
[32] Instrucción…, art. VI.
[33] Ídem, art. IX.
[34] H. RIMINALDI, Consiliorum seu responsorum in causis gravissimis redditorum in septem libros tributorum…, Francfort, 1609, const. 40, num. 29.
[35] B. ARIAS MONTANO, Commentaria in duodecim prophetas…, Antuerpiae, 1570, cap. II.
[36] La documentación de la época permite detectar también la presencia de esta plaga en el campo valenciano. Pero respecto a las medidas adoptadas contra ella sólo tenemos constancia de que los jurados de la ciudad de Valencia no vieron otra solución que recurrir a los servicios de mosén Juan Cabrejas, presbítero de Villahermosa del Campo, reputado como experto en la materia, asegurándole una buena remuneración por sus trabajos según podemos leer en la carta que se le remitió: “Molt reverent señor. Per lo que Déu és estat servit ha volgut trametre en aquesta contribució de la ciutat de València e altres parts del regne tanta multitut de lagosta que verament és cosa de admiració segons la relació que nosaltres tenim de persones que havem tramés de lo dit regne per a veure e regonéixer lo dany tan gran que se spera si Déu, per sa infinita clemència, no té per bé de apiadar-se de nosaltres. Lo que se sguarda a nostres officis per al bon regiment de aquelles és, ab summa diligència, procurar lo beneffici de la república. E com nosaltres siam informats que vostra persona és persona a qui nostre señor Déu ha comunicat special gràcia per a donar remey en semblants necessitats, molt affectadament lo pregam vulla venir a aquesta ciutat per a exercir e occupar-se en açò, que ultra que per nosaltres serà remunerat de son treball e mol ben satisfet, aquesta ciutat li restarà en perpetua obligació de tan bona obra” A.M.V., LLetres Missives, reg. G3-50 sf.
[37] QUIÑONES, op. cit., fols. 76-77.
[38] Instrucción…, cap. I, arts. IV y V.
[39] QUIÑONES, op. cit., fol. 36v.
[40] Ídem, fol. 74v.
[41] Instrucción…, arts. XIII, XIV y XV.
[42] Ídem, art. XI.
[43] QUIÑONES, op. cit., fol. 38.
[44] Citado por ALBEROLA, art. cit., p. 395.
[45] J. CASTILLO DE BOVADILLA, Politica para Corregidores y Señores de vassallos, en tiempos de paz y de guerra, Medina del Campo, 1608, tomo 2, libro 5, cap. 4, n. 41.
[46] A. VILLADIEGO, Instrucción política y práctica judicial…, Madrid, 1616, art. 30 y 32, n. 76.
[47] QUIÑONES, op. cit., fol. 56v.
[48] A. AZEVEDO, Repertorio de todas las Pragmaticas y Capítulos de Cortes, hechas por su Magestad ..., Salamanca, 1566, libro I, n. 54, tit. 4, lib. 6.
[49] J. F. RIPA, Tractatus de peste, tit. De remed. ad conservand. libro 2. responsor. cap. 20. num. 8, Lugduni, 1585 y J. GARCIA, De nobilitate…, Compluti, 1597, glossa 9, número 53.
[50]
En este punto Quiñones sigue la opinión de: AVENDAÑO, In capitibus praetorum, capite
14, parte 2, num. 13; AZEVEDO, op. cit.,
número primo, 112, titulo 3, libro I; VELÁZQUEZ DE AVENDAÑO, Tractatus de iusta impositione tributi,
fundament. 5, causa 5, n. 13, p. 21; y CASTILLO DE BOVADILLA, op. cit., lib. 2, cap. 18, n. 292, entre
otros autores.
[51]B. SASSOFERRATO, Bartoli prima super Digesto veteri ... Commentaria…, Lugduni, 1527.
[52] Instrucción formada sobre la experiencia….
[53] Pero simultáneamente a la colaboración humana Quiñones no dejo de buscar la intercesión divina mediante la celebración de 4.000 misas, procesiones generales, salves, ayunos y conjuros realizados por afamados clérigos y religiosos. Además, mandó erigir en el convento de franciscanos de Huete una capilla a San Gregorio y encargó la confección de un retablo en su honor para que los fieles afectados por esta plaga lo tomaran por patrón. QUIÑONES, Op. cit., pp. 74v-80v.
[54]
M. LEÓN VEGAS, “Una simiente devastadora del agro antequerano: la langosta de
1620”, Anales de la Universidad de
Alicante, 23 (2005), pp.
233-260.