Romances
conyugales: buenas y malas esposas en la literatura popular del siglo XVIII[1]
Romances conyugales:
good and bad wives in Eighteenth century popular literature
Juan Gomis Coloma
Institut Universitari d'Estudis de la Dona, Universitat de València
Resumen: la literatura de cordel conoció una amplia difusión por las plazas y caminos de España a lo largo del siglo XVIII. Estas narraciones no sólo constituían un divertimento para su público, sino que también ofrecían diversos modelos de comportamiento o normas imitables acordes con los valores y las “buenas costumbres” de la época. En relación con las imágenes del matrimonio que los romances divulgaban, esa implícita voluntad moralizadora se hacía más evidente, dada la importancia de esta institución para el mantenimiento del orden social, y se dirigía de modo predominante hacia las mujeres, sobre las que se cargaba el peso de la prosperidad de la relación conyugal. El análisis de estas representaciones y de su interacción con las prácticas sociales de su tiempo puede enriquecer nuestra comprensión sobre las transformaciones y pervivencias culturales que en torno al modelo conyugal y familiar se desarrollaron en la España del siglo XVIII.
Palabras clave: literatura popular, matrimonio, mujer, representaciones.
Summary: the “literatura de cordel” was widely read
throughout Spanish plazas and roads during the 18th century. These narratives not only constituted a form
of entertainment for their audience, but they also offered various models of
behavior or imitative norms in harmony with the values and “good customs” of
the period. Due to the importance of
the institution of marriage for maintaining social order, an implicit moral
will was made more evident in connection with the images of marriage that these
romances revealed, and was predominately aimed at women, who carried the burden
of prosperity in a marital relationship. The analysis of these representations
and their interaction with the social practices of the period can enrich our
understanding about the cultural transformations and survival methods based on
the marital and family model developed in Spain during the 18th
century.
Key words: popular literature, marriage,
woman, representations.
Introducción
“Las grandes obras las leen muy pocos. El vulgo sólo gusta de papeles ligeros que lo entretengan con la variedad, y no lo fastidien con largos razonamientos”. Con estas dos pinceladas describía Sempere y Guarinos a finales de la década de 1780 las lecturas a las que era aficionada la gran mayoría de sus contemporáneos[2] (Saavedra y Sobrado, 2004, p. 171). Entre la diversidad de esos “papeles ligeros” destacaban por su cantidad en el siglo XVIII los pliegos de cordel[3], que desde la propagación de la imprenta constituyeron en España un soporte principal de la literatura popular, consumida especialmente por las clases inferiores gracias a su bajo precio.
Como soporte tipográfico, los pliegos tenían unas características diferenciadoras: se trataba de unas hojas de mala calidad, fáciles de transportar, que permitían una lectura rápida y su inmediata destrucción, intercambio o uso en otros menesteres ajenos a la lectura, como el envoltorio de alimentos. Era por tanto una literatura efímera y fugaz, que contaba con una gran facilidad de difusión, pudiéndose adquirir en las esquinas de las ciudades y en los pequeños pueblos, pues si bien la ofrecían los impresores y los libreros con tienda, lo más usual era su venta ambulante por buhoneros, retaceros y ciegos recitadores que recorrían los caminos. Este rasgo singular debe ser subrayado para comprender mejor la recepción de las composiciones difundidas en pliegos sueltos, pues estos colporteurs, además de venderlos, solían recitar o cantar sus contenidos en las plazas para atraer la atención del público, ejerciendo de mediadores entre el texto y su lector/oyente y condicionando, por tanto, las apropiaciones que la gente hacía del relato.
La dilatada historia de la literatura de cordel propició que sus frágiles soportes difundieran una enorme variedad de piezas literarias: poesía cortesana, relaciones de sucesos, calendarios y pronósticos, historias en prosa, relaciones de comedia, comedias sueltas, entremeses, etc. Desde el siglo XVII, las composiciones poéticas emplearon en su gran mayoría el romance, que fue aplicado a los temas más diversos: junto a algunos supervivientes del romancero antiguo (el marqués de Mantua, el conde de Alarcos, Carlomagno), encontramos romances de cautivos, religiosos, de exaltación de la monarquía, sobre catástrofes naturales, satíricos y burlescos, de aventuras, de guapos y bandoleros… No obstante, a pesar de esta variedad, el contenido de los romances dentro de una misma temática se repite con pocas modificaciones, siendo mínima la posibilidad de innovación, de modo que cuando se leen varios pliegos de cautivos o de aventuras amorosas, por ejemplo, uno pronto se habitúa a un modelo argumental repetido una y otra vez. La innovación se concentró, especialmente desde finales del XVII, en la acentuación macabra o morbosa de los acontecimientos descritos, o como afirma Joaquín Marco:
…la válvula
creadora se reduce casi siempre a la desorbitación de los efectos. El autor y
el consumidor de la literatura popular tienden a valorar efectos exagerados,
como la violencia extremada […]. La violencia física y la sexual ejercida en
muchos pliegos muestra la represión de la que es válvula de escape el pliego de
cordel en paralelo con otros géneros populares”.[4]
(Marco, 1977, p. 49).
Julio Caro Baroja, en su conocido ensayo sobre la literatura de cordel, se refirió asimismo al exagerado patetismo de los pliegos confrontándolos con la “gélida” literatura culta de la época:
“la literatura
dieciochesca, culta, es gélida y prosaica a la par, como batida en frío,
voluntariamente limitada, a fuerza de preceptos teóricos y morales. La popular
… incorrecta, emocional hasta llegar al delirio, dominada por pasiones hondas y
a veces morbosas, lo más antiacadémica y lo más esperpéntica que puede
pensarse”.[5]
No es extraño, en consecuencia, que a lo largo del siglo XVIII los romances de ciego fueran objeto de continuos ataques por parte de las elites cultas, que los consideraban literariamente infames y dañinos para la moral y el orden social: José Marchena, Ignacio Luis de Aguirre, Pedro Rodríguez Campomanes o Leandro Fernández de Moratín se refirieron a la “depravación de la multitud” que estas lecturas podrían ocasionar,[6] aunque sin duda las palabras más duras contra los pliegos de cordel salieron de la pluma de Juan Meléndez Valdés en su conocido Discurso sobre la necesidad de prohibir la impresión y venta de las jácaras y romances por dañinos a las costumbres públicas, donde se refería a ellos como “reliquias vergonzantes de nuestra antigua germanía, y abortos más bien que producciones de la necesidad famélica y de la más crasa ignorancia”.[7]
Sin embargo, esta sucesión de críticas furibundas nos informa indirectamente de la popularidad que tenía la literatura de cordel en amplios sectores de la sociedad española del siglo XVIII, de la que nos hablan también las numerosas reimpresiones y ediciones “piratas” que se conservan de muchos romances. Esta popularidad se veía favorecida por la intensa actividad de los ciegos, que gracias a sus abundantes fuentes de abastecimiento y a su densa red de enlaces conseguían una rápida y eficaz difusión de los pliegos, los cuales según Jean-François Botrel llegaban a circular “no sólo por toda la ciudad, sino también por todo el territorio de España”.[8] El propio Meléndez Valdés confirmaba lo extendido que estaba el gusto por los romances y vinculaba su éxito a la costumbre de emplearlos en las escuelas como primera lectura para los niños: “todos por desgracia hemos leído, todos gustado de estas vulgaridades … Todos los niños decoramos y nos embebimos sin saberlo en tan criminales delirios”.[9]
Además de las críticas ilustradas y los datos conocidos sobre producción y distribución de pliegos, la popularidad de la literatura de cordel se constata también observando el desarrollo de la legislación sobre la imprenta en el siglo XVIII, que destila una continua preocupación gubernamental por controlar los contenidos de los romances, así como también las prohibiciones y censuras de la Inquisición, inquieta por la inmoralidad e irreverencia hacia los dogmas que abundaban en ellos.[10] Tal y como afirma García Collado, “con seguridad, la preocupación de las autoridades por el control de estas publicaciones estaba en relación con la extraordinaria afición de las gentes de la época”[11]. A esta “extraordinaria afición” se refirió ya entrado el siglo XIX el colector de romances Agustín Durán, escandalizado de la inclinación que el populacho demostraba por los pliegos sueltos más vulgares: “constituyen su catecismo, su encanto, sus delicias, y puede decirse que hasta su único modelo ideal y su verdadero retrato”.[12]
A pesar de la probable tendencia a la exageración de las elites cultas de la época al criticar la “corrupción del gusto del pueblo”, resulta obvio que la literatura de cordel constituyó en el siglo XVIII un tipo de lectura habitual para buena parte de la sociedad española y especialmente para los grupos inferiores. El hecho de que los romances fueran composiciones destinadas expresamente a la recitación en voz alta extendía su influencia al gran porcentaje de analfabetos presente en las poblaciones, que conformaban así también su público. Por tanto, reconocida su amplia difusión, ese objeto cultural que constituyen los pliegos sueltos puede resultar una valiosa fuente de investigación para el historiador que intente profundizar en la complejidad de la dialéctica entre prácticas sociales y representaciones: entre los valores y modelos inculcados por estos productos culturares y las apropiaciones (diversas) desarrolladas por su público, y a la inversa, entre el ámbito de la experiencia social y el de los contenidos literarios inspirados por ella. No se trata de buscar en los romances un reflejo de la sociedad que los consumía o, en palabras de Agustín Durán, “su verdadero retrato”, ni tampoco de considerar que el repertorio de esta literatura popular expresa la mentalidad o visión del mundo de los lectores “populares” que se les supone; por el contrario, hay que leer los pliegos sueltos como un repertorio de modelos de comportamiento o un conjunto de representaciones que son también normas imitables, atendiendo siempre a la pluralidad y movilidad de significados asignados a un mismo texto por públicos diferentes.[13]
A partir de este punto, podemos tratar de reconstruir algunos rasgos de las imágenes sobre el matrimonio plasmadas en los romances de ciego y reflexionar sobre la dialéctica que pudo establecerse entre estos textos y los hombres y mujeres que conformaron su público. Las narraciones de los pliegos no tenían como única finalidad entretener y divertir al “curioso lector”, sino que en mayor o menor grado, manifestaban cierta voluntad moralizadora de reforzamiento de los valores y las “buenas costumbres” de la época. Siendo el matrimonio una institución considerada clave para el mantenimiento del orden social, esta voluntad implícita de inculcar modelos de comportamiento acordes con la moral tradicional se hacía más evidente, empleando diferentes estrategias narrativas, como veremos.
Este estudio se basa en el abundante conjunto de pliegos de cordel conservado en dos grandes colecciones reunidas por dos estudiosos y eruditos valencianos, Nicolau Primitiu y José Enrique Serrano Morales, ubicadas actualmente en la Biblioteca Valenciana y en el Archivo Municipal de la ciudad, respectivamente. La Biblioteca Nicolau Primitiu (BNP) consta de más de doscientos ochenta pliegos de los siglos XVIII y XIX, agrupados en varios volúmenes. La Biblioteca Serrano Morales (BSM) comprende cinco volúmenes encuadernados y “dos cajas de romances”, superando los mil quinientos ejemplares, también de los siglos XVIII y XIX.
De este vasto conjunto, con suficiente peso como para desarrollar un trabajo global sobre la literatura de cordel, hemos seleccionado algunos pliegos que aludían directamente a la cuestión del matrimonio y a las respectivas y desiguales obligaciones que correspondían a hombres y mujeres dentro de la institución. Son muchos los aspectos relacionados con la vida conyugal que pueden extraerse en un análisis pormenorizado de romances muy dispares, pero en aras de la claridad expositiva y teniendo en cuenta la limitación del espacio, hemos preferido centrarnos en dos grupos de pliegos aparentemente contradictorios: uno que desarrolla la alabanza del matrimonio y por extensión de la buena esposa, y otro que vitupera y satiriza la vida de los casados achacando todos sus males a la perfidia femenina. Ambos otorgan un papel fundamental a la mujer en el funcionamiento del matrimonio, y construyen sus respectivos argumentos bien sobre sus virtudes o bien sobre sus vicios.
La buena esposa, “monstruo de virtud”
Hay un buen número de romances que contienen representaciones de mujeres peligrosas, sensuales y levantiscas, ajenas a toda autoridad. Los relatos advertían sobre los riesgos y amenazas que estas protagonistas comportaban para todo el que se acercara a ellas, pues nada podía detener su ímpetu desbocado y sin escrúpulos, que no parpadeaba a la hora de disparar el arcabuz. Junto a estas representaciones, los pliegos también trasmitían otras mucho más tranquilizadoras y acordes con los valores morales de la época, que difundían modelos de comportamiento sumisos y virtuosos para las mujeres.[14] Mientras que la figura femenina amenazadora solía encarnarse en mujeres solteras, las mujeres alabadas por sus virtudes se situaban invariablemente en el marco del matrimonio: éstas aceptaban sumisas la autoridad que sobre ellas, débiles y desordenadas por “naturaleza”, ejercían sus maridos para doblegar sus impulsos. El matrimonio, pues, era presentado en estas composiciones como el ámbito propio para el desarrollo de la excelencia femenina, la horma de la mujer virtuosa, definida por su castidad, su fidelidad, su resignación y su devoción por el esposo, al que estaba entregada en cuerpo y alma, hasta la muerte. Así lo expresaba el romance de Segismundo y Rosaura (Biblioteca Serrano Morales A-13/215 [79]), en el que el rey de Irlanda amenazaba con el patíbulo a Segismundo si no mataba a su esposa Rosaura para casarse con su hija. Rosaura le pedía solícita que cumpliera lo ordenado y fuera feliz con su nueva mujer, pues ella sólo vivía para lograr su dicha: “dos mil vidas que tuviera / las diera luego al instante”.
La fidelidad y honestidad en el matrimonio era la virtud por excelencia, la más alabada y repetida en los pliegos. El jardín engañoso (BSM A-13/256 [184]) mostraba la fidelidad inquebrantable de Constanza a su marido frente a las continuas insinuaciones de Fadrique, que llegaba a vender su alma al demonio para seducirla. La castidad de la esposa ejemplar era tal que antes entregaba a sus hijos que su honor, como ocurría en Don Pedro de Guzmán y doña Francisca Cabañas (BSM A-13/256 [184]), en el que un esclavo negro aprovechaba la ausencia de su amo don Pedro para intentar forzar a Francisca, que dejaba a sus hijos para encerrarse en su aposento. El esclavo amenazaba con matar a los niños si no se entregaba a él, y ante su inflexibilidad los tiraba desde una torre y se arrojaba él mismo al vacío.
Es comprensible la insistencia de los relatos en la defensa de la honestidad por parte de sus protagonistas, que en la práctica era una férrea obligación de las esposas en una sociedad en la que el honor familiar se representaba en buena medida a través de la mujer, de ahí la insistencia de los moralistas en que maridos y padres vigilasen a sus esposas e hijas. La castidad era junto a la obediencia al esposo la principal virtud atribuida a las mujeres, por lo que, en palabras de Margarita Ortega, constituyó “el elemento axial en la vida de la mayoría de ellas aparentar ser una mujer honesta o protegerse de injurias o habladurías; por encima incluso del logro de su propio bienestar y de sus aspiraciones personales”.[15] Los romances recogían esta exigencia moral de la sociedad y reforzaban su cumplimiento alabando la ejemplaridad de sus protagonistas, celosas de su honra.
En muchos relatos la castidad y fidelidad de la esposa era puesta a prueba con dureza, pues debía sufrir las calumnias que arrojaba sobre ella el seductor rechazado, aceptando con resignación el castigo impuesto por el marido engañado. Así, por ejemplo, en Don Claudio y doña Margarita (BSM A-13/256 [64]), éste ordenaba a dos criados que matasen a su esposa Margarita, calumniada por el mayordomo de la casa. Los criados se compadecían de ella y la abandonaban en el campo, donde ella debía sobrevivir hasta que don Claudio se percataba del engaño y la recogía. Invariablemente, los maridos de estos romances creían las acusaciones vertidas sobre sus esposas y ni siquiera pedían explicaciones a éstas, no les daban la oportunidad de defenderse. A la calumnia seguía el castigo inmediato: en este aspecto la literatura de cordel entronca con la larga tradición misógina que predicaba a los maridos la desconfianza y la sospecha hacia las mujeres, por considerarlas moralmente desordenadas y ávidas de deseo[16]. En consecuencia, los autores de los pliegos no veían necesario referirse a las dudas que pudieran asaltar al hombre tras la acusación.
Además, la esposa retratada en estos romances no protestaba, no rehuía el castigo ni mucho menos se enojaba por la desconfianza de su marido, sino que aceptaba resignada y silenciosa el castigo impuesto. De este modo, estrechamente unida a la virtud de la castidad y fidelidad que demostraba la mujer al no ceder a las seducciones, estaba la del sometimiento y la obediencia ciega que acataba sin rechistar la voluntad del marido, aunque fuese equivocada. Los ejemplos son abundantes, pero queremos destacar por su significación el romance de Don Carlos y doña Laura (BSM A-13/257 [40-41]), que llevaba al extremo esta actitud de conformismo y renuncia. Una mujer enamorada de don Carlos pagaba a una comadre para que matase a su hijo cuando naciera y le dijera que su esposa Laura le había sido infiel. Carlos castigaba a Laura enterrándola en un hoyo hasta la cintura y se marchaba, ordenando que no le diesen de comer ni de beber. Ella no emitía una queja, y sobrevivía gracias a las viandas que le pasaba una fiel criada. Cuando Carlos volvía a la ciudad, se casaba con la dama que había urdido el engaño, trasladándose ambos al palacio donde estaba Laura enterrada. El patetismo de la crueldad del esposo llegaba aquí al clímax, pues junto a su nueva esposa “sus mayores deleites / y su mayor desvergüenza / era ir adonde estaba / la ya su esposa primera / y ambos a dos la escupían / la ultrajan, y la desprecian”. Laura soportaba con sacrificio estas injurias, hasta que la malvada mujer moría y confesaba la verdad, de modo que Carlos mandaba emparedar a la partera y hacía desenterrar a Laura, pidiéndole su perdón, que “ella atenta / genéricamente ha dado / con voluntad muy perfecta”.
“Con voluntad muy perfecta”. Más que a una esposa ejemplar, las representaciones femeninas de este tipo de romances parecen referirse a santas mártires que sufren estoicas la injusticia y el tormento por defender su fe. Efectivamente, los pocos pliegos hagiográficos existentes en los fondos consultados muestran unas imágenes de mujeres que, en forma y contenido, se aproximan mucho a las de estas esposas ejemplares. El discurso de santa Genoveva, calumniada por un mayordomo, cuando la están conduciendo al monte para darle muerte por orden de su marido, podría ponerse en boca de cualquiera de las sufridas protagonistas a las que nos hemos referido (Biblioteca Nicolau Primitiu XVIII/1104 [92-93]):
Aquí enmudece la lengua, adiós, montes, adiós, selvas,
aquí faltan los sentidos adiós, Patria amada mía
y el corazón titubea, adiós, amigos, que es fuerza
al oír el dulce llanto, obedecer a mi esposo;
los suspiros y las quexas llorad tristes mis exequias,
con que amante se despide y sedme fieles testigos
de su casa Genoveva: que mantuve la firmeza
“adiós, vasallos, decía que a tal esposo debía”.
También el romance de santa Rita de Cassia se refiere a la sumisión al marido como virtud de la santa, por mezquino y ruin que sea el comportamiento de éste (BNP XVIII/1104 [94]). Aunque santa Rita deseaba desde pequeña que sus padres la metieran en un monasterio, éstos concertaban su matrimonio para que diera sucesión a la familia y elegían como esposo a un hombre que resultaba ser “una fiera”:
Todo cupo en su
marido,
en blasfemias y en
soberbias,
en jugador y en
vicioso,
castigando a una
inocencia.
Mas Rita con rostro
alegre,
con cariños y
ternezas,
dando a entender su
humildad,
no se queja, ni
lamenta.
Finalmente, a los dieciocho años “de maltratar tal Cordera”, el cariño y la dulzura de santa Rita conseguía vencer el furor de su marido, que acababa venerándola “por santa, humilde y honesta”.
Esta afinidad entre las representaciones de santas y las de esposas ejemplares se basaba, pues, en la idea de la renuncia a sí misma, del sacrificio y de la firme obediencia a su dueño, fuera Dios o su marido. Por el contrario, no encontramos en los relatos una mínima exigencia moral dirigida hacia los hombres, o siquiera un reproche por el maltrato al que sometían a sus esposas. Los maridos eran los grandes indultados de estos romances, un símbolo de Dios, del cual se debían aceptar los bienes y los males como pruebas de humildad: como en la historia de santa Rosalía de Palermo, a la que Dios elegía como esposa sometiéndola a un sinfín de penalidades y sufrimientos para acrisolar su amor por Él (BNP XVIII/1104 [95]). La impunidad otorgada a los maridos en estos pliegos era reflejo, por supuesto, de las desigualdades que regían las relaciones entre los sexos en todos los ámbitos de la práctica social, pero en su afán por reforzar estas estructuras y servir como ejemplo a las mujeres, los autores llevaban los personajes y las situaciones al esperpento más pueril. Dudamos si estos relatos provocarían deseos sinceros de emulación, burlas y chanzas por lo insólito de sus argumentos, o desprecio y oposición frente a tan exageradas injusticias.
Fueran unas u otras las reacciones del público, lo cierto es que los romances de este tipo gozaron de un cierto éxito en el siglo XVIII. Uno de los más reimpresos y que gozó de mayor preferencia a juzgar por el número de ediciones fue el romance de Griselda y Gualtero, impreso entre otros por Agustín Laborda (BSM A-13/215 [87]).[17] El origen de esta historia es la novela décima de la última jornada del Decamerón, de Giovanni Boccaccio (1313-1375). En ella Boccaccio narró las terribles pruebas a las que Gualteri, marqués de Saluzzo, sometía a su esposa Griselda, una humilde pastora, para verificar su fidelidad y constancia. Además de alabar la paciencia de Griselda, “espíritu divino”, Boccaccio hacía escarnio de la actitud de Gualteri, “más digno de guardar puercos”, cuya “solemne barbaridad” no aconsejaba “a nadie que la imite porque una gran lástima fue que a aquél le saliese bien”.[18] Es interesante observar el camino andado por este texto hasta acabar impreso en Valencia como pliego de cordel. Las múltiples versiones de la novela que se extendieron por Europa en los siglos posteriores (España, Francia, Portugal, Inglaterra, Irlanda, Alemania, Polonia, etc.) no se basaron en la obra de Boccaccio, sino en la traducción que hizo al latín Petrarca en 1373, unos veinte años después de la edición del Decamerón, otorgándole un nuevo significado más trascendente: la paciencia de Griselda debía servir como ejemplo de la fidelidad y constancia que el cristiano debía tener con Dios, que le sometía a pruebas para que tomara conciencia de su propia debilidad.[19]
Sin embargo, nada queda en el pliego del siglo XVIII de la ácida crítica que Boccaccio hizo del comportamiento de Gualteri ni del sentido cristiano que le imprimió a la historia Petrarca. La novela se ha reducido a un relato gazmoño e ingenuo que no osa juzgar el comportamiento execrable del marido y trata por el contrario de inculcar el ejemplo de Griselda a las mujeres, como expresa la conclusión del romance:
Ea, señoras
mujeres,
a querer ser homicidas,
pues
os presento a la vista
que fue la mujer primera
a este espejo de
Griselda
formada de una costilla,
tomad de él ejemplar
vida. para
darnos a entender
No es decir de que
los hombres, la inmensa
Sabiduría
a fuerza de la codicia que la mujer
no es cabeza
de ser dueños, se
adelanten sino
amable compañía.
Se exhortaba pues a lograr la armonía en el matrimonio
(“debe ser muy excesiva / la paz y unión entre ambos”), para lo cual la
responsabilidad única recaía en la mujer, en que cumpliera con su
comportamiento obediente y sujeto al marido. El romance plasmaba, como los
anteriores, un retrato grotesco de la relación desigual entre los sexos: la
crueldad de Gualtero era tan extraordinaria como la sumisión de Griselda, ese
“monstruo de virtud”, tal como la definió Lope de Vega. Como afirma Bernard Bray, “condition masculine et
condition féminine se reflètent dans ses miroirs grossissants”.[20]
Los romances no eran el único medio por el cual se predicaban a las mujeres las virtudes de la buena esposa, a través del ejemplo de sus protagonistas. Junto a las historias de Griselda o doña Laura, los ciegos y los retaceros vendían también pliegos en los que se daban instrucciones o recetas directas a las mujeres, normas de comportamiento para ejercer dentro del matrimonio. Queremos destacar dos textos significativos, por un lado la Receta utilísima para curar los males de las mujeres mal casadas o que tienen malos maridos, impreso por Laborda (BSM A-13/215 [107]), y por otro el Romanç nou, molt graciós i entretengut, on se refereixen, al peu de la lletra, totes les cosetes que han de previndre les senyoretes per a parir, escrito en forma de col·loqui por Carles Ros y fechado en 1736, sin pie de imprenta, del cual hemos encontrado varias reimpresiones (BNP 849.91/3086).
La Receta utilísima se dirigía a la mujer que se sentía “del marido aborrecida, mal querida y peor tratada”, dándole consejos para que le amara “con tierno cariño y santa / amistad, tan verdadera / que no le agravies en nada”. La minuciosidad de las instrucciones abarcaba todos los aspectos de la vida diaria: la buena esposa debía mitigar los disgustos de su marido con su gracia, no replicarle ni mostrarse altiva, no separar “mesa y cama / porque con sólo esta chispa / podrá encenderse la llama”, tener paciencia cuando él se enojara, esperarle levantada si era jugador o tenía una amante y regresaba tarde a casa para que sintiera lástima por ella, no quejarse nunca del maltrato (en todo caso, decírselo al confesor o a sus suegros, nunca a sus padres), hablar bien de él en su ausencia, no salir de casa si él así lo quería, no tratar con ningún hombre, no preguntarle sobre lo que hacía (“porque no es de tu inspección / averiguar lo que haga”), etc. Todo ello para que sus virtudes fueran reconocidas por su marido, cuyas maneras bruscas y rudas acabarían amansándose, tal y como afirmaba la conclusión del texto:
…recurre
a poner por obra
cuanto
la Receta manda
y
verás cómo tu esposo
te
reconoce y te ama
que
aunque bárbaro le juzgues
él se
humillará a tus plantas.
Parece que fuese Griselda la que dictaba estos “útiles” consejos, en los que la mención al deber o a la responsabilidad del hombre en el matrimonio era inexistente, tal y como hemos visto que ocurría en los romances anteriores.
En el caso del texto de Carles Ros, su objeto inicial era dar instrucciones a las embarazadas para que preparasen todo lo necesario antes del parto (compra de útiles necesarios, limosnas en el Convento de la Merced para que “toquen a partera”, elección de padrinos adinerados, etc.), pero al final el autor incluía una serie de consejos a las mujeres encargándoles “molt seriosament” la paciencia necesaria para aguantar “la gran creu pesada del matrimoni” y lo sujetas que debían estar al marido: si era malo la buena esposa tenía que decirle que era hombre de bien, si era “dropo” que era honrado, debía obedecerle cuando le ordenase que no saliera, alegrarle cuando estuviera triste, no replicarle si gritaba, etc. Tras la retahíla, tres versos dirigidos a los hombres, recordándoles que estaban obligados a mantener a sus esposas con gran decencia, porque se lo merecían. De nuevo hallamos la enorme desproporción entre los deberes de hombres y mujeres, aunque al menos Carles Ros hacía referencia a ellos.
Estos relatos que de un modo u otro apelaban a las obligaciones de las mujeres en el matrimonio como única garantía de su buen funcionamiento, pueden ser comparados con otros dos tipos de discursos que trataban de inculcar un determinado modelo de convivencia conyugal: por un lado la literatura religiosa sobre el matrimonio, cuya influencia sobre la literatura de cordel es muy apreciable, y por otro lado el discurso ilustrado que a lo largo del siglo XVIII fue construyendo un nuevo espacio doméstico para la llamada familia sentimental.
Las imágenes del matrimonio que ofreció la literatura religiosa entre los siglos XVI y XVIII parecen ser la inspiración por excelencia de esas perfectas esposas que describían los pliegos.[21] Dado que la mujer era considerada por este discurso un ser “quebrantado” y “flaco”, lleno de vicios, los tratadistas cristianos le imponían en el matrimonio una sumisión total al marido, considerado su superior natural. Se partía de la idea desarrollada por los escritores patrísticos y medievales, que enarbolaban el ejemplo de la Virgen María frente al de Eva para demostrar la capacidad de las mujeres para “dominar” su feminidad, considerada en sí misma corrompida y amenazadora.[22] Como afirman Morant y Bolufer, “los textos morales, instrucciones para casadas, sermones y vidas de santas les hablaban en el lenguaje del deber, las exhortaban a forzarse a sí mismas para violentar una naturaleza que consideraban intrínsecamente perversa, y llamaban a sus padres y maridos a vigilarlas y obligarlas a recorrer el camino de la salvación”.[23]
Por otra parte, al igual que en los pliegos, en la literatura religiosa la mujer en familia aparecía ante todo como esposa, y sólo de forma secundaria se aludía a su papel como madre, sometida siempre al estricto control de su marido y padre de sus hijos. Esto era así porque se desconfiaba de la actitud de las mujeres hacia sus hijos, pues, como seres tendentes a todos los excesos, se dejaban arrastrar con frecuencia por un amor inmoderado hacia sus hijos, que debía refrenar la severidad del marido. En los pliegos, auténticos trasuntos de esta literatura religiosa, el papel de las mujeres como madres se citaba también en escasas ocasiones, consistiendo su ejemplaridad ante todo en la obediencia al marido y en la castidad, tal y como hemos visto.
Por el contrario, los modelos conyugales de los romances contrastaban con el ideal ilustrado de la familia sentimental que fue consolidándose en la segunda mitad del siglo XVIII.[24] Aunque en apariencia pudiera creerse que ambos discursos eran similares, proponiendo de uno u otro modo la domesticidad de la mujer y su obediencia al marido, el nuevo discurso de la sensibilidad tenía poco que ver con las “santas” de los romances. En los pliegos las esposas ejemplares habían sometido su feminidad, habían doblegado sus impulsos y superado su “naturaleza” rebelde mediante el sometimiento al marido. Por el contrario, el discurso ilustrado proponía que la mujer desarrollara su auténtica “naturaleza”, que concebía sensible y doméstica, inclinada al cuidado amoroso del marido y de los hijos. La domesticidad femenina, más que un deber u obligación, debía ser una vocación y un placer, pues respondía a su tendencia “natural” (una “naturaleza” que se construía no obstante a través de una intensa educación moral y sentimental, por medio de la literatura de conducta, el teatro, la novela, la literatura médica y pedagógica, etc).
Por otro lado, si bien se mantenía la superior autoridad del marido, en los textos ilustrados no se caracterizaba a la esposa por la pasividad e inercia que leemos en los romances, sino que se le atribuía un poder en el ámbito familiar, un poder sentimental y moral, diferente al masculino pero igual, se decía, en dignidad e influencia. Así, del mismo modo que los cónyuges compartían poderes, tenían también una serie de demandas respectivas que cumplir, unos deberes que, a diferencia de los pliegos, atañían también al hombre, que tenía que ser moderado y comprensivo en el ejercicio de su autoridad: no se comprenderían, desde esta perspectiva, los desmanes y caprichos a los que daban rienda suelta los maridos de los romances que se cantaban en la época por las calles. La felicidad del matrimonio, de esa “encantadora sociedad”, dependía en el discurso ilustrado del cumplimiento por parte de los cónyuges de sus respectivas obligaciones; obligaciones desiguales, ya que la domesticidad se construía para el hombre como refugio y esparcimiento, mientras que para las mujeres como ámbito que era de su responsabilidad fundamental.
Más cercanos al tradicional discurso religioso sobre el matrimonio que a la familia sentimental construida por los ilustrados, la honda impronta del pensamiento misógino en los romances impregnaba sus personajes femeninos, bien narrando los crímenes de mujeres soberbias y rebeldes, que sembraban el terror y la muerte por donde andaban, o bien alabando las virtudes de la buena esposa, sumisa y dependiente, bajo la absoluta autoridad del marido. Ambos tipos de romances pendían juntos en los puestos callejeros. Empleando una metáfora de Arlette Farge, podríamos decir que se trataba de domesticar a esa “mujer-muerte” (materializadas en las criminales indómitas), de manera que por inexistencia personal y social pasara a ser, en el seno del matrimonio, la “mujer muerta”.[25]
La crítica al matrimonio, o la esposa como
“enemigo diario”
La misma Arlette Farge, en la
introducción a su antología de textos misóginos de la Bibliothèque bleue, exponía una reflexión sobre las causas de la
insistencia de la literatura popular burlesca en el vilipendio a las mujeres.
Basándose en la teoría sobre la risa de Mijail Bajtin, Farge afirmaba que si
bien durante el Renacimiento la risa se “universalizó”, abarcando alta cultura
y cultura popular y constituyendo un elemento esencial para comprender el
mundo, a partir del siglo XVII por el contrario la situación cambió: lo grave,
lo importante, el héroe, ya no podían ser graciosos. El blanco de las burlas,
en consecuencia, se centró en los más desfavorecidos, corrompidos o viciosos, y
su función, además de divertir, fue castigar, corregir. “Dans ce cadre -concluía Farge-, la femme, à l’
évidence, tient une place de choix: corrompue dès l’ origine, infériorisée par
son histoire, vicieuse par essence et terrifiante à l’ usage, elle réunit
presque trop bien tous les attributs qui peuvent déclencher le rire”.[26]
Al igual que en Francia, en España los pliegos de cordel ofrecieron a lo largo del siglo XVIII una gran cantidad de textos burlescos en los que la crítica a las mujeres gozó de un puesto principal, como manifestación grotesca de la misoginia que impregnaba los romances. Su número, en relación con el resto de pliegos burlescos o graciosos conservados, es muy predominante, y al parecer la afición del público por ellos estaba muy extendida, tal y como afirmaba el narrador del Col·loqui de col·loquis: “perquè, en parlar mal de dones / el cor de contento em salta”.[27]
Es significativo que la mayor parte de las piezas misóginas hacían a la vez una crítica del matrimonio, expresando las desgracias y los padecimientos que sufría el hombre casado. Resultaba muy frecuente que a través de las reflexiones hechas por el narrador sobre los males del matrimonio se pasara a enumerar la retahíla de vicios y defectos de las mujeres, causantes de las aflicciones de sus maridos. Así, en la Carta de Pedro Chinchón a su amigo Paco Gil, Pedro dudaba si casarse o hacerse soldado y pedía consejo a su amigo Paco (BSM A-13/215 [37]). El recurso de la correspondencia le servía al autor para dividir el texto en dos partes, una de alabanza y otra de vituperio del matrimonio. La primera parte correspondía a la carta escrita por Pedro, que pensaba en los beneficios que le reportaría casarse. Hacía una alabanza del matrimonio, pero sus argumentos tenían un carácter cómico y de inversión de roles: su mujer trabajaría (“si es de buen genio”) y mientras él se quedaría en casa haciendo la comida; ella se divertiría en los bailes ocupándose él de los niños; gastaría el dinero en prendas y alhajas pero él estaría feliz porque su esposa debía ir “maja” a las fiestas, y en fin, “la mujer es quien debe / todo gobernar, / así no habrá riña / ni en qué tropezar”.
La segunda parte del texto correspondía a la respuesta que Paco le escribía a su amigo. Él estaba casado, y por tanto sus argumentos partían de la experiencia, muy al contrario que las ideas ingenuas que sobre el matrimonio tenía Pedro: le aconsejaba, pues, que sentara plaza de soldado porque nada bueno podía esperar de las mujeres, que eran perezosas, juerguistas, mentirosas, manirrotas… Antes de casarse, concluía Paco, más valía dedicarse a ser “porquero o a guardar las cabras”.
Uno de los textos misóginos más reimpresos en el siglo XVIII fue El mozo soltero. Relación en que se manifiestan los motivos que se deben considerar para no casarse (BNP 849.91/3086), en el que el narrador manifestaba las congojas que el matrimonio ocasionaba a los hombres (“pesares, quebrantos, / desesperaciones, iras, / sustos, dispendios y gastos”), detallándolas desde el momento mismo de la boda. Su crítica se basaba en dos aspectos básicos: los gastos que acarreaba el matrimonio y el carácter egoísta y mandón de la esposa, que obligaba al marido a ir de aquí para allá para cumplir sus caprichos.
El asunto de los gastos y derroches vinculado a las mujeres es omnipresente en estos pliegos satíricos. Son continuos los reproches que se lanzan a las mujeres gastadoras, inconscientes de la ruina que provocan en la economía familiar, sólo preocupadas en satisfacer sus antojos. Este hincapié en la ansiedad femenina por la novedad en el vestir entroncaba con la tradición misógina medieval, que veía en ella una artimaña más de las empleadas por las mujeres para seducir y hacer caer a los hombres en la lujuria (como los adornos y cosméticos). Así, por ejemplo, se expresaba Boccaccio en su libro De casibus virorum illustrium:
pues tornamos a hablar de
las vestiduras ya todas en púrpura: como reinas se visten guarnidas con
aljófares y piedras preciosas. Las unas a la guisa de Italia hacen sus
vestiduras, las otras según Chipre, otras según Egipto o Grecia. Y dejada la
costumbre de su tierra, otras nuevas guisas buscan y tantas que el papel y la
péñola antes fallecerá que poderlas contar. Y finalmente por la tal agudeza y
artes de las mujeres muchos homes hasta las tinieblas entropiezan.[28]
Sin embargo, en los pliegos del siglo XVIII no se subrayaban tanto las artes seductoras que las mujeres desarrollaban a través de la indumentaria, como el desfalco que sus caprichos suponían para la economía familiar, llevando a la ruina a sus maridos e hijos. El malgasto comenzaba ya en el noviazgo, como afirmaba el Col·loqui nou dels festechants, compuesto por un “Pepo del Horta”, que contaba los agobios que sufrían los pretendientes de las desdeñosas señoritas por satisfacer sus antojos (BNP 849.91/3085): una rosa todos los domingos y fiestas, moscatel de Morvedre, manzanas de san Juan, dátiles de Berbería, “un bon mocador per al dia de Sen Dionís”, pañuelos de seda para Todos los Santos, un costoso lazo para su santo y cumpleaños, etc. Si no cumplían con sus obligaciones de novios, las damas les dirigían desdenes y desaires, “com si foren uns esclaus / els senyors de les senyores”. Y el resultado de todo ello no podía ser otro que la ruina:
…després que a la senyoreta
de regalar s’ han cansat
se troben plens de miseries
sense tindre que menjar.
Si el noviazgo desembocaba finalmente en boda, los gastos se multiplicaban y afligían a quienes “estan curts de habers”, como narraba la segunda parte de este col·loqui, que se refería a las penas del matrimonio. Al igual que en otros textos similares, como en el anterior del Mozo soltero, la minuciosidad con que se detallaban los gastos era extrema y abarcaba la casi totalidad de los versos: gastos antes de la boda (arras, brazaletes, collares, “guardapeus de domàs”, “basquinyes de mostra”, “mantellina de mil flors”), durante la boda (testigos, despachos, cura y acólitos, carro y cochero, banquete, regalos y vestidos para la novia, etc.) y también después, para amueblar y decorar la casa. Para colmo de males, invariablemente la dote que el novio esperaba ansioso recibir consistía finalmente “en trenta o quaranta draps”.
Sin embargo, era a lo largo de los años de convivencia conyugal cuando se ponía realmente de manifiesto la naturaleza manirrota de la mujer y cuando los dispendios llegaban a ser insostenibles. Es en este punto donde los autores de los pliegos cargaban las tintas contra la que consideraban causa principal de la “banacarrota” familiar: “les modes de Satanàs”, como afirmaba el col·loqui de Pepo Canelles (BNP 849.91/3088). Son muy numerosos los textos referidos a los devaneos de las mujeres que se dejaban arrastrar por la caprichosa moda, que exigía continuos cambios en el vestir: en la Junta secreta que fan sis personats de distinguit caracter en la ciutat de Valencia (BNP 849.91/3086), Temporal se quejaba a sus compañeros de lo costoso que le había sido mantener a una “ninfa” por todos los vestidos y alhajas que le tenía que comprar día tras día, con lo que había acabado condenado en los Arsenales de la Real Cartagena por fraude. En el col·loqui de Cento i Tito (BNP 849.91/F-205), cuando en un momento dado uno le prestaba dinero al otro le advertía: “…no els gastes en gallardets, i retalls, guardapeus en zona torrida, carambes, i bufandas per a ta muller”. Las figuras del marido prudente y la mujer alocada y manirrota se plasmaban en otro col·loqui, Abaristo i sa muller Pepa Antonia (BNP 849.91/3086), en el que ambos discutían porque ella quería comprarse un costoso camisón “i tots los demés arreos de currutaca”, y vivir como los ricos, dedicándose a pasear sin trabajar. Abaristo, la voz de la cordura, criticaba los excesos de la moda y corregía a su mujer por su afán por comprar ropas caras, demasiado costosas para ellos. Ella le intentaba hacer creer que no despilfarraba sus “caudales” sino que se encontraba el dinero por las calles, pero el razonable Abaristo destapaba el engaño. Finalmente, Pepa Antonia era convencida por los argumentos de su marido, que lanzaba unas últimas advertencias contra los males del “currutaquisme”.
La afición a las modas y el gasto excesivo no eran las únicas causas enarboladas por composiciones del estilo de El mozo soltero para renegar del matrimonio y preferir mantenerse en la soltería. Se reprochaba también a las mujeres su holgazanería y su nula disposición para el trabajo, lo cual, para estos textos en los que una de las ventajas del matrimonio era que evitaba al marido tener que pagar a alguien para que limpiara su casa o cocinara para él (BNP 849.91/3085), suponía una falta gravísima. De este modo, en Los trágicos azares que ocasionan las mugeres a sus pobres maridos (BSM A-13/215 [115]), se narraba la jornada de trabajo de unas mujeres holgazanas, que salían a las ocho a comprar pero pasaban la mañana parloteando y bebiendo aguardiente en la taberna, con lo que se les hacía tarde, compraban lo peor y más caro, metían todos los ingredientes en un puchero sin fregar y sacaban a la mesa la sopa amarga y los garbanzos quemados. Lo mismo se reprochaba a las mujeres en el col·loqui Cançó nova de un home que se ha casat per lo dot i la boniquesa (BNP 849.91/3088), que contaba los padecimientos del marido y el comportamiento liviano de la mujer, que no quería trabajar y se pasaba el día durmiendo, comiendo, bebiendo y yendo de sarao en sarao. El texto advertía al final a los fadrins: “Caseuvos fadrins amb una pagesa, no us engany dot ni boniquesa, feu que sia bona per treballar que la boniquesa no vos dará pa”.
El gusto por las salidas, las visitas y las fiestas era también objeto de escarnio en los pliegos, que denunciaban que las mujeres abandonaran sus obligaciones domésticas y el cuidado del marido y de los hijos para entregarse a la diversión. Un temor que manifestaba El mozo soltero: “¿y si ella sale traviesa, / y de genio alborotado, / amiga de pelendengues, / y visitar los estrados, / inclinada a los cortejos, / y cada día mudando / las modas de mayor gusto, / que es común en estos años?”. La afición por la indumentaria suntuosa estaba estrechamente ligada, según los romances, a las salidas y al deseo de aparentar que iba con ellas asociado, defectos que confluían en la figura de la petimetra, siempre rodeada de hombres pusilánimes y afeminados. Esto provocaba las quejas del marido de la Cançó nova (BSM A-13/256 [133]), cuya mujer acudía a las fiestas y saltaba y bailaba (“qui sap lo que fa”, añadía desconfiado), regresando a casa “amb los fadrinets ben acompanyada”. Las referencias a esas compañías masculinas de las mujeres casadas tenían su referente, en los altos niveles de la sociedad, en la moda del “cortejo”, por la cual las esposas distinguidas tenían un acompañante (el “cortejo”) con el que comparecían en el paseo, en la tertulia, en la iglesia o incluso en la alcoba, y cuyas relaciones levantaron continuamente la sospecha de comportar contactos más íntimos. Estos “cortejos” eran representados como hombres afeminados y endebles, llamados también “petimetres”, y que se dedicaban a “correr cortes” por Europa, trayendo del extranjero palabras, gustos y objetos nuevos que compartían con las ilustres damas a las que hacían compañía.[29] Tal vez el ejemplo (el “mal ejemplo”) de las clases altas caló en el imaginario de las esferas sociales inferiores, de modo que al criticar los vicios femeninos se aplicó a las mujeres de humilde extracción que aparecían en los pliegos la perversión de las costumbres que se atribuía a las ricas aristócratas: “quieren que su casa / frecuente un chulito / que sea buen mozo, / o un oficialito”.
La llegada de los hijos según las sátiras no hacía más que agravar la situación, no sólo porque los gastos se multiplicaban sino sobre todo porque las mujeres encontraban en el embarazo la excusa perfecta para pasarse el día en la cama. Encontramos así en los romances el tópico de los insufribles antojos de las embarazadas que llevan locos a sus maridos, como afirmaba el col·loqui de Les preñades (BNP MSS/249), que narraba la enorme paciencia que los maridos demostraban para aguantar a sus esposas embarazadas, y aprovechaba para enumerar las desgracias de los casados. En el Col·loqui nou dels festechants (BSM A-13/259 [34]) se acusaba a la mujer embarazada de cuentista y holgazana, situación que se prolongaba una vez nacía el hijo, que no paraba de llorar por las noches mientras su madre dormía a pierna suelta. Los pliegos ni siquiera se hacían eco de los sufrimientos de la parturienta, subrayando por el contrario los padecimientos del marido el día del parto, tal y como contaban las Coplas divertidas de Juan Lanas, del hombre que volvió del campo y encontró a su mujer muy cercana al parto (BSM A-13/258 [160]), en los que la esposa mandaba a su marido Juan un montón de recados, y la comadrona otros tantos, de manera que por más que lo intentara no podía cenar después del día de trabajo. Finalmente, para colmo de males, nacía una niña: “salió a la luz una muchacha, /después de todo este afán / mala noche y parir hija, / como dice aquel refrán”. Sin embargo, Juan debía permanecer en vela todavía para pasear a su hija y cuidar a su mujer, hasta que se hacía de día y tenía que prepararse el almuerzo para ir a trabajar. Más sorprendente que la ausencia de una sola alusión a los dolores de la mujer es la conclusión de las coplas: “a todos los que han oído / las coplas, dice Juan Lanas, / no se fíen de mujeres / pues conocen sus mañas”. Se daba por sentado que el desasosiego sufrido por el marido había sido premeditado por su esposa parturienta, para cargar sus propias obligaciones sobre el “pobre” y agotado Juan.
Las críticas constantes al matrimonio que encontramos en los pliegos se basaban por tanto en distintos argumentos, que sin embargo tenían en común la responsabilidad que se atribuía a las mujeres en los males de los casados: su entusiasmo por el gasto y las modas, su dejación en las labores domésticas, su afición por las salidas y las fiestas, o su negligencia como madres, todas eran razones que apuntaban a las mujeres.
De hecho, los lamentos y el rechazo al matrimonio se ponía en los romances y col·loquis invariablemente en boca de los hombres, mientras que las mujeres se quejaban por razones opuestas, como vemos en el Memorial que presentaron las mocitas españolas a la junta general y regencia común quejándose de la falta de consortes (BSM A-13/256 [205]). Efectivamente, los pliegos atribuían a las mujeres el deseo de contraer matrimonio, representándolas así en oposición a los hombres: éstos rehuían el estado de casado y ellas se afanaban por “cazar” un buen partido. Este recurso era empleado para reforzar el discurso misógino pero también misogámico, pues los romances denunciaban las tretas empleadas por las mujeres para atraer a los hombres: se vestían a la moda, estudiaban música y danza, acariciaban y regalaban a los hombres de manera deshonesta, mientras ellos “hacen mofa con grande desprecio”. La misma crítica hacía la Graciosa sátira de las faltas de las señoras mujeres que quieren casarse (BSM A-13/256 [133]), en la que las presumidas damas se peinaban y vestían con gracia para resultar seductoras, “si son pelonas se tapan la calva”, “si tira a mulata con cuatro polvos se cubren la falta”, etc. La avidez femenina por los hombres no tenía límites, afirmaban las sátiras, y las conducía a comportamientos ridículos y grotescos, como sugería el lamento que hacían las mujeres del Memorial: “como todas deseamos / tener si quiera un cortejo, / ninguna despide al niño / ni menos desprecia al viejo”. El sarcasmo se reflejaba también en el col·loqui de La vella que volia casar-se, que pretendía demostrar que el desenfrenado deseo femenino no conocía tampoco edad (BNP MSS/419).
La imagen satírica de la mujer que
aparecía en los pliegos, por tanto, tenía esas dos caras: por un lado, como
esposa era la instigadora de todos los males del matrimonio, y por otro, como
soltera no tenía otra pretensión que hacer caer a los hombres en él. Estos
aparecían en los romances o como sujetos experimentados que no se dejaban
atrapar por las tretas femeninas o como víctimas de sus esposas cuya única
falta había sido la inconsciencia al aceptar casarse. Unos y otros descargaban
burlas y vituperios contra las mujeres, ese “enemigo diario”, tal y como las
definía el Mozo soltero.
La crítica al matrimonio como equivalente a la crítica misógina nos habla de un lugar común arraigado en el imaginario de la época, un lugar común de largo recorrido a través de los siglos, que manifestaba la inferioridad de las mujeres y las enormes dificultades que presentaba la convivencia junto a ellas para los hombres. Reflejaba, en el fondo, la extrañeza, mezcla de deseo y temor, que el cuerpo y los comportamientos femeninos infundían en los hombres, y que se resolvía finalmente en la risa y la burla satírica como recursos deformantes de la figura de la mujer, que quedaba así arrinconada en el espacio del sarcasmo. Pero podemos preguntarnos: dado que el matrimonio era una institución básica en la estabilidad del orden social, ¿por qué esta insistencia en las desgracias que aguardaban al incauto que decidía casarse?, ¿por qué esa representación grotesca de la esposa?
Pensamos que la crítica acerba que los pliegos hacían de la mujer casada cumplía, por una parte, la función de asentar sólidamente el desequilibrio entre lo sexos, deformando hasta el esperpento la imagen femenina de manera que la jerarquía familiar, la autoridad marital, salía reforzada de estos relatos como garantía de estabilidad, de orden y de seguridad. Se contraponían las figuras del marido (bien como representación de la prudencia o de la aflicción por las demasías femeninas, o bien simplemente ausente de los romances) y de la esposa (protagonista de las críticas, sobre la que recaían todos los vituperios) para reforzar el orden de las familias, basado en la desigualdad entre los sexos.
Por otra parte, en nuestra opinión las sátiras y las burlas, si bien solían generalizar sus críticas a todo el sexo femenino en general, en línea con la tradicional misoginia, dibujaban con sus casos y ejemplos un determinado tipo de mujer a la que sometían a escarnio: gastadora y provocativa, amiga de fiestas y cortejos, poco atenta a los cuidados del hogar y de su familia, egoísta, caprichosa, perezosa… en fin, todos aquellos rasgos opuestos al modelo de mujer sumisa y volcada en atenciones hacia su marido y sus hijos, tal y como hemos visto en el apartado anterior. Pensamos que las imágenes grotescas de las sátiras no eran sólo una continuación del discurso misógino secular ni reflejaban sin más un odio irracional hacia las mujeres, sino que cumplían la función de proteger un determinado modelo de relación entre los sexos, basado en la sumisión del uno hacia el otro, y un determinado modelo de relación conyugal, para lo cual deformaban y escarnecían los comportamientos femeninos que se salieran de la norma establecida.
Por esta razón, no coincidimos con los estudios que han identificado los argumentos de estos romances con una profunda crisis de la institución familiar y del número de matrimonios a lo largo del siglo XVIII, crisis que sin embargo la evidencia demográfica no demuestra. Efectivamente, los textos satíricos y reformistas de la época no dejaron de denunciar la corrupción en el trato entre los sexos, la moral en quiebra y la disolución de los lazos familiares, en las que las figuras de la petimetra, coqueta y dominante, y su sometido y afeminado “cortejo” jugaban un papel protagonista. El discurso reformista se refería al descenso del número de matrimonios y al declive demográfico que éste implicaba, así como a la degradación moral de las familias, acusando de su responsabilidad a las mujeres por sus gastos excesivos, su frivolidad y su aversión a la vida doméstica. En esta “construcción de la crisis” de los matrimonios jugó un papel fundamental la prensa con la ficción literaria de las cartas de lectores, que se lamentaban del desorden de la vida conyugal.[30]
También en los pliegos encontramos contínuas alusiones a la crisis familiar, como exponía la conclusión de la ya aludida Graciosa sátira de las faltas de las señoras mujeres que quieren casarse, en la que tras criticar los afanes de las damas por atraer a los hombres se enumeraban todos sus defectos y vicios, concluyendo con un panorama apocalíptico sobre la situación de los matrimonios:
El
mundo ha mudado,
voluntad constante:
no es
lo de antes, la fe es violada,
siendo
el matrimonio
todos son desastres:
sacramento
grande:
discordias, divorcios,
está
relajado,
deshonestidades,
¡caso
abominable! adulterios, pleitos
No hay
en los casados y
muchos pesares.
En nuestra opinión, más que a una degradación real de las familias, estas sátiras críticas respondían a la defensa de unos comportamientos familiares acordes con las buenas costumbres, que precisaban ante todo la sumisión de la esposa y su entrega al trabajo doméstico y garantizaban por tanto las jerarquías en las relaciones entre los sexos, y por ende, el orden social.
Conclusiones
Los pliegos de cordel que hemos trabajado, en los que se plasmaron imágenes diversas sobre el matrimonio, cargaban sobre la mujer la responsabilidad exclusiva de la bonanza conyugal: sus protagonistas constituían espejos deformantes de la condición femenina, figuras extremas y grotescas, muy cercanas al esperpento. Estas imágenes desmesuradas se basaban en dos rasgos polarizados: por un lado la transgresión y por otro la sumisión a las normas establecidas.
La transgresión de las buenas costumbres se materializaba en la ridiculización de los comportamientos de las mujeres que no cumplían el papel que les estaba asignado y se dejaban arrastrar por sus deseos y caprichos. De esta forma, mediante el escarnio y la burla, se pretendían reforzar los valores establecidos y el orden familiar. Los contenidos de estos romances eran cercanos a la experiencia cotidiana del público, presentando personajes sencillos en contextos ordinarios: el mercado, la ciudad, el hogar… Así, los “lectores” (y las “lectoras”) podían participar de la burla hacia las figuras femeninas denostadas en las composiciones por la proximidad de éstas a su vida diaria y la abundancia de los “lugares comunes” o tópicos de la misoginia burlesca. Por un lado, la burla hacia las mujeres remarcaba el desequilibrio y la diferencia entre los sexos, subrayando su carácter inconstante, falaz, caprichoso y presumido, mostrándolas como seres extraños y sospechosos a los ojos de los hombres. Por otro lado, las sátiras reforzaban el “buen camino” en el que debían permanecer las mujeres que no quisieran verse reflejadas en esos personajes jocosos y ridículos que provocaban sonoras carcajadas entre el público de los romances.
Además, los romances ofrecían a las mujeres modelos de comportamiento ejemplar para que en lugar de la burla llegara a sus oídos la alabanza y el reconocimiento de sus maridos y de la sociedad en general. La devota sumisión al marido era la principal virtud que caracterizaba ese comportamiento ejemplar; una sumisión que se expresaba de manera desmesurada y patética en las narraciones, donde la actitud femenina se definía por su paciencia para soportar las desgracias y las injusticias que le sobrevenían, muchas veces de parte del propio esposo. La total pasividad de las esposas ejemplares omitía la posibilidad del conflicto entre los cónyuges, dada la condición desigual y dependiente que se establecía de la mujer hacia el hombre, y que se aproximaba al vínculo que unía al devoto creyente con Dios, del que se debían aceptar los bienes y los males tal y como llegaran.
La exageración en la descripción de las actitudes de estas esposas que parecían caminar hacia la santidad, se acentuaba todavía más por el contraste entre sus comportamientos y los de sus maridos. La crueldad que éstos demostraban hacia sus esposas en muchos de estos romances era proporcional a la humillada resignación con que ellas la soportaban, y no respondía a ninguna explicación o causa lógica. No hemos encontrado en los pliegos críticas o censuras frente al desalmado comportamiento masculino, que gozaba así en las narraciones de total impunidad, libre de obligaciones o deberes que limitaran sus reacciones. La desigualdad que en el terreno de las prácticas sociales marcó las relaciones entre los sexos tuvo en estos romances su reflejo grotesco y extremo, constituyendo, pues, una especie de lente deformante que expresó groseramente las diferencias entre la condición masculina y la condición femenina.
[1] El trabajo para la elaboración definitiva de este artículo se inscribe en el marco del proyecto HA2008-04113 (MICINN).
[2] Citado en Pegerto SAAVEDRA y Hortensio SOBRADO, El siglo de las Luces. Cultura y vida cotidiana, Madrid, Síntesis, 2004, p. 171.
[3] Se entiende por pliego suelto un cuadernillo compuesto por unas cuantas hojas sin encuadernar o rudamente cosido, sin que exista unanimidad en la delimitación de su número de páginas: Antonio RODRÍGUEZ-MOÑINO, Nuevo diccionario bibliográfico de pliegos sueltos poéticos (siglo XVI), edición corregida y aumentada por Arthur L.-F. ASKINS y Víctor INFANTES, Madrid, Castalia, 1997, p. 15; María Cruz GARCÍA DE ENTERRÍA, Sociedad y poesía de cordel en el Barroco, Madrid, Taurus, 1973, pp.59-61; François LOPEZ, “La difusión de la literatura popular en el Antiguo Régimen”, en Agustín ESCOLANO (dir.), Leer y escribir en España. Doscientos años de alfabetización, Madrid, Pirámide, 1992, pp. 263-280 (p. 266); Joaquín MARCO, Literatura popular en España en los siglos XVIII y XIX, Madrid, Taurus, 1977, pp. 31-32; María José RODRÍGUEZ SÁNCHEZ DE LEÓN, “Literatura popular”, en Francisco AGUILAR PIÑAL (ed.), Historia literaria de España en el siglo XVIII, Madrid, Trotta, 1996, pp. 327-367 (p. 358).
[4] Joaquín MARCO, Literatura popular en […], op. cit., p. 49.
[5] Julio CARO BAROJA, Ensayo sobre la literatura de cordel, Madrid, Istmo, 1990, p. 24.
[6] Francisco AGUILAR PIÑAL, Romancero popular del siglo XVIII, Madrid, CSIC, 1972, pp. XIV-XV; María Ángeles GARCÍA COLLADO, “Los pliegos sueltos y otros impresos menores”, en Víctor INFANTES, François LOPEZ y Jean-François BOTREL (dirs.), Historia de la edición y de la lectura en España (1472-1914), Madrid, Pirámide, 2003, pp. 368-375 (p. 370); Julio CARO BAROJA, Ensayo sobre la […], op. cit., p. 25.
[7] Juan MELÉNDEZ VALDÉS, Poesía y prosa, edición a cargo de Joaquín MARCO, Barcelona, Planeta, 1990, pp. 666-668.
[8] Jean-François
BOTREL, Libros, prensa y lectura en la
España del siglo XIX, Madrid, Pirámide, 1993, p. 122.
[9] Juan MELÉNDEZ VALDÉS, Poesía y prosa […], op.cit., p. 668.
[10] François LOPEZ, “La legilación: control y fomento”, en Víctor INFANTES, François LOPEZ y Jean-François BOTREL (dirs.), Historia de la [...], op.cit., pp. 275- 284; Gerard DUFOUR, “El libro y la Inquisición”, en Víctor INFANTES, François LOPEZ y Jean-François BOTREL (dirs.), Historia de la [...], op.cit., pp. 285-290.
[11] María Ángeles GARCÍA COLLADO, “Los pliegos sueltos […]”, op.cit., p. 372.
[12] Julio CARO BAROJA, Ensayo sobre la […], op.cit., p. 21.
[13] Roger
CHARTIER, Culture populaire. Retour sur
un concept historiographique, Valencia, Eutopías, 1994.
[14] Juan GOMIS COLOMA, “Porque todo cabe en ellas. Imágenes femeninas en los pliegos sueltos del siglo ilustrado”, Estudis, 2007, pp. 299-312.
[15] Margarita
ORTEGA, “Las edades de las mujeres”, en Isabel MORANT (dir.), Historia de las mujeres en España y en
América Latina, Madrid, Cátedra, 2005, vol. II, pp. 317-349 (p. 337).
[16] Así, para los moralistas medievales, dos aspectos podían definir el comportamiento sexual de la mujer: semper parata ad coitum y lassata sed non satiata (Robert ARCHER, Misoginia y defensa de las mujeres. Antología de textos medievales, Madrid, Cátedra, 2001, p. 25).
[17] Sobre este romance de Griselda, véase Juan GOMIS COLOMA, “Un espejo para las mujeres: el romance de Griselda (del medievo al siglo XVIII)”, Cuadernos de Estudios del Siglo XVIII, 2006, pp. 89-112.
[18] Giovanni BOCCACCIO, Decamerón, edición a cargo de Pilar Gómez Bedate, Madrid, Siruela, 1990.
[19] Sobre las sucesivas adaptaciones del relato de Boccaccio, véase Raffaele MORABITO (ed.), La storia de Griselda in Europa, Roma, L’ Aquila, 1990.
[20] Bernard
BRAY, “L’ impatience de Grisélidis : comportements féminins dans le roman
français du XVIIIe siècle, en R. Morabito (ed.), La storia de […], op. cit., pp. 59-69 (p. 65).
[21] Isabel MORANT y Mónica BOLUFER, Amor, matrimonio y familia. La construcción histórica de la familia moderna, Madrid, Síntesis, 1998, pp. 48-54.
[22] Robert ARCHER, Misoginia y defensa […], op.cit., 26-30.
[23] Isabel MORANT y Mónica BOLUFER, Amor, matrimonio y […], op.cit, p. 50.
[24] Isabel MORANT y Mónica BOLUFER, Amor,
matrimonio y […], op.cit, pp. 191-240; Mónica BOLUFER, Mujeres e
Ilustración. La construcción de la feminidad en la España del siglo XVIII, Valencia,
Alfons el Magnànim, 1998; Mónica BOLUFER, “Transformaciones culturales. Luces y
sombras”, en Morant, I., (dir.), Historia
de las [...],op.cit., vol. II,
pp. 479-510.
[25] Arlette
FARGE (ed.), Le miroir des femmes,
París, Montalba, 1982, pp. 73-75.
[26] Arlette
FARGE (ed.), Le miroir des […], op.cit., p. 46.
[27] Joaquim MARTÍ, Col·loquis eròtico-burlescos del segle XVIII, Valencia, IVEI, 1996, p. 345.
[28] Robert ARCHER, Misoginia y defensa..., pp. 108-109.
[29] Carmen MARTÍN GAITE, Usos amorosos del XVIII en España, Barcelona, Anagrama, 1988.
[30] Mónica BOLUFER, Mujeres e Ilustración […], op.cit., pp. 266-271.