CENSURA INQUISITORIAL Y LECTURA DE LIBROS CIENTÍFICOS
UNA PROPUESTA DE REPLANTEAMIENTO
JOSÉ PARDO TOMÁS*
En el recuerdo de Francisco
Tomás y Valiente
Resumen
En el presente artículo se
intenta aportar un paradigma interpretativo diferenciado del marco tradicional
en el que se ha movido el debate sobre la influencia de la censura
inquisitorial en el desarrollo del pensamiento científico. Intentando huir de
los tópicos al uso, el autor plantea una crítica severa a los planteamientos
tradicionales e intenta incorporar las últimas aportaciones historiográficas en
los ámbitos de la historia del libro y de la lectura y en el de la historia
social de la ciencia. El marco interpretativo se fundamenta en señalar como
después del inicial enfrentamiento con algunos sectores de las primeras
generaciones de humanistas, la Inquisición fijó su punto de mira en el control
y la represión de capas semi-instruidas (mujeres,
jóvenes, no universitarios o tonsurados,…) de la sociedad, dejando de lado e
incluso buscando –y encontrando– la complicidad de las elites intelectuales.
Hace unos pocos
años, me pidieron que diera una conferencia en Barcelona sobre un tema que el
organizador, un historiador embarcado esos tiempos en una reformulación de la
"leyenda rosa" española, tuvo a bien titular «¿Cuál
fue el impacto del Santo Oficio sobre el pensamiento científico de los
españoles?».
Como es natural, me parece perfectamente
legítimo que me hicieran esa pregunta. Sin embargo, aquel título produjo una
irritación en mí que (me avergüenza un poco decirlo) hizo que enfocara aquella
conferencia en un tono inadecuado y que, en vez de tratar de salir del paso de
una forma u otra, lanzara sobre el auditorio otra serie de preguntas:
¿Por qué estábamos todavía haciéndonos
esa pregunta que tenía, tirando por lo bajo, más de doscientos años de edad?
¿Había alguna respuesta convincente?
¿Estaba bien formulada?
¿Eran los historiadores los más indicados
para contestarla, tal y como estaba formulada?
¿La explosión historiográfica sobre la
Inquisición a partir de mediados de los 70 y todos los 80 no había facilitado
una respuesta?
¿No había ayudado al menos a formular la
pregunta de otra manera?
¿Éramos el organizador de ese ciclo de
conferencias y yo una reencarnación de don Marcelino Menéndez y Pelayo y de
Benito Perojo, respectivamente?
¿Es que no resultaba evidente que la
respuesta a casi todas estas preguntas era: «rotundamente, no»?
Me temo que acabé defraudando
completamente al auditorio, porque por un lado me negué a contestar la pregunta
de marras, pero por el otro no supe plantear una alternativa convincente a la
cuestión que en ella subyace.
Cuando poco después recibí la amable
invitación de los organizadores del simposio «Presente y Futuro de la Historia
de la Inquisición», que se celebró en Cuenca en diciembre de 1999, para que
presentara una ponencia pensé que se me daba una segunda oportunidad. Y esta
vez (no lo digo por halagar a los asistentes) ante un público más adecuado y en
un marco que, para mí (como para muchos de los presentes, que asistieron 20
años atrás al “otro” Congreso de Cuenca) era el más exigente de los
imaginables, pero también el más grato. Como quiera que las ponencias de aquel
simposio no se publicaron, el texto que preparé y
expuse se quedó sin ver la luz. Pasado el tiempo y enterado de la iniciativa de
la revista electrónica Tiempos Modernos, he pensado que era el lugar
idóneo para publicar aquel trabajo.
Antes,
sin embargo, debo abrir un pequeño paréntesis.
Cuando acudí a aquel remoto Congreso de
Cuenca, en septiembre de 1978, tenía 18 años y acababa de terminar primero de
carrera. Lo que allí viví (porque en mi ignorancia supina fue solamente una
"vivencia") orientó de modo definitivo el resto de mis estudios y la
elección de mi primer tema de investigación: las obras científicas en los
índices inquisitoriales del siglo XVI. Las comunicaciones que presentaron a la
sección "La censura inquisitorial" Virgilio Pinto Crespo, José
Martínez Millán, Jesús Martínez de Bujanda, Antonio
Márquez y Lucienne Domergue
fueron lo primero que escuché (y luego leí[1]) sobre ese tema y por eso creo que debo
rendirles una vez más mi agradecimiento, como también a Ricardo García Cárcel,
a quien conocí precisamente allí y que desde entonces me ha mostrado muchas
veces su amistad y generosidad. Pero ésa no es mi única deuda. La mayor (en
éste y en otros muchos sentidos) la tengo contraída con quien, preocupado por
el desánimo producido por mi primer año de clases en la facultad, me propuso
acompañarle al congreso, donde él había sido invitado a presentar la ponencia
sobre "La Inquisición y el Estado"[2]. Francisco Tomás y Valiente no está ya
aquí, porque fue absurda y vilmente asesinado el 14 de febrero de 1996, pero su
memoria sigue viva, en mí como en muchos de los que leen estas páginas. Por eso
he hecho este paréntesis y por eso le he dedicado desde entonces todo lo que
haya podido hacer que merezca algo la pena en este terreno.
Fin del paréntesis.
Así pues, me veo en la necesidad de
tratar de plantear el tema de la censura inquisitorial y el pensamiento
científico intentando huir de los rancios tópicos al uso. Desde mi punto de
vista, esto sólo es posible tras una crítica severa a los planteamientos
tradicionales de este tema y sabiendo incorporar lo que las corrientes
historiográficas recientes han aportado, especialmente en dos áreas
necesariamente involucradas en las nuevas respuestas a estos problemas: la
historia del libro y la lectura y la historia social de la ciencia[3].
Por lo que respecta a esta última, cabe
admitir que los historiadores de la ciencia no hemos conseguido transmitir –más
allá de los estrechos círculos de los especialistas– nuestra insatisfacción
sobre la larga y estéril polémica que, desde la abolición del Santo Oficio y la
obra de Juan Antonio Llorente, ha acompañado siempre las incursiones sobre esa
parte de nuestro pasado.
La mayor parte de esas incursiones habían
oscilado entre dos tonos extremos: el jeremíaco y el
apologético. No voy a caer en una reiteración de los lugares comunes que la
historiografía ha ido revisitando una y otra vez con
poca o ninguna novedad. Eso se puede encontrar en diversos libros[4] y
comprobar la vigencia de los lugares comunes al leer o escuchar una y otra
divagaciones periodísticas o tertulias de lo que en mi tierra se denomina desfaenats.
Trataré, en cambio, de reelaborar algunas
de las conclusiones que creí aportar hace más de una década en mi libro Ciencia y censura[5], a la luz de las aportaciones antes
mencionadas, para luego centrar la atención en seis ideas que me parecen
fundamentales y que intentaré simplemente ilustrar con algunos testimonios
tomados directamente de las fuentes inquisitoriales.
La primera conclusión que hace ya doce
años creía poder establecer era que se podía considerar superada la llamada
"polémica de la ciencia española" y, dentro de ella, el aspecto que
hacía referencia a las valoraciones globales sobre el impacto de la Inquisición
en el cultivo de la ciencia en España. Hoy no soy tan optimista sobre este
aspecto. Ciertamente, lo más rancio de aquel estéril enfrentamiento es hoy implanteable en términos explícitos, al menos en el ámbito
académico más serio; pero buena parte del fondo de la polémica sigue latente en
enfoques historiográficos recientes[6].
La segunda
conclusión era que identificar censura inquisitorial con índices de libros
prohibidos o expurgados era un gran error, que el método adecuado para
aproximarse al problema no podía seguir siendo ir a escarbar en los índices
nombres de grandes figuras de la ciencia y concluir que la presencia o ausencia
de determinados nombres concretos era una prueba para afirmar o negar algo.
La tercera conclusión se dirigía a negar
categóricamente la validez de cualquier explicación monocausal.
Si era cierta la "ausencia española del punto de partida de la llamada
Revolución científica"[7] (por usar la frase acuñada por López Piñero hace ahora veinte años, cuando por cierto el término
Revolución científica tenía una vigencia historiográfica que hoy está en
discusión[8]) la explicación de este hecho no podía
limitarse a la acción represora de la Inquisición.
La cuarta conclusión afirmaba que las
tareas censoras del Santo Oficio se desarrollaron
extraordinariamente desde mediados del siglo XVI hasta el primer tercio del
siglo XVII, cuando sobrevino una crisis de tal magnitud que nunca más la
Inquisición recuperaría la capacidad de trabajo y la eficacia que había
conseguido, especialmente durante el medio siglo que fue desde 1583 a 1632.
La quinta conclusión era que ese medio
siglo de expansión de los mecanismos de control y censura sobre las lecturas
circulantes se construyó fundamentalmente a través del estímulo al
colaboracionismo y que esta llamada dirigida a los elementos y grupos sociales
directamente dependientes del mundo de la cultura escrita y del libro (desde
los libreros a los importadores de libros, pasando por los miembros del clero
culto y, sobre todo, por el estamento universitario castellano) tuvo una
respuesta muy positiva, incluso entusiasta en algunos momentos, que fue mucho
más allá de la delación o de la autocensura. Sin esta colaboración estrecha por
parte del stablishment
intelectual no podía entenderse qué quiso decir eficacia represiva en el
terreno de la actividad científica, fuera intelectual o práctica.
La sexta conclusión planteaba que nos
hallábamos ante una maquinaria arbitraria, de funcionamiento imprevisible que,
a veces, se trababa o desengranaba, dejando grandes huecos en la red de control
y, otras, sin una explicación
convincente para tal cambio, se lanzaba ferozmente y con una contundente
eficacia contra ese temido "maestro mudo" que era el libro (en
palabras del inquisidor general Sandoval[9]), sobre todo el libro extranjero.
La séptima conclusión planteaba que los
criterios de los censores no fueron siempre los mismos, ni formaron un cuerpo
coherente y elaborado. Se trató más bien de una conducta arbitraria en su
desarrollo, aunque dirigida siempre por una única obsesión: evitar el contagio
protestante; al menos hasta la coyuntura tardía de 1789 en que el peligro
extranjero tomó otra etiqueta coyunturalmente mucho más amenazadora que la ya
anquilosada fiebre proselitista protestante. Casi nunca tal obsesión se dirigió
a otros temas, entre ellos los científicos, que, desde el punto de vista
inquisitorial, eran claramente secundarios.
La octava conclusión, en cierto modo, no
fui entonces capaz de plantearla de manera explícita, debido fundamentalmente a
lo limitado de mi aproximación a
problemas como el de la eficacia de la censura, basándome exclusivamente en
fuentes inquisitoriales[10]. Desde mi punto de vista actual, aquella
implícita conclusión ponía el acento en el hecho de que la censura
inquisitorial se dirigió más a los lectores que a los autores y que no todos
los lectores fueron tratados de igual modo.
Hasta aquí las conclusiones de aquel
estudio de hace doce años. A partir de aquí, me gustaría entrar a proponer un
marco interpretativo diferente, simplemente como una guía o propuesta de
itinerario para futuras investigaciones, basándome en esas seis ideas que aludí
al principio.
1. LA DOCTRINA OFICIAL
El Inquisidor General Bernardo Sandoval y
Rojas, en el prólogo al índice de libros prohibidos y expurgados publicado en
1612 bajo su mandato, decía:
"Por ningún medio
se comunica y delata [la herejía] como por el de los libros, que, siendo
maestros mudos, continuamente hablan y enseñan a todas horas (...) Deste tan eficaz y pernicioso medio se ha valido siempre el
común adversario y enemigo de la verdad Católica"[11].
Así pues, la doctrina oficial fijaba como
objetivo de la censura evitar que por medio de los libros se propagase la
herejía, término que durante la mayor parte del período de plena actividad censora fue sinónimo de protestantismo.
Los libros de autores protestantes (a la
larga, por extensión, los libros publicados en las regiones europeas de
confesión no católica) eran, en principio, sospechosos, aunque los de tema no
religioso podían autorizarse, previo examen.
Éste era el criterio determinante para
decidir la adscripción de un autor en prima
classis del índice, hecho que implicaba la total
prohibición de cualquier obra de dicho autor mientras no se revisara. La
primera clase de los índices se convirtió así en una nómina cada vez más
extensa de autores protestantes, entre ellos muchos científicos, cuyas obras
eran prohibidas completamente, de manera preventiva, mientras no se examinaran.
Las consecuencias, a partir de aquí,
fueron muy variadas. Si nos atenemos a cómo se leyeron los contenidos de los
libros científicos que se examinaron, la relación de "las áreas de
conflicto" no resulta demasiado complicada de hacer.
Nos encontramos, en primer lugar, con
tres disciplinas académicas altamente conflictivas, puesto que las tres interseccionaban con cuestiones trascendentales en la
delimitación de la ortodoxia católica: la astrología judiciaria, la cronología
y las filosofías naturales no aristotélicas. En segundo lugar, hallamos dos
casos especiales de corrientes científicas con implicaciones cosmológicas o filosóficonaturales heterodoxas: el paracelsismo
y el copernicanismo. Y, en tercer lugar, parece evidente
una desconfianza de los censores hacia dos géneros de literatura científica
cuyos contenidos se situaban con relativa frecuencia en las fronteras de la
superstición: los libros de remedios medicinales y la literatura de
"secretos naturales"[12].
Para aquéllos interesados puramente en la
historia de las ideas aquí se pone el punto final. Y no es poco lo que queda
por hacer en ese campo, puesto que seguimos careciendo de estudios que aborden
de modo satisfactorio el análisis de las ideas en conflicto. Pero, tanto para
la historia del libro y la lectura como para la historia social de la ciencia,
la exigencia es ir más allá de estos límites, trascender las cuestiones
relacionadas exclusivamente con una historia de las ideas hecha solamente a
través de los contenidos de los libros.
Un ejemplo bastará. El tema estrella de
los acercamientos al conflicto entre ciencia e Inquisición en general ha sido,
desde la historiografía decimonónica hasta hoy, el de la prohibición de la
teoría heliocéntrica por un decreto de la Congregación romana en 1616 y las
consecuencias que ello tuvo, entre otras el sonoro proceso contra Galileo. Un
tema muy interesante para la historia de las ideas, no hay ni que dudarlo[13]. Desde el punto de vista que me interesa
mantener aquí ahora, se trata en cambio de un excelente ejemplo para plantear
qué era importante y qué no lo era tanto para la doctrina oficial de la censura
inquisitorial española.
Como es
sabido, el 23 de agosto de 1634 un decreto de la Congregación romana prohibía
el Dialogo di Galileo Galilei dove nei
congressi di quattro giornate si discorre sopre i due Massimi Sistemi del
Mondo, Tolemaico e Copernicano. Tal
prohibición no fue recogida en el índice del Santo Oficio español de 1640, ni
en los posteriores. ¿Por qué? Pues por algo que nada tenía que ver con Galileo,
ni con la astronomía, ni con la tesis heliocéntrica, sino con los derechos de
regalía del rey de España en Sicilia, defendidos en
la obra Notitiae Siciliensium Ecclessiarum (Palermo, 1630) del jurista Rocco Pirro,
prohibida en ese mismo decreto, junto a otras 23 obras, entre ellas la de
Galileo. Nadie en la Inquisición española se ocupó de esas otras obras;
simplemente, se decidió ignorar el decreto de Roma porque condenaba una obra
que defendía los intereses de la corona española[14].
Sin embargo, no cabe duda de que en el
siglo XVII español (y en la mayor parte del XVIII) casi nadie defendió públicamente la tesis heliocéntrica, ni parece que
la obra de Galileo gozara de amplia difusión en España, aunque la tuvo en mayor
grado de lo que tendemos a pensar. Lo que ocurre es que las intervenciones
inquisitoriales en este tipo de materias a la hora de controlar quién sostenía
o pensaba determinadas ideas en el interior de las fronteras no las podremos
hallar nunca ateniéndonos a las reglas y los criterios de censura de la
doctrina oficial. Para el caso del copernicanismo,
por ejemplo, es mucho más útil averiguar qué pasó exactamente con Diego de
Zúñiga y sus obras[15]; o qué impidió a Juan Cedillo dar a
conocer su traducción de la obra de Copérnico[16]; o cómo "leyeron" el padre
Sarmiento o Feijoo a Newton[17]; o cómo se "negoció" con Jorge
Juan su formulación de la "hipótesis" heliocéntrica[18].
Sin movernos de la doctrina oficial, me
parece más interesante subrayar dos principios rectores de la misma y que hasta
ahora no han sido puestos de relieve, sin duda porque no se hallan formulados
explícitamente en la normativa sobre la censura. Se trata, sin embargo, de dos
aspectos mucho más decisivos, en mi opinión, a la hora de comprender las coordenadas
del territorio en que el pensamiento científico se encontró con la censura
inquisitorial: la legitimación de los teólogos como únicos capacitados para
juzgar y la formulación de lo que podríamos llamar el "criterio de
utilidad".
La preeminencia total de los teólogos
frente a los expertos de las otras facultades (artes, leyes y medicina) se
muestra una y otra vez en la documentación inquisitorial. La consecuencia de
esto para las demás disciplinas académicas, entre ellas buena parte de los conocimientos
científicos, parece evidente que fue la subordinación al criterio de los
teólogos.
Esta cuestión se puso de manifiesto con
claridad en el largo e interesante debate en torno a la prohibición de algunos
supuestos y prácticas de la astrología judiciaria. En respuesta a un memorial
que defendía a los astrónomos y matemáticos universitarios como los más
cualificados para delimitar lo que abarcaba y lo que no abarcaba la prohibición
de la regla novena del índice de 1583 sobre la judiciaria, un calificador afirmaba:
"El juzgar lo que
es lícito a sólo los teólogos y a puros teólogos pertenece, porque de lo que es
lícito no hay reglas en la Astrología, sino en la sola Teología."[19]
Éste fue el criterio general que se
aplicó y se reiteró una y otra vez, siempre que fue cuestionado. Aunque, como
veremos, la llamada al colaboracionismo fue llevada a todo el ámbito académico,
los peritos de las otras facultades eran consultados y estimulados a delatar u
opinar, pero ante cualquier duda o parecer contrastado era el teólogo, el
"puro teólogo", el único legitimado para juzgar.
En cuanto al "criterio de
utilidad", ofreceremos tres ejemplos de cómo se fue definiendo en la práctica
censora. El primero es un testimonio de fray Luis de Guzmán, de Sevilla, en una delación que envió
a la Suprema, fechada el 7 de octubre de 1609. El razonamiento de Guzmán
resulta especialmente esclarecedor de este "criterio de utilidad" no
reflejado en ninguna norma pero presente una y otra vez en la doctrina oficial
interna; el fraile sevillano delataba varios libros e insistía en lo perniciosa
que resultaba su lectura:
"[Aun] cuando no
fueran tan nocivos y en daño de las proposiciones católicas y llenos de
superstición, los fieles, que en tiempos tan corrompidos tienen necesidad de
libros santos, no habían menester leer curiosidades tan vanas y sin
provecho."[20]
No era el único que mantenía esta tesis.
El prestigioso censor Pedro de Valencia, en 1611, fue el encargado de
dictaminar la ortodoxia de las Observationes chronologicae de Leonhart Krentzheim, obra aparecida en 1606; en su opinión, el autor
era sin duda un luterano, porque elogiaba a autores luteranos, así es que:
"Otras cosas
semejantes ocurrirían si se leyese todo el libro. Por lo cual y porque no haría falta este autor en la materia
que trata habiéndola tratado tantos y tan doctos escritores católicos, parece
sería más conveniente prohibirlo que expurgarlo."[21]
El tercer y último ejemplo es de más de
veinte años después y sentencia con mayor rotundidad la definitiva
cristalización del criterio de utilidad. Un estrecho colaborador en la
elaboración de los índices de 1632 y 1640 (quizá el inquisidor Fernández Portocarrero), escribía en 1634:
"Es menos
inconveniente carecer de algunas curiosidades que traen algunos de estos libros
(no es sola la curiosidad utilidad) que ponernos a peligro de que entre el
veneno de la fe con paliación de curiosidad"
Ante el dilema de prohibir
preventivamente obras que, desde el punto de vista de la ortodoxia, no tenían
otro contenido "peligroso" que el nombre de su autor o dejarlas
circular, acabó imponiéndose la idea de que sólo se debían permitir la obra que
tuviera "utilidad notoria, eminente y precisa y [que] redunde en bien de
la fe"[22].
Ésta era, a grandes rasgos, la doctrina
oficial en lo referente a las obras de temas científicos. Resulta evidente que
la realidad impuso serias limitaciones a la hora de ponerla en práctica. En
primer lugar y de manera destacada, por la misma magnitud de la labor que dicha
doctrina obligaba a llevar a cabo. El triunfo de criterios como el de
considerar la "utilidad" de las obras
científicas o filosóficonaturales que debían
examinarse era, en cierto modo, el reconocimiento implícito por parte de los
censores de la incapacidad de acometer la tarea en la que su propia lógica
represora les había embarcado. Intentaremos desarrollar un poco más esta idea.
2. EMBARCADOS EN UNA TAREA IMPOSIBLE: LA REDEFINICIÓN DEL UNIVERSO DE LAS LECTURAS PERMITIDAS
En teoría, se aceptaba el reto de releer
una ingente masa de producción impresa que, además, crecía de forma abrumadora.
En la práctica, se examinaban sólo los libros científicos que llegaban a manos
inquisitoriales, bien por la vía de la delación, bien por la vigilancia de
puertos y fronteras o las visitas a las librerías, bien como resultado de los
"escrúpulos" de algunos lectores, como veremos más adelante. El resto
quedaba inmerso, en su mayoría, en el inmenso pero inoperante cajón de sastre
de las prohibiciones preventivas.
El mecanismo era en sí perverso: la
utilización de la prima classis de los índices como censura preventiva obligaba
a desplegar costosas y complicadas estrategias para obtener información
bibliográfica y a acometer esas tareas de relectura en función del acceso real
a lo que se había prohibido a priori.
Ya en los catálogos quiroguianos,
pero sobre todo a partir del de 1612, el método principal consistía en hacer
acopio de información a base de informadores desde el extranjero, catálogos de
las ferias de Frankfurt o de compañías libreras holandesas, francesas, etc., e
incluir el mayor número posible de autores para, en su caso, proceder después a
establecer qué se podía leer de ellos y cómo. En el índice de 1612, hay ya más
de mil quinientos autores en la primera clase. Como es natural, nunca jamás los
censores inquisitoriales españoles hubieran podido leer las obras de temas no
teológicos o doctrinales de todos ellos.
De este modo, se da la paradoja de que,
en lo que a la relectura de la producción científica impresa procedente del
extranjero se refiere, la Inquisición actuó, más bien, a remolque de la demanda
del público lector hispano. En buena medida, visto desde este punto de vista,
las fuentes inquisitoriales nos proporcionan una preciosa información (desde
luego, no la única, quizá tampoco la mejor, pero aún así digna ser tenida en
consideración) acerca de las lecturas (reales o, cuanto menos, proyectadas o
deseables) de determinados grupos sociales con acceso a la literatura impresa
extranjera, especialmente en los años en que las tareas de preparación de un
catálogo movilizaban a buena parte de la maquinaria inquisitorial y a sus
colaboradores.
Por ejemplo, en los años setenta del
siglo XVI, preparando el nuevo catálogo que se publicaría en 1584, vemos que
los censores se embarcaron en la revisión, con vistas a su expurgación, de
autores con obras científicas y filosóficonaturales
de gran envergadura. Citaremos sólo algunos ejemplos: el doctor Diego de Vera,
catedrático de teología en Salamanca, estaba embarcado en la revisión de las
obras de Girolamo Cardano;
el padre Mariana, en las de Nicolás de Cusa; otro censor, en la del Theatrum vitae humanae de Theodor Zwinger apenas salido en la edición parisina de 1571[23]. Por no hablar del caso de Benito Arias
Montano, que recibió el encargo de enfrentarse con la censura de toda la
biblioteca de El Escorial. Hacia 1605, un consultor de Calahorra,
Prudencio Carrión, opinaba que las omisiones y errores del catálogo de 1583
eran debidos a que se había hecho
"con alguna priesa y por manos de personas impedidas con negocios de
grande importancia en materias muy diferentes"
Pero nada hace pensar que Carrión, u
otros con mayores responsabilidades, fueran conscientes de la imposibilidad
material de cumplir el objetivo, como lo demuestra la enjundia de muchas de las
lagunas que se proponía enmendar el nuevo catálogo. Por citar sólo las que
hacen relación a nuestro tema: las "muchas obras" de Guillaume Budé que quedaron sin
censurar debidamente, las obras sobre cronología de Joseph Scaliger
y Gerard Mercator, el De Secretis de
Joachim Wecker, la no menos
enciclopédica Magia naturalis
de Giambattista della
Porta, cuyo expurgo se había anunciado ya en el prohibitorio del año 1583, pero
no se había llevado a cabo, y la reconsideración de las expurgaciones de los
tratados de Girolamo Cardano
De subtilitate
y De varietate rerum[24].
Lo que en todo caso puede resultar
increíble, acostumbrados a la funesta y simplista idea de que el empeño
intelectual es siempre y solamente en la "línea de progreso", es que
algunas de estas relecturas se hicieron y que la esperanza de cumplir el empeño
de releer autores tan complejos como Budé, Cardano o Della Porta, o tan técnicos como Mercator, estaba aún presente en el ánimo de los censores
de las primeras décadas del siglo XVII.
Lejos de enmendarse, la lógica del procedimiento
preventivo alcanzó su punto más alto con el catálogo de 1632. Las tareas
iniciadas en 1605 no se detuvieron ni mucho menos con la publicación del índice
de 1612. Por el contrario, tanto la aparición de los apéndices de 1614 y 1628
como la documentación inquisitorial conservada nos permiten afirmar que durante
treinta y cinco años (desde 1605 hasta 1640) la Inquisición siguió empeñada en
esa tarea imposible y abocada al fracaso. Fueron los años más activos desde ese
punto de vista; fueron también los últimos años de esfuerzo real en esa
dirección. La crisis abierta en 1632 con la aparición del polémico índice del
inquisidor general Zapata y no cerrada con su enmienda en el de 1640 no hizo
sino mostrar la imposibilidad de la tarea; los sesenta y siete años sin
catálogo que transcurrieron hasta la aparición del de 1707 son la prueba más
contundente de ello.
El problema es que la conciencia de la
imposibilidad de conseguirlo, aunque se abrió camino lentamente, nunca dio como
resultado un cambio de planteamiento. Cuando se desistió, el fracaso no fue
explícitamente reconocido, no se vinculó a la imposibilidad material e
intelectual del empeño, sino que se utilizó el triunfalismo de la retórica de
la "limpieza", como se utilizaba la limpieza de sangre de las
personas en otro orden de justificaciones propagandísticas de la acción del
Santo Oficio. La idea se formulaba más o menos así: no vale la pena esforzarse
más, porque hemos conseguido el objetivo: los reinos están limpios de herejía.
3. LOS ENORMES MÁRGENES PARA LA ARBITRARIEDAD
Llegados a este punto, parece obvio que
la consecuencia más inmediata de la doctrina oficial y de las limitaciones de
todo tipo a las que se vio sometida para ser puesta en práctica, nos obliga a
considerar los enormes márgenes dejados a la arbitrariedad. De nuevo, algunos
ejemplos tomados directamente de las fuentes inquisitoriales pueden servir para
ilustrar este punto y dejarlo, al menos, planteado para ulteriores desarrollos.
En 1561, el doctor Millán, comisario
inquisitorial en Sevilla había recogido gran cantidad de libros en el Hospital
del Cardenal; algunos constaban en el índice de 1559 pero otros no, aunque los
había recogido igual porque -decía- "tienen muchas supersticiones aunque
con títulos de libros de medicina". Millán preguntaba a sus superiores qué
debía hacer con ellos. La Suprema anotó al margen de la carta la orden para
Millán: "Quémense"[25].
En otro orden de cosas, la decisión de
incluir autores en la prima classis era a veces tan arbitraria como la que nos cuenta
en 1618 fray Francisco de Jesús, un visitador de
librerías madrileñas que había trabajado en la preparación del índice publicado
seis años antes. Al ser preguntado sobre las obras de dos juristas incluidos en
la primera clase del índice, explicaba:
"no se pudieron
haber ni reconocer cuando se ordenó esta primera clase y sólo contó entonces
que era autor que se podía poner en primera clase por una relación que envió un
padre de la Compañía desde Alemania y con este mismo fundamento, sin más
conocimiento de los autores, hay otros algunos en la primera clase"[26]
El tercer ejemplo es bastante posterior.
Tras la crisis del catálogo de 1632 y en plena coyuntura de parálisis o
anquilosamiento de las tareas censoras, la dificultad
de encontrar expertos en materias tan diversas y el deterioro del rigor
intelectual de los censores, se hizo aún más evidente. El calificador Tomás de
Herrera se expresaba así en 1648 con respecto a Daniel Sennert,
sin duda la figura médica más importante en el primer tercio del siglo XVII y
de amplia vigencia durante casi toda la centuria:
"Este autor me
parece manifiestamente herege y assí
juzgo que V. A. debe recoger estos libros, por lo menos hasta que se vea si son
capaces de expurgación. Y es necesario encomendar que vean estos tres tomos a
personas muy desocupadas, porque para averlos de leer
todos haziendo juicio de sus doctrinas no sé si
bastan dos años; y es también menester que tengan muy buena vista para leer
tanto y de letra tan menuda. Y que tengan mucha noticia para que puedan reparar
en todo. Por lo que yo e visto estos días, siento que estos tres tomos se deben
prohibir totalmente"[27]
La arbitrariedad de las prácticas era
consecuencia de la arbitrariedad en la aplicación de los criterios censores
habituales; la calificación de una obra del católico Van Helmont
en 1625 proponía que se prohibiera el impreso y
"aun el autor,
porque es tan herege como atrevido y criado entre
luteranos y calvinistas, como se ve por el espíritu propio a que se acoge y
desecha la enseñanza de los doctores"[28]
El instrumento de la prohibición por
edictos fue también claro ejemplo de arbitrariedad. No sólo porque muchas veces
no fueron reflejados en los catálogos sucesivos, pese a ser efectivos en el
momento, sino porque en ocasiones se dirigieron contra obras cuya prohibición
no obedecía a criterios emanados directamente de la doctrina oficial, sino a
decisiones tomadas al albur de delaciones o denuncias de particulares. Resulta
muy difícil evaluar esto, pero sin tenerlo en cuenta es imposible comprender la
enorme divergencia entre lo que fue oficialmente prohibido y lo que
efectivamente fue hurtado al público lector.
Los ejemplos expuestos hacen referencia
sobre todo a la arbitrariedad de los criterios de la Suprema, porque las
fuentes proceden de ahí. Pero la arbitrariedad se plasmó también en
determinadas prácticas de efectos opuestos que, si por un lado, convirtieron en
rutinarios e ineficaces algunos controles, por otro lado daban lugar a
esporádicas actuaciones represoras de gran dureza en muchas decisiones
coyunturales tomadas al margen o haciendo caso omiso de la doctrina oficial. En
este sentido, debería ser objeto de especial atención la práctica real en las
actuaciones de los tribunales locales, interpretando a su arbitrio determinadas
normas de la Suprema, como muestra claramente el ejemplo de los memoriales de
1634.
Los memoriales de 1634 son una docena de
inventarios que recogen los títulos (y, a veces, el número de ejemplares) de
los libros en poder de los distintos tribunales de distrito en ese momento.
Fueron remitidos a la Suprema ya que el Consejo los había solicitado en el
marco de la convulsa coyuntura originada por el polémico índice de 1632. Más de
tres mil obras estaban recogidas; el 11 % de ellas puede ser considerado de
carácter científico, un porcentaje más alto que el que se deduce de los
índices, en torno al 8 %. Pero el dato más sorprendente es que entre los
títulos recogidos había más obras que no constaban en el índice que las que sí
estaban, a lo que hay que añadir las que se autorizaban debidamente expurgadas
y cuya presencia en los tribunales demuestra hasta qué punto el mecanismo de la
expurgación podía convertirse paradójicamente en prohibición de facto. Hay para todos los gustos:
obras no prohibidas de autores de segunda clase, obras de temas
"sospechosos" aunque nunca prohibidas, pero también muchas obras cuyo
contenido hace inexplicable su presencia en los depósitos inquisitoriales[29].
Estos enormes márgenes de arbitrariedad
provocaron en el mercado del libro dos efectos claramente divergentes: por un
lado, una tremenda incertidumbre con respecto a la actuación inquisitorial al
respecto; por el otro, una conciencia de una relativa facilidad para sortear
los mecanismos de control y censura. Pero la arbitrariedad tenía otro efecto
que resulta fundamental tener en cuenta, aunque sea difícil de calibrar: la
inseguridad para los poseedores de libros y para el público lector en general.
Este hecho pone en primera línea una
cuestión que planteábamos al principio: la censura inquisitorial no actuó casi
sobre los autores (la mayoría de ellos lejos de su alcance), ni siquiera sobre
los libros por sí mismos, sino que iba claramente dirigida a los lectores:
ellos eran su principal preocupación. Por eso resulta extraño que este enfoque
apenas haya sido abordado por los historiadores de la censura, cuando debiera
ser un elemento interpretativo clave.
4. MOLDEADORES DE CONDUCTA ANTE LA LECTURA NOVEDOSA
No es éste el lugar para ocuparnos de
cómo y en qué sentido se moldeó una
conducta "ortodoxa" hacia la lectura en general y hacia la de la
literatura científica en particular. Creo que es un campo sobre el que apenas
se ha avanzado y al que necesitamos urgentemente que se le preste atención. Me
limitaré a ofrecer algunos testimonios relativos a dos aspectos de este
complejo problema relacionados más estrechamente con las prácticas
inquisitoriales: los "escrúpulos" del lector y ciertos modos atípicos
de lectura provocados por la acción inquisitorial[30].
Citaré solamente dos ejemplos acerca de
las consecuencias de los
"escrúpulos" ante
determinadas lecturas.
El primero es el caso del chantre de
Pamplona, Baltasar de Andrada, lector de la Historia animalium
de Konrad Gesner, la Cosmographia de Merula y el Atlas
de Mercator. Hacia 1609, escribió a la Inquisición
exponiendo sus escrúpulos ante la lectura de estas tres obras; en su
exposición, defendía el enorme interés y calidad científica de las mismas, pero
le preocupaba que Mercator y Merula
fueran herejes y que el segundo dedicara su libro a las Provincias Unidas; en
cuanto a Gesner, aunque su obra sobre los animales
estaba expresamente autorizada desde 1584 (con la consabida nota sobre su
nombre: auctor damnatus),
quería confirmar:
"si hay algún género de escrúpulo en tenellas, por ser libros muy esenciales, porque no hay cosa
escrita de la dicha materia que no esté con gran distinción"[31].
El segundo caso es el del doctor
Cristóbal Dávila, médico en Trujillo. Cuando apareció el índice de 1612 con la
prohibición de todas las obras de Fuchs y la
obligación de expurgar algunas de medicina para permitir su lectura, el médico
tenía un ejemplar de la edición de las Opera
omnia medica
del médico alemán, impresa en Francfurt en varios
tomos, en 1604, por lo que la entregó a fray Francisco de Jesús. Éste le devolvió enseguida los
tomos que contenían los escritos de Galeno editados por Fuchs
y, pasado un tiempo, le devolvió el resto:
"diciéndome podía
estudiar en ellos. Con la cual fe los tuve, hasta que un confesor mío en esta
ciudad de Trujillo tuvo escrúpulo [...] por no constar que el padre fray Francisco tuviere comisión para volvérmelos y darme la
licencia dicha..."
Los escrúpulos del confesor se
transmitieron al médico y éste entregó los libros al comisario inquisitorial
Juan de Malaver. A los tomos de Fuchs,
además, añadió tres obras de Cardano y los cuatro
tomos de las centurias médicas de Martin Rulandt. Dávila no dudó en acompañar la entrega con un
escrito en que defendía el valor científico de las obras de Fuchs
y cuestionaba los reparos del expurgatorio a los comentarios a Galeno como
cuestiones de detalles nimios (como llamar "divino" a Platón, alabar
demasiado a Galeno, o referir una anécdota "harto deshonesta" de
Diógenes Laercio). Dos años más tarde, Dávila aún no
había recuperado su modesta biblioteca científica. No sabemos si consiguió
hacerlo algún día[32].
El otro aspecto que señalábamos es
solamente un indicio de cómo, de un modo un tanto sorprendente, ciertas
prácticas de lectura (que hoy llamaríamos "de solapa") podían ser
moldeadas o, en cierto modo, facilitadas por la existencia de la censura
inquisitorial. El resultado de lo que hemos perfilado antes como los treinta y
cinco años de frenética actividad censora (1605-1640)
fue expuesto con claridad por un estrecho colaborador en esas tareas, en 1634;
aunque su valoración de la eficacia debe ser tomada con cautela, lo que aquí
nos interesa es lo que dice después:
"De los libros que
salen nuevamente de herejes (y salen cada día enxambres
de ellos) son muy pocos los que llegan a España, que por vigilancia que hay en
los puertos no pueden libremente enviarse acá, ni entrar. Lo que viene más de
ordinario son las copias de las mundanas o ferias que se celebran en diversas
partes del Norte, donde envían diversas imprentas célebres, o mercaderes
gruesos, la nómina de libros que de nuevo se han impresso,
para que en aquel concurso de las ferias se tome noticia de ellos y se
divulguen. Destas nóminas suelen venir acá algunas y
por su relación se suelen gobernar algunos que quieren ganar opinión de que
tienen grandes noticias de libros, y no tienen más que los nombres y alguna
generalidad de lo que tratan, si lo trae la nómina"[33].
En principio, el testimonio sobre esta
práctica de lectura puede parecer anecdótico, pero desde nuestro punto de vista
no lo es en absoluto. Las controversias científicas o filosóficonaturales,
una forma de producción textual tan desarrollada a lo largo de todo el proceso
de aparición de la ciencia moderna, se basaron en buena medida en la capacidad
de leer, releer, criticar o glosar los textos de los oponentes o de los
partidarios. Hasta bien entrado el siglo XIX (aunque, quizá, en cierta medida,
nunca ha desaparecido), una retórica basada en los alardes de erudición formó
parte del modo de argumentar "científicamente". Las prácticas de
lectura, pues, no son en absoluto un aspecto anecdótico.
Si la historiografía reciente se muestra
en general de acuerdo en la afirmación de que la represión inquisitorial tuvo
una vertiente "pedagógica"[34], debería ponerse cierto empeño en
demostrar que ésta se plasmó también en materia de libros y que consiguió un
relativo éxito en su papel "moldeadora de las conductas". En nuestro
caso, un eficaz papel moldeador de actitudes y prácticas intelectuales, al que
respondió singularmente bien la elite académica e intelectual poderosa y
sólidamente establecida en el sistema: miedo a la novedad, represión de la
curiosidad, pedagogía de hábitos de trabajo intelectual escolásticos (en el
sentido amplio de la palabra), apego a la doctrina segura, escaso estímulo para
extranjerizar recorridos intelectuales, tanto en el aspecto físico de los
viajes como en el aspecto de ese viaje que es siempre la lectura.
A la luz de estas cuestiones, y pese a la
escasez de estudios que vayan en esta dirección[35], puede intentarse una hipótesis
interpretativa que plantee la evolución cronológica de la actividad científica
en España en paralelo con la de la censura inquisitorial, no para volver a caer
en el error de establecer una perversa y unívoca relación causa-efecto, sino
para tener un marco en el que incluir la variable acerca de las actitudes de
las elites intelectuales respecto a la lectura novedosa o, simplemente,
procedente del mundo no católico. Respondería a ello el progresivo deterioro
que se experimenta a partir del periodo 1559-1583, pero mucho más en el medio
siglo que va de 1583 a 1632. Después, por mucho que el bloqueo por saturación
sea evidentísimo en la maquinaria censora del Santo
Oficio tras la crisis 1632-1640, lo que queda en las décadas que le siguen es
bien poco. Por eso el período 1640-1670 sigue siendo el más negro, quizá el
único que sigue pudiendo ser pintado en una única gama de tintes oscuros[36]. El resto, todo es matizable.
Sólo algunos miembros de las generaciones que maduraron en torno a 1670-1720
comenzaron a superar ese desfase que se había creado con respecto al clima
intelectual en otros ámbitos europeos. En el periodo posterior, la relación de
fuerzas cambió y esos hábitos intelectuales moldeados a lo largo de siglo y
medio se modificaron, en buena medida. Puede resultar adecuado, en mi opinión,
entender la actividad científica en la Ilustración española bajo esta
perspectiva, que, de paso, ayuda a comprender la génesis de toda la
interpretación liberal acerca del papel de la Inquisición en el "atraso
científico español".
Pero, a mi modo de ver, faltaría
introducir aún otros dos elementos importantes para comprender la interacción
de lectores y censura inquisitorial. Uno del lado inquisitorial: la componente
discriminatoria en el papel moldeador de las conductas ante la lectura. El otro
del lado del los lectores: sin el colaboracionismo de las elites académicas no
puede entenderse hasta qué punto fue eficaz la pedagogía inquisitorial frente a
algunos grupos de lectores.
5. LA DISCRIMINACIÓN FRENTE A
LOS LECTORES POTENCIALES
Resulta casi innecesario señalar que las
licencias para leer libros prohibidos fueron, en este sentido, un mecanismo de
discriminación absolutamente transparente, si se las contempla desde la idea de
la actitud moldeadora de conductas ante la lectura. El uso de este instrumento
tampoco fue nunca sistemático ni coherente, también la arbitrariedad y la
improvisación frente a la coyuntura actuaron aquí como líneas maestras de la
política respecto a las licencias[37]. Pero lo que aquí nos importa es que el
mecanismo de las licencias no fue sino la plasmación legal de la idea de un
privilegio de lectura, destinado para los elementos "seguros" del
sistema. Esto es algo que se ve en muchos casos y en coyunturas bien diversas.
Baste pensar en los numerosos cortesanos ilustrados españoles que conocieron el
alcance, pero también los límites, de ese privilegio.
Un ejemplo extremo, es el privilegio de
lectura que de facto se concedían los
calificadores inquisitoriales para acceder de manera continuada a algunas obras
hurtadas, sin embargo, a la circulación libre. Citaremos solamente un caso: la
interminable expurgación de la Bibliotheca Universalis de Konrad Gesner pasó por las manos de muchos expertos censores. En
1594, uno de ellos fray Juan de Castañiza,
acababa concluyendo:
"puede ser el libro
de provecho; aunque no me parece justo que ande vulgarmente, sino que el
Consejo de la Inquisición tenga uno para cuando fuere necesario buscar autores
y para hazer cathálogos de
libros prohibidos. Y, si se permitiese, haber otro en la librería del Escorial,
por ser librería general."[38]
En el otro extremo de la escala de los
públicos lectores, el sentido de la discriminación no fue menos claro. Lo
demuestra, por ejemplo, la cuestión del distinto trato a las obras en latín y
las obras en lengua vulgar, quizá uno de los primeros y más constantes
indicadores de la discriminación. Más del 80 % de las obras científicas
españolas censuradas están en castellano. El tratado sobre los sueños de Artemidoro, los libros de los inventores de las cosas de
Virgilio Polidoro, o el tratado de magia natural de Giambattista
della Porta, por citar sólo tres ejemplos, podían
circular libremente en latín, mientras que estaban prohibidos o severamente
expurgados en lengua vulgar.
El caso de la tardía y debatida
expurgación de la traducción castellana que el médico Andrés Laguna hizo del
tratado de materia médica de Dioscórides es un
ejemplo rico de matices. Al final, se optó por eliminar más de treinta pasajes,
que jamás se habían cuestionado ni se cuestionaron en ninguna versión o edición
latina o griega del texto. El peligro era, pues, que la obra cayera en manos de
lectores no pertenecientes a la elite universitaria de sanadores, la única con
acceso a la lectura en latín[39].
Directamente relacionado con el criterio
de utilidad, del que ya hemos hablado, el procedimiento preventivo (que también
hemos definido) facilitaba claramente esa discriminación de los lectores
potenciales. En palabras del propio Consejo de la Suprema explicando las normas
aplicadas en el índice de 1640:
"los libros que se prohiben es o porque no han llegado a nuestras manos o
porque no consta de la utilidad y [porque], aunque tal vez conste, no es bien
permitirlos a todos sugetos"[40]
Si ésa era la postura de la cúspide de la
jerarquía no resulta extraño que el resto de los elementos del sistema la
asimilaran a su modo. El cura sevillano Luis de Guzmán, de quien ya hemos
hablado cuando dábamos ejemplos sobre la doctrina oficial en torno a las obras
científicas, denunciaba los libros de secretos naturales y advertía,
refiriéndose a la obra del valenciano Jerónimo Cortés:
"Librillo ordinario
y que anda en manos de oficiales y mozuelos y mujercillas, tan perjudicial que
en muchas confesiones me ha dado que entender con gente ordinaria acerca de la
fe que ponen en algunas cosas y hierbas. Çierto yo me
admiro cómo la santa y general Inquisiçión no ha
advertido el inconveniente grande que trae consigo que semejantes cosas anden
en lengua vulgar"[41]
No se puede pedir mayor claridad acerca de
la identificación precisa de públicos potencialmente peligrosos y de la
discriminación basada en la realidad social del diferente manejo de las lenguas
vulgares o del acceso al latín como lengua leída y escrita. Por eso parece
llegado el momento de detenernos un poco en el estamento que monopolizaba el
uso de ese instrumento de lectura culta que era el libro en latín.
6. EL COLABORACIONISMO ACADÉMICO
Para ilustrar esta idea, que ya ha venido
siendo apuntada y, dado que no nos queda mucho espacio para extendernos en
ella, expondré solamente dos ejemplos, que sirven para señalar hasta qué punto
este factor fue importante y ha sido descuidado casi por completo en las
interpretaciones más tradicionales.
El primero muestra una tendencia que se
observa una y otra vez a lo largo de los distintos periodos: los colaboradores
fueron en muchas ocasiones más radicales en sus propuestas y más optimistas en
la capacidad de la Inquisición que los propios responsables del Santo Oficio.
En 1572, un catedrático de Teología de Salamanca estrecho colaborador del
aparato inquisitorial, Francisco Sancho, informaba a la Suprema de lo
siguiente:
"A algunos Padres
que dieron su parecer acerca del Catálogo, les ha parecido que, para bien del
todo limpiarse estos Reynos de libros malos y malas
doctrinas en ellos, convenía que se introduxese o huviese en España impressión de
todos los libros que en ella huviesen de gastar y no
se permitiesen entrar libros impressos en Reynos estrangeros. Pero esto muy
difficultoso, aunque muy provechoso a su Magestad y a sus Reynos, si
pudiese hazerse sin notable detrimento de las
disciplinas y professores dellas."
Sancho no dudaba en sumarse a otras
propuestas que indicaban el clima existente en el mundo universitario. Como
quiera que "algunos Padres" habían propuesto también prohibir los
apuntes manuscritos de las lecciones que se impartían en las aulas, Sancho
(recordémoslo: un catedrático) sugería:
"quizá sería buen occasión para que, de parte del Santo Officio,
se prohibiese el dictar y dar manu scriptis los lectores en sus licciones"[42].
El despliegue de medios y la movilización
de los colaboracionistas en el mundo universitario a partir de la carta
acordada de 24 de diciembre de 1605, que abría el período de preparación del
nuevo catálogo, fue aún más intenso. Por vez primera, se abría explícitamente
la posibilidad de que otras facultades distintas a las de teología fueran
directamente consultadas para que propusieran obras de autores condenados que
fueran necesarias para sus disciplinas, para proceder a expurgarlas; entre la
lista de obras de autores protestantes que debían revisarse, figuraban, por
ejemplo:
"Las de Thomas Erastus y Theophrasto Paracelso que pareciere a la facultad de Medicina serán de
más provecho para uso de ella"[43]
La respuesta a tal consulta fue
contundente e indicadora del clima existente en el estamento académico: todas
las obras de Erastus fueron prohibidas sin ningún
tipo de expurgación, Paracelso pasó a figurar en la
primera clase del índice y solamente su Chirurgia minor podía permitirse previo expurgo. Si en 1605 la
oportunidad del tímido pero interesante paracelsismo
hispano institucional parecía haberse extinguido por el momento, no fue sólo
por la implacable censura inquisitorial, sino también por la inhibición o
franca oposición de las instituciones académicas.
7. HACIA UNA REDEFINICIÓN DEL IMPACTO DE LA CENSURA INQUISITORIAL SOBRE LA LECTURA DE LIBROS CIENTÍFICOS
En una sociedad que hizo de la
desigualdad social y de la perpetuación de los privilegios estamentales su columna
vertebral estas peculiares relaciones de la Inquisición con unos u otros grupos
de lectores es perfectamente coherente.
La Inquisición desconfió sistemáticamente
de los lectores "poco instruidos", controló y reprimió mucho más a
las capas semi-instruidas que a las elites
intelectuales de los diversos reinos, fueran éstas pequeñas y débiles o no
tanto, según vamos averiguando últimamente. Estas elites intelectuales, durante
la mayor parte del tiempo, una vez se superó el enfrentamiento con algunos sectores
de las primeras generaciones de humanistas, no preocuparon demasiado a los
censores inquisitoriales, porque en ellas habían encontrado casi siempre
complicidad y colaboracionismo. En cambio, los grupos urbanos semi-instruidos, los lectores libres o que querían serlo,
las mujeres, los jóvenes, los no universitarios o tonsurados, fueren sometidos
a un control mayor, a una tensión implícita entre su acceso a la lectura y el
miedo a la curiosidad, a la novedad.
A la larga, fue en ese terreno donde se
libró la batalla y fue en ese terreno donde, en otros países y en otras
coyunturas, la renovación de conocimientos y prácticas científicas y los
cambios sociales e ideológicos que trajeron consigo, surgieron y se
desarrollaron.
Por otra parte, la historia social de la
ciencia ha ido abandonando en las últimas décadas muchas de las
interpretaciones tradicionales basadas casi exclusivamente en el modelo
"difusión-recepción" de las teorías científicas, para dar paso a
explicaciones más complejas, en donde las condiciones sociales para el cultivo
de las disciplinas y las prácticas científicas cobran especial importancia y
donde conceptos tomados de la historia de la lectura, como por ejemplo el de
"formas de apropiación", son utilizados para huir del simplista
esquema de "invención-difusión-asimilación".
Por todo ello, los historiadores de la
ciencia deberíamos movernos en esas coordenadas. Se trata de un territorio más
difícil, es evidente, con menos capacidad de obtener las respuestas en blanco o
en negro que dan titulares en los medios de comunicación, pero un terreno mucho
más fructífero, desde el punto de vista historiográfico, que las manidas
polémicas y las preguntas mal planteadas. La ventaja de plantear esta situación
desde esta óptica interpretativa es que nos permite salirnos de la estéril
exposición de visiones catastrofistas y apocalípticas, seguidas de retahílas de
estudios de "excepciones" o, en el peor de los casos, de afanes
revisionistas basados en una acumulación de esas excepciones, que acaban, en el
fondo, dando una visión tolerantemente comprensiva del conflicto y no van más
allá de la siempre fácil caricatura de los desorientados comentarios
procedentes de la tradición historiográfica liberal, más hija de los peores
clichés de la Ilustración que de una voluntad historiográfica desprejuiciada.
Sin negar que todos herederos tanto de
aquellos apocalípticos como de algunos integrados más recientes, debemos saber
salir del atolladero donde una y otra vez nos coloca su pesada herencia. El
problema "Inquisición y pensamiento científico" puede enfocarse
mejor, en mi opinión, desde esas nuevas perspectivas que, por una parte, lo
integran en un contexto histórico general mucho más adecuado y, por otra, le
permiten beneficiarse de lo mucho que la historiografía inquisitorial ha
avanzado en las últimas dos décadas. De otro modo, corremos el riesgo de
convertirlo en el único terreno en donde todavía tengamos que asistir a ese
estéril debate entre apocalípticos e integrados.