CENSURA INQUISITORIAL Y LECTURA DE LIBROS CIENTÍFICOS

UNA PROPUESTA DE REPLANTEAMIENTO

JOSÉ PARDO TOMÁS*

En el recuerdo de Francisco Tomás y Valiente

Resumen

En el presente artículo se intenta aportar un paradigma interpretativo diferenciado del marco tradicional en el que se ha movido el debate sobre la influencia de la censura inquisitorial en el desarrollo del pensamiento científico. Intentando huir de los tópicos al uso, el autor plantea una crítica severa a los planteamientos tradicionales e intenta incorporar las últimas aportaciones historiográficas en los ámbitos de la historia del libro y de la lectura y en el de la historia social de la ciencia. El marco interpretativo se fundamenta en señalar como después del inicial enfrentamiento con algunos sectores de las primeras generaciones de humanistas, la Inquisición fijó su punto de mira en el control y la represión de capas semi-instruidas (mujeres, jóvenes, no universitarios o tonsurados,…) de la sociedad, dejando de lado e incluso buscando –y encontrando– la complicidad de las elites intelectuales.

Hace unos pocos años, me pidieron que diera una conferencia en Barcelona sobre un tema que el organizador, un historiador embarcado esos tiempos en una reformulación de la "leyenda rosa" española, tuvo a bien titular «¿Cuál fue el impacto del Santo Oficio sobre el pensamiento científico de los españoles?».

Como es natural, me parece perfectamente legítimo que me hicieran esa pregunta. Sin embargo, aquel título produjo una irritación en mí que (me avergüenza un poco decirlo) hizo que enfocara aquella conferencia en un tono inadecuado y que, en vez de tratar de salir del paso de una forma u otra, lanzara sobre el auditorio otra serie de preguntas:

¿Por qué estábamos todavía haciéndonos esa pregunta que tenía, tirando por lo bajo, más de doscientos años de edad?

¿Había alguna respuesta convincente?

¿Estaba bien formulada?

¿Eran los historiadores los más indicados para contestarla, tal y como estaba formulada?

¿La explosión historiográfica sobre la Inquisición a partir de mediados de los 70 y todos los 80 no había facilitado una respuesta?

¿No había ayudado al menos a formular la pregunta de otra manera?

¿Éramos el organizador de ese ciclo de conferencias y yo una reencarnación de don Marcelino Menéndez y Pelayo y de Benito Perojo, respectivamente?

¿Es que no resultaba evidente que la respuesta a casi todas estas preguntas era: «rotundamente, no»?

Me temo que acabé defraudando completamente al auditorio, porque por un lado me negué a contestar la pregunta de marras, pero por el otro no supe plantear una alternativa convincente a la cuestión que en ella subyace.

Cuando poco después recibí la amable invitación de los organizadores del simposio «Presente y Futuro de la Historia de la Inquisición», que se celebró en Cuenca en diciembre de 1999, para que presentara una ponencia pensé que se me daba una segunda oportunidad. Y esta vez (no lo digo por halagar a los asistentes) ante un público más adecuado y en un marco que, para mí (como para muchos de los presentes, que asistieron 20 años atrás al “otro” Congreso de Cuenca) era el más exigente de los imaginables, pero también el más grato. Como quiera que las ponencias de aquel simposio no se publicaron, el texto que preparé y expuse se quedó sin ver la luz. Pasado el tiempo y enterado de la iniciativa de la revista electrónica Tiempos Modernos, he pensado que era el lugar idóneo para publicar aquel trabajo.

Antes, sin embargo, debo abrir un pequeño paréntesis.

Cuando acudí a aquel remoto Congreso de Cuenca, en septiembre de 1978, tenía 18 años y acababa de terminar primero de carrera. Lo que allí viví (porque en mi ignorancia supina fue solamente una "vivencia") orientó de modo definitivo el resto de mis estudios y la elección de mi primer tema de investigación: las obras científicas en los índices inquisitoriales del siglo XVI. Las comunicaciones que presentaron a la sección "La censura inquisitorial" Virgilio Pinto Crespo, José Martínez Millán, Jesús Martínez de Bujanda, Antonio Márquez y Lucienne Domergue fueron lo primero que escuché (y luego leí[1]) sobre ese tema y por eso creo que debo rendirles una vez más mi agradecimiento, como también a Ricardo García Cárcel, a quien conocí precisamente allí y que desde entonces me ha mostrado muchas veces su amistad y generosidad. Pero ésa no es mi única deuda. La mayor (en éste y en otros muchos sentidos) la tengo contraída con quien, preocupado por el desánimo producido por mi primer año de clases en la facultad, me propuso acompañarle al congreso, donde él había sido invitado a presentar la ponencia sobre "La Inquisición y el Estado"[2]. Francisco Tomás y Valiente no está ya aquí, porque fue absurda y vilmente asesinado el 14 de febrero de 1996, pero su memoria sigue viva, en mí como en muchos de los que leen estas páginas. Por eso he hecho este paréntesis y por eso le he dedicado desde entonces todo lo que haya podido hacer que merezca algo la pena en este terreno.

Fin del paréntesis.

Así pues, me veo en la necesidad de tratar de plantear el tema de la censura inquisitorial y el pensamiento científico intentando huir de los rancios tópicos al uso. Desde mi punto de vista, esto sólo es posible tras una crítica severa a los planteamientos tradicionales de este tema y sabiendo incorporar lo que las corrientes historiográficas recientes han aportado, especialmente en dos áreas necesariamente involucradas en las nuevas respuestas a estos problemas: la historia del libro y la lectura y la historia social de la ciencia[3].

Por lo que respecta a esta última, cabe admitir que los historiadores de la ciencia no hemos conseguido transmitir –más allá de los estrechos círculos de los especialistas– nuestra insatisfacción sobre la larga y estéril polémica que, desde la abolición del Santo Oficio y la obra de Juan Antonio Llorente, ha acompañado siempre las incursiones sobre esa parte de nuestro pasado.

La mayor parte de esas incursiones habían oscilado entre dos tonos extremos: el jeremíaco y el apologético. No voy a caer en una reiteración de los lugares comunes que la historiografía ha ido revisitando una y otra vez con poca o ninguna novedad. Eso se puede encontrar en diversos libros[4] y comprobar la vigencia de los lugares comunes al leer o escuchar una y otra divagaciones periodísticas o tertulias de lo que en mi tierra se denomina desfaenats.

Trataré, en cambio, de reelaborar algunas de las conclusiones que creí aportar hace más de una década en mi libro Ciencia y censura[5], a la luz de las aportaciones antes mencionadas, para luego centrar la atención en seis ideas que me parecen fundamentales y que intentaré simplemente ilustrar con algunos testimonios tomados directamente de las fuentes inquisitoriales.

La primera conclusión que hace ya doce años creía poder establecer era que se podía considerar superada la llamada "polémica de la ciencia española" y, dentro de ella, el aspecto que hacía referencia a las valoraciones globales sobre el impacto de la Inquisición en el cultivo de la ciencia en España. Hoy no soy tan optimista sobre este aspecto. Ciertamente, lo más rancio de aquel estéril enfrentamiento es hoy implanteable en términos explícitos, al menos en el ámbito académico más serio; pero buena parte del fondo de la polémica sigue latente en enfoques historiográficos recientes[6].

La segunda conclusión era que identificar censura inquisitorial con índices de libros prohibidos o expurgados era un gran error, que el método adecuado para aproximarse al problema no podía seguir siendo ir a escarbar en los índices nombres de grandes figuras de la ciencia y concluir que la presencia o ausencia de determinados nombres concretos era una prueba para afirmar o negar algo.

La tercera conclusión se dirigía a negar categóricamente la validez de cualquier explicación monocausal. Si era cierta la "ausencia española del punto de partida de la llamada Revolución científica"[7] (por usar la frase acuñada por López Piñero hace ahora veinte años, cuando por cierto el término Revolución científica tenía una vigencia historiográfica que hoy está en discusión[8]) la explicación de este hecho no podía limitarse a la acción represora de la Inquisición.

La cuarta conclusión afirmaba que las tareas censoras del Santo Oficio se desarrollaron extraordinariamente desde mediados del siglo XVI hasta el primer tercio del siglo XVII, cuando sobrevino una crisis de tal magnitud que nunca más la Inquisición recuperaría la capacidad de trabajo y la eficacia que había conseguido, especialmente durante el medio siglo que fue desde 1583 a 1632.

La quinta conclusión era que ese medio siglo de expansión de los mecanismos de control y censura sobre las lecturas circulantes se construyó fundamentalmente a través del estímulo al colaboracionismo y que esta llamada dirigida a los elementos y grupos sociales directamente dependientes del mundo de la cultura escrita y del libro (desde los libreros a los importadores de libros, pasando por los miembros del clero culto y, sobre todo, por el estamento universitario castellano) tuvo una respuesta muy positiva, incluso entusiasta en algunos momentos, que fue mucho más allá de la delación o de la autocensura. Sin esta colaboración estrecha por parte del stablishment intelectual no podía entenderse qué quiso decir eficacia represiva en el terreno de la actividad científica, fuera intelectual o práctica.

La sexta conclusión planteaba que nos hallábamos ante una maquinaria arbitraria, de funcionamiento imprevisible que, a veces, se trababa o desengranaba, dejando grandes huecos en la red de control y, otras,  sin una explicación convincente para tal cambio, se lanzaba ferozmente y con una contundente eficacia contra ese temido "maestro mudo" que era el libro (en palabras del inquisidor general Sandoval[9]), sobre todo el libro extranjero.

La séptima conclusión planteaba que los criterios de los censores no fueron siempre los mismos, ni formaron un cuerpo coherente y elaborado. Se trató más bien de una conducta arbitraria en su desarrollo, aunque dirigida siempre por una única obsesión: evitar el contagio protestante; al menos hasta la coyuntura tardía de 1789 en que el peligro extranjero tomó otra etiqueta coyunturalmente mucho más amenazadora que la ya anquilosada fiebre proselitista protestante. Casi nunca tal obsesión se dirigió a otros temas, entre ellos los científicos, que, desde el punto de vista inquisitorial, eran claramente secundarios.

La octava conclusión, en cierto modo, no fui entonces capaz de plantearla de manera explícita, debido fundamentalmente a lo limitado de mi   aproximación a problemas como el de la eficacia de la censura, basándome exclusivamente en fuentes inquisitoriales[10]. Desde mi punto de vista actual, aquella implícita conclusión ponía el acento en el hecho de que la censura inquisitorial se dirigió más a los lectores que a los autores y que no todos los lectores fueron tratados de igual modo.

Hasta aquí las conclusiones de aquel estudio de hace doce años. A partir de aquí, me gustaría entrar a proponer un marco interpretativo diferente, simplemente como una guía o propuesta de itinerario para futuras investigaciones, basándome en esas seis ideas que aludí al principio.

1. LA DOCTRINA OFICIAL

El Inquisidor General Bernardo Sandoval y Rojas, en el prólogo al índice de libros prohibidos y expurgados publicado en 1612 bajo su mandato, decía:

"Por ningún medio se comunica y delata [la herejía] como por el de los libros, que, siendo maestros mudos, continuamente hablan y enseñan a todas horas (...) Deste tan eficaz y pernicioso medio se ha valido siempre el común adversario y enemigo de la verdad Católica"[11].

Así pues, la doctrina oficial fijaba como objetivo de la censura evitar que por medio de los libros se propagase la herejía, término que durante la mayor parte del período de plena actividad censora fue sinónimo de protestantismo.

Los libros de autores protestantes (a la larga, por extensión, los libros publicados en las regiones europeas de confesión no católica) eran, en principio, sospechosos, aunque los de tema no religioso podían autorizarse, previo examen.

Éste era el criterio determinante para decidir la adscripción de un autor en prima classis del índice, hecho que implicaba la total prohibición de cualquier obra de dicho autor mientras no se revisara. La primera clase de los índices se convirtió así en una nómina cada vez más extensa de autores protestantes, entre ellos muchos científicos, cuyas obras eran prohibidas completamente, de manera preventiva, mientras no se examinaran.

Las consecuencias, a partir de aquí, fueron muy variadas. Si nos atenemos a cómo se leyeron los contenidos de los libros científicos que se examinaron, la relación de "las áreas de conflicto" no resulta demasiado complicada de hacer.

Nos encontramos, en primer lugar, con tres disciplinas académicas altamente conflictivas, puesto que las tres interseccionaban con cuestiones trascendentales en la delimitación de la ortodoxia católica: la astrología judiciaria, la cronología y las filosofías naturales no aristotélicas. En segundo lugar, hallamos dos casos especiales de corrientes científicas con implicaciones cosmológicas o filosóficonaturales heterodoxas: el paracelsismo y el copernicanismo. Y, en tercer lugar, parece evidente una desconfianza de los censores hacia dos géneros de literatura científica cuyos contenidos se situaban con relativa frecuencia en las fronteras de la superstición: los libros de remedios medicinales y la literatura de "secretos naturales"[12].

Para aquéllos interesados puramente en la historia de las ideas aquí se pone el punto final. Y no es poco lo que queda por hacer en ese campo, puesto que seguimos careciendo de estudios que aborden de modo satisfactorio el análisis de las ideas en conflicto. Pero, tanto para la historia del libro y la lectura como para la historia social de la ciencia, la exigencia es ir más allá de estos límites, trascender las cuestiones relacionadas exclusivamente con una historia de las ideas hecha solamente a través de los contenidos de los libros.

Un ejemplo bastará. El tema estrella de los acercamientos al conflicto entre ciencia e Inquisición en general ha sido, desde la historiografía decimonónica hasta hoy, el de la prohibición de la teoría heliocéntrica por un decreto de la Congregación romana en 1616 y las consecuencias que ello tuvo, entre otras el sonoro proceso contra Galileo. Un tema muy interesante para la historia de las ideas, no hay ni que dudarlo[13]. Desde el punto de vista que me interesa mantener aquí ahora, se trata en cambio de un excelente ejemplo para plantear qué era importante y qué no lo era tanto para la doctrina oficial de la censura inquisitorial española.

Como es sabido, el 23 de agosto de 1634 un decreto de la Congregación romana prohibía el Dialogo di Galileo Galilei dove nei congressi di quattro giornate si discorre sopre i due Massimi Sistemi del Mondo, Tolemaico e Copernicano. Tal prohibición no fue recogida en el índice del Santo Oficio español de 1640, ni en los posteriores. ¿Por qué? Pues por algo que nada tenía que ver con Galileo, ni con la astronomía, ni con la tesis heliocéntrica, sino con los derechos de regalía del rey de España en Sicilia, defendidos en la obra Notitiae Siciliensium Ecclessiarum (Palermo, 1630) del jurista Rocco Pirro, prohibida en ese mismo decreto, junto a otras 23 obras, entre ellas la de Galileo. Nadie en la Inquisición española se ocupó de esas otras obras; simplemente, se decidió ignorar el decreto de Roma porque condenaba una obra que defendía los intereses de la corona española[14].

Sin embargo, no cabe duda de que en el siglo XVII español (y en la mayor parte del XVIII) casi nadie defendió públicamente la tesis heliocéntrica, ni parece que la obra de Galileo gozara de amplia difusión en España, aunque la tuvo en mayor grado de lo que tendemos a pensar. Lo que ocurre es que las intervenciones inquisitoriales en este tipo de materias a la hora de controlar quién sostenía o pensaba determinadas ideas en el interior de las fronteras no las podremos hallar nunca ateniéndonos a las reglas y los criterios de censura de la doctrina oficial. Para el caso del copernicanismo, por ejemplo, es mucho más útil averiguar qué pasó exactamente con Diego de Zúñiga y sus obras[15]; o qué impidió a Juan Cedillo dar a conocer su traducción de la obra de Copérnico[16]; o cómo "leyeron" el padre Sarmiento o Feijoo a Newton[17]; o cómo se "negoció" con Jorge Juan su formulación de la "hipótesis" heliocéntrica[18].

Sin movernos de la doctrina oficial, me parece más interesante subrayar dos principios rectores de la misma y que hasta ahora no han sido puestos de relieve, sin duda porque no se hallan formulados explícitamente en la normativa sobre la censura. Se trata, sin embargo, de dos aspectos mucho más decisivos, en mi opinión, a la hora de comprender las coordenadas del territorio en que el pensamiento científico se encontró con la censura inquisitorial: la legitimación de los teólogos como únicos capacitados para juzgar y la formulación de lo que podríamos llamar el "criterio de utilidad".

La preeminencia total de los teólogos frente a los expertos de las otras facultades (artes, leyes y medicina) se muestra una y otra vez en la documentación inquisitorial. La consecuencia de esto para las demás disciplinas académicas, entre ellas buena parte de los conocimientos científicos, parece evidente que fue la subordinación al criterio de los teólogos.

Esta cuestión se puso de manifiesto con claridad en el largo e interesante debate en torno a la prohibición de algunos supuestos y prácticas de la astrología judiciaria. En respuesta a un memorial que defendía a los astrónomos y matemáticos universitarios como los más cualificados para delimitar lo que abarcaba y lo que no abarcaba la prohibición de la regla novena del índice de 1583 sobre la judiciaria, un calificador afirmaba:

"El juzgar lo que es lícito a sólo los teólogos y a puros teólogos pertenece, porque de lo que es lícito no hay reglas en la Astrología, sino en la sola Teología."[19]

Éste fue el criterio general que se aplicó y se reiteró una y otra vez, siempre que fue cuestionado. Aunque, como veremos, la llamada al colaboracionismo fue llevada a todo el ámbito académico, los peritos de las otras facultades eran consultados y estimulados a delatar u opinar, pero ante cualquier duda o parecer contrastado era el teólogo, el "puro teólogo", el único legitimado para juzgar.

En cuanto al "criterio de utilidad", ofreceremos tres ejemplos de cómo se fue definiendo en la práctica censora. El primero es un testimonio de fray Luis de Guzmán, de Sevilla, en una delación que envió a la Suprema, fechada el 7 de octubre de 1609. El razonamiento de Guzmán resulta especialmente esclarecedor de este "criterio de utilidad" no reflejado en ninguna norma pero presente una y otra vez en la doctrina oficial interna; el fraile sevillano delataba varios libros e insistía en lo perniciosa que resultaba su lectura:

"[Aun] cuando no fueran tan nocivos y en daño de las proposiciones católicas y llenos de superstición, los fieles, que en tiempos tan corrompidos tienen necesidad de libros santos, no habían menester leer curiosidades tan vanas y sin provecho."[20]

No era el único que mantenía esta tesis. El prestigioso censor Pedro de Valencia, en 1611, fue el encargado de dictaminar la ortodoxia de las Observationes chronologicae de Leonhart Krentzheim, obra aparecida en 1606; en su opinión, el autor era sin duda un luterano, porque elogiaba a autores luteranos, así es que:

"Otras cosas semejantes ocurrirían si se leyese todo el libro. Por lo cual y porque no haría falta este autor en la materia que trata habiéndola tratado tantos y tan doctos escritores católicos, parece sería más conveniente prohibirlo que expurgarlo."[21]

El tercer y último ejemplo es de más de veinte años después y sentencia con mayor rotundidad la definitiva cristalización del criterio de utilidad. Un estrecho colaborador en la elaboración de los índices de 1632 y 1640 (quizá el inquisidor Fernández Portocarrero), escribía en 1634:

"Es menos inconveniente carecer de algunas curiosidades que traen algunos de estos libros (no es sola la curiosidad utilidad) que ponernos a peligro de que entre el veneno de la fe con paliación de curiosidad"

Ante el dilema de prohibir preventivamente obras que, desde el punto de vista de la ortodoxia, no tenían otro contenido "peligroso" que el nombre de su autor o dejarlas circular, acabó imponiéndose la idea de que sólo se debían permitir la obra que tuviera "utilidad notoria, eminente y precisa y [que] redunde en bien de la fe"[22].

Ésta era, a grandes rasgos, la doctrina oficial en lo referente a las obras de temas científicos. Resulta evidente que la realidad impuso serias limitaciones a la hora de ponerla en práctica. En primer lugar y de manera destacada, por la misma magnitud de la labor que dicha doctrina obligaba a llevar a cabo. El triunfo de criterios como el de considerar la "utilidad" de las obras  científicas o filosóficonaturales que debían examinarse era, en cierto modo, el reconocimiento implícito por parte de los censores de la incapacidad de acometer la tarea en la que su propia lógica represora les había embarcado. Intentaremos desarrollar un poco más esta idea.

2. EMBARCADOS EN UNA TAREA IMPOSIBLE: LA REDEFINICIÓN DEL UNIVERSO DE LAS LECTURAS PERMITIDAS

En teoría, se aceptaba el reto de releer una ingente masa de producción impresa que, además, crecía de forma abrumadora. En la práctica, se examinaban sólo los libros científicos que llegaban a manos inquisitoriales, bien por la vía de la delación, bien por la vigilancia de puertos y fronteras o las visitas a las librerías, bien como resultado de los "escrúpulos" de algunos lectores, como veremos más adelante. El resto quedaba inmerso, en su mayoría, en el inmenso pero inoperante cajón de sastre de las prohibiciones preventivas.

El mecanismo era en sí perverso: la utilización de la prima classis de los índices como censura preventiva obligaba a desplegar costosas y complicadas estrategias para obtener información bibliográfica y a acometer esas tareas de relectura en función del acceso real a lo que se había prohibido a priori.

Ya en los catálogos quiroguianos, pero sobre todo a partir del de 1612, el método principal consistía en hacer acopio de información a base de informadores desde el extranjero, catálogos de las ferias de Frankfurt o de compañías libreras holandesas, francesas, etc., e incluir el mayor número posible de autores para, en su caso, proceder después a establecer qué se podía leer de ellos y cómo. En el índice de 1612, hay ya más de mil quinientos autores en la primera clase. Como es natural, nunca jamás los censores inquisitoriales españoles hubieran podido leer las obras de temas no teológicos o doctrinales de todos ellos.

De este modo, se da la paradoja de que, en lo que a la relectura de la producción científica impresa procedente del extranjero se refiere, la Inquisición actuó, más bien, a remolque de la demanda del público lector hispano. En buena medida, visto desde este punto de vista, las fuentes inquisitoriales nos proporcionan una preciosa información (desde luego, no la única, quizá tampoco la mejor, pero aún así digna ser tenida en consideración) acerca de las lecturas (reales o, cuanto menos, proyectadas o deseables) de determinados grupos sociales con acceso a la literatura impresa extranjera, especialmente en los años en que las tareas de preparación de un catálogo movilizaban a buena parte de la maquinaria inquisitorial y a sus colaboradores.

Por ejemplo, en los años setenta del siglo XVI, preparando el nuevo catálogo que se publicaría en 1584, vemos que los censores se embarcaron en la revisión, con vistas a su expurgación, de autores con obras científicas y filosóficonaturales de gran envergadura. Citaremos sólo algunos ejemplos: el doctor Diego de Vera, catedrático de teología en Salamanca, estaba embarcado en la revisión de las obras de Girolamo Cardano; el padre Mariana, en las de Nicolás de Cusa; otro censor, en la del Theatrum vitae humanae de Theodor Zwinger apenas salido en la edición parisina de 1571[23]. Por no hablar del caso de Benito Arias Montano, que recibió el encargo de enfrentarse con la censura de toda la biblioteca de El Escorial. Hacia 1605, un consultor de Calahorra, Prudencio Carrión, opinaba que las omisiones y errores del catálogo de 1583 eran debidos a que se había hecho

"con alguna priesa y por manos de personas impedidas con negocios de grande importancia en materias muy diferentes"

Pero nada hace pensar que Carrión, u otros con mayores responsabilidades, fueran conscientes de la imposibilidad material de cumplir el objetivo, como lo demuestra la enjundia de muchas de las lagunas que se proponía enmendar el nuevo catálogo. Por citar sólo las que hacen relación a nuestro tema: las "muchas obras" de Guillaume Budé que quedaron sin censurar debidamente, las obras sobre cronología de Joseph Scaliger y Gerard Mercator, el De Secretis de Joachim Wecker, la no menos enciclopédica Magia naturalis de Giambattista della Porta, cuyo expurgo se había anunciado ya en el prohibitorio del año 1583, pero no se había llevado a cabo, y la reconsideración de las expurgaciones de los tratados de Girolamo Cardano De subtilitate y De varietate rerum[24].

Lo que en todo caso puede resultar increíble, acostumbrados a la funesta y simplista idea de que el empeño intelectual es siempre y solamente en la "línea de progreso", es que algunas de estas relecturas se hicieron y que la esperanza de cumplir el empeño de releer autores tan complejos como Budé, Cardano o Della Porta, o tan técnicos como Mercator, estaba aún presente en el ánimo de los censores de las primeras décadas del siglo XVII.

Lejos de enmendarse, la lógica del procedimiento preventivo alcanzó su punto más alto con el catálogo de 1632. Las tareas iniciadas en 1605 no se detuvieron ni mucho menos con la publicación del índice de 1612. Por el contrario, tanto la aparición de los apéndices de 1614 y 1628 como la documentación inquisitorial conservada nos permiten afirmar que durante treinta y cinco años (desde 1605 hasta 1640) la Inquisición siguió empeñada en esa tarea imposible y abocada al fracaso. Fueron los años más activos desde ese punto de vista; fueron también los últimos años de esfuerzo real en esa dirección. La crisis abierta en 1632 con la aparición del polémico índice del inquisidor general Zapata y no cerrada con su enmienda en el de 1640 no hizo sino mostrar la imposibilidad de la tarea; los sesenta y siete años sin catálogo que transcurrieron hasta la aparición del de 1707 son la prueba más contundente de ello.

El problema es que la conciencia de la imposibilidad de conseguirlo, aunque se abrió camino lentamente, nunca dio como resultado un cambio de planteamiento. Cuando se desistió, el fracaso no fue explícitamente reconocido, no se vinculó a la imposibilidad material e intelectual del empeño, sino que se utilizó el triunfalismo de la retórica de la "limpieza", como se utilizaba la limpieza de sangre de las personas en otro orden de justificaciones propagandísticas de la acción del Santo Oficio. La idea se formulaba más o menos así: no vale la pena esforzarse más, porque hemos conseguido el objetivo: los reinos están limpios de herejía.

3. LOS ENORMES MÁRGENES PARA LA ARBITRARIEDAD

Llegados a este punto, parece obvio que la consecuencia más inmediata de la doctrina oficial y de las limitaciones de todo tipo a las que se vio sometida para ser puesta en práctica, nos obliga a considerar los enormes márgenes dejados a la arbitrariedad. De nuevo, algunos ejemplos tomados directamente de las fuentes inquisitoriales pueden servir para ilustrar este punto y dejarlo, al menos, planteado para ulteriores desarrollos.

En 1561, el doctor Millán, comisario inquisitorial en Sevilla había recogido gran cantidad de libros en el Hospital del Cardenal; algunos constaban en el índice de 1559 pero otros no, aunque los había recogido igual porque -decía- "tienen muchas supersticiones aunque con títulos de libros de medicina". Millán preguntaba a sus superiores qué debía hacer con ellos. La Suprema anotó al margen de la carta la orden para Millán: "Quémense"[25].

En otro orden de cosas, la decisión de incluir autores en la prima classis era a veces tan arbitraria como la que nos cuenta en 1618 fray Francisco de Jesús, un visitador de librerías madrileñas que había trabajado en la preparación del índice publicado seis años antes. Al ser preguntado sobre las obras de dos juristas incluidos en la primera clase del índice, explicaba:

"no se pudieron haber ni reconocer cuando se ordenó esta primera clase y sólo contó entonces que era autor que se podía poner en primera clase por una relación que envió un padre de la Compañía desde Alemania y con este mismo fundamento, sin más conocimiento de los autores, hay otros algunos en la primera clase"[26]

El tercer ejemplo es bastante posterior. Tras la crisis del catálogo de 1632 y en plena coyuntura de parálisis o anquilosamiento de las tareas censoras, la dificultad de encontrar expertos en materias tan diversas y el deterioro del rigor intelectual de los censores, se hizo aún más evidente. El calificador Tomás de Herrera se expresaba así en 1648 con respecto a Daniel Sennert, sin duda la figura médica más importante en el primer tercio del siglo XVII y de amplia vigencia durante casi toda la centuria:

"Este autor me parece manifiestamente herege y assí juzgo que V. A. debe recoger estos libros, por lo menos hasta que se vea si son capaces de expurgación. Y es necesario encomendar que vean estos tres tomos a personas muy desocupadas, porque para averlos de leer todos haziendo juicio de sus doctrinas no sé si bastan dos años; y es también menester que tengan muy buena vista para leer tanto y de letra tan menuda. Y que tengan mucha noticia para que puedan reparar en todo. Por lo que yo e visto estos días, siento que estos tres tomos se deben prohibir totalmente"[27]

La arbitrariedad de las prácticas era consecuencia de la arbitrariedad en la aplicación de los criterios censores habituales; la calificación de una obra del católico Van Helmont en 1625 proponía que se prohibiera el impreso y

"aun el autor, porque es tan herege como atrevido y criado entre luteranos y calvinistas, como se ve por el espíritu propio a que se acoge y desecha la enseñanza de los doctores"[28]

El instrumento de la prohibición por edictos fue también claro ejemplo de arbitrariedad. No sólo porque muchas veces no fueron reflejados en los catálogos sucesivos, pese a ser efectivos en el momento, sino porque en ocasiones se dirigieron contra obras cuya prohibición no obedecía a criterios emanados directamente de la doctrina oficial, sino a decisiones tomadas al albur de delaciones o denuncias de particulares. Resulta muy difícil evaluar esto, pero sin tenerlo en cuenta es imposible comprender la enorme divergencia entre lo que fue oficialmente prohibido y lo que efectivamente fue hurtado al público lector.

Los ejemplos expuestos hacen referencia sobre todo a la arbitrariedad de los criterios de la Suprema, porque las fuentes proceden de ahí. Pero la arbitrariedad se plasmó también en determinadas prácticas de efectos opuestos que, si por un lado, convirtieron en rutinarios e ineficaces algunos controles, por otro lado daban lugar a esporádicas actuaciones represoras de gran dureza en muchas decisiones coyunturales tomadas al margen o haciendo caso omiso de la doctrina oficial. En este sentido, debería ser objeto de especial atención la práctica real en las actuaciones de los tribunales locales, interpretando a su arbitrio determinadas normas de la Suprema, como muestra claramente el ejemplo de los memoriales de 1634.

Los memoriales de 1634 son una docena de inventarios que recogen los títulos (y, a veces, el número de ejemplares) de los libros en poder de los distintos tribunales de distrito en ese momento. Fueron remitidos a la Suprema ya que el Consejo los había solicitado en el marco de la convulsa coyuntura originada por el polémico índice de 1632. Más de tres mil obras estaban recogidas; el 11 % de ellas puede ser considerado de carácter científico, un porcentaje más alto que el que se deduce de los índices, en torno al 8 %. Pero el dato más sorprendente es que entre los títulos recogidos había más obras que no constaban en el índice que las que sí estaban, a lo que hay que añadir las que se autorizaban debidamente expurgadas y cuya presencia en los tribunales demuestra hasta qué punto el mecanismo de la expurgación podía convertirse paradójicamente en prohibición de facto. Hay para todos los gustos: obras no prohibidas de autores de segunda clase, obras de temas "sospechosos" aunque nunca prohibidas, pero también muchas obras cuyo contenido hace inexplicable su presencia en los depósitos inquisitoriales[29].

Estos enormes márgenes de arbitrariedad provocaron en el mercado del libro dos efectos claramente divergentes: por un lado, una tremenda incertidumbre con respecto a la actuación inquisitorial al respecto; por el otro, una conciencia de una relativa facilidad para sortear los mecanismos de control y censura. Pero la arbitrariedad tenía otro efecto que resulta fundamental tener en cuenta, aunque sea difícil de calibrar: la inseguridad para los poseedores de libros y para el público lector en general.

Este hecho pone en primera línea una cuestión que planteábamos al principio: la censura inquisitorial no actuó casi sobre los autores (la mayoría de ellos lejos de su alcance), ni siquiera sobre los libros por sí mismos, sino que iba claramente dirigida a los lectores: ellos eran su principal preocupación. Por eso resulta extraño que este enfoque apenas haya sido abordado por los historiadores de la censura, cuando debiera ser un elemento interpretativo clave.

4. MOLDEADORES DE CONDUCTA ANTE LA LECTURA NOVEDOSA

No es éste el lugar para ocuparnos de cómo  y en qué sentido se moldeó una conducta "ortodoxa" hacia la lectura en general y hacia la de la literatura científica en particular. Creo que es un campo sobre el que apenas se ha avanzado y al que necesitamos urgentemente que se le preste atención. Me limitaré a ofrecer algunos testimonios relativos a dos aspectos de este complejo problema relacionados más estrechamente con las prácticas inquisitoriales: los "escrúpulos" del lector y ciertos modos atípicos de lectura provocados por la acción inquisitorial[30].

Citaré solamente dos ejemplos acerca de las  consecuencias de los "escrúpulos" ante determinadas lecturas.

El primero es el caso del chantre de Pamplona, Baltasar de Andrada, lector de la Historia animalium de Konrad Gesner, la Cosmographia de Merula y el Atlas de Mercator. Hacia 1609, escribió a la Inquisición exponiendo sus escrúpulos ante la lectura de estas tres obras; en su exposición, defendía el enorme interés y calidad científica de las mismas, pero le preocupaba que Mercator y Merula fueran herejes y que el segundo dedicara su libro a las Provincias Unidas; en cuanto a Gesner, aunque su obra sobre los animales estaba expresamente autorizada desde 1584 (con la consabida nota sobre su nombre: auctor damnatus), quería confirmar:

 "si hay algún género de escrúpulo en tenellas, por ser libros muy esenciales, porque no hay cosa escrita de la dicha materia que no esté con gran distinción"[31].

El segundo caso es el del doctor Cristóbal Dávila, médico en Trujillo. Cuando apareció el índice de 1612 con la prohibición de todas las obras de Fuchs y la obligación de expurgar algunas de medicina para permitir su lectura, el médico tenía un ejemplar de la edición de las Opera omnia medica del médico alemán, impresa en Francfurt en varios tomos, en 1604,  por lo que la entregó a fray Francisco de Jesús. Éste le devolvió enseguida los tomos que contenían los escritos de Galeno editados por Fuchs y, pasado un tiempo, le devolvió el resto:

"diciéndome podía estudiar en ellos. Con la cual fe los tuve, hasta que un confesor mío en esta ciudad de Trujillo tuvo escrúpulo [...] por no constar que el padre fray Francisco tuviere comisión para volvérmelos y darme la licencia dicha..."

Los escrúpulos del confesor se transmitieron al médico y éste entregó los libros al comisario inquisitorial Juan de Malaver. A los tomos de Fuchs, además, añadió tres obras de Cardano y los cuatro tomos de las centurias médicas de Martin Rulandt. Dávila no dudó en acompañar la entrega con un escrito en que defendía el valor científico de las obras de Fuchs y cuestionaba los reparos del expurgatorio a los comentarios a Galeno como cuestiones de detalles nimios (como llamar "divino" a Platón, alabar demasiado a Galeno, o referir una anécdota "harto deshonesta" de Diógenes Laercio). Dos años más tarde, Dávila aún no había recuperado su modesta biblioteca científica. No sabemos si consiguió hacerlo algún día[32].

El otro aspecto que señalábamos es solamente un indicio de cómo, de un modo un tanto sorprendente, ciertas prácticas de lectura (que hoy llamaríamos "de solapa") podían ser moldeadas o, en cierto modo, facilitadas por la existencia de la censura inquisitorial. El resultado de lo que hemos perfilado antes como los treinta y cinco años de frenética actividad censora (1605-1640) fue expuesto con claridad por un estrecho colaborador en esas tareas, en 1634; aunque su valoración de la eficacia debe ser tomada con cautela, lo que aquí nos interesa es lo que dice después:

"De los libros que salen nuevamente de herejes (y salen cada día enxambres de ellos) son muy pocos los que llegan a España, que por vigilancia que hay en los puertos no pueden libremente enviarse acá, ni entrar. Lo que viene más de ordinario son las copias de las mundanas o ferias que se celebran en diversas partes del Norte, donde envían diversas imprentas célebres, o mercaderes gruesos, la nómina de libros que de nuevo se han impresso, para que en aquel concurso de las ferias se tome noticia de ellos y se divulguen. Destas nóminas suelen venir acá algunas y por su relación se suelen gobernar algunos que quieren ganar opinión de que tienen grandes noticias de libros, y no tienen más que los nombres y alguna generalidad de lo que tratan, si lo trae la nómina"[33].

En principio, el testimonio sobre esta práctica de lectura puede parecer anecdótico, pero desde nuestro punto de vista no lo es en absoluto. Las controversias científicas o filosóficonaturales, una forma de producción textual tan desarrollada a lo largo de todo el proceso de aparición de la ciencia moderna, se basaron en buena medida en la capacidad de leer, releer, criticar o glosar los textos de los oponentes o de los partidarios. Hasta bien entrado el siglo XIX (aunque, quizá, en cierta medida, nunca ha desaparecido), una retórica basada en los alardes de erudición formó parte del modo de argumentar "científicamente". Las prácticas de lectura, pues, no son en absoluto un aspecto anecdótico.

Si la historiografía reciente se muestra en general de acuerdo en la afirmación de que la represión inquisitorial tuvo una vertiente "pedagógica"[34], debería ponerse cierto empeño en demostrar que ésta se plasmó también en materia de libros y que consiguió un relativo éxito en su papel "moldeadora de las conductas". En nuestro caso, un eficaz papel moldeador de actitudes y prácticas intelectuales, al que respondió singularmente bien la elite académica e intelectual poderosa y sólidamente establecida en el sistema: miedo a la novedad, represión de la curiosidad, pedagogía de hábitos de trabajo intelectual escolásticos (en el sentido amplio de la palabra), apego a la doctrina segura, escaso estímulo para extranjerizar recorridos intelectuales, tanto en el aspecto físico de los viajes como en el aspecto de ese viaje que es siempre la lectura.

A la luz de estas cuestiones, y pese a la escasez de estudios que vayan en esta dirección[35], puede intentarse una hipótesis interpretativa que plantee la evolución cronológica de la actividad científica en España en paralelo con la de la censura inquisitorial, no para volver a caer en el error de establecer una perversa y unívoca relación causa-efecto, sino para tener un marco en el que incluir la variable acerca de las actitudes de las elites intelectuales respecto a la lectura novedosa o, simplemente, procedente del mundo no católico. Respondería a ello el progresivo deterioro que se experimenta a partir del periodo 1559-1583, pero mucho más en el medio siglo que va de 1583 a 1632. Después, por mucho que el bloqueo por saturación sea evidentísimo en la maquinaria censora del Santo Oficio tras la crisis 1632-1640, lo que queda en las décadas que le siguen es bien poco. Por eso el período 1640-1670 sigue siendo el más negro, quizá el único que sigue pudiendo ser pintado en una única gama de tintes oscuros[36]. El resto, todo es matizable. Sólo algunos miembros de las generaciones que maduraron en torno a 1670-1720 comenzaron a superar ese desfase que se había creado con respecto al clima intelectual en otros ámbitos europeos. En el periodo posterior, la relación de fuerzas cambió y esos hábitos intelectuales moldeados a lo largo de siglo y medio se modificaron, en buena medida. Puede resultar adecuado, en mi opinión, entender la actividad científica en la Ilustración española bajo esta perspectiva, que, de paso, ayuda a comprender la génesis de toda la interpretación liberal acerca del papel de la Inquisición en el "atraso científico español".

Pero, a mi modo de ver, faltaría introducir aún otros dos elementos importantes para comprender la interacción de lectores y censura inquisitorial. Uno del lado inquisitorial: la componente discriminatoria en el papel moldeador de las conductas ante la lectura. El otro del lado del los lectores: sin el colaboracionismo de las elites académicas no puede entenderse hasta qué punto fue eficaz la pedagogía inquisitorial frente a algunos grupos de lectores.

5. LA DISCRIMINACIÓN FRENTE A LOS LECTORES POTENCIALES

Resulta casi innecesario señalar que las licencias para leer libros prohibidos fueron, en este sentido, un mecanismo de discriminación absolutamente transparente, si se las contempla desde la idea de la actitud moldeadora de conductas ante la lectura. El uso de este instrumento tampoco fue nunca sistemático ni coherente, también la arbitrariedad y la improvisación frente a la coyuntura actuaron aquí como líneas maestras de la política respecto a las licencias[37]. Pero lo que aquí nos importa es que el mecanismo de las licencias no fue sino la plasmación legal de la idea de un privilegio de lectura, destinado para los elementos "seguros" del sistema. Esto es algo que se ve en muchos casos y en coyunturas bien diversas. Baste pensar en los numerosos cortesanos ilustrados españoles que conocieron el alcance, pero también los límites, de ese privilegio.

Un ejemplo extremo, es el privilegio de lectura que de facto se concedían los calificadores inquisitoriales para acceder de manera continuada a algunas obras hurtadas, sin embargo, a la circulación libre. Citaremos solamente un caso: la interminable expurgación de la Bibliotheca Universalis de Konrad Gesner pasó por las manos de muchos expertos censores. En 1594, uno de ellos fray Juan de Castañiza, acababa concluyendo:

"puede ser el libro de provecho; aunque no me parece justo que ande vulgarmente, sino que el Consejo de la Inquisición tenga uno para cuando fuere necesario buscar autores y para hazer cathálogos de libros prohibidos. Y, si se permitiese, haber otro en la librería del Escorial, por ser librería general."[38]

En el otro extremo de la escala de los públicos lectores, el sentido de la discriminación no fue menos claro. Lo demuestra, por ejemplo, la cuestión del distinto trato a las obras en latín y las obras en lengua vulgar, quizá uno de los primeros y más constantes indicadores de la discriminación. Más del 80 % de las obras científicas españolas censuradas están en castellano. El tratado sobre los sueños de Artemidoro, los libros de los inventores de las cosas de Virgilio Polidoro, o el tratado de magia natural de Giambattista della Porta, por citar sólo tres ejemplos, podían circular libremente en latín, mientras que estaban prohibidos o severamente expurgados en lengua vulgar.

El caso de la tardía y debatida expurgación de la traducción castellana que el médico Andrés Laguna hizo del tratado de materia médica de Dioscórides es un ejemplo rico de matices. Al final, se optó por eliminar más de treinta pasajes, que jamás se habían cuestionado ni se cuestionaron en ninguna versión o edición latina o griega del texto. El peligro era, pues, que la obra cayera en manos de lectores no pertenecientes a la elite universitaria de sanadores, la única con acceso a la lectura en latín[39].

Directamente relacionado con el criterio de utilidad, del que ya hemos hablado, el procedimiento preventivo (que también hemos definido) facilitaba claramente esa discriminación de los lectores potenciales. En palabras del propio Consejo de la Suprema explicando las normas aplicadas en el índice de 1640:

"los libros que se prohiben es o porque no han llegado a nuestras manos o porque no consta de la utilidad y [porque], aunque tal vez conste, no es bien permitirlos a todos sugetos"[40]

Si ésa era la postura de la cúspide de la jerarquía no resulta extraño que el resto de los elementos del sistema la asimilaran a su modo. El cura sevillano Luis de Guzmán, de quien ya hemos hablado cuando dábamos ejemplos sobre la doctrina oficial en torno a las obras científicas, denunciaba los libros de secretos naturales y advertía, refiriéndose a la obra del valenciano Jerónimo Cortés:

"Librillo ordinario y que anda en manos de oficiales y mozuelos y mujercillas, tan perjudicial que en muchas confesiones me ha dado que entender con gente ordinaria acerca de la fe que ponen en algunas cosas y hierbas. Çierto yo me admiro cómo la santa y general Inquisiçión no ha advertido el inconveniente grande que trae consigo que semejantes cosas anden en lengua vulgar"[41]

No se puede pedir mayor claridad acerca de la identificación precisa de públicos potencialmente peligrosos y de la discriminación basada en la realidad social del diferente manejo de las lenguas vulgares o del acceso al latín como lengua leída y escrita. Por eso parece llegado el momento de detenernos un poco en el estamento que monopolizaba el uso de ese instrumento de lectura culta que era el libro en latín.

6. EL COLABORACIONISMO ACADÉMICO

Para ilustrar esta idea, que ya ha venido siendo apuntada y, dado que no nos queda mucho espacio para extendernos en ella, expondré solamente dos ejemplos, que sirven para señalar hasta qué punto este factor fue importante y ha sido descuidado casi por completo en las interpretaciones más tradicionales.

El primero muestra una tendencia que se observa una y otra vez a lo largo de los distintos periodos: los colaboradores fueron en muchas ocasiones más radicales en sus propuestas y más optimistas en la capacidad de la Inquisición que los propios responsables del Santo Oficio. En 1572, un catedrático de Teología de Salamanca estrecho colaborador del aparato inquisitorial, Francisco Sancho, informaba a la Suprema de lo siguiente:

"A algunos Padres que dieron su parecer acerca del Catálogo, les ha parecido que, para bien del todo limpiarse estos Reynos de libros malos y malas doctrinas en ellos, convenía que se introduxese o huviese en España impressión de todos los libros que en ella huviesen de gastar y no se permitiesen entrar libros impressos en Reynos estrangeros. Pero esto muy difficultoso, aunque muy provechoso a su Magestad y a sus Reynos, si pudiese hazerse sin notable detrimento de las disciplinas y professores dellas."

Sancho no dudaba en sumarse a otras propuestas que indicaban el clima existente en el mundo universitario. Como quiera que "algunos Padres" habían propuesto también prohibir los apuntes manuscritos de las lecciones que se impartían en las aulas, Sancho (recordémoslo: un catedrático) sugería:

"quizá sería buen occasión para que, de parte del Santo Officio, se prohibiese el dictar y dar manu scriptis los lectores en sus licciones"[42].

El despliegue de medios y la movilización de los colaboracionistas en el mundo universitario a partir de la carta acordada de 24 de diciembre de 1605, que abría el período de preparación del nuevo catálogo, fue aún más intenso. Por vez primera, se abría explícitamente la posibilidad de que otras facultades distintas a las de teología fueran directamente consultadas para que propusieran obras de autores condenados que fueran necesarias para sus disciplinas, para proceder a expurgarlas; entre la lista de obras de autores protestantes que debían revisarse, figuraban, por ejemplo:

"Las de Thomas Erastus y Theophrasto Paracelso que pareciere a la facultad de Medicina serán de más provecho para uso de ella"[43]

La respuesta a tal consulta fue contundente e indicadora del clima existente en el estamento académico: todas las obras de Erastus fueron prohibidas sin ningún tipo de expurgación, Paracelso pasó a figurar en la primera clase del índice y solamente su Chirurgia minor podía permitirse previo expurgo. Si en 1605 la oportunidad del tímido pero interesante paracelsismo hispano institucional parecía haberse extinguido por el momento, no fue sólo por la implacable censura inquisitorial, sino también por la inhibición o franca oposición de las instituciones académicas.

7. HACIA UNA REDEFINICIÓN DEL IMPACTO DE LA CENSURA INQUISITORIAL SOBRE LA LECTURA DE LIBROS CIENTÍFICOS

En una sociedad que hizo de la desigualdad social y de la perpetuación de los privilegios estamentales su columna vertebral estas peculiares relaciones de la Inquisición con unos u otros grupos de lectores es perfectamente coherente.

La Inquisición desconfió sistemáticamente de los lectores "poco instruidos", controló y reprimió mucho más a las capas semi-instruidas que a las elites intelectuales de los diversos reinos, fueran éstas pequeñas y débiles o no tanto, según vamos averiguando últimamente. Estas elites intelectuales, durante la mayor parte del tiempo, una vez se superó el enfrentamiento con algunos sectores de las primeras generaciones de humanistas, no preocuparon demasiado a los censores inquisitoriales, porque en ellas habían encontrado casi siempre complicidad y colaboracionismo. En cambio, los grupos urbanos semi-instruidos, los lectores libres o que querían serlo, las mujeres, los jóvenes, los no universitarios o tonsurados, fueren sometidos a un control mayor, a una tensión implícita entre su acceso a la lectura y el miedo a la curiosidad, a la novedad.

A la larga, fue en ese terreno donde se libró la batalla y fue en ese terreno donde, en otros países y en otras coyunturas, la renovación de conocimientos y prácticas científicas y los cambios sociales e ideológicos que trajeron consigo, surgieron y se desarrollaron.

Por otra parte, la historia social de la ciencia ha ido abandonando en las últimas décadas muchas de las interpretaciones tradicionales basadas casi exclusivamente en el modelo "difusión-recepción" de las teorías científicas, para dar paso a explicaciones más complejas, en donde las condiciones sociales para el cultivo de las disciplinas y las prácticas científicas cobran especial importancia y donde conceptos tomados de la historia de la lectura, como por ejemplo el de "formas de apropiación", son utilizados para huir del simplista esquema de "invención-difusión-asimilación".

Por todo ello, los historiadores de la ciencia deberíamos movernos en esas coordenadas. Se trata de un territorio más difícil, es evidente, con menos capacidad de obtener las respuestas en blanco o en negro que dan titulares en los medios de comunicación, pero un terreno mucho más fructífero, desde el punto de vista historiográfico, que las manidas polémicas y las preguntas mal planteadas. La ventaja de plantear esta situación desde esta óptica interpretativa es que nos permite salirnos de la estéril exposición de visiones catastrofistas y apocalípticas, seguidas de retahílas de estudios de "excepciones" o, en el peor de los casos, de afanes revisionistas basados en una acumulación de esas excepciones, que acaban, en el fondo, dando una visión tolerantemente comprensiva del conflicto y no van más allá de la siempre fácil caricatura de los desorientados comentarios procedentes de la tradición historiográfica liberal, más hija de los peores clichés de la Ilustración que de una voluntad historiográfica desprejuiciada.

Sin negar que todos herederos tanto de aquellos apocalípticos como de algunos integrados más recientes, debemos saber salir del atolladero donde una y otra vez nos coloca su pesada herencia. El problema "Inquisición y pensamiento científico" puede enfocarse mejor, en mi opinión, desde esas nuevas perspectivas que, por una parte, lo integran en un contexto histórico general mucho más adecuado y, por otra, le permiten beneficiarse de lo mucho que la historiografía inquisitorial ha avanzado en las últimas dos décadas. De otro modo, corremos el riesgo de convertirlo en el único terreno en donde todavía tengamos que asistir a ese estéril debate entre apocalípticos e integrados.



* Científico titular en el Departamento de Historia de la Ciencia de la Institución "Milà i Fontanals", CSIC, Barcelona. Trabajo llevado a cabo en el marco del proyecto financiado por la DGESIC, PB96-0761-C03-02.

[1]En el libro que recogió las ponencias y counicaciones del congreso: J. PÉREZ VILLANUEVA (dir.), La Inquisición española. Nueva visión, nuevos horizontes, Madrid, Siglo XXI, 1980; los trabajos citados, en pp. 513-613.

[2]Ibidem, pp. 41-60.

[3]Algunas reflexiones sobre cómo la historia de la lectura podría enriquecer los planteamientos de los historiadores sociales de la ciencia, pueden verse en: J. PARDO TOMÁS, Historia de la ciencia e historia del libro ¿un desencuentro?, Dynamis, 17 (1997), pp. 467-474, a propósito de la publicación de dos libros de M. PEÑA, Cataluña en el Renacimiento: libros y lenguas, Lleida, Editorial Milenio, 1996; y El laberinto de los libros. Historia cultural de la Barcelona del Quinientos, Madrid, Fundación Sánchez Rupérez, 1997, que me siguen pareciendo dos excelentes guías para estos planteamientos; y de dos volúmenes colectivos que ofrecían un buen estado de la cuestión para entonces: H. E. BÖDEKER (dir.) Histoires du livre. Nouvelles orientations, Paris, IMEC Éditions et Éditions de la Maison de l'Homme, 1995; y R. CHARTIER (dir.) Histoires de la lecture. Un bilan des recherches, Paris, IMEC Éditions et Éditions de la Maison de l'Homme, 1995. Por lo que se refiere a la historia de la ciencia, no es éste el lugar para ofrecer una guía bibliográfica al respecto. Remitimos al lector a la revisión de D. PESTRE, Pour une histoire sociale et culturelle des sciences. Nouvelles définitions, nouveaux objets, nouvelles pratiques, Annales. Histoire, Sciences Sociales, 50, nº 3 (1995), 487-522; y para el aspecto de la ciencia y su público al trabajo de S. SHAPIN, Science and the public, en R. C. Olby  et al. (ed.) Companion to the History of Modern Science, London, Routledge, 1990, pp. 990-1007 En castellano, continúa siendo orientador el conjunto de trabajos reunidos por J. ORDOÑEZ y A. ELENA, La ciencia y su público, Madrid, CSIC, 1990.

[4]Sigue siendo de obligada consulta la antología de E. y E. GARCÍA CAMARERO, La polémica de la ciencia española, Madrid, Alianza, 1970, así como el capítulo inicial de J. Mª LÓPEZ PIÑERO, Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII, Barcelona, Labor, 1979, pp. 15-15-37.

[5]J. PARDO TOMÁS, Ciencia y censura. La Inquisición española y los libros científicos en los siglos XVI y XVII, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1991.

[6]Puede resultar ilustrativo de lo que decimos la última versión de H. KAMEN, La Inquisición española, Barcelona, Crítica, 1999 o, en el terreno de la historia de la ciencia, el reciente libro de J. M. SÁNCHEZ RON Cincel, martillo y piedra: historia de la ciencia en España (siglos XIX y XX), Madrid, Taurus, 1999. Una reflexión desde el punto de vista de un historiador de la ciencia, en: A. NIETO-GALÁN, The images of science in Modern Spain. Rethinking the "Polémica", en: K. GAVROGLU (ed.) The Sciences in the European Periphery during the Enlightenment, Dordrecht, Kluwer Academic Publishers, 1999, pp. 73-94. También: A. MARTÍNEZ VIDAL; J. PARDO TOMÁS, Un siglo de controversias: la medicina española de los novatores a la Ilustración, en: J.L. BARONA, J. MOSCOSO, J. PIMENTEL (eds.), La Ilustración y las Ciencias. Para una historia de la objetividad, Valencia, Universitat de València, 2003, pp. 107–135, especialmente pp. 108–110.

[7]J. Mª LÓPEZ PIÑERO, Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII, Barcelona, Labor, 1979, pp. 371-376; me resulta grato reconocer que precisamente este libro y, sobre todo, su autor, supieron estimular durante años mi trabajo en estos temas.

[8] Remitimos al lector a tres significativas revisiones sobre el asunto aparecidas en la última década: D. C. Lindberg & R. S. Westman, Reappraisals of the scientific revolution, Cambridge, Cambridge University Press, 1990; F. H. COHEN, The Scientific revolution: a historiographical inquiry, Chicago, University of Chicago Press, 1994; y S. SHAPIN, The Scientific Revolution, Chicago, The University of Chicago Press, cop. 1996.

[9]Index librorum prohibitorum et expurgatorum, Madrid, apud Ludovicum Sanchez, 1612, p. 2.

[10]En ese sentido, es justa la crítica que hace H. KAMEN, La Inquisición española, Barcelona, Crítica, 1999, p.

[11]Index librorum prohibitorum et expurgatorum, Madrid, apud Ludovicum Sanchez, 1612, p. 2.

[12]Un desarrollo por extenso de lo que se sintetiza en este párrafo, puede verse en: J. PARDO TOMÁS, Ciencia y censura..., pp. 149-264.

[13]Y que, por fortuna, ha tenido también interpretaciones renovadoras que lo han sustraído, en parte, de los manidos argumentos justificatorios o descalificatorios tradicionales, que todavía pesan de manera evidente en, por ejemplo, el debate en torno al reciente "perdón" de Karol Woytila y sus asesores. Sirvan como ejemplo el provocador Galileo eretico, de P. REDONDI (Torino, Einaudi, 1983; edición española, Madrid, Alianza, 1990) y más recientemente, desde la historia de la ciencia, M. BIAGIOLI, Galileo Courtier. The Practice of Science in the Culture of Absolutism, Chicago, The Chicago University Press, 1993.

[14]Archivo Histórico Nacional [en adelante: AHN], Inquisición, lib. 500, ff. 464r-466v.

[15]V. NAVARRO BROTONS, The Reception of Copernicus in Sixteenth-Century Spain: The Case of Diego de Zúñiga, Isis, 86 (1995), 52-78.

[16]M. ESTEBAN PIÑEIRO y F. GÓMEZ CRESPO, La primera versión castellana de 'De revolutionibus orbium coelestium': Juan Cedillo Díaz (1620-1625), Asclepio, 43 (1991), 131.162.

[17]J. SANTOS PUERTO, El Padre Sarmiento y la introducción de Newton en España, Llull, 20 (1997), 697-733.

[18]A. E. TEN ROS, "No hay reyno que no sea newtoniano..." Sobre la introducción del newtonianismo en España, Archives Internationaux d'Histoires des Sciences, 43 (1993), 293-319.

[19]AHN, Inquisición, leg. 4436, exp. 11.

[20]AHN, Inquisición, leg. 4517, exp. 2.

[21]AHN, Inquisición, leg. 4437, exp. 9 [el subrayado es nuestro]

[22]Ésta y la anterior en: AHN, Inquisición, lib. 291, f. 441r.

[23]AHN, Inquisición, leg. 4435, exp. 5.

[24]AHN, Inquisición, lib. 291, ff. 361r-365r.

[25]AHN, Inquisición, lib. 574, h. 350r.

[26]AHN, Inquisición, leg. 4470, exp. 16.

[27]AHN, Inquisición, leg. 4440, exp. 4.

[28]AHN, Inquisición, leg. 4437, exp. 9.

[29]AHN, Inquisición, leg. 4470, exp. 3 contiene noticias acerca del origen de estos memoriales; AHN, Inquisición, leg. 4517, exp. 1 contiene las relaciones de las obras que se guardaban en la mayor parte de los tribunales peninsulares en 1634.

[30]No se sugiere por ello que fuera el censor inquisitorial el agente fundamental para implantar y moldear esas conductas. Como resulta evidente en los ejemplos elegidos, el confesor jugaba un papel esencial. La interacción entre ambos -censor y confesor- fue sin duda una fórmula de gran eficacia en éste como en otros aspectos. En este sentido véanse las consideraciones de Adriano PROSPERI en su excelente, Tribunali della coscienza: inquisitori, confessori, missionari, Torino, Einaudi, 1996.

[31]AHN, Inquisición, leg. 4444, exp. 60.

[32]AHN, Inquisición, leg. 4471, exp. 27.

[33]AHN, Inquisición, lib. 291, f. 440v.

[34]Así puede juzgarse desde la aparición y recepción de la obra de B. BENNASSAR  et al., L'Inquisition espagnole, Xve-XIXe siècle, Paris, Hachette, 1979 (versión española: Inquisición española: poder político y control social, Barcelona, Crítica, 1981.

[35]Entre las excepciones, cabe señalar el libro de A. WERUAGA, Libros y lectura en Salamanca: del Barroco a la Ilustración (1650-1725), Salamanca, Junta de Castilla y León, 1993.

[36]Aunque quizá sólo por el momento. En este sentido, son digna de ser tomadas en consideración las hipótesis de François López acerca de lo mucho que falta por conocer sobre estas supuestas épocas oscuras, cada vez más restringidas en el tiempo: F. LOPEZ, Los novatores en la Europa de los sabios, Studia Historica. Historia Moderna, 14 (1996), 95-111.

[37]Afirmación hecha sobre la base de la consulta de los libros de registros de la Secretaría de Cámara del Inquisidor General, donde se asentaban las concesiones y revocaciones de licencias: AHN, Inquisición, libs. 356-481.

[38]AHN, Inquisición, leg. 4444, exp. 60, carta de fray Juan de Castañiza, del 15 de mayo de 1594.

[39]Puede verse un desarrollo más extenso del caso en el ya citado Ciencia y censura..., pp. 216-219.

[40]Novissimus Index (1640), ff. preliminares sin numerar.

[41]AHN, Inquisición, leg. 4471, exp. 11.

[42]Ésta y la anterior cita proceden ambas de: AHN, Inquisición, leg. 4435, exp. 10, carta de Sancho, del 2 de mayo de 1572.