LOS ARBITRISTAS
ENTRE DISCURSO Y ACCIÓN POLÍTICA
PROPUESTAS PARA UN ANÁLISIS DE LA NEGOCIACIÓN POLÍTICA*
ANNE DUBET
Universidad
Blaise Pascal (Clermont-Ferrand)
Resumen
En
el presente estudio, la autora pone en tela de juicio la historiografía
reciente sobre los arbitristas. A este efecto, analiza varios de los llamados
arbitristas, los que figuran en las "historias de los dichos": Luis
Valle de la Cerda y su amigo flamenco Pedro de Oudegherste (Pierre
d’Oudegherst), Jerónimo de Ceballos, Lisón y Biedma, Fernando Álvarez de
Toledo, Manuel López Pereira, Alejandro Lindo, Alberto Struzzi, entre otros. Se
nos presenta una propuesta de análisis de los orígenes y del posterior
desarrollo de un proyecto reformador del crédito (el famoso proyecto de erarios
públicos y montes de piedad). Un proyecto que dio lugar a negociaciones más o
menos conflictivas con cierta continuidad durante más de medio siglo (entre los
años 1560 y los años 1620). En éstas, intervinieron los arbitristas al lado de
otros actores: el rey, sus consejeros, las juntas, los concejos de las
ciudades, los procuradores de Cortes, algún mercader. Este enfoque, casi
opuesto al de las monografías dedicadas a los arbitristas, lleva a la autora a
insistir más en lo que une a los arbitristas con los demás actores, que en lo
que les margina, poniendo el acento en su funcionalidad en un sistema político
dado.
1.
DOS VISIONES
DE LOS ARBITRISTAS
Las descripciones
que se nos dan en el Siglo de Oro de los arbitristas proceden esencialmente de
sátiras literarias o de las denegaciones de los autores que no quieren ser
considerados como arbitristas.
1.1.
El origen: la sátira
El arbitrista se
define por una práctica y unos discursos específicos. Remite arbitrios al
rey o a sus consejeros, en los que les propone soluciones a corto, medio o
largo plazo para acabar con dificultades hacendísticas o económicas y sus
implicaciones políticas y sociales.
Suele hacerlo en dos
etapas:
1/ empieza dando un
resumen de su arbitrio, que se somete al examen de consejeros del rey;
si el arbitrio es original (nunca visto en los libros del Consejo) se le otorga
un privilegio, que estipula que se pagará un derecho (en francés: droit
d’avis) al autor del arbitrio si se lleva su expediente a ejecución; el
derecho suele estimarse en un 4 o 5 por ciento de los beneficios del arbitrio.
2/ Después de
recibir el privilegio, el arbitrista entrega su texto integral.
Jean Vilar [1973] ya estudió, en una obra
magistral, la composición de estos discursos. Se caracterizan por giros idiomáticos
recurrentes (el daño universal, el único remedio), por una estructura
sencilla, generalmente binaria (a los daños siguen los remedios, tantos
remedios como daños o un remedio único para todos los daños), o ternaria (los
daños, los falsos remedios ‑los de los demás‑, los verdaderos), una
argumentación repetitiva, que insiste siempre en la urgencia de la situación
(la decadencia o declinación inminente), en la facilidad del
remedio propuesto, los ingentes beneficios que reportará “ sin daño del
rey ni de sus vasallos ”, “ con aumento de todos ” ‑en
particular de los pobres.
Unos objetos
recurrentes: aumentar las recetas fiscales, desempeñar las rentas reales
enajenadas (juros perpetuos) o empeñadas (juros al quitar), evitar las sacas
de oro y plata (“sangría de dinero”), luchar contra la despoblación,
contrarrestar la inflación del vellón.
A partir de aquí,
los historiadores ‑esencialmente españoles y, en menor número, franceses‑
proponen dos visiones del arbitrista:
1.2.
La tradición satírica: ¿locos o peligrosos?
La que procede
directamente de la sátira. La recogieron autores del s. XIX, como Manuel Colmeiro, pero se halla también en
trabajos más recientes: el catálogo de arbitristas de Correa Calderón [1982],
la definición de Fabián Estapé [1952],
o, con matices, los trabajos recientes de Pedro Schwartz
y su alumno Luis Perdices de Blas
[1996]. Se insiste en el carácter extravagante y / o peligroso de los
arbitrios, prestándoles a sus autores rasgos sicológicos poco envidiables: son
codiciosos (no vacilarán en enriquecerse a expensas del pobre contribuyente),
lo que los convierte en molestos mendigos de corte, los “ fâcheux ”
de Molière (resulta difícil deshacerse de ellos sin adelantarles dinero); son
locos, por basarse sus proyectos en paradojas insolubles (enriquecer al rey
reduciendo la carga fiscal) o propuestas inaceptables (que cada español ahorre
una cena para el monarca, cfr. Cervantes). A veces, se relacionan estas
características con defectos propios de los españoles (“ espíritu de la
raza ”, [Estapé, 1952]), lo
que impide entender porqué hubo donneurs d’avis franceses [F. Bayard, 1988] o autores de avisos en
Flandes [Goris, 1925].
En algunos casos,
cuando no se les cree completamente inútiles, se les atribuye un papel
histórico pernicioso: la influencia de sus razonamientos en las decisiones del
rey, causa esencial de la decadencia según Colmeiro. Pedro Schwartz
adopta idéntica perspectiva: ¡los arbistristas no supieron entender el interés
de la propiedad privada!
1.3.
Los arbitristas rehabilitados
Se desarrolló desde
mediados del siglo XX una segunda visión, opuesta: la rehabilitación de los
arbitristas propuesta por autores como Earl J. Hamilton,
John H. Elliott [1982], Jean y
Pierre Vilar, José Larraz López, Juan Ignacio Gutiérrez Nieto, José Luis Abellán. En esta perspectiva, los
arbitristas no son agentes de la decadencia ni famélicos pedigueños de corte,
sino testigos lúcidos de la decadencia. Se pone de realce el valor teórico de
sus discursos [P. Vilar, 1962].
Incluso se tiende a insistir en el error de los gobernantes que no siguieron
sus consejos.
Esta óptica ha
permitido emprender estudios detallados, con reediciones críticas de sus
discursos, como los que corrieron a cargo del Instituto de Estudios Fiscales.
Un trabajo imprescindible basado en la búsqueda de sus fuentes permitió dar
cuenta de la originalidad de algunos de ellos.
Un corolario es que
se considera a los arbitristas como verdaderos intelectuales, pensadores. Basta
con leer las monografías dedicadas a tal o cual de ellos o las historias del
pensamiento en las cuales se les dedica un capítulo aparte [Abellán, 1988; Gutiérrez Nieto, 1986] para comprobarlo. En sus libros y
discursos, se suele buscar un pensamiento teórico que implique una concepción
novedosa de la sociedad. A esto corresponde la creciente tendencia a dejar de
llamarlos arbitristas: se habla de “ economía política ”, de
“ economistas ” o de “ teóricos de los negocios ”;
últimamente, J. Vilar prefirió
calificar a Cellorigo de repúblico, en lugar de arbitrista, por
tener el primer término conotaciones positivas de las que carecía, obviamente,
el otro [J. Vilar, 1996].
En la misma
perpectiva, algunos autores llegaron a defender posturas extremadas: Schwartz y Perdices de Blas buscan en los arbitrios el anuncio de los
pensamientos económicos de hoy, descartando deliberadamente todo cuanto se
aleja de lo que consideran hoy como valioso. Una postura que, en mi opinión,
les lleva a pronunciar juicios anacrónicos, reprochándoles a los arbitristas no
entender tal o cual noción propia del pensamiento económico liberal del s. XIX
y del XX[1], en lugar de
procurar entender la lógica interna de las construcciones de aquellos
arbitristas. En otros casos, se buscan ejemplares de ideologías de hoy en el s.
XVII (convirtiendo por ej. a López Bravo en socialista [Méchoulan, 1977 ; fue criticado por Álvarez Vázquez,
1983]).
2.
LÍMITES DE ESTAS CONCEPCIONES
DE LOS ARBITRISTAS
Sin llegar al
extremo aludido, estas dos visiones contrastadas de los arbitristas presentan
serias limitaciones: por razones distintas, tanto la una como la otra
contribuyen a hacer de los arbitristas seres atípicos y poco funcionales en el
entramado político del s. XVII y a desconocer la finalidad eminentemente
pragmática de sus discursos.
2.1.
Residuos de una época arcaica
En la primera
visión, predomina el menosprecio. Éste lleva a ahorrar toda reflexión sobre el
papel político de los arbitristas: son individuos molestos, que obstaculizan la
actividad de una administración moderna eficaz. De aquí a considerarles como
escorias, residuos de una época arcaica, sólo hay un paso, paso que fue dado
sin reparos por los que estudiaron a los proyectistas del s. XVIII. Para
ellos, los proyectistas se oponen a los arbitristas, en tanto son
caracterizados por el profesionalismo, la eficacia, la buena inserción en el
aparato administrativo [Múñoz Pérez, 1955[2]], lo que me parece
tan equivocado como el tópico relativo a los arbitristas del s. XVII.
La sola
consideración del número aparente (ya que no disponemos de estudios estadísticos)
de los arbitristas y de la duración del fenómeno arbitrista (un siglo) debería
invitarnos a la prudencia: ¿cómo puede durar tanto un fenómeno desprovisto de
toda funcionalidad?
2.2.
El arbitrismo: ¿un movimiento de pensadores?
La segunda visión
también adolece de serios límites. Le dedicaré mayor espacio por ser desde
finales del siglo XX la concepción dominante entre los historiadores.
2.2.1. Separar “el grano de
la paja”
Recojo la expresión de Abellán: por un lado, los pensadores que merecen
entrar en su Historia crítica del pensamiento español o en las otras,
por otro lado, los arbitristas de segunda zona, que se identifican con los de
la sátira.
La dificultad
estriba en establecer la frontera entre los malos y los buenos: ¿según qué
criterios? Se suele recuperar a los que propusieron arbitrios de gran
alcance, no limitados a una zona geográfica determinada o a un solo sector de
la economía o de la administración fiscal, ni al beneficio a corto plazo. Está
claro que la definición será bastante fluctuante.
Además, tal línea
divisoria es anacrónica: J. Vilar
subrayó que los contemporáneos ponían a todos los arbitristas en el mismo saco.
2.2.2. Unos actores distintos
Esta concepción de los arbitristas contribuye a marginarlos de los demás
actores: actuarían a otro nivel ‑un nivel, claro está, superior, más
honrado y digno de interés. Se considera su aporte intelectual, filosófico a
los debates. Algunos autores hasta llegaron a afirmar que los arbitristas
constituían un grupo o un movimiento de pensadores [Abellán, 1988; Gutiérrez Nieto, 1986].
Esto implica que les unen un pensamiento y una acción, separándoles de los
demás. En otros términos, la invención del término arbitrismo ‑inexistente
en el s. XVII‑ lleva a creer que existió un arbitrismo.
Si extremamos esta
postura, desembocamos en paradojas: no se puede entender por qué los
arbitristas llegan a tener lectores, ni porqué los procuradores de Cortes, o en
su caso los miembros de las juntas o de los Consejos del rey intentan llevar a
cabo sus proyectos de reforma si suponemos que los arbitristas superan a todos
los demás por sus visiones de amplio alcance y su originalidad. ¿No será más
lógico pensar, al contrario, que los arbitristas tienen éxito porque son
capaces de responder las esperanzas de los demás, o sea, por no ser tan
originales, sino porque otros actores son capaces de entender y asumir sus
razonamientos?
Existen dos estudios
significativos de las dificultades que conlleva la consideración de los
arbitristas como pensadores: el que propone Earl J. Hamilton de las
negociaciones relativas a los erarios en los años 1620 [Hamilton, 1949]; el de J. I. Gutiérrez Nieto, sobre el
arbitrismo agrarista [Gutiérrez Nieto,
1983]. Ambos separan a los arbitristas de los debates en las Cortes o de
la actividad de los Consejos y juntas en la promoción de una reforma dada
(respectivamente, el proyecto de erarios públicos y montes de piedad, y los
proyectos de tasas del trigo). Lo que plantea dificultades. En efecto, ¿cómo
distinguir con certeza a los que entran en las Cortes para aportar sus luces
intelectuales de los que vienen mandados por un grupo de interés y participan
plenamente en los conflictos políticos? Así, Hamilton
sitúa a Ceballos y a un tal Juan de Urbina entre los intelectuales. F. Ruiz Martín notó que Urbina era
probablemente un agente del rey, utilizado como medio de presión sobre las
mismas Cortes. F. J. Aranda Pérez
mostró que Jerónimo de Ceballos hablaba como mandatario de su ciudad, Toledo.
Existe un riesgo, por lo tanto: erigir la carencia de informaciones biográficas
sobre la procedencia o las relaciones de los arbitristas en señal de la
superioridad intelectual de unos actores que serían capaces de elevarse por
encima de los bajos conflictos de intereses que afectan a los demás.
Así, corremos el
riesgo de pasar por alto las relaciones establecidas entre los arbitristas y
los demás actores o entidades, dejando de ver la dinámica política
propia del Antiguo Régimen. Gutiérrez
Nieto estudia en tres capítulos separados tres historias paralelas de
los proyectos agrícolas, en particular del debate sobre la tasa del trigo: así,
distingue tres esferas, la de las Cortes, la del Consejo de Castilla, la de los
arbitristas. En cada capítulo se ve obligado a establecer puentes con los otros
dos. Sin embargo, la misma estructura de su artículo implica que estas
influencias recíprocas entre arbitristas, procuradores y consejeros son
segundarias en la gestación de las reformas agrícolas. Cabe imaginar otra
representación, más dinámica, de las relaciones recíprocas que se establecen
entre los actores de las distintas esferas, que en algunos casos son los mismos
individuos.
En cuanto a la idea
de un movimiento arbitrista, resulta difícil mantenerla si suponemos que un
movimiento se caracteriza por el hecho de que sus miembros comparten unos
objetivos comunes, actuando juntos o por lo menos en la misma dirección, lo que
les separaría de los demás. Daré tres razones:
1/ No tienen ninguna
conciencia de formar parte de un grupo: el arbitrista siempre es el otro,
denunciado, nadie se reconoce como arbitrista.
2/ La ausencia de
pensamiento común: el mismo J. I. Gutierrez
Nieto, al estudiar “ el pensamiento económico, político y social de
los arbitristas ”, se ve obligado a establecer diferencias entre un
arbitrismo fiscal, un agrarista, un industrial [1986]. Estas diferencias
podrían corresponder a la defensa de intereses locales: los toledanos son más
proteccionistas (Ceballos, Fernando Álvarez de Toledo), los sevillanos y los
que vivieron e incluso tuvieron tratos en Flandes prefieren abrir las fronteras
aduaneras (Alejandro Lindo, Alberto Struzzi, Manuel López Pereira) [Dubet, 1998, p. 629-38 ; Echevarría Bacigalupe, 1995].
3/ Sus discursos no
son específicos de los arbitristas. Se suele afirmar que el Conde-Duque de
Olivares es uno de los mayores arbitristas de su siglo; se hallarán en las Actas
de las Cortes de Castilla y León y en las de los concejos municipales
discursos que presentan las características que Jean Vilar reseña al estudiar los textos de los arbitristas;
podría decirse lo mismo de las cédulas relativas a las tasas de los censos o a
la moneda de vellón emitidas en el s. XVII.
En algunos casos es
posible demostrar que los procuradores o los regidores copiaron tal o cual
discurso arbitrista, o se inspiraron de la estilística arbitrista[3]. Sin embargo no
está prohibido imaginar una influencia en sentido contrario: ¿no se podría
pensar que los arbitristas imitan a los procuradores o los ministros? Siguen siendo poco numerosos
los estudios de las concepciones políticas y el vocabulario de los Consejos,
los procuradores y las élites locales, resulta difícil determinar quién plagia
a quién.
Lo que sí podemos
afirmar es que si algo distingue a los arbitristas de los demás, convendrá
buscarlo fuera de sus discursos.
2.2.3. Entre interés propio y bien público
Existe un tercer presupuesto relativo a los arbitristas, desarrollado en la
segunda mitad del siglo XX. Es un corolario de la ascensión de los arbitristas
hacia las altas cimas de la inteligencia: se supone a veces que los arbitristas
más dignos no persiguen el lucro personal que, claro está, entra en abierta
contradicción con el bien público [Barat,
1981].
El problema es que
varios ejemplos contradicen esta división. Hablaré de lo que conozco: Luis
Valle de la Cerda y su amigo Oudegherste no vieron ninguna contradicción entre
su bien individual, el del reino y el servicio del rey. El primero puso en el
mismo nivel sus acciones como defensor de una reforma del crédito y sus
servicios de agente del rey en Flandes, y pidió como premio el cargo de
secretario; el segundo obtuvo un privilegio en el que se le prometía un
porcentaje sobre los beneficios de los erarios, beneficios a los que asoció
Valle de la Cerda en un contrato posterior. Sin embargo, se suelen conocer los
dos como valiosos “ economistas ” o “ teóricos de los
negocios ”. En su estudio reciente de la figura de Cellorigo, Jean Vilar demuestra que éste también buscó
la promoción personal, aunque no la expresaba en porcentajes. En sus estudios
dedicados a los arbitristas que escriben sobre problemas monetarios, Elena García Guerra aduce ejemplos similares
[2000, I y II].
Puede que la
contradicción que establecemos hoy entre interés privado y servicio público no
sea válida para el s. XVII. Abundan en este sentido los estudios dedicados, en
Francia, a los grandes financieros.
2.3.
¿Los arbitristas, fruto de la depresión económica?
Al no querer
insertarlos en el sistema político propio del Antiguo Régimen, sólo se propone
una explicación coyuntural de la aparición de los arbitristas: son el
fruto de la crisis económica y de la “ decadencia ” del imperio
español o monarquía católica (papel determinante de la guerra de Flandes y
otras derrotas militares).
Tal explicación no
satisface del todo, por tres razones:
-Primero, no da
cuenta de épocas de depresión económica sin arbitristas.
-En segundo lugar,
confunde las razones de la existencia de los arbitristas con los objetos de sus
discursos, lo que minusvalora el desfase entre los discursos y la realidad [Castellano, 1989]. Reflejo de esta
confusión: una historia económica que hasta hace poco se contentó con
reproducir los discursos de los arbitristas, verbigracia en el análisis de los
efectos de juros y censos[4]. Una línea difícil
de mantener hoy en día: se sabe que en las dos últimas décadas se modificó
profundamente la imagen de una larga y generalizada crisis española en el s.
XVII, y queda demostrado que los arbitristas no son una especificidad española.
-En tercer lugar,
esta explicación deja de lado el hecho de que el ritmo de la producción
arbitrista es tan (o más) político como económico. Aunque sería interesante
establecer una cronología fina que dé cuenta exhaustiva de las producciones
arbitristas, una ojeada de miope ofrece una interesante aproximación: los
períodos de sucesión en el trono y las caídas de validos coinciden con el
incremento de la producción de arbitrios [véanse el catálogo de Correa Calderón y las monografías
dedicadas a Lerma, Olivares, Felipe IV, Carlos II, o a un proyecto de
reforma en particular].
Así, si resulta
difícil decir porqué hubo arbitristas en el s. XVII, queda claro que la
causalidad económica es débil.
3.
PARA UN ANÁLISIS
DE LA PRÁCTICA POLÍTICA
DE LOS ARBITRISTAS
Seré polémica. Las
dos visiones de los arbitristas que acabo de resumir convierten a los
arbitristas en errores de la Historia: en la una, son residuos de un pasado
arcaico, a punto de desaparecer ante la modernidad; en la otra, son brillantes
anticipos sobre la edad contemporánea, mal entendidos por coetáneos cegados por
sus intereses inmediatos. No participan de la acción política o, si lo hacen,
se sitúan en otro nivel (filosófico) o no son más que frenos destinados a
desaparecer, por ir a contracorriente del movimiento general.
Tales visiones no
permiten entender por qué hubo arbitristas, por qué los coetáneos de los
arbitristas gastaron cierta (no tanta…) energía en criticarlos (las sátiras) o
mucha más en oírlos (Cortes, Consejos, juntas, concejos), qué papel
desempeñaron en la negociación política. Claro que conviene suponer que sus
coetáneos no eran más extravagantes que los arbitristas: o sea, que hay una
racionalidad de las prácticas políticas del s. XVII, aunque no fuera la
nuestra.
Resulta muy fácil
criticar. ¿Qué se puede proponer en cambio? Me parece que para llegar a una
comprensión más exacta de los arbitristas y el arbitrismo (si cabe), conviene
abandonar tres ideas:
1/la separación
entre grano y paja, “ buenos ” y “ malos ”, grandes
“ economistas ” y codiciosos inventores de expedientes ruinosos;
2/la idea de que los
primeros son intelectuales;
3/la reducción del
arbitrismo a los discursos de los arbitristas.
Esto implica que nos
interesemos más por la práctica del arbitrismo, procurando dar cuenta de su
lógica interna: ¿quién se hace arbitrista y por qué? ¿por qué y para qué se
escucha a los arbitristas?
3.1.
¿Quiénes son?
Una primera
dificultad viene constituida por la identificación de los arbitristas. Dije que
no constituían un grupo o movimiento de pensamiento. Esto no nos prohibe
reseñar algunas características que nos permitan definir a los arbitristas: las
que se suelen enunciar constituyen un buen punto de partida. Según ellas, el
arbitrista se define por unos discursos, pero también por una práctica: remite
memoriales en los cuales se describen arbitrios que, a corto o medio plazo,
reportarán beneficios financieros, económicos y a veces sociales u morales
(suponiendo que se puedan separar los distintos aspectos), esperando que se le
reconozca la autoría del arbitrio y se le premie por la invención. Esta es
considerada como un servicio equiparable al de un oficial o un soldado. El
arbitrista suele dirigirse al rey y a sus consejeros, secretarios u otros
oficiales, pero también a las Cortes de Castilla y León, que se quejan en dos
ocasiones, al principio del período que nos interesa (1588 y 1618) de los
arbitristas[5]. Se ha estudiado
menos el caso de arbitrios dirigidos a ciudades: sin embargo, F. J. Aranda Pérez [1993] ha demostrado que
Toledo había solicitado la redacción de arbitrios a principios del reinado de
Felipe IV; por mi parte, pude encontrar arbitrios dirigidos a la ciudad de
Madrid[6]. Supongo que se
podrían multiplicar los ejemplos en este sentido.
Si resulta
relativamente sencillo dar una definición del arbitrista, es más complicado
dilucidar quién entra en la categoría de los arbitristas y quién no. Las
sátiras literarias y otras denuncias de los arbitristas del siglo XVII se hacen
en términos generales: no dan nombres. La denegación de los propios hombres
considerados hoy como arbitristas (pensemos en Cristóbal Pérez de Herrera)
complica nuestra tarea. Los hombres de la época se definen por sus orígenes
geográficos y familiares, su condición social, su religión o su oficio, y ser
arbitrista no es un oficio.
Sin embargo, no
todos los que tratan de arbitrios son arbitristas. ¿Dónde pasa la divisoria? El
uso actual separa a los consejeros del rey o los procuradores de Cortes de los
arbitristas. Parece adecuarse a la visión de los hombres del s. XVII. Así,
las mismas Cortes que en 1618 (Cortes de 1617-20) anuncian su deseo de no
escuchar a los arbitristas se lanzan en un examen prolongado de lo que llaman
“arbitrios”, para elegir los que permitirán cobrar los nuevos millones. Unos
procuradores cuyos discursos presentan las características reseñadas por J. Vilar [1973], como Hernando de Quiñones
(León), no son tachados de arbitristas. Los autores satíricos nos proporcionan
una indicación interesante al respecto: lo que se le reprocha al arbitrista es
meterse en asuntos que no le tocan, sin legitimidad [J. Vilar, 1973, p. 255-7]. Así, el arbitrista podría ser el que
habla en su propio nombre, sin ser mandado por un concejo, como los
procuradores o regidores, ni por un Consejo.
Esto puede explicar
que no se es arbitrista ad vitam perpetuam. Si seguimos con las Cortes
de 1617-1620, el caso del delegado cordobés don Baltasar Jiménez de Góngora
resulta esclarecedor. Éste presenta en 1617 (24/08) un arbitrio sobre el azúcar
para el que obtuvo un privilegio en 1613: en una cédula, el rey le prometía un
4 % de los beneficios sobre el arbitrio. Sin embargo, en 1617, no lo echan
como arbitrista: quien habla es el procurador de Córdoba. En otros casos, es
más dificultoso establecer esta separación: ¿qué se puede decir de Ceballos,
que habla a veces en tanto regidor de su ciudad, mandado por ella, pero parece
haber publicado su Arte real de motu proprio? Su compatriota don
Fernando de Toledo, también miembro del cabildo municipal, ¿se convierte en
arbitrista en cuanto entra en las juntas de Olivares sin mandato de Toledo?
¿Cómo considerar a Mateo Lisón y Biedma? [Dubet,
1998 ; J. Vilar, 1971].
En cuanto a los
orígenes sociales de los arbitristas, parece difícil pronunciarse mientras no
contemos más que con los nombres de algunos autores famosos, unos veinte o
treinta “buenos”. Lo único seguro es que son relativamente variadas: soldados,
médicos, espías, contadores, secretarios, letrados, antiguos mercaderes. Un
punto común: su dependencia para con el rey, su valido o tal consejero
influyente y, en su caso, para con unas familias potentes de la ciudad a la que
se dirige. El arbitrio será precisamente un servicio al rey. Esto excluye en
gran medida a los que Olivares llamaba los “poderosos”, a los aristócratas o
prelados. Lo que podría explicar, por una parte, la fe de los arbitristas en la
capacidad de acción del rey, por otra, su concepción crítica del honor y el
trabajo. Nada sorprendente hasta aquí : F. Bayard,
estudiando la Francia de la primera mitad del s. XVII, obtiene
resultados parecidos.
Entre los conocidos
de los historiadores, muchos proceden de la administración financiera
(contadores de los consejos, de los tercios, de la armada, del Reino). Se puede
imaginar que un análisis de todos los arbitrios recogidos por el Consejo de
Hacienda reforzaría esta impresión, pero convendría comprobarlo.
3.2.
Práctica política
El análisis no debe limitarse a la reseña de los orígenes sociales de los
arbitristas. Precisamente porque éstos son variados, no bastan para definirlos.
Para entender su papel político e intentar medir su eficacia (¿consiguen
orientar la política fiscal o financiera, por ejemplo?), conviene interesarse
por su actuación en relación con los centros de decisión política. ¿Cómo entran
en relación con tal Consejo o con las Cortes? ¿Quién los apoya? ¿Quién los
rechaza? ¿Por qué se les escucha?
Esto se puede hacer
de varias maneras. Evocaré dos de ellas:
● En Francia,
F. Bayard [1988] partió de los
avisos conservados por el Consejo de finanzas y remontó a los donneurs
d’avis. Cruzó las informaciones recogidas con otras sobre los grupos de
financieros, lo que le permitió establecer, en algunos casos, los vínculos
entre donneurs d’avis (arbitristas) y partisans (asentistas).
También propuso evaluaciones numéricas de la influencia de los arbitristas:
¿qué porcentaje de arbitristas obtienen privilegio? ¿qué proporción de
arbitrios privilegiados se aplican?
Sería posible
concebir estudios similares en Castilla, con gente, tiempo y bases de datos.
Una primera elección: saber qué instituciones se privilegian, por haberse
dirigido los arbitristas al Consejo de Hacienda, pero también al de Indias, al
de Estado, a diversas juntas, secretarios y validos, a las Cortes y a algunas
ciudades. El Consejo de Hacienda podría ofrecer una primera aproximación: los
legajos de finales del s. XVI conservan series de resúmenes de arbitrios, con
la indicación marginal de las respuestas que se dieron a los autores de dichos
arbitrios. Helena García Guerra,
en su estudio de los arbitristas del vellón (s. XVII), utilizó por su parte
legajos de privilegios concedidos a los arbitristas, aunque no los trató
estadísticamente.
Por supuesto, tal
estudio implica que se renuncia a la idea de “ separar el grano de la
paja ”.
● Otra óptica
posible consiste en seguir el desarrollo de un proyecto arbitrista dado, la
génesis de una política dada. Varios estudios en esta perspectiva : Ruiz Martin [1990], Elliott [1991], Aranda Pérez [1993], Sanchez Belén [1996], J.
Vilar [1996], García Guerra [1997].
En mi estudio de los
avatares del proyecto de Luis Valle de la Cerda, completé un estudio clásico,
literario, de sus dos libros más famosos por el de la actuación de Luis Valle
de la Cerda y todos los que le apoyan o le suceden en la defensa de los
erarios, interesándome por los apoyos con los cuales contaba, las formas de
oposición que encontraba en su camino, las razones de los unos y de los otros [Dubet, 1998].
Una primera
comprobación, tal vez obvia, es que los arbitristas no son marginados ni se
sitúan fuera de la negociación política:
-sus discursos
tienen vocación pragmática: presentan arbitrios cuya ejecución quieren promover
-sus discursos se
pueden leer como la defensa de intereses sectoriales o regionales, no sólo como
grandes esquemas teóricos.
-sus medios de
acción no son tan atípicos, aunque tal vez tienen menos medios que los demás:
se apoyan en protectores, en su parentela, se las arreglan para entablar
relaciones personales con miembros de la facción poderosa del momento.
-lo más sorprendente:
las sátiras antiarbitristas no parecen ser la expresión de un pensamiento
mayoritario. En la literatura, sigue habiendo personajes más ridículos y más
recurrentes (avarientos, cornudos, celestinas, viejos verdes…). En la práctica
administrativa, tratar con arbitristas es un fenómeno normal: se archivan sus
memoriales, se les conceden privilegios dándoles las gracias por sus
servicios ; las juntas trabajan en gran parte a partir de arbitrios ;
las Cortes, que los denuncian en dos ocasiones en treinta años (1588, 1618), se
pasan el tiempo formando comisiones para examinar arbitrios remitidos por
autores que no son procuradores. Incluso se conocen documentos en los cuales se
reglamenta el tratamiento que se dará a los arbitrios recibidos [Alvar Ezquerra, 1995].
-en algunos casos,
influyen en la decisión política, aunque no siempre se aplican las decisiones
tomadas: considérense la génesis de varios proyectos del Conde-Duque de
Olivares o las reformas de finales del s. XVII [Sanchez Belén, 1996] ; los erarios de Luis Valle de la Cerda figuran en la lista de
condiciones de los 18 millones establecida por las Cortes en 1600, y son
uno de los objetivos más destacados de la política diseñada por la Junta
Grande de Reformación (1622).
Parecidas comprobaciones
deberían llevarnos a reflexionar sobre las características de un sistema
político que concede tanto espacio a los arbitristas. Creo que se puede afirmar
que los arbitristas son más que un fenómeno coyuntural. Convendría
relacionarlos con unas formas políticas tradicionales. Donde predominan la
relación personal al rey o a un protector y los servicios de los antepasados,
no parece sorprendente que se oiga a un hombre que no tiene legitimidad
institucional, porque no todos los procuradores de Cortes o consejeros de
finanzas serán expertos de las cuestiones tratadas ‑fueron elegidos con
otros criterios que la sola competencia técnica‑ y porque puede
justificarse el oír un arbitrista ‑por su experiencia, sus buenos
servicios, los apoyos con que cuenta‑ (cfr. los procesos de constitución
de las juntas [Baltar Rodríguez, 1998]).
No quiero decir que
vienen los arbitristas a colmar lagunas o defectos de una administración que
todavía no habría conseguido una transición de más de tres siglos entre el modelo
de la Edad Media y el de la contemporánea (la moderna de Weber) : me
parece que el sistema tiene su propia racionalidad y efectividad. Ej.:
administración fiscal y financiera, basada en gran parte en la colaboración con
individuos o grupos privados.
Podría completarse
el cuadro intentando preguntarse para qué sirven los arbitristas. Creo que
aunque no ocupan el centro de las administraciones reales o municipales,
desempeñan un papel importante en la negociación que se desarrolla
constantemente entre los distintos centros de poder. Una manera de poner aceite
en un mecanismo para que funcione mejor, aunque no significa que se suprime el
conflicto ni se renuncie a su violencia.
En efecto, se habrá
notado que la mayoría de los proyectos de arbitristas conocidos ‑ o sea,
los más reformadores, y tal vez los más simpáticos para los historiadores
contemporáneos‑ terminaron sin ponerse en ejecución. Sin embargo, no se
dejó de oír a sus autores, tomar apuntes sobre sus proyectos, concederles
privilegios y en algunos casos (erarios, “ reducción ” del vellón,
supresión de los asientos, …) anunciar que se iban a llevar a la práctica.
Parece paradójico, sobre todo si se toma en cuenta el hecho de que los que
pregonan la próxima aplicación de un arbitrio son perfectamente conscientes de
que tendrán que enfrentarse con grupos capaces de obstaculizar su acción. La
paradoja se podría resolver tomando en cuenta dos elementos
1/ El desfase entre
lo que proponen los arbitristas y la interpretación que hacen los demás de sus
proyectos. Examinemos el caso de los erarios : su creación implicaba una
profunda reforma tanto de la sociedad como de la administración real y sus
vínculos con las finanzas municipales. Los ministros de Felipe II se
fijaron únicamente en los beneficios a corto plazo (nuevas recetas),
abandonando tanto la idea de una reforma administrativa como el desempeño de
las rentas enajenadas y empeñadas. Por eso era insostenible un estudio de Luis
Valle de la Cerda que se basara únicamente en su Desempeño del patrimonio de
SM y de los vasallos…
2/ El uso de los
proyectos de arbitristas como medios de presión, sabiendo todos, incluso los
arbitristas, que lo más que se puede esperar es una aplicación muy parcial. Se
puede confirmar en unos casos, como el uso que las cortes hacen de los erarios
en 1600-1618. El procedimiento se puede comparar con otros parecidos : el
anuncio de la revisión de los contratos de los asentistas (suspensión de pagos)
o, peor para las víctimas, de la renuncia a todo asiento, que tiende a obligar
a los hombres de negocios a ofrecer contratos más aceptables, renunciando a
parte de sus intereses y consolidando la deuda flotante ; el uso de los
pleitos de alcabalas con nobles (no se terminan nunca porque constituyen un
medio de presión para que los nobles paguen más impuestos o soldados, que se
saca a relucir cada vez que se necesitan fondos [Jago, 1973]).
Lo importante aquí
es notar que esta práctica parece ser perfectamente aceptada. Los que estudian
las negociaciones entre rey y ciudades saben que la regla “se obedece pero no
se cumple ” es reconocida por todos, incluso por el rey, que admite la
necesidad de negociar, ofrecer contrapartidas, o el principio de someter los
privilegios que se le presentan para obstaculizar una reforma al examen del
Consejo de Castilla (aunque luego podrá influir para que dicho Consejo rechace
las pretensiones examinadas).
Convendría
desarrollar este aspecto, el de las concepciones del poder (y de su ejercicio)
de los hombres del s. XVII, aunque ya cuentan con muchos estudios (Hespanha, 1993 ; Schaub, 1995, 1998, Ruiz Ibañez,
1995 ; Clavero, 1991, etc.).
Pero me parece claro que será difícil estudiar a los arbitristas si se les
desliga de este sistema político.
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