ANSON, WALL Y EL PAPEL DEL «LAGO ESPAÑOL» EN EL ENFRENTAMIENTO COLONIAL HISPANO-BRITÁNICO (1740-1762)
Diego TÉLLEZ ALARCIA[1]
Universidad de La Rioja
Introducción
“Finalmente diré a V. E. que la opinión general de esta nación es que pueden atacarnos en América siempre con ventaja y según sus discursos infiero que Cartagena u otra plaza de las del lado de acá de la línea será siempre el principal objeto de sus esfuerzos”[2]. No era ésta una opinión compartida en España. De hecho, las medallas acuñadas para conmemorar las victorias de Vernon en el Caribe –un triste remedo de la Armada Invencible- habían vuelto a ser fundidas y habían demostrado lo peligroso de vender la piel del lobo antes de haberlo cazado. Sin embargo, la publicística inglesa había hecho de una expedición menor y de escasa repercusión geoestratégica, el estandarte al que aferrarse al final de una guerra como la del Asiento –de la Oreja de Jenkins para los ingleses- larga, penosa y de muy escasos réditos desde la perspectiva británica. Esa expedición no era otra que la del comodoro George Anson, que había alcanzado el “lago español” y había capturado el galeón de Acapulco, “el mejor botín de todos los océanos”, regresando con él a Inglaterra[3].
En cuanto al autor de las palabras con que abrimos este trabajo, se trata de D. Ricardo Wall, embajador español en Londres entre 1747 y 1754. Wall era natural de la ciudad francesa de Nantes. Nació allí por casualidad, siendo como era el cobijo al que se habían acogido sus padres, entre miles de refugiados jacobitas irlandeses, tras las derrotas del rey Jacobo II Estuardo y su exilio en Francia. Y su paso por ésta fue efímero. Como otros compatriotas, acabó sirviendo a los Borbones del otro lado de los Pirineos, necesitados de energías renovadas que vivificasen el cuerpo de la monarquía hispánica.
Anson y Wall son los representantes paradigmáticos de dos polos enfrentados durante una década y media tras el final de la guerra. Un periodo de tregua más en el marco general del conflicto colonial hispano-británico durante el s. XVIII[4], en el que la novedad con respecto a otras treguas anteriores será un tema de discusión: el rol del Pacífico como nuevo escenario de enfrentamiento entre los intereses de ambas potencias. Analizaremos en las próximas páginas el papel de ambos personajes, el desarrollo de su enfrentamiento y sus posteriores consecuencias.
La posguerra: nuevas tentativas de descubrimiento en el Mar del Sur
El final del conflicto, ratificado en Aquisgrán, en 1748, convierte, hasta cierto punto, a nuestros dos personajes en protagonistas del enfrentamiento larvado. Tras años sirviendo en todos los grados del escalafón del ejército de Felipe V, el brigadier D. Ricardo Wall había sido enviado a Londres para allanar el camino hacia la paz y obtenía pronto los nombramientos como embajador y como teniente coronel del ejército. Anson, por su parte, tras derrotar, además, a la escuadra francesa en la Batalla del Cabo Finisterre (1747), se convertía en el único icono victorioso de una guerra cara y escasamente afortunada. También su ascenso era, pues, seguro: “Al firmarse la paz de 1748, Anson fue ascendido a almirante de la Bandera Azul, y en 1751 lo nombraron primer lord del Almirantazgo, cargo que ostentó (con un breve intermedio) hasta su muerte en 1762”[5].
Es lógico, por tanto, que ambos personajes se conociesen en el cosmopolita Londres de mediados del siglo[6]. Y no lo es menos que sus intereses fuesen antagónicos y su enfrentamiento, el espejo más adecuado para contemplar el reflejo del que se produjo entre ambas naciones en el periodo de entreguerras. Un enfrentamiento plagado de contradicciones, avances y retrocesos por ambas partes.
La llegada al trono español de Fernando VI había marcado un radical cambio de estrategia política en la corte de Madrid. La recurrencia habitual de los Pactos de Familia borbónicos había dejado paso a una neutralidad vigilante y armada que abría, en teoría, nuevos e inexplorados canales de entendimiento entre unos alejados Londres y Madrid. Fruto del trabajo de hombres como Carvajal (secretario de Estado español), Newcastle (secretario de Estado inglés), Keene y Wall (embajadores respectivos), se lograron avances sorprendentes como la liquidación del Asiento de Negros[7], una de las lacras que soportaba España desde los tiempos de Utrecht[8].
Esta primavera en las relaciones internacionales hispano-británicas pendía, con todo, de un hilo. En ambos países existían magnates y facciones proclives al distanciamiento o a la desconfianza abierta. En España, el marqués de la Ensenada, secretario de Indias, Marina, Guerra y Hacienda, abogaba por “el disimulo” como medio necesario para la reconstrucción del poderío naval español, paso previo ineludible para lograr una posición de fuerza en las exigencias pendientes con Londres: Gibraltar, Menorca, los asentamientos de Campeche o las presas corsarias. Por su parte, en Londres era habitual el “no visita, tomar y guardar” como grito de guerra, haciendo clara alusión al Derecho de Visita de los guardacostas españoles sobre los Navíos de Permiso ingleses, que causaban no pocos incidentes[9].
No es de extrañar que, desde el primer momento, se solicitasen de Wall los oficios adecuados para informarse sobre puntos concretos de la política colonial inglesa:
“qué juzgan los ingleses de más opinión y autoridad sobre las expediciones que han hecho en esta guerra contra los dominios de América; a qué atribuyen el no haber logrado siquiera una; si no obstante repetirán alguna de ellas; en qué parajes discurren que podrían hacer progresos; si siendo como es La Habana llave principal de la América hallan probable ocupar esta plaza o la de Cuba y por qué; si presumen encontrar partido; si hallan o no favorable a sus ideas la continuación de la compañía de la Habana y fácil la extracción fortuita de tabacos; si consideran útil y fácil apoderarse de La Guaira y Puerto Cabello; si les es perjudicial la compañía de Caracas teniendo presente el interés de los holandeses respecto a Curaçao; qué piensan sobre la marina de la Francia; qué sobre la nuestra; (...) esté a la mira de los armamentos y expediciones que aquí se proyecten”[10].
Y que éste respondiese en los términos en que lo hizo[11]. En primer lugar rememorando el episodio de Cartagena “bien memorable entre esta nación por la pérdida de gente y dinero que le causó (...) pues desde que estoy en este país conozco con más evidencia la importancia de aquella plaza”, pero poniendo prontamente el acento sobre el riesgo en que estaba el “Lago español”: “Igualmente pensaron siempre en las Filipinas por la debilidad de fuerzas que suponen tenemos allí (...) las dos fragatas consabidas que se preparaban en este río, que a mi parecer llevaban su destino a descubrir cual de las dos islas de Pepey o Falkland era más a propósito tanto por la calidad de sus puertos como por el terreno para establecerse en la más conveniente y obrar desde ella contra nosotros en caso de un rompimiento”[12].
Estas dos fragatas a las que se refiere Wall fueron parte de un proyecto personal de Anson y, por ende, del primer incidente diplomático serio entre España e Inglaterra en el periodo de entreguerras[13]:
“Han aparecido recientemente datos que indican que Anson utilizó su cargo de lord comisario del Almirantazgo para impulsar una expedición complementaria a la suya al Mar del Sur en el primer año de la paz. En enero de 1749 informó a sus colegas del consejo del Almirantazgo de que el rey había accedido a enviar dos goletas de descubrimiento a las latitudes meridionales. A finales de febrero habían elegido las goletas y nombraron a John Campbell (que había servido con Anson en el Centurión) para mandar la expedición. El gobierno español había tenido noticia de la expedición y su embajador en Londres pidió más detalles. Las aportó Sandwich, que explicó al duque de Bedford, secretario de Estado para el departamento meridional, que en el Atlántico Sur los navíos iban a cartografiar Isla Pepys (supuestamente descubierta por Ambrose Cowley en 1684 pero que no había vuelto a avistarse) y las Malvinas, y que luego doblarían el Cabo de Hornos y entrarían en el Mar del Sur. Tras proveerse de agua en Juan Fernández, seguirían un rumbo en zigzag por el Pacífico entre los 10º de latitud S y los 25º de latitud S, unas 3000 millas por lo menos. Sandwich aseguró a Bedford que no crearían ningún asentamiento, y que en caso necesario estaría dispuesto a abandonar la segunda parte del viaje, la del Pacífico. El ministro español de Exteriores siguió manifestando su preocupación en Madrid, y advirtió que “ni él ni ningún otro podría desconocer la organización y el propósito de tal expedición, porque se explicaba detalladamente en la relación publicada del viaje de Anson”. Benjamín Keene, enviado especial de Inglaterra en España por entonces, también estaba inquieto por la posibilidad de que el viaje de Anson condujese a nuevas empresas de descubrimiento británicas en el Mar del Sur que complicasen más su tarea. Los ministros británicos, deseosos de no desbaratar las delicadas negociaciones diplomáticas con el gobierno español sobre el Asiento y sobre otros temas, ordenaron en junio al Almirantazgo que abandonase la expedición, por el momento”[14].
Keene, efectivamente, estaba preocupado por el impacto que pudiera tener en las negociaciones futuras con España el proyecto de Anson. En carta a Castres se expresa en estos términos:
“We are talking in
Wall por su parte hacía su trabajo. Tras varias entrevistas con los principales ministros se conseguía la paralización del proyecto. Pese a que en Londres los rumores seguirían unos meses:
“En septiembre de 1749, cuatro meses después de que la expedición original a las Malvinas y más allá se cancelase, los periódicos decían que una de las goletas participantes se estaba preparando de nuevo para el Mar del Sur (...) Anson, continuaban diciendo los periódicos, estaba muy comprometido en el asunto”[16].
Todavía en 1750 continuaban las desconfianzas en Madrid. Carvajal advertía a su embajador:
“Yo fío mucho de la vigilancia de V. E. En cuanto a las observaciones y noticias que tomaría de lo que se haga ahí y deseo que se tomen en la América todas las precauciones convenientes, de tal forma que aunque disponga insulto en secreto no puedan lograrle en el paraje”[17].
El aplazamiento era, no obstante, un hecho, aunque se hablaba sin cesar del proyecto e incluso de la búsqueda del Paso del Noroeste, a través del cual se pudiera caer sobre las colonias españolas del Pacífico, de un modo imprevisto, en caso de guerra.
La situación internacional y las inclinaciones políticas de los gobiernos en Londres y París maniataron a Anson durante años. La exploración de las Malvinas se sacrificó en aras del entendimiento con España y, posteriormente, como compensación por su neutralidad. Era uno de los peajes a pagar porque España no reeditara su alianza con Francia, en un clima que pronto comenzó a encresparse a ambas orillas del canal de la Mancha, como preludio del inicio de la Guerra de los Siete Años.
Aunque los proyectos se pospusieron, la publicación del Voyage de Anson, pronto dio a conocer las debilidades del sistema colonial hispano y las escalas básicas de cualquier nueva tentativa de invasión del “Lago español”:
“El Voyage miraba hacia el futuro en algunas de sus partes en que recomendaba cartografiar las Islas Malvinas, Tierra del Fuego y la costa occidental de la Patagonia para facilitar a futuras expediciones el acceso al Mar del Sur. Las Malvinas en un océano y Juan Fernández en el otro se consideraban probables escalas tanto para las empresas comerciales en tiempos de paz como para las expediciones depredadoras en tiempos de guerra”[18].
Años después, todavía se lamentarían algunos notables españoles del poco caso que se le había hecho al inglés y a lo que se describía en su obra:
“V. E. habrá leído, como yo, el viaje de Lord Anson, en que descubre nuestro débil de la América, sobre todo el de la meridional, el descuido en que teníamos los puertos útiles desde el Río de la Plata hasta el cabo de Hornos, y continuando el mar del Sur asta la California, hasta tenerlos deshabitados, y una isla como la de Juan Fernández, dominante toda la costa del Perú y Chile, fértil y templada, en igual abandono. ¿Qué hemos remediado de todo lo que nuestros enemigos por bondad de Dios y mala política suya nos han manifestado con evidencia y a costa bien grande nuestra? (...) Lo que conviene (pues en Europa no necesita el Rey de fuerzas terrestres) es que envíe muchas al otro mundo, que rueguen por él con rosarios de plomo. Muchos de semejantes intercesores yo aseguro que harán milagros y resistirán al ingreso de la herética gravedad: y puestos en Santo Domingo y en Santiago encubados, con tan altos nombres, harían temblar la primogenitura de Veraguas y estarían a mano para muchas cosas”[19].
Los deseos de Aranda llegarían tarde y, como veremos, sólo preludiaron la reedición exitosa de la función, en 1762, con la toma de La Habana y de Manila por los ingleses.
La guerra de 1762: el último intento de Anson
Wall dejó Londres para ocuparse de la vacante secretaría de Estado, tras la muerte de Carvajal (1754). Su política de neutralidad perpetuaba la dirigida por el anterior ministro, no sólo por convencimiento personal, sino, sobre todo, por imperativo regio[20]. La estabilidad emocional de Fernando VI, vértice y eje final de toda la monarquía, era el objetivo final imprescindible de toda la corte, a sabiendas de su propensión a la melancolía[21].
El comienzo de la guerra y la reversión de alianzas trajo, sin embargo, nuevos aires en el Parlamento inglés. El nuevo hombre fuerte del gobierno, Pitt, se mostraba abiertamente contrario al entendimiento hispano-británico auspiciado por el anterior equipo de gobierno. Su actitud, por tanto, resulto notablemente menos conciliadora. Tras los primeros reveses de la guerra, llegó incluso a ofrecer Gibraltar a España a cambio de su alianza, del mismo modo que Francia hizo lo propio con Menorca, tras conquistarla.
El cambio de signo de las operaciones volvió más agresiva la política inglesa contra España. Pitt usó, a partir de ese momento, una táctica dilatoria, ofreciendo falsas esperanzas de entendimiento, pero negando todas las reclamaciones españolas, que ahora incluían nuevos elementos como la pesca en Terranova y los ataques a navíos españoles de bandera neutral. 1758 se convirtió en el año clave situando a España al borde del precipicio de la intervención armada, con un Wall cansado de las estrategias dilatorias de Pitt y convencido de la imposibilidad del entendimiento que siempre había buscado[22].
Sin embargo, algo tan mundano como la muerte de la reina apartó a España de toda posibilidad de entrar en la guerra con un mínimo de garantías. Fernando VI se sumió en una profunda melancolía que en enfermedad y muerte fue a dar, tras todo un año de paralización de los negocios[23]. La sucesión y llegada del nuevo monarca, Carlos III, desde Nápoles, la negociación de la alianza francesa (Tercer Pacto de Familia[24]) y la preparación de la marina y el ejército llevaría tanto tiempo que encontraría la guerra absolutamente decidida y prácticamente terminada. Por precipitada y tardía, la intervención acabaría en desastre[25], ofreciendo a Anson la última oportunidad para ver cumplidos sus proyectos con respecto al “Lago español”:
“Mientras la Guerra de los Siete Años azotaba las naciones europeas y sus imperios ultramarinos, la máxima aproximación inglesa al Pacífico fue un plan para la toma de Manila, aprobado por Anson como primer lord del Almirantazgo poco antes de su muerte. Anson había percibido en los tres días de reuniones de enero de 1762 ecos de las discusiones del otoño de 1739 al oír hablar de las ventajas que proporcionaría la toma de Manila y el establecimiento de una base británica en Mindanao, desde donde “las provincias españolas del Mar del Sur, tanto de América del Norte como de América del Sur, pueden ser atacadas y saqueadas con gran éxito por parte de la Gran Bretaña”. En realidad tuvo que haber otros ecos del viaje de Anson en esta operación, pues en octubre de 1762 barcos de guerra británicos capturaron el Santísima Trinidad, uno de los últimos galeones de Manila y uno de los mayores”[26].
Anson, sin embargo, había muerto en junio de 1762, un mes antes de que se consumase su plan de ataque a La Habana:
“Los informes de Knowles fueron la base de este plan de ataque trazado por Lord Anson, pues proporcionaron un detallado análisis de la situación de la plaza y del emplazamiento de todas sus defensas, especialmente de las del puerto, que era, como es sabido, la pieza clave de la estructura defensiva de la plaza”[27].
También moría meses antes de la toma de Manila, “lamentando no haber impulsado con más fuerza el proyecto anterior”[28].
A modo de epílogo: el final del Lago Español
La firma del Tratado de París frustró, paradójicamente, el trabajo de nuestros dos protagonistas. La Habana fue devuelta a España a cambio de la Florida, un territorio inhóspito en el que tan sólo cedía un par de enclaves de importancia (compensada además con la entrega de la Luisiana por los franceses)[29]. En cuanto a Manila, su toma era posterior a la firma de los preliminares y, por tanto, debía ser devuelta de oficio, sin compensación.
En cuanto a D. Ricardo Wall, la firma del tratado preludiaba su salida del ministerio y su retiro en el Soto de Roma, una pequeña finca real situada en las cercanías de Granada. Su política de acercamiento a Inglaterra había sido un fracaso y se había visto cercenada definitivamente por la firma del Tercer Pacto de Familia, tratado que regiría los destinos de las relaciones internacionales españolas durante más de dos décadas.
El enfrentamiento por el “Lago español” sin embargo, a pesar de la desaparición de dos de sus protagonistas, se mantenía vivo. En 1765, Lord Byron (abuelo del poeta romántico) dirigiría una nueva expedición a las Malvinas. El conde de Egmont, primer lord del Almirantazgo, explicó a sus colegas de gabinete, al enterarse de la llegada de Byron a las Malvinas, que las islas eran “la llave de todo el Océano Pacífico”. Su posesión, continuaba, “hará que todas nuestras expediciones a esas regiones sean mucho más lucrativas para nosotros y más fatales para España”[30]. El conflicto por las Malvinas solo había comenzado. La fundación del puerto de San Luis por los franceses (tras la expedición de Bougainville, en 1764) y de Puerto Egmont por los ingleses (expedición de McBride, 1766) obligará a España a reaccionar diplomáticamente exigiendo el reconocimiento de sus derechos y obteniendo la devolución por parte de Francia.
En 1770 las fuerzas españolas de la Escuadra de la Plata, al mando de Juan Ignacio de Madariaga, lograrán el desalojo de los ingleses de las islas. Este incidente desató intensas negociaciones diplomáticas que acabaron en la restitución a Inglaterra del territorio en 1771. Sin embargo, Inglaterra acabaría abandonando voluntariamente Puerto Egmont en 1774. Solo en 1776 parece finalizar la polémica con la inclusión de las islas en el recién creado Virreinato de la Plata, aunque es bien sabido que este cierre fue en falso, a la vista de la guerra protagonizada en la segunda mitad del XX entre Argentina e Inglaterra.
Esto por lo que refiere a la “llave” del Pacífico. En cuanto a los propios “Mares del Sur” –denominación que sustituiría a la de “Lago español”- pronto la superioridad marítima inglesa se dejaría notar en aquellas latitudes, gracias a las expediciones de Cook[31], superioridad a la que no era ajena la mano de Anson:
“Es indudable que durante los años que Anson estuvo en el consejo del Almirantazgo agudizó su celo reformista el recuerdo de las experiencias mortificantes que habían retrasado y obstaculizado su expedición”[32].
A él se debieron algunas reformas como el sistema de inspecciones anuales, la promoción en base a la aptitud, dándose preferencia a quienes hubieran combatido “en condiciones de igualdad con el enemigo”, la creación de un cuerpo permanente de infantería de marina.
Por otro lado aparecía un nuevo elemento perturbador, esta vez en el Pacífico Norte, en las apetencias rusas por Alaska. Las exploraciones del extremo oriental del continente por parte del danés Beering, iniciadas en 1725, comenzaban a dar sus frutos. El propio Wall había conocido en persona esta noticia en calidad de secretario de la embajada del Duque de Liria (1727). No es de extrañar que una de sus preocupaciones, una vez en el ministerio, estuviese en calibrar con exactitud la amenaza que estos descubrimientos podían tener para las colonias españolas, concretamente para la California.
El Duque de Almodóvar, representante español en San Petersburgo, recopilaba, en despacho de 7 de octubre de 1761, toda la información pertinente sobre los avances rusos en la zona. Según informa, la guerra ha abortado las iniciativas, pero es consciente de que se retomarán una vez firmada la paz. Aunque se habla de una “Nueva Rusia” a imitación de la “Nueva España”, considera “remoto” el peligro para la California por las carencias de intendencia que padecen los rusos en unas tierras azotadas por la climatología y escasas en recursos. Concluye pues:
“Tanto pueden temer los españoles a los rusos en las costas de América, como los rusos a los españoles en las de Asia y que tal vez es más fácil que los americanos vengan a hacer conquistas en las costas de Siberia que el que los rusos vayan a hacerlas a nuestra América”[33].
El final de la guerra trajo, como en el caso inglés, renovados bríos en las exploraciones. El sustituto de Almodóvar, el Vizconde de la Herrería, informará a Grimaldi de sus avances. El peligro para la California deja de verse tan lejano, iniciándose una carrera por el descubrimiento y colonización de las tierras de la costa oeste norteamericana entre ambas naciones, en la que a finales del siglo también se inmiscuirán los propios ingleses[34]. La colonización de la California fue el primer paso español en ese sentido. Y el conflicto por el Fuerte Nootka su último episodio. Era el final del “Lago español”, el océano que sólo habían surcado las naves españolas durante dos siglos y que abriría sus secretos durante la segunda mitad del XVIII –Australia, el más espectacular de ellos- a los navegantes ingleses en lugar de a los españoles.