Pablo
F. LUNA
Por ser uno de los
principales artífices de la política económica
durante todo el reinado de Carlos III (e incluso más tarde),
la personalidad, la producción de informes y documentos, sus
análisis agudos y minuciosos, sus proposiciones de reforma, y,
en general, la obra del Conde de Campomanes han sido objeto de
considerables investigaciones y trabajos académicos,
fuera de aquellas disertaciones que se han concentrado sobre todo en
la celebración o la condena del ilustrado asturiano.
Es posible afirmar que
bajo su conducción e influencia, como hombre de poder desde el
centro de la monarquía
y desde Castilla, se ha cristalizado una de las más
caracterizadas tendencias reformadoras del Antiguo Régimen
español, contando para ello con el concurso de funcionarios de
la administración real, intelectuales, hombres públicos,
negociantes, propietarios, eclesiásticos, etc. que compartían
con él vocaciones reformistas convergentes si bien no de
manera total y unánime. En tal sentido, se puede afirmar que
el Conde de Campomanes encarnaba una corriente estructurada no sólo
de opinión sino también de acción concreta.
Los trabajos efectuados
han permitido captar diferentes rasgos de las propuestas de reforma
consideradas, pero también la de sus oposiciones y ataques en
el seno de la sociedad española, muchos de los cuales no se
eximieron de tomar como blanco la persona o la religiosidad
(difícilmente contestable, por otro lado) de su autor. Sin
embargo, la prolífica producción del propio ilustrado y
la del grupo que le rodeaba, la variedad de asuntos sobre los que
avanzó su curiosidad intelectual y pragmática (tanto la
de Campomanes como la de la corriente que le apoyaba), pero también
la incorporación contemporánea de una masa documental
voluminosa,
hacen que, a nuestro parecer, el interés por el estudio y la
investigación de dicha obra ya sobrepasen el contexto
exclusivo del pensamiento ilustrado o el discurso reformista del
segundo siglo XVIII.
Hay de un lado, por
ejemplo, los informes elaborados sobre variadas cuestiones relativas
a la economía y sociedad locales (producción, comercio,
propiedad y propuestas de reforma), en los que aparecen, en síntesis,
las actitudes de los grupos sociales constituídos, fuera de la
descripción de los intereses específicos que defienden.
Pero existen también (y en ello Campomanes es particularmente
preciso y minucioso) descripciones detalladas sobre el funcionamiento
de los mecanismos comerciales, financieros y económicos de la
última fase del Antiguo Régimen, los que también
traducen jerarquías y compromisos entre grupos y medios
sociales.
Se trata de una documentación sobre la que convendría
ampliar el número de memorias, monografías y ángulos
de enfoque, lo que permitiría echar nuevas luces sobre la
economía y la sociedad españolas del segundo siglo
XVIII.
En este artículo
hemos optado por aproximarnos específicamente a la forma en
que el ilustrado de Tineo planteaba el asunto de las reformas de la
propiedad de la tierra para favorecer la expansión de la
agricultura. Fue uno de los asuntos que le preocupó de
sobremanera y cuyo análisis permite, a nuestro entender, no
sólo percibir coherencias y contradicciones en su pensamiento
sino también comprender aspectos relevantes del funcionamiento
de la sociedad y la economía del Ancien Régime
español, y, en especial, lo que se estaba poniendo en juego en
su última etapa. Es lo que intentaremos presentar en la
segunda parte de este estudio, luego de haber discutido en la primera
el marco global en el que se sitúan las proposiciones
reformistas del magistrado y político de Carlos III. Nos ha
parecido indispensable no desligar su enfoque de la propiedad (y su
reforma) y sus análisis generales. Pero antes de entrar de
llano en el tratamiento de ambos asuntos, desearíamos subrayar
a manera de introducción un matiz importante en torno al hecho
propietal en su tránsito desde el Antiguo Régimen.
Introducción:
El plural y el singular de propiedad
Las reformas de la
propiedad, en plural, como producto de las tendencias reformistas
endógenas del Antiguo Régimen, son diferentes de la
reforma de la propiedad, en singular, como necesidad del liberalismo
en ascenso, que busca sacralizar los derechos del propietario
individual (también en singular) y consolidar a mediano plazo
el poder socioeconómico de la burguesía emergente.
Porque el término mismo propiedad cambia
cualitativamente de sentido, en el tránsito desde el Antiguo
Régimen, es decir, en el paso más o menos progresivo de
una sociedad de cuerpos y estamentos a una sociedad de clases, grupos
y medios, con supresión (jurídica y práctica,
esta última siendo mucho más lenta que la primera) de
privilegios e inmunidades, individuales y colectivos.
El hecho revolucionario
francés, por su naturaleza radical y masiva, provoca muy
rápidamente una mutación sensible en el significado de
la propiedad, en que lo semántico se asocia
directamente a lo real, al mismo tiempo que acelera y cristaliza
evoluciones anteriores.
En el terreno de la agricultura y la tierra, la nueva propiedad
individualiza aún más claramente al propietario en
detrimento de los antiguos poseedores colectivos, en primer lugar las
manos muertas eclesiásticas (pero no solamente), haciendo que
los derechos del propietario individualizado se vuelvan
definitivamente sagrados y absolutos ante la ley
y la sociedad, promoviendo la absorción en el dominio directo
de los anteriores desdoblamientos útiles, favoreciendo
así a los detentores de éstos, tendiendo hacia una
« perfección » y « plenitud »
de la propiedad, eliminando sus servidumbres y los obstáculos
a su circulación y generalizando su carácter mercantil,
objeto e instrumento de acumulación, y esto, abriendo el
acceso a nuevos propietarios pero también consolidando el
patrimonio de muchos de los antiguos.
Es la obra de los
primeros años de la Révolution y en particular
la de la nacionalización de los bienes del clero, la venta de
las tierras del dominio real y la confiscación del patrimonio
de los émigrés, opuestos al proceso
revolucionario.
Es la obra de una legislación que tiene aplicación
práctica casi inmediata, potenciada por la presencia
sociopolítica, activa y actuante, de los protagonistas del
hecho revolucionario.
Este cambio fundamental
se diferencia netamente de las precedentes reformas puntuales de la
posesión, disposición y uso de las tierras. Si el
impacto del « modelo francés » en el
extranjero no es absoluto ni sus consecuencias inmediatas, es
indudable que al irrumpir tan contundentemente traza itinerarios, da
pautas y pone en evidencia los límites de la preconizada
« perfección » de la propiedad,
al tiempo que estimula futuros procesos, en particular en el mundo
hispánico, que se inscriben en el lento ascenso de la
burguesía como fuerza socioeconómica preponderante y
propietaria. Y ello aun cuando los ritmos y los medios de aquel
tránsito paulatino puedan variar, registrando avances y
retrocesos, incluso al interior de una misma realidad « nacional »,
que también para estos efectos más bien cabría
llamar estatal.
En el caso de Campomanes,
para volver a nuestro tema central, se puede hablar de las primeras,
es decir de las reformas de Antiguo Régimen y de
su vocación para modificar el derecho a la tenencia y la
posesión productivas, y con ello favorecer la agricultura y
aumentar el rendimiento del trabajo y las tierras, aunque dejando
intocado el dominio. Sin embargo, parece imposible evocar la
segunda, no sólo por cuestión de cronología sino
fundamentalmente porque dicha reforma de la propiedad no se
corresponde con sus proposiciones, tal como lo veremos más
adelante, ni con su concepción de la sociedad, del Estado, del
control societal por la monarquía, y de su preferencia por la
nobleza como estamento dominante del movimiento en el Antiguo
Régimen, bajo la conducción del soberano.
I.
El liberalismo de Campomanes
Las propuestas del Conde
de Campomanes que apuntan a reformar diferentes formas de propiedad
existentes no pueden ser verdaderamente calificadas de liberales ni
tampoco se puede afirmar que su fundamento doctrinario repose
esencialmente en los principios más connotados del
liberalismo
y ello, independientemente de lo que puedan afirmar los liberales
españoles de los siglos XIX y XX al recuperar y adaptar el
legado del ilustrado asturiano.
Lo que no significa
evidentemente que Campomanes desconociese o rechazase el liberalismo,
en la complejidad de sus variantes y en pleno proceso de elaboración,
ni tampoco que dicho pensamiento y doctrina no le hayan servido como
fuente de inspiración para imaginar y concebir la reforma
posible de la sociedad española de su tiempo. El análisis
de sus principales trabajos y la revisión de sus archivos
personales, sin embargo, nos ha llevado a matizar el entusiasmo de
dichos liberales que reclamaron (y reclaman) una filiación
esencial con Campomanes y que inscriben su obra y acción
política al interior del liberalismo español como la de
un antecesor ilustre.
En la segunda parte de
este artículo trataremos de rastrear y fechar los inicios de
la reivindicación de Campomanes por los liberales españoles
del siglo XIX, en particular en lo que respecta a las reformas de la
propiedad y la desamortización, y las razones de esta
filiación reclamada, la que luego se prolongará y
reaparecerá en diferentes coyunturas.
Tan sólo algunas
décadas después de su muerte, ya en 1841, en el prólogo
a la publicación de sus alegaciones fiscales,
el editor José Alonso pone abiertamente de realce el
« liberalismo » de Campomanes, no sólo a
nivel económico sino también político, cuando el
magistrado asturiano, dice el editor, sienta el principio de la
libertad de imprenta con censores regios, cuando impone su « idea
liberal » sobre la elección popular y
representativa de los diputados del común, síndicos
personeros
y alcaldes de barrio, en una práctica que el prologuista
considera resueltamente como precedente del sufragio universal y de
la representatividad ciudadana. Alonso no duda entonces en
presentarle como antecesor directo y precursor del liberalismo de las
Cortes de Cádiz y la constitución de 1812.
Por nuestra parte
desearíamos mantener una prudente distancia respecto a tales
consideraciones y definiciones y remitirnos sobre todo a los
documentos y al contexto, y también a la lógica interna
de las propuestas del asturiano. De forma general, defendemos la
opción de que, en particular para el mundo hispánico,
convendría desconectar la filiación casi natural
que suele establecerse entre el programa reformista de la Ilustración
y las reformas liberales ulteriores ;
y ello, con la finalidad de comprender mejor el ámbito y
alcance
de una y otras, y en particular evitar interpretar el primero a la
luz de las segundas.
Desde este punto de
vista, el enfocar la Ilustración y las Luces hispánicas
como un fenómeno de mediano plazo, con raíces bien
anteriores incluso a los primeros esbozos del pensamiento liberal
europeo, y de todas maneras con prolongaciones posteriores a la
irrupción radical de 1812, en el contexto de un Antiguo
Régimen que se extiende y mantiene a lo largo del siglo
XIX, independientemente de las formales « rupturas »
políticas, nos parece la forma más adecuada de examinar
también el contenido y el impacto del pensamiento de
los reformadores ilustrados del siglo XVIII. En particular respecto a
cuestiones tales como la transición en el régimen de
propiedad.
Lejos de considerar y
pensar un orden, una estructura y un funcionamiento societales
diferentes, alternativos y opuestos a los existentes (Tomás y
Valiente, 1975 : p.15), el Conde de Campomanes es un reformador
de lo que aún no se denomina Antiguo Régimen y
que es, a secas, el único régimen y la única
perspectiva de la sociedad vigente y futura.
Como otros reformadores
del siglo XVIII, Campomanes busca sus argumentos en la legislación
pasada y específicamente en la « constitución »
legal de los reinos de España, y desarrolla al mismo tiempo
una concepción de la « historia, maestra de
la vida » en la que ésta aparece como un horizonte
único, indiferenciado y permanente, esencialmente jurídico,
en el que la idea en construcción (o bajo
cuestionamiento) permite pasar de Roma o Cartago a la Edad Media, o
al siglo XVIII, sin mayor dificultad ni reparo ; de donde por
otro lado se extraen lecciones para el presente, inspiradas también
en reflexiones filosóficas sobre la virtud, la mejora del
hombre, el « adelantamiento » y la pujanza de
la « nación ». Así, la
« historia » es para el magistrado asturiano un
instrumento que también debe permitir la consolidación
del Estado y sus instituciones. Todo ello en continuidad, sin
rupturas ni aceleraciones.
Según Campomanes,
las diferencias en el seno de la sociedad son de « constitución »,
es decir que le son consubstanciales, y la desigualdad y
jerarquía existentes no sólo son inherentes sino
indispensables
para su preservación y funcionamiento. Ahora bien, el sistema
vigente, la monarquía absoluta, requiere ajustes y mejoras,
incluso desde el punto de vista de las mentalidades,
y también una adaptación a las nuevas corrientes de la
producción agrícola, la manufactura, el comercio y la
navegación en Europa. Atento a su entorno geográfico,
económico y militar, el asturiano sabe que el Reino no puede
sustraerse a un movimiento general de « progreso »
que lo sobrepasa, e indudablemente debe ponerse al día.
Pero sólo se trata
de eso, sin otra referencia o agregado ya sea de antecedente o de
proyección. Se trata de adaptarse a las transformaciones que
se operan sin trastocar la « constitución »
de la sociedad española. La búsqueda de la « felicidad
pública » sólo puede hacerse en el cuadro
del régimen vigente, mediante la ley y bajo conducción
del soberano.
Para propiciar esta
necesaria adaptación, es necesario apoyarse en los cuerpos
fundamentales de la monarquía. Si Campomanes da preferencia a
la nobleza, tal como lo veremos más adelante, eso no significa
que no contemple la participación del clero en dicho
movimiento de reforma.
Así, mediante la
creación de las sociedades económicas, la nobleza (en
tanto que estamento, aunque depurado de sus elementos retrógrados
y excedentes)
es convocada por Campomanes para encabezar un amplio programa e
impulso de regeneración de la vida económica, gracias a
la adquisición de conocimientos científicos y la
inteligencia concreta y localizada de la sociedad española. La
nobleza provincial en particular tendría que transformarse,
gracias a sus adquiridas luces, en pilar de la industria popular y
ayudar al gobierno a definir las especialidades industriales de su
propia provincia.
Dichas sociedades serían
verdaderas academias locales de economía política,
las que permitirían conocer las poblaciones, sus
peculiaridades, la cantidad y calidad de sus tierras y productos y la
forma de satisfacer sus necesidades, puesto que el fundamento de la
economía política es hacer producir cuanto es dable al
territorio. Una de sus misiones centrales sería también
la de educar al pueblo para incorporarle a la actividad y hacerle aún
más productivo y útil. La nobleza es poseedora de
tierras, recuerda el asturiano, y la que más interés
puede tener en el aumento de la producción y las riquezas
gracias al trabajo popular (Rodríguez Campomanes, 1975
[1774] : p. 104).
Desde este punto de
vista, la honra no es incompatible con el desempeño del
comercio (para el que convendría abrir escuelas de formación)
o la producción, sino que por el contrario puede abrir vía
a títulos especialmente comerciales como la baronía.
Por otro lado, y aunque opuesto a la proliferación de los
mayorazgos cortos de una nobleza reciente, Campomanes deja abierta la
posibilidad al ennoblecimiento de los titulares de « mayorazgos
pingües », los que mediante el adeudo de lanzas y
medias anatas compensarían las pérdidas del Erario por
la no circulación de los bienes estancados en sus
vinculaciones.
El clero, el otro pilar
de la monarquía, en especial el secular de las parroquias, en
razón de su contacto directo y permanente con los habitantes y
feligreses, podría contribuir mediante su prédica y
estímulo, dice Campomanes, para propalar la necesidad del
trabajo y la artesanía ; pero dicho clero tendría
que impregnarse previamente de los « principios y máximas
nacionales » (Rodríguez Campomanes, 1975 [1774] :
p. 60). El « adelantamiento » del Reino y su
perfeccionamiento eclesiástico, explica el magistrado
asturiano, deberían conducir los obispados a dotar
convenientemente las parroquias y a sus beneficiarios, verdadero
nervio de la mejora en favor de los pueblos, aunque ello acarrease la
reducción de los recursos de la Iglesia Catedral.
Pero fuera de la nobleza
y el clero secular, el labrador y su unidad familiar en el
seno de la ruralidad española constituyen para Campomanes el
eje de la reforma productiva. El interés individual de dicho
labrador y su autosuficiencia coinciden con la utilidad del Estado.
Su centro de actividad es la agricultura, a la que deben unirse como
auxiliares el comercio y la manufactura (Rodríguez Campomanes,
1975 [1774] : pp. 50-51) sin que intenten, no obstante,
reducirla a un vasallaje intolerable. Pero no basta con estimular la
agricultura, también hay que favorecer el artesanado del
propio labrador y su familia.
Sin que ello signifique la proliferación rural de fabricas
manufactureras, con sus propietarios capitalistas que viven del
trabajo ajeno, con sus talleres y asalariados, que desarraigarían
al labrador y le alejarían de sus ocupaciones agrícolas
prioritarias,
tan útiles y de beneficio general.
Se entiende entonces que
no se trata de abrir las compuertas a un desenfrenado furor mercantil
y manufacturero el que, gracias al impulso del mercado y el auge de
las finanzas,
transformaría la agricultura, destruyendo su carácter
poblador y de estabilidad (especialmente para la monarquía, el
Estado y la hacienda) y la incorporaría o absorbería
como mero sector de producción. Desde este punto de vista, la
agricultura es sobre todo un factor de organización y
estructuración de la sociedad y la producción, a
la que debe someterse la actividad manufacturera. Por lo que el
abastecimiento de la ciudad no tendría que significar el
sacrificio de la sociedad rural, cuyas unidades cortas y cercanas
unas de otras son tan benéficas para el equilibrio y la
estabilidad del Estado, cuando toda su población trabaja y se
erradica el ocio y el vagabundeo. Así, ocupación del
espacio rural y estabilidad de los establecimientos poblados son dos
objetivos centrales en la agricultura de Campomanes.
Conocedor de las
articulaciones entre propiedad y comercio en la España de su
época y de las tendencias mercantiles hacia la concentración,
en un mercado que ya existe, con todas sus imperfecciones y
fuerzas dominantes, Campomanes parece oponerse a las consecuencias
venideras de tales tendencias. Lo que equivale a decir que el
asturiano teme que el proceso pueda desembocar en la constitución
de un sector esencialmente comercial y manufacturero que expropiaría
una parte del sobretrabajo generado, acaparado hasta entonces por
señores y eclesiásticos. Cabe subrayar que subyace
también en la concepción de Campomanes una vocación
de control político de la expansión comercial y
económica,
característica que comparte con otros ilustrados españoles
de su época.
Esto nos permite
confirmar que Campomanes está lejos de propugnar la separación
liberal entre la política y la economía, y más
lejos aún de defender la presunta superioridad de la libertad
económica y comercial sobre la conveniencia y seguridad del
Estado. Dos de los principios en los que se basa el liberalismo
emergente de su época, que él conoce y sobre los que
necesariamente ha reflexionado. Campomanes opta netamente por el
orden y la organicidad que brindan el Estado y la monarquía,
rigiendo la evolución de la economía y la ocupación
del espacio.
Dentro de esta misma
lógica se inscribe la educación popular de los
artesanos, basada en la utilidad
y el enaltecimiento del trabajo,
y la reforma de la organización gremial, que elimine en el
gremio su vocación de cuerpo independiente, potencialmente
subversivo (Reeder, 1975 : p. 31), la que se opone a la
expansión de la industria popular. Contrariamente a sus
principios, tales corporaciones no favorecen ni la enseñanza
ni el progreso de los oficios ; su monopolio es nefasto tanto al
exterior como al interior de ellas mismas. (Rodríguez
Campomanes, 1975 [1774] : p. 94).
En su condición
presente, según el asturiano, los gremios son organismos sin
luces que viven al abrigo que dan el estanco y aislamiento, y son
responsables del estado infeliz y deteriorado de la industria del
Reino.
Por otro lado, las cofradías gremiales hacen doble trabajo y
recargan a los artesanos de contribuciones suplementarias, cuando se
sabe que las parroquias y curatos ya se ocupan de la cristianidad de
los feligreses. Sin prohibirlas ni disolverlas, convendría
transformarlas en montepíos, es decir en organismos útiles
y estimulantes del trabajo, en favor de los artesanos pobres, las
viudas y huérfanos de la corporación, a la imagen de
las hermandades de socorro (Rodríguez Campomanes, 1975
[1774] : pp. 213-219).
Los precios garantizados
mediante legislación y el monopolio que ejercen los gremios a
la entrada en el oficio ocasionan daño público y son
obstáculos al progreso de la manufactura.
Por lo cual es ineludible la intervención del Estado y las
sociedades económicas. Para liberar los intercambios y hacer
que los precios se vuelvan un factor de estímulo a la
actividad ; para desestancar y unificar los oficios que
naturalmente se relacionan entre sí. Y también para
limitar y suprimir progresivamente los fueros de dichas
corporaciones, evitando instaurar nuevos y sometiéndolas
definitivamente a la justicia ordinaria (Rodríguez Campomanes,
1975 [1774] : p. 237).
Con lo que confirmamos
nuestra afirmación anterior respecto a la distancia entre el
liberalismo doctrinario y las propuestas del magistrado asturiano.
Antes que menoscabar el papel del Estado, Campomanes lo reafirma,
proponiéndole tareas que persiguen sujetar y reducir la
independencia de las corporaciones gremiales existentes y liberar el
comercio como arma para el aumento de la producción.
°°°°°
De esta forma entonces,
el cuerpo de la sociedad se mobiliza hacia el progreso, con
cada estamento en su respectivo lugar y función, en el seno de
la « nación », con el pueblo dentro de
sus estructuras familiares y patriarcales, bajo la tutela y
conducción de los dos pilares de la monarquía, la
nobleza y el clero, y con el Estado como instrumento de intervención,
gradual y progresiva, de la voluntad del príncipe guiado por
las luces. Al proponer la adaptación del Reino a los nuevos
tiempos, Campomanes no hace sino imaginar el cambio posible y
deseado
dentro de los parámetros del Antiguo Régimen. No
pensamos que sea éste un aporte menor o secundario.
Por otra parte, el
asturiano defiende la idea de que el comercio interno del Reino
debería correr por cuenta de auténticos comerciantes
(Rodríguez D., 1975, p. 192), incluso los recaudadores de
impuestos o diezmos, y no por simples minoristas o regatones sin
capacidad para cubrir el territorio ;
pero los labradores, los propietarios, los eclesiásticos y las
mismas autoridades locales deberían ser excluidas de este tipo
de actividad. Cada uno por razones diversas. El comercio interno
tendría que ser una función y no una actividad
dejada en manos de cualquier agente.
Se puede afirmar, sin
embargo, que la formación de una corporación de
« verdaderos comerciantes », tal como la
presenta y desea, no se ajusta con la manifiesta aversión del
asturiano para que estos comerciantes controlen, gracias a su capital
comercial, la producción manufacturera de los labradores
artesanos y sus familias,
tal como lo indicamos anteriormente. Y ello aunque preconice, más
por voluntad que por convicción, que tales comerciantes se
« contentarían » con una comisión
no excesivamente lucrativa y se limitarían a una función
de circulación de la producción. (Rodríguez
Campomanes, 1975 [1774] : p. 96). No es su
única contradicción, tal como lo veremos más
adelante. Pero ella expresa claramente la relación
entre Estado y libertad que propone el magistrado y las dificultades
de aplicación que observa el político, las que
obviamente debe tomar en cuenta.
El aumento de la
producción y las mejoras introducidas en la comercialización
de los productos también tienen como objetivo la
recuperación de las finanzas reales y hacer que España
enfrente la competencia de sus exportaciones respecto a otros Estados
europeos, con los ojos fijos en Holanda, Francia e Inglaterra
(Cejudo, 1984 : p. 28), retomando la vía que España
abandonara en el siglo XVI, cuando las manufacturas extranjeras
comenzaron a invadir el consumo español,
con la ruina consecuente de aquellas producidas en el reino. El siglo
XVIII ha introducido medios de corrección a dicho declive,
pero es indispensable que se cumplan las leyes dispuestas. No es la
posesión de muchas provincias o un gran territorio sino el
progreso de la manufactura y el comercio los que favorecen la
independencia de las naciones. Pero el comercio exterior español
no debe de ser cualquier comercio : el excedente productivo
español debe servir a importar lo que sea útil a la
actividad productiva, las fábricas y los artesanos españoles
(Rodríguez Campomanes, 1975 [1774] : pp. 135-136, p.
299) ; se trata de un comercio activo y razonado.
Al Estado le cabe
intervenir para proteger las fábricas españolas,
gracias a la prohibición de las importaciones que compiten con
ellas, y auxiliarlas mediante la reducción de los derechos de
importación de las materias primas que son necesarias y el
establecimiento de diversos medios (contratación de
especialistas extranjeros, estímulo al establecimiento durable
del artesano extranjero, fundación de escuelas técnicas
apropiadas, traducción de obras técnicas y científicas,
creación y fomento de organismos de difusión de los
conocimientos científicos, incorporación de los
mendigos y vagabundos, e incluso de los delincuentes, etc.).
La manufactura doméstica
de las materias primas españolas, especialmente las
manufacturas populares, y el consumo interior de dicha producción
permiten el perfeccionamiento de las ramas industriales del reino
(Rodríguez Campomanes, 1975 [1774] : p. 49, pp. 83-85, p.
89, p. 99). El mercado colonial, liberado y mejorado, debería
contribuir a estos objetivos. Es un error, dice el asturiano,
exportar materias primas sin agregarle « industria
humana », como lo es el no aprovecharlas para satisfacer
las necesidades domésticas. Su alegato es permanente, por una
manufactura « nacional » consumida
nacionalmente.
°°°°°
Si bien ampliamente
familiarizado con los principios del liberalismo económico
dieciochesco, en sus variantes y matices, Campomanes no abandona
empero su pragmatismo de político y su cualidad de conocedor
de la realidad española, específicamente castellana, y
la de sus « fuerzas vivas ». Si piensa en la
adaptación de España a las evoluciones recientes, el
movimiento debe plenamente basarse y apoyarse en las fuerzas
socioeconómicas e institucionales de la sociedad y su régimen,
el único, el Antiguo. El Estado y la política,
por encima de la sociedad y la economía ; el orden y la
seguridad, por encima de la libertad.
Si Campomanes aboga por
la supresión de la tasa y la libertad de precios, se
trata evidentemente de una libertad también bajo control del
Estado ; pero por encima de ello, es posible afirmar que dicha
exigencia de libertad parece responder sobre todo a su inquietud por
las repercusiones negativas que los precios bloqueados y dirigidos
acarrean sobre la producción, la fiscalidad, los diezmos, los
salarios y las rentas, y no tanto a la reducción de los
precios de los productos que se desprendería de dicha
libertad,
al ser estimulados por la libertad de intercambios.
Pero además, es
toda la circulación de productos, tanto interna como exterior,
la que debe sujetarse al reforzamiento y recuperación del
Estado, integrando una manufactura que sea útil a tal
propósito. Más preocupado por la reforma que por las
fuentes de inspiración de sus propuestas o por el
enjuiciamiento que el futuro haga de sus actos, el hombre político
de Carlos III opta por los instrumentos que considera más
idóneos a su proyecto. Es la misma actitud que adopta cuando
examina la problemática de las propiedades y sus necesarias
reformas.
II. Las reformas
de la posesión
a. La defensa
de los derechos de los propietarios
Probablemente determinado
por su carácter de hombre político, preeminentemente
práctico (Reeder, 1975 : p. 19), durablemente
comprometido con las decisiones que la monarquía había
adoptado o iba a adoptar, Campomanes no es un diletante ni un
ecléctico ante las evoluciones económicas, sino
definitivamente un erudito que organiza sus conocimientos en favor de
la acción gubernamental según la razón de su
tiempo y las conveniencias de la monarquía española,
con la certeza del funcionario diligente que sabe que cuenta con el
asenso del soberano. En ese sentido, y sin contradecir una vocación
reformadora que condena el exceso, el Conde de Campomanes es un
celoso defensor de la propiedad adquirida y establecida, de los
fundamentos materiales del poder de la nobleza
(y el clero) y, en general, de los derechos de los propietarios, es
decir, de los dueños del dominio directo. Sabiendo por
otro lado que la propiedad adquirida del clero y la nobleza son los
fundamentos indispensables para el desempeño de su respectiva
función societal.
A la diferencia de
Jovellanos
y otros ilustrados del segundo siglo XVIII,
para los que la accesión a la propiedad útil por
vía enfitéutica podía representar progreso
individual y colectivo y estímulo a la producción, el
Conde de Campomanes privilegia el método del arrendamiento
sin tocar el dominio, es decir que prioriza el abrir sólo una
de las facetas y prerrogativas de la propiedad útil,
como alternativa para expandir la producción y el progreso
individual.
De preferencia las tierras sobrantes de los propietarios, o las
eriales, respetando el « derecho sagrado de propiedad »
y aumentando considerablemente « la labor » y
población de su dominio.
Lo mismo respecto a los terrenos baldíos, cuya atribución
a labradores haría progresar la producción y las rentas
del Erario.
Desde este punto de vista, es posible afirmar que las reformas de la
propiedad avanzadas por Campomanes apuntan a la consolidación
de una res-publica de propietarios y arrendatarios, mediante
un sustantivo aumento del número de estos últimos y de
su trabajo efectivo.
En esto se basan casi
todas sus propuestas. Pero se trata de un arrendamiento durable,
garantizado y con precios y rentas estables, con efectivo
reconocimiento de las mejoras que hayan sido introducidas por el
arrendatario.
Porque, dice Campomanes, sin seguridad en la posesión, el
labrador no tiene apego a la tierra que cultiva y sólo se
preocupará de sacarle lo necesario para su manutención.
Del mismo modo, sin seguridad para la venta de sus productos, el
labrador temerá por los gastos que hace o que tendrá
que hacer para trabajar dicha tierra
y preferirá no correr riesgos. Lo que se ajusta perfectamente
al conjunto de sus proposiciones.
No duda Campomanes en el
momento de optar entre conducción familiar de las unidades
agrícolas y propiedad colectiva y comunal. Esta última
es visiblemente un obstáculo para sus planes. Con el permiso
de los ayuntamientos y siguiendo la tradición local, se
deberían distribuir las tierras del común entre quienes
las solicitan, con tal de que sea para trabajarlas, con siembras de
preferencia, excluyendo las tierras más a propósito
para pastos, prefiriendo a los vecinos pobres pero de no haberlos, se
podrían también conceder a los ricos respetando la
norma que señala que la opulencia no es compatible con una
proporción mayor que la precisa.
Como ya lo señalamos anteriormente, para Campomanes se trata
sobre todo de favorecer el enraizamiento del labrador y su familia en
su entorno rural, lo que es para él sinónimo de vida y
cultivo, y eludir las tendencias hacia el régimen salarial
temporal, que él identifica con despoblamiento, vagancia y
desertificación de los campos.
De otro lado, si se debe
respetar también el dominio del clero regular,
Campomanes no es menos explícito en afirmar que es preciso que
dicho clero se aleje de la conducción directa de sus
propiedades y, en general, de la administración económica
y comercial de las mismas y del manejo de caudales y operaciones de
financiamiento, lo que impedirá por otra parte su alejamiento
de los claustros y el caer en las tentaciones del siglo (Domínguez
Ortiz, 1977 : pp. 107-108).
Siendo abierto partidario
de la disociación de la actividad espiritual y la actividad
productiva, especialmente en el caso de los religiosos regulares, el
asturiano defiende en varias ocasiones la necesidad de que dichas
órdenes confíen la explotación productiva de sus
propiedades a conductores laicos o que, lo que sería aún
mejor, favorezcan su arrendamiento en favor de labradores ;
lo mismo cabe decir respecto a su sujeción a la autoridad de
los obispos diocesanos. Aunque no hubiese legislación
obligatoria al respecto.
Porque no es lo mismo una producción que aumenta en manos de
seglares que otra que lo hace en manos de religiosos.
Así, Campomanes se
opone claramente a este clero regular y a su efectiva presencia « en
el siglo », una presencia orgánica, fuera de
los claustros, es decir, en el circuito productivo, financiero y
comercial, libre de diezmos e imposiciones, determinando precios,
prestando caudales y acaparando producciones
o sirviéndose de la caridad y limosna para sus fines e
influencia en el seno de las poblaciones.
Pero también se
opone a dicho clero porque éste evoluciona en tanto que agente
activo dentro del cuerpo social, que se establece y afinca en la
ciudad y el campo, volviéndose obligatorio intermediario entre
ambos ámbitos y aprovechándose de los derechos de
vecindad, lo que naturalmente le abre las puertas de acceso a los
bienes comunales (de los que luego se apropia para su beneficio
exclusivo). Además de su ocupación de parroquias y
curatos, concentrando poder temporal y poder espiritual e incluso
suplantando señoríos laicos. Esta actitud respecto a
los religiosos regulares conduce en reiteradas ocasiones Campomanes a
sostener los reclamos de los vecinos contra las « órdenes
acaparadoras ».
°°°°°
Entonces, para resumir,
las reformas de la propiedad para el magistrado asturiano son sobre
todo reformas que apuntan a la mejora de la explotación
productiva, aumentando la cantidad y calidad del trabajo que actúa
sobre las tierras disponibles y por incorporar gracias al
arrendamiento, dándoles a los labradores las garantías
de seguridad y estabilidad que puedan estimular su enraizamiento
familiar, reconociéndoles las mejoras introducidas y el
trabajo incorporado en la duración de su explotación.
Pero se trata también
de limitar, tal como lo veremos en detalle más adelante, el
acaparamiento de tierras por las manos muertas y desalojar al clero
regular de una actividad económica, mercantil y financiera, y
una intermediación sociológica, en la que no deberían
interferir por ser una esfera en la que naturalmente deben decidir
los laicos, vale decir principalmente la nobleza y el soberano.
Sin embargo, tales
reformas se conciben dejando intocado el dominio, es decir el
eminente y directo de los propietarios individuales y colectivos del
clero y la nobleza. Esto es, sin afectar ni la vinculación ni
la amortización ya existentes, que son los pilares del orden
vigente. En este sentido, Campomanes pueder ser incluido también
dentro de los defensores de la afirmación y consolidación
de los derechos reales de los propietarios directos sobre la
tierra, los que, en acuerdo con las transformaciones observadas y
necesarias para la mejora y el « adelantamiento »
económicos, deberían absorber o metamorfosear e incluso
eliminar (para algunos) los derechos señoriales y feudales,
hasta hacerlos formalmente desaparecer.
Un proceso que ya había
empezado y que era favorecido por la confusión, no sólo
contable sino también mental, entre, por una parte, rentas
señoriales y feudales y, por otro lado, rentas reales (Vilar,
1966 : p. 427). Un proyecto reformador que por lo tanto conviene
situar en el mediano plazo, siempre en el cuadro del Antiguo
Régimen
y su reforma.
b. Por la Ley
de amortización y no por la desamortización
La
sujeción de la Iglesia Católica al Estado, al progreso
de la nación y al bien común es uno de los postulados
de base de los análisis de Campomanes. Partidario de limitar
las atribuciones de Roma, lo que le valdrá numerosos
conflictos, unos más graves que otros, el magistrado asturiano
persigue también como objetivo la reglamentación
escrita del conjunto de las actividades de las instituciones
eclesiásticas, cofradías, cementerios, etc. Aparte de
la administración de bienes y rentas, el regalismo de
Campomanes interfiere en asuntos tales como entierros, funerales,
gastos indebidos, indisciplina de los prelados, abusos cometidos
durante las visitas, distribución indebida de prebendas,
llegada de eclesiásticos a la Corte sin licencia, etc. Se
trata de una clara voluntad de superponer un control civil
y estatal a la institución eclesiástica.
Según
Campomanes, las leyes del soberano son « irresistibles »
(Tomás y Valiente, 1975 ; p. 14) y ninguna potestad
alternativa, ni la de la Iglesia, se le puede oponer. Dicha Iglesia
está en el Estado, lo que le da la fuerza de la
nación,
como a sus otros componentes. Pero Campomanes se opone a los
grangeros de la institución, un grupo de
aprovechadores, de los que excluye con claridad a los obispos y a la
mayoría del clero secular (Rodríguez Campomanes, 1975
[1765] : p. 1). Aquéllos, que fácilmente podemos
identificar con los religiosos regulares (cuyo número ha
aumentado enormemente), aunque no todos evidentemente, son
responsables del despojo de riqueza y posesiones que padecen las
familias de pobladores y labradores
y, por ende, de la reducción por diversos capítulos y
rúbricas de los ingresos de la Hacienda Real (a pesar de lo
estipulado en el Concordato de 1737, de mínima o nula
aplicación efectiva). Tales instituciones regulares (aunque no
todas, desde luego) ya han acumulado un excesivo patrimonio de
tierras y capitales, el que se autoalimenta y les da capacidad para
proponer precios de compra de tierras superiores a los que pueden ser
pagados por los seculares ; dichos regulares han amasado una
fortuna que sobrepasa de lejos sus necesidades, al tiempo que les
aleja de la disciplina y regla eclesiásticas.
No
se puede afirmar, dice el asturiano, que las rentas y fondos de la
Iglesia, ni por su naturaleza ni por su objeto, estén
destinadas a comprar bienes raíces y aumentar con ellos rentas
perpetuas en propiedades de tierras. Por otra parte, un corolario de
tal situación es la intromisión de los jueces
eclesiásticos en causas temporales y el conflicto consecuente
de jurisdicciones. Para Campomanes, la acumulación patrimonial
en manos muertas es una tendencia que hay que detener
por sus consecuencias negativas en los diversos ámbitos de la
vida de la monarquía. Este propósito es el eje central
del Tratado de la Regalía de Amortización y de
otros documentos que elabora en el mismo periodo (Tomás y
Valiente, 1975).
El
asturiano es perfectamente claro en subrayar la preeminencia del
soberano en el campo de los bienes temporales, la que según
afirma es y ha sido reconocida por los principales teólogos y
padres de la Iglesia y sus más altas autoridades.
Lo que significa también que aquél dispone de la
capacidad para decretar los límites que conviene aplicar a
dicha acumulación.
El
instrumento de tal política es la Ley de amortización,
en tanto que atributo y regalía de soberanía, y no como
derecho de conquista, la misma que pondría bajo control del
príncipe y su jurisdicción directa las nuevas
transferencias de bienes raíces en favor de manos muertas, de
hecho prohibiéndolas, no solamente para preservar la
fiscalidad real mediante la preservación del pago de impuestos
(los que efectúan los legos propietarios), o gracias a un pago
excepcional para operaciones excepcionales, sino sobre todo como
medio para evitar el empobrecimiento de sus vasallos legos (Rodríguez
Campomanes, 1975 [1765], fol 25-26). Por otro lado, explica el
magistrado, se requiere de una ley de amortización aplicable a
todas las provincias del Reino que supere la diversidad de las leyes
existentes.
Esta
recuperación por el soberano de su « facultad de
amortización », la que se opondría a su
liberalidad
precedente, significa simplemente para Campomanes una aplicación
análoga a la del derecho canónico que prohíbe la
venta de los bienes eclesiásticos a legos seculares ;
nadie pone en duda ni encuentra odiosa esta facultad. Pero es preciso
que prime la igualdad para los bienes de seculares.
Contrariamente a lo que pretenden algunos, es deber del soberano
intervenir para evitar el mal uso de sus bienes por los mismos
particulares,
vasallos del rey, quienes conservan desde luego su dominio sobre
dicho patrimonio.
Pero
el magistrado asturiano introduce, al mismo tiempo, una precisión
que completa su noción respecto a la preeminecia de aquél
sobre los bienes temporales, cuando subraya que el príncipe
conserva su jurisdicción sobre los bienes ya transferidos y
amortizados y sobre los tributos e impuestos que deben seguir
pagando.
Lo que significa hasta cierto punto abrir la posibilidad de decidir,
legislar y disponer, en algún momento y según las
circunstancias, de los bienes raíces y corporales que forman
parte del patrimonio muerto eclesiástico. Yendo incluso
hasta la reversión en favor de manos vivas, es decir
laicas.
Sin
embargo, y a este respecto, Campomanes se contradice en el mismo
Tratado de la Regalía de Amortización. En su
respuesta a quienes afirman que la regalía de amortización
del soberano, y la ley de amortización que sería
producto de ella, viola la libertad e inmunidad eclesiástica,
el asturiano distingue entre los bienes ya adquiridos por la
Iglesia y los susceptibles de adquisición, que se hallan aún
bajo control de los vasallos legos.
Dice luego que la ley civil se opondría a la libertad
eclesiástica si quitara a la Iglesia la posesión de los
bienes que ésta ya ha adquirido y no cuando, como en el caso
de la ley de amortización, se tratase de bienes que siguen
siendo poseídos por vasallos legos.
Con
lo que cuestiona en los hechos la capacidad del soberano para decidir
mediante ley respecto a los bienes temporales ya en posesión
de las manos muertas y los tributos que de ellas se derivarían.
A lo que luego agrega ciertas precisiones que reafirman su evidente
contradicción, cuando indica que se viola la libertad
eclesiástica al violarse los privilegios de la Iglesia,
otorgados por el derecho divino, el canónico y el civil.
Uno de dichos privilegios es precisamente la posesión de
bienes raíces por manos muertas,
la que Campomanes defiende evidentemente.
Así,
en medio de esta clara ambivalencia con respecto al patrimonio ya
adquirido por las instituciones eclesiásticas, ambigüedad
cuyo origen es seguramente el enfrentamiento del regalismo
intransigente
del magistrado asturiano con su condición, al mismo tiempo, de
político defensor del orden vigente y de los intereses de los
estamentos del régimen, no parece posible designar al
Conde de Campomanes como uno de los precursores o padres
de la desamortización eclesiástica contemporánea
en el mundo hispánico, ni afirmar que en sus propuestas la
desamortización quedara « en proyecto »
(Menéndez Pelayo, 1992 [1880-1882] ; II : p. 603).
El conjunto de la corporación eclesiástica era para
Campomanes un elemento indispensable del orden social, que
beneficiaba de la capacidad de poseer y disfrutar de privilegios para
el desempeño de sus funciones.
Sin
embargo, para comprender más claramente la naturaleza de sus
propuestas, ambigüedades y contradicciones, conviene recordar
igualmente que en el que tal vez sea su primer esbozo de
consideraciones reformistas (Cejudo, 1984 : p. 24), escrito
probablemente hacia 1750,
Campomanes entreabre la perspectiva de una reducción del
patrimonio del clero que sobrepasa la simple limitación de sus
adquisiciones futuras de bienes raíces.
Y ello, gracias a una ley en favor de seglares y a la intervención
del Estado en algunas operaciones financieras, es decir también
por acción del soberano.
En primer lugar, mediante
la concesión del derecho de tanteo, dice el asturiano,
convendría establecer un medio útil para que los
seglares pudieran reintegrar la posesión de los bienes,
pagando a los eclesiásticos el precio legítimo, con tal
de que estos bienes no sean los de la dotación concedida a su
primitivo número (Rodríguez Campomanes, 1984 [c.
1750] : p. 66). Y, en segundo lugar, cuando al proponer liberar
el patrimonio real de los juros de eclesiásticos evoca al
mismo tiempo la posibilidad de cederlos a justo valor a
« particulares » y comprar bienes de los
eclesiásticos que la Corona podría luego ceder a
seglares para extinguir juros o créditos contra ella misma
(Rodríguez Campomanes, 1984 [c. 1750]: pp. 68-69). Lo que
parece ir más allá de una simple « desamortización
humana », es decir del retorno del clero regular a su
antigua disciplina y número (Cejudo, 1984: p. 30)
Es posible afirmar sin
embargo, en medio de este ir y venir de reflexiones y medidas, que
las propuestas del político de Carlos III no contemplan ni un
movimiento compulsivo y masivo de reversión de las propiedades
eclesiásticas al dominio secular, ni la negación del
derecho de poseer un patrimonio amortizado y eterno (derecho
estamental), ni la denegación a la institución
eclesiástica de su condición de propietaria; hechos que
constituyen la naturaleza misma del hecho desamortizador eclesiástico
contemporáneo. Como ya lo dijimos anteriormente, y aunque en
diversas oportunidades se haga patente su preferencia por el estado
noble, Campomanes cuenta con la participación del clero como
estamento en sus planes reformistas.
La desamortización
eclesiástica en el mundo hispánico, como ya ha sido
afirmado en diversas ocasiones, tendría que ser entendida en
el contexto del proceso abierto por la nacionalización
francesa del clero y sus propiedades, potenciado y acompasado por las
dificultades del endeudamiento del Estado español.
Si
descartamos, en primer lugar, la confiscación de las
temporalidades de los jesuitas, cuya ejecución (aunque
excepcional y limitada a una sola orden) ya había significado
un primer paso por la vía desamortizadora de la propiedad
eclesiástica, y no sólo en España, y, en segundo
lugar, los ulteriores (y anteriores) aumentos de la fiscalidad
impuesta sobre las manos muertas eclesiásticas,
es posible situar en 1798, en medio de una bancarrota financiera
gubernamental
y en las propuestas extraordinarias del secretario de hacienda Miguel
Cayetano Soler, con su aplicación efectiva por el gobierno de
Carlos IV, el nacimiento de la política desamortizadora
española (Fontana, 1987 [1971]: pp. 183, 193-197; Herr, 1971:
p. 46; Artola, 1991 [1978]: pp. 144-151).
La enajenación
compulsiva de un conjunto de bienes eclesiásticos y la
redención de censos en condiciones favorables para los
titulares, laicos o no, de las propiedades sobre las que estaban
cargados, tenían como finalidad generar los capitales
necesarios para satisfacer las exigencias de los acreedores y realzar
el crédito y los valores del Estado gracias a la creación
de una Real Caja de Amortización.
Fue el primer movimiento
de reversión de propiedades vinculadas y « muertas »
hacia el dominio secular y civil, acompañado de la extinción
de una parte de los capitales eclesiásticos, y su
transformación en deuda del Estado, y de un severo
cuestionamiento de las prerrogativas y privilegios del estado
eclesiástico y de su condición de corporación
propietaria. Luego vendrían otras medidas que confirmarían
estas primeras tendencias.
Uno
de los estamentos del Antiguo Régimen empezaba a sufrir en
carne propia la modificación de la coyuntura internacional,
con un desconocimiento real del derecho canónico y civil que
había protegido hasta entonces su patrimonio amortizado, con
un primer cuestionamiento de su capacidad para poseer bienes raíces
y conservar su posesión, mientras que el regalismo español
le daba una solución temporal al problema del endeudamiento
del Estado. En aquellos mismos momentos, la Iglesia en Francia, y en
los territorios y departamentos que la Révolution
ocupaba, ya había perdido inexorablemente la casi totalidad de
su patrimonio.
La
vinculación y atadura ideológicas de las propuestas
reformistas de Campomanes con el liberalismo desamortizador ulterior,
como un hecho casi natural y evidente, tiene unos orígenes que
convendría detectar de manera precisa. Si descartamos los
elogios hagiográficos, tanto los que fueron escritos con
Campomanes aún en vida y funciones o los efectuados en los
primeros momentos luego de su muerte, en los que todavía no
están abiertamente en juego las grandes problemáticas
de la desamortización y la desvinculación de la
propiedad, es probable que los inicios de dicha soldadura se
sitúen en el debate político y constitucional que se
produce desde 1812 en las Cortes de Cádiz, y en particular en
la coyuntura encuadrada entre la segunda mitad de 1813 y la primera
de 1814.
La presunta filiación
entre las propuestas de Campomanes (y Jovellanos) y la
desamortización de la propiedad, antes de ser reivindicada
directamente por los liberales en Cádiz y después de
Cádiz, parece provenir en primer lugar de una condena
originada por la defensa de la propiedad eclesiástica que
efectúan los representantes del clero en dichas Cortes. Luego
de las medidas de abolición de los señoríos
(junio de 1811), desde septiembre de 1813 los diputados reunidos
examinan diversos proyectos que apuntan la venta de diversas
propiedades eclesiásticas y militares con el fin de sanear las
exigencias de la deuda pública, ante las presiones de los
acreedores del Estado. La desamortización de la propiedad
eclesiástica se presenta otra vez como una alternativa
plausible para enfrentar dichas obligaciones.
Se
produce en tal contexto
una polémica de hondas repercusiones en la que se enfrentan
los diversos defensores de la mencionada alternativa (entre los que
se pueden contar también a miembros del clero), tanto al
interior como al exterior de las Cortes, y los diputados abiertamente
defensores de la propiedad eclesiástica (y sus aliados) a cuya
cabeza se manifiesta el futuro Cardenal de Toledo Pedro Inguanzo y
Rivero (Menéndez y Pelayo, 1992 [1880-1882], II : 963).
Mediante la publicación de cartas respecto al sagrado dominio
de la Iglesia,
el en ese entonces diputado a Cortes por el Principado de Asturias
defiende a rajatablas el patrimonio eclesiástico, contra el
ejemplo francés y contra el regalismo de sus opositores.
Luego
de recordar la « innata facultad » de la
Iglesia Católica para adquirir, poseer y conservar sus bienes,
y afirmar que su propiedad es santa e inviolable « como la
de cualquier otro propietario », e incluso más
respetable porque se basa en una ley que es superior a la ley civil,
Inguanzo refuta en sus cartas VII y VIII la « teoría
desamortizadora » de Campomanes y Jovellanos (Cuenca,
1965: p. 145; Menéndez y Pelayo, 1992 [1880-1882]: II: 1148;
Tomás y Valiente, 1975: p. 33) y en particular la idea que
pretende que las propiedades del clero son perjudiciales a la
agricultura.
Inguanzo critica incluso la presunta erudición de que hacen
gala Campomanes y Jovellanos, al sacar leyes y fueros que, según
afirma, tal vez sólo existan en sus escritorios. La filiación
de Campomanes con la desamortización, según Inguanzo,
queda graficada con esta fórmula de 1813: «En tiempo
de Carlos III se plantó el árbol, en el de Carlos IV
echó ramos y frutos, y nosotros los cogimos…».
Es
probable que estemos entonces en el momento ideológico
preciso, en la coyuntura intelectual y política, en que
se produce la conexión entre las propuestas reformistas de
Campomanes,
que como hemos dicho estaban alejadas de la institucional y masiva
reversión de la propiedad eclesiástica al dominio
secular (y sus consecuencias sobre el orden estamental), y las
tendencias netamente desamortizadoras que se manifiestan en las
Cortes de Cádiz y que se van a prolongar enseguida durante
varias décadas gracias a una legislación que será
efectivamente aplicada.
Los
ataques de los defensores clericales contra Campomanes (y
Jovellanos), cuyo prestigio como funcionario se mantiene incólume,
no podían suscitar sino su « recuperación »
por los liberales de Cádiz
y los ulteriores, como antepasado inmediato, ilustrado, respetado y
respetable, y español por añadidura, lo que además
le daba al liberalismo desamortizador propugnado un carácter
propio, casi nacional
y no importado ni extranjerizante, es decir, no francés.
III. Conclusiones
Como
magistrado y político, el conde de Campomanes es sobre todo un
hombre pragmático y profundamente conocedor de la realidad
española, especialmente la castellana, desde la que piensa la
necesaria adaptación del Reino a las evoluciones del siglo
XVIII. Su conocimiento de la doctrina liberal, en la diversidad de su
formulaciones, no le desvía de sus opciones principales :
la preferencia por el Estado y la política, por encima de la
sociedad y la economía (las que con frecuencia asimila e
identifica con los primeros) ; su predilección por el
orden y la seguridad como elementos rectores de una libertad bajo
control, a la que se sujeta (y debe sujetarse) el mercado realmente
existente de su época. Lo que no le lleva sin embargo a
rechazar el movimiento o a renunciar a la reforma, sino por el
contrario a esbozar una concepción eminentemente práctica
del cambio posible y deseado en una sociedad de Antiguo
Régimen, la suya.
Dicho cambio, posible y
deseado, preside sus propuestas. Con cada estamento, cada organismo,
cada institución en su función y lugar, pero cada uno
también sujeto a un movimiento propio e interno de reforma.
Gracias
a una nobleza depurada, reformada e instruida mediante las sociedades
económicas, las que a su vez se orientan de lleno hacia la
sociedad local y sus necesidades, buscando su bienestar ; con un
clero asentado en su entorno parroquial y revigorizado en sus
estructuras seculares y espirituales, inspirado en las máximas
« nacionales » y bajo la conducción de
una jerarquía diocesana, autónoma respecto a Roma ;
con un labrador y colono enraizados dentro de un horizonte familiar
agropastoral y manufacturero consolidado, en el que desarrollan sus
intereses específicos que se transforman luego en utilidad
común ; gracias a un Estado pujante que cubre y
domina su territorio, que dirige y controla un mercado que ya existe
y que debe cada vez más consumir mercancías propias, y
que organiza la ventaja respecto a sus vecinos extranjeros ; con
un monarca, en fin, que infunde la importancia de lo útil e
instila sus luces sobre cada uno de los estamentos, corporaciones
provincias, y sobre el cuerpo del pueblo.
Así debe
adaptarse, moverse y sobre todo avanzar la sociedad, el cuerpo, la
constitución de la « nación española »,
es decir, en nuestro vocabulario contemporáneo, la sociedad de
Antiguo Régimen.
En este contexto
encuentran también su lógica las propuestas de
Campomanes (coherentes y contradictorias, al mismo tiempo) para
reformar la propiedad, es decir las propiedades, en plural.
A
este respecto, es necesario señalar, en primer lugar, la
preferencia de Campomanes por el arrendamiento como forma de
concesión para la explotación productiva de la tierra y
la ampliación de lo que podríamos denominar la frontera
agrícola de las explotaciones. Pero Campomanes aboga por un
arrendamiento durable, estable y seguro, que reconozca la
incorporación de mejoras por el arrendatario y que consolide
el enraízamiento de una población suficiente al darle
seguridad al labrador y su familia ; un arrendamiento que
represente una forma de contrato que estabilice de forma
concreta y localmente las relaciones entre grupos de intereses en
torno a la explotación agrícola.
A
la diferencia de otros ilustrados españoles del siglo XVIII
(citemos sobre todo a Jovellanos, pero también a Olavide,
Aranda o Romà) que optaban por la propiedad útil y la
enfiteusis como instrumento para estimular al beneficiario, dándole
la ilusión de la propiedad e incluso la posibilidad de ganar
el dominio eminente mediante el trabajo metamorfoseado en propiedad
(siguiendo con ello las doctrinas de Locke) ; a la diferencia de
ellos entonces, Campomanes focaliza sus propuestas en torno a la
extensión de la figura jurídica y económica del
arrendamiento, es decir, a sólo una de las facetas de la
propiedad útil.
Con
lo que elabora una imagen societal ideal que podríamos
caracterizar como la de una res-publica de propietarios y
arrendatarios, con un aumento sustancial de estos últimos
y de su trabajo efectivo, y del trabajo en general alrededor de la
agricultura, que es uno de los valores centrales defendidos por el
asturiano.
Para Campomanes se trata
de un arrendamiento que debe aplicarse en primer lugar a las tierras
excedentes o eriales, que los labradores beneficiarios transformarían
mediante su trabajo en tierras aptas para la explotación.
Dicha estrategia se debe de aplicar también con los baldíos
y las tierras colectivas y comunales, siendo estas últimas
formas de posesión y explotación agrícola y de
aprovechamiento y uso que no cuentan con las simpatías del
ilustrado asturiano.
Por otro lado, la
extensión del arrendamiento es también, según
Campomanes, la forma más adecuada para la explotación
de las tierras en poder de las manos muertas eclesiásticas,
especialmente las de los religiosos regulares, lo que permitiría
además el alejarlos de la sociabilidad cotidiana y de las
« tentaciones del siglo », y hacerlos retornar
a sus claustros y espiritualidad.
Otro
de los elementos centrales de las propuestas del Conde de Campomanes
en lo que respecta a la propiedad es la necesidad de dejar
intocado el dominio, es decir el directo o el eminente, en tanto
que fundamento de la propiedad estamental y de la función que
el clero y la nobleza desempeñan (y deben desempeñar)
en la sociedad y en la reforma considerada. Lo que significa
simplemente que no cabe alterar ni la amortización ni la
vinculación de la propiedad existente sobre las que reposa el
orden social.
Pero
que al mismo tiempo conviene afirmar y consolidar la dimensión
real del dominio, vale decir la que abre derecho a rentas por la
calidad demostrada e intangible de propietario, en la que
también se inscribe la extensión del arrendamiento,
explicitado mediante contrato. Y restringir, de la misma manera, e
incluso hacer metamorfosear y/o eliminar, si así fuera
necesario, la dimensión rentística feudal y señorial
del dominio. Una mutación que además se vería
favorecida por la habitual confusión contable (y mental)
entre, por un lado, rentas señoriales y feudales, y, por otro
lado, rentas reales.
En esta lógica
reformista encuentran coherencia la casi totalidad de las propuestas
formuladas por Campomanes, tanto para el dominio laico como para la
propiedad eclesiástica. Propuestas al interior de un programa
reformador que tal vez hubiera podido prolongarse hacia
perfeccionamientos regalistas de nivel superior, con una mayor
afirmación del Estado y de la regalía del monarca, e
incluso en relación con la disposición de las tierras
comunales y los usos colectivos.
Pero tales reformas
Campomanes no tuvo tiempo o no pudo implementarlas porque la
estructura o la coyuntura se lo impidieron, a veces una, a veces la
otra, o a veces ambas.
En tanto que hombre de
negociación pero también en especialista para señalar
jerarquías y pautas no negociables, como político,
Campomanes opta por la nobleza, depurada y perfeccionada, como
estamento principal de apoyo. Sin embargo, de ello no se desprende
que Campomanes pensara en sacrificar el estado eclesiástico en
el altar de la reforma.
No
obstante, en relación con la propiedad del clero, conviene
puntualizar la voluntad de Campomanes de someter el aumento del
patrimonio del estado eclesiástico a un control estricto
mediante la Ley de Amortización, atribución inherente y
consubstancial a la regalía del soberano. Una ley que pararía
en seco la tendencia mortal de la acumulación de
tierras en manos eclesiásticas, en detrimento de los vasallos
seculares y la corona, una tendencia opuesta al desarrollo de la
agricultura, afirma Campomanes. Una ley que recordaría que las
rentas y fondos de la Iglesia, ni por su naturaleza ni por su objeto,
deben estar eternamente destinados a comprar bienes raíces y a
aumentar nuevas rentas perpetuas para acrecentar otra vez el
patrimonio eclesiástico. Una ley regalista, en fin, para
reafirmar la sujeción de la institución eclesiástica
a la autoridad civil irresistible del soberano.
Pero
una ley que no pondría en tela de juicio ni los derechos ni
los privilegios estamentales de la Iglesia en tanto que entidad
propietaria y pilar del régimen, ni sus derechos a percibir
rentas, ni la globalidad del patrimonio ya acumulado, mediante compra
o dotación, por las diferentes corporaciones eclesiásticas.
Es decir, una ley que no cuestionaría la existencia del hecho
amortizador, el mismo que no se limita, ni social ni
institucionalmente, a la posibilidad o conveniencia de operar
transferencias patrimoniales, desde el sector eclesiástico
hacia el dominio laico.
En
términos contemporáneos, y permitiéndose este
desliz anacrónico, se diría que Campomanes cuestiona el
flujo del aumento de la propiedad y patrimonio eclesiásticos,
pero no el stock constituido ni la amortización en
vigor. Porque esto último equivaldría a romper la
triple legalidad vigente, a saber, la divina, la canónica y la
civil, y a violar la libertad eclesiástica.
Lo
que nos lleva a confirmar, salvo error u omisión, que
Campomanes, a pesar del episodio jesuita (puntual y excepcional)
puede difícilmente ser considerado precursor, o padre, o
inspirador de la desamortización eclesiástica hispánica
del siglo XIX, ni por requerimiento de la época ni por
vocación personal. Y ello, contrariamente a la opinión
formada, ya en la agitada coyuntura de 1813, por los defensores
clericales de la propiedad eclesiástica, los que abrieron un
proceso (en el amplio sentido del término) que tal vez
facilitó la soldadura ideológica de los
proyectos reformadores de Campomanes con la retórica política
de las fuerzas liberales radicales de Cádiz, las que se
hallaban en búsqueda de antecesores ilustres o ilustrados y,
sobre todo, autóctonos.
NOTAS: