GALERÍAS DE
FICCIÓN.
MERCADO DE ARTE Y DE
PRESTIGIO ENTRE DOS PRÍNCIPES: EL VII MARQUÉS DE CARPIO
Y EL CONDESTABLE COLONNA
Leticia
de FRUTOS SASTRE
Poco después de
1687, el Condestable Lorenzo Onofrio Colonna recibió una carta
en la que le ofrecían veintinueve pinturas de una de las más
grandes colecciones del siglo XVII: la del recién fallecido
VII marqués del Carpio.
Con anterioridad, el Condestable ya se había
interesado por los cuadros del que había sido embajador
español ante la Santa Sede entre 1677 y 1682. Como veremos,
esta correspondencia es una muestra de la circulación de
galerías ficticias, escritas en papel, a través
de las cuales los coleccionistas se intercambiaban obras y prestigio.
Con este artículo pretendemos ilustrar, a través de
diferentes episodios de la vida de estos dos grandes príncipes,
las relaciones que establecieron en términos artísticos
afectando directamente a la formación de sus colecciones y que
nos hablan de la existencia de un mercado de arte interno entre
ellos.
El contacto entre estos
dos nobles se remontaba, al menos, a principios de los años
setenta, cuando Carpio informaba a Lorenzo Onofrio de su reciente
nombramiento como embajador en Roma. En cualquier caso, esta carta
tenía poco de especial puesto que la casa Colonna era una de
las familias hispanófilas que apoyaba al representante de la
Corona ante la Santa Sede y el Condestable uno de los primeros
interlocutores que el ministro español tendría en la
ciudad.
Precisamente, en febrero de 1672, el Marqués le
solicitaba que asistiera al procurador del cardenal Portocarrero, el
abad Andrea Oddi, al que ya había escrito “encomendándole
las prevenciones necesarias para mi casa”.
Tal vez, en ese momento, y gracias a la mediación
del Condestable, se pusiera en marcha el encargo de una de las
espectaculares carrozas para la primera presentación de la
Acanea de Su Excelencia el 29 de junio, fiesta de San Pedro. La
fiesta suponía un acto de vasallaje del reino de las Dos
Sicilias; en ella, el Condestable de Nápoles -“comes
estabulae”- presentaba a Su Santidad un caballo blanco
-“chinea”, símbolo de la lealtad de la
Corona al papado- que, a su vez, portaba una copa de plata con un
tributo en moneda de siete mil ducados. En concreto, la carroza
ocuparía el segundo lugar en la cabalgata,
y de su excepcionalidad son testimonio no sólo
los avisos,
sino también un dibujo conservado que reza “fatta
per il S.r marcese di Lice Amb.re venturo di Spagna l’anno
1673”,
atribuido bien a Giovanni Paolo Schor -que falleció
un año más tarde- o bien a su hijo, Filippo, y que se
ceñía a la descripción literaria del cortejo. En
esos momentos, la familia Schor trabajaba para Colonna, de manera que
es posible que, incluso antes de la llegada del Marqués, la
obra ya hubiera sido encargada a sus artífices. En ese caso,
sería la primera que tenemos documentada para el Embajador;
como veremos, Filippo continuaría a su servicio durante el
virreinato (1683-1687).
Aunque la relación
entre estos dos titanes se establecía en términos
oficialmente políticos los cuales afectaban al plano de la
representatividad, a nosotros nos interesan ahora las relaciones
artísticas que mantuvieron y que respondían también
a la necesidad de destacar y de ocupar un lugar privilegiado en la
sociedad romana.
Si existía un
acontecimiento público en el que ambos se medían ante
el resto de esa sociedad, era, precisamente, el de la presentación
de la Acanea;
una circunstancia en la que, además, estaba en
juego la cuestión de las preeminencias del Condestable frente
al resto de barones romanos
y en la que ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder
en sus pretensiones. Esta situación se tradujo en una suerte
de velada competitividad en materia artística y teatral, de
manera que las tensiones y rivalidades diplomáticas se
expresaban en esos términos.
Este escenario se alteró,
o, si queremos, se activó aún más, con motivo
del matrimonio del primogénito de Colonna con la hija del
duque de Medinaceli -doña Lorenza de la Cerda- en 1681.
A partir de ese momento, Carpio dedicó todos los
festejos, representaciones teatrales y musicales a su bellísima
sobrina -operación que no estaba exenta de intereses
políticos, como era el de obtener el favor de su padre y
Primer Ministro para poder regresar a la Corte-.
Se establecía así un tour de force entre el suegro de
la joven y el Embajador. Sin embargo, es cierto que no le faltaban
motivos al Marqués para preocuparse y velar por el
bienestar de su sobrina, puesto que ni el Condestable ni su hijo
daban un buen trato a la Princesa.
A partir de entonces, las relaciones Carpio-Colonna
giraron en torno a la lucha por conseguir el protagonismo en el
escenario romano.
En ese mostrarse y
reconocerse en el Gran Teatro del Mundo, ocupaban un lugar
fundamental los artistas que, precisamente, estaban al servicio de
ambos. Era el caso del citado Giovanni Paolo Schor
o de Antonio del Grande; los dos habían
participado desde 1654 en la construcción de la famosa galería
Colonna que se convertiría en un referente ineludible para el
Embajador español.
Cuando Carpio llegó a Roma, Giovanni Paolo ya
había fallecido; desde entonces, se habían ocupado de
su casa, ubicada en Piazza Spagna, sus hijos, Filippo y
Christoforo, que continuaron atendiendo la gran demanda romana de
diseños, escenografías, carrozas y obras efímeras
que tenía el taller; mientras que Antonio del Grande,
que había sido también ingeniero de la
embajada, moría en 1679, dejando vacante la plaza a la que
aspiró, precisamente, Filippo, el hijo del Tedesco.
En esos años, Filippo Schor estaba al servicio
del Condestable quien, desde 1678, ocupaba en España el puesto
del virreinato en Aragón.
Precisamente, durante ese tiempo, Colonna mantuvo una
rica correspondencia con su mayordomo, Maurizio Bologna, que nos
proporciona numerosas noticias acerca de la vida y actuaciones
artísticas de su colega, el marqués del Carpio, en
Roma.
De todos era conocida la
fama de coleccionista del Embajador; incluso antes de su llegada a
Italia se le tenía por un hombre riquísimo, amante de
las artes, que no dudaría en gastar lo que fuera necesario en
ellas, de manera que los artistas le esperaban como un desahogo al
rigorismo moral impuesto por el papa Inocencio XI Odescalchi.
Desde el principio, Carpio se dedicó a conocer
las opciones artísticas que le brindaba la Città
Eterna; era normal verle en su carroza, acompañado de un
solo lacayo, recorriendo las casas y colecciones en busca de
pinturas.
Sin embargo, los modelos más inmediatos los tenía
en las galerías de sus interlocutores políticos, como
era el caso del Condestable.
Coincidiendo con la
salida de Colonna de Italia,
el Marqués aprovechó para visitar su
galería y conocer sus obras. El 1 de octubre de 1679, Maurizio
Bologna informó al Condestable de que el Embajador español
quería visitar su palacio para lo que dispuso que fuera
Filippo Schor quien le acompañara y “havendogli
fatto osservare il tutto”, pudiera darle “la
cognitione di tutti li pittori di che hebbe gran gusto”.
Aun así, Carpio, dando muestras de que no sólo tenía
conocimientos de pintura, sino que también sabía
mirarla y entenderla, se había puesto a la altura de
los virtuosos y no había dudado en opinar sobre la autoría
de los cuadros que el propio Schor había considerado
anónimos.
Este episodio ejemplificaba el valor del coleccionismo
en el Seicento. Por un lado, demuestra la necesidad que
existía entre esos príncipes de reconocimiento de sus
obras en parangón o emulación con la del resto de
iguales. Y, por otro, muestra el intercambio de imágenes o de
conocimientos artísticos entre ellos como un modo más
de legitimar la posesión de esos objetos. En este caso,
Colonna tenía noticia de la visita del Embajador y de cómo
sus colecciones se pondrían frente a frente; de hecho, le
pidió después a su mayordomo que le mandara una
relación de las obras que Su Excelencia había
considerado mejores.
En esta ocasión, Carpio había elogiado de
la galleria colonnese una en tabla que, según
él, era o de Palma el Viejo o de Benevento de Garofallo y otra
más pequeña, que atribuyó también a este
último, a pesar de que, a ojos del Tedesco, las dos
eran de Palma, artista que el propio Embajador “stima per
auttori vecchi di migliori fra tutti”.
El Condestable pidió además a Schor que le
enviara los dibujos de las pinturas que tanto habían
interesado a su visitante.
Precisamente, en esas fechas, Filippo estaba también
al servicio del Marqués, una situación que no era en
absoluto extraña y que contribuía a aumentar la
necesidad, por parte de los príncipes, de conseguir la
exclusividad de la obra de un artista como una inversión de
prestigio; de hecho, esta misma “competición” la
mantenían también, coetáneamente, en el mercado
veneciano a través de sus agentes.
En este momento las colecciones se formaban en relación
con las de otros coleccionistas. Esto es especialmente palpable en la
formación de cada una de las galerías de los Príncipes
romanos.
Como veremos, ésta no sería la única
ocasión en que el Condestable iba a interesarse por los gustos
y la colección de Carpio y viceversa.
Una galería en
papel: Pinturas de Carpio para el Condestable Colonna
Todavía antes de
la muerte del Virrey y de la carta, que citábamos al
principio, con la selección de veintinueve pinturas de la
colección de Carpio con la que empezábamos el artículo,
Colonna se había interesado por una parte de ella. La ocasión
se había presentado con motivo de la definitiva salida de Roma
del Embajador para ocupar el puesto del virreinato y con el
consecuente traslado de todos sus bienes, entre ellos, los mil ciento
sesenta y dos cuadros que se habían inventariado entonces.
Es evidente que una situación así, que
implicaba el movimiento de tantas obras de arte, no podía
pasar desapercibida ante los ojos de los coleccionistas romanos.
Tampoco la partida, siguiendo la estela de su mecenas, de una
auténtica corte de artistas que había estado a su
servicio durante la embajada y que no quería perder la
oportunidad de continuar trabajando para él en su nueva Corte
partenopea; entre ellos, se encontraba, precisamente, Filippo Schor.
Justo unos meses antes de
su partida, Carpio había mantenido una auténtica gara
teatral con el condestable Colonna en honor de la joven princesa de
Paliano y en la que el Embajador había resultado claro
vencedor.
Es entonces, cuando podemos ubicar un nuevo listado de
cuadros de la colección romana del Marqués -trescientos
ochenta y ocho- que llegó a manos de Lorenzo Onofrio, tal vez,
con la intención de hacerse con ellos.
La relación de
pinturas copiaba literalmente la descripción que se hacía
en el inventario romano del Marqués, aunque ahora se
prescindía del número asignado en éste para
sustituirlo por uno correlativo, del uno al trescientos ochenta y
ocho. En cambio, en cuanto al criterio de selección, las obras
no seguían el mismo orden y disposición con el que se
registraron en el Palacio de la Embajada, sino que se ajustaban al
que aparecía en el siguiente inventario que conocemos de los
bienes del Marqués; nos referimos al redactado a su muerte en
1687, en las habitaciones del Palacio Real de Nápoles. Esta
situación nos hace pensar que cuando se eligieron los cuadros,
éstos ya estaban colgados en las paredes napolitanas, aunque
para su identificación se echó mano de las atribuciones
y descripciones que habían hecho los pintores romanos. También
es posible que existiera un inventario de uso interno realizado a la
llegada de don Gaspar al Virreinato, que no conocemos, y que
recogería de manera fiel la disposición de las pinturas
romanas en su nuevo emplazamiento.
Estas premisas nos
permiten disponer, al menos, de unas fechas de margen para datar la
lista. Está claro que debía de ser posterior a la
salida de Carpio de Roma y durante los primeros momentos de su
gobierno en Nápoles, y cuando todavía no había
empezado a comprar o a encargar grandes obras a artistas locales como
Luca Giordano ya que, en ese caso, hubiera sido muy extraño
que no se seleccionara ninguna de sus telas para el Condestable,
teniendo en cuenta el interés que éste tenía por
ellas.
Si echamos una ojeada al
tipo y género de pinturas que se eligieron, observamos que, en
su mayoría -164- eran de tema religioso; le seguían los
retratos, 87, y la pintura de paisaje, 48. Se incluyeron también
35 de tema mitológico y hasta 25 de flores. Precisamente, la
importante presencia de este género, junto con el del paisaje,
es lo que nos permite relacionar la lista de manera inmediata con las
preferencias artísticas de Colonna.
Nos detendremos un momento en ello, ya que para poder
interpretar los criterios a los que obedecía esta selección
de obras del Embajador, es necesario conocer primero el gusto
que caracterizaba la galleria colonnese durante los años
que Carpio estuvo en Roma.
Para ello contamos con un
inventario de la colección fechado en 1679,
que se redactó durante la ausencia del
Condestable, que desde 1678 se encontraba en España ocupando
el virreinato de Aragón. La colección contaba entonces
con unos 1.180 cuadros, parte de los cuales procedían de la
herencia de su tío Girolamo I, que había fallecido en
1666.
Al igual que ocurría en el anterior inventario,
que se fechaba en 1664 y en el que sólo se registraban 230
obras,
tenían una especial presencia los paisajes
-Lorenzo fue uno de los grandes mecenas de Claudio de Lorena-,
junto con los de naturaleza muerta de flores y frutas.
De hecho, en la Galleria Colonna dominaban estos
géneros considerados, hasta entonces, de carácter
decorativo.Además,
se trataba de una colección moderna; de hecho, la mayoría
de los autores eran contemporáneos y habían estado al
servicio de la familia. Era el caso de Crescenzio Onofrio,
que había decorado al fresco, con pintura de
paisaje, una de las salas del piso bajo del palacio, y del que ahora
el autor de la lista eligió de la colección de Carpio
dos lienzos de tema mitológico, un Baño de Diana
y un Narciso, con figuras de Maratta.
Precisamente, y según recogía Bellori en
la biografía dedicada a este artista, Carluccio había
realizado ya una tela del mismo tema para el Condestable, en
colaboración con Dughet, ésta, de hecho, se encontraba
en la colección Colonna en 1664.
El interés de Lorenzo Onofrio por hacerse con el
ejemplar de Carpio ilustra algo habitual entre los coleccionistas del
Seicento, y era, por un lado, el conseguir la exclusividad de
una imagen que se identificara con su propia persona, lo que
redundaba en el prestigio de la colección y, por otro, la
oportunidad de dotarla de exquisito carácter didáctico,
propio de un virtuoso entendido en las artes, al poder mostrar
diferentes versiones de una misma obra. En el caso de Carpio, esto
era bastante frecuente.
Gaspar Dughet también
había participado en la decoración del palacio Colonna
y eran numerosas las telas de Poussin que se registraban
en el inventario de la familia.
De manera que de la colección del Marqués
se seleccionaron entonces seis obras: una marina, dos paisajes, dos
pinturas de flores y una naturaleza muerta;
y lo mismo se hizo con un paisaje de Antonio Tempesta,
que también había participado en la
decoración del Palacio. Otro de los artistas representantes de
ese tipo de pintura decorativa de paisaje al servicio de las grandes
familias romanas, era Giovanni Francesco Grimaldi, del que Carpio
tenía dos pequeños cobres regalo del príncipe
Borghese -uno de los grandes protectores del pintor boloñés-
y que también se incluyeron en la lista. Además,
teniendo en cuenta el interés del Condestable por tener a su
servicio a Luca Giordano, junto con otras telas emblemáticas
del napolitano, sobre las que volveremos, se eligieron los cuatro
paisajes de la colección del Marqués ejecutados a
imitación de Filippo Napoletano
y que, en el palacio del Virrey, debían de estar
colocadas cerca de otros cuatro octangulares del propio Filippo que
también se seleccionaron.
Napolitano también y
con una especial presencia en la colección del Condestable, es
Salvador Rosa,
representado en la selección
Carpio con cuatro lienzos, tres de ellos paisajes y uno de tema
religioso.
También dentro del género del paisaje se
seleccionó la serie de cuatro de la Villa Ludovisi, de mano de
Domenichino, Guercino, Brill y Viola, de gran formato, diez por ocho
palmos (c. 233 x 178’4 cm);
cinco más de Domenichino,
cuatro de Momper,
tres de Viola,
otro de Brill…
de manera que los pintores más sobresalientes en
el género estaban perfectamente representados. La numerosa
presencia de países en la colección Colonna se
vería así, si cabe, ampliada.
Algo similar ocurría
con la pintura de flores. Aquellos artistas que más habían
desarrollado el género en Roma tenían obras en la
galería colonesse. Desde el gran Mario Nuzzi a sus
seguidores, Giovanni Battista Gavarotti,
Giovanni Stanchi -al que el propio Condestable había
mandado decorar espejos con flores, como los que hizo Mario para su
padre Marcantonio V-,
o el incógnito Girolamo Solari.
Estos se movían en los círculos de la
Academia de San Luca y de los Virtuosos del Panteón y estaban
al servicio de las grandes familias e interlocutores del Embajador,
de manera que su colección, absolutamente
moderna, tenía obras suyas en número considerable. La
mayoría decoraba su dormitorio en una especie de prefiguración
del que será el famoso Camón Dorado de Carlos II en el
Alcázar madrileño.
De Nuzzi, Carpio había
conseguido durante la embajada trece pinturas, de las cuales, dos
eran vasos historiados en colaboración
con Filippo Lauro. De ellas, se seleccionaron siete obras: los dos
espejos pintados y los dos vasos con flores que decoraban el
dormitorio del Embajador; los citados vasos en colaboración
con Lauri y una guirnalda que hacía
pareja con otra de mano de Cerquozzi que, en la colección del
Marqués, se encontraba en su residencia de recreo, el Palazzo
della Vigna de San Pancracio.
Allí mismo, se exponían también del
discípulo de Nuzzi, Gavarotti, cuatro grandes lienzos de ocho
por seis palmos, de frutas y flores, que también aparecían
en la lista.
Mucho más
numerosas son las pinturas de este género del poco conocido
Girolamo Solari que consiguió Carpio en Roma y que parecen
apuntar a un mecenazgo directo; en concreto, al encargo de la
decoración del dormitorio de Su Excelencia. De hecho, de los
dieciocho cuadros del artista registrados en el inventario romano,
trece colgaban de su alcoba, junto con los citados espejos y flores
de Nuzzi y dos vasos de rosas blancas y rojas de Dughet, por los que
también se optó en la lista. De Solari se recogieron
siete pinturas:
cinco, de la habitación del Embajador: dos,
pintadas en colaboración con Niccolo Berrettoni, con
guirnaldas de flores y putti jugando con istromenti d’amore
y tres de guirnaldas con pájaros. Las dos restantes seguían
el mismo modelo de Berrettoni, pero esta vez se habían
ejecutado en colaboración con el maestro, Maratta, con la
figuración del Salvador y de una Concepción. Estos
últimos lienzos, de cuatro y tres palmos, estaban colocados a
la entrada del palacio de la Embajada, de manera que eran
perfectamente reconocibles por el autor de la lista para el
Condestable.
Si seguimos paseando por
las “galerías de flores” que Carpio había
colocado a lo largo de los itinerarios del palacio de la embajada,
podemos encontrar también obras de Giovanni Stanchi. Justo en
la habitación anterior a su dormitorio, colgaba una pareja de
vasos dorados al lado de otros dos de mano de Pauluccio Napoletano
-Paolo Porpora-. Las cuatro telas se incluían también
en la lista.
Si atendemos a las atribuciones del inventario romano,
el Marqués había conseguido hasta ocho pinturas de
flores de Caravaggio,
de las que en la selección sólo había
una,
lo que podía ser un indicio para hacernos dudar
de la calidad del resto. En cualquier caso, el Condestable no parecía
estar demasiado interesado por la obra de Merisi; al menos, no se
registraba ninguna de su mano suya en el inventario de 1679.
Nos hemos detenido sobre
todo en estos dos géneros, paisaje y flores, ya que, por esas
fechas, eran los rasgos más identificativos de la colección
Colonna. En cualquier caso, hemos comprobado que la del Embajador era
absolutamente moderna al respecto y se podía equiparar a la de
su colega. Sin embargo, si dejamos los géneros de pintura y
adoptamos un criterio de comparación que se ciñera a
las escuelas y a los autores dominantes en la selección de
cuadros que llegó a manos del Condestable, observamos cómo
dominaba la escuela veneciana, algo perfectamente lógico si
tenemos en cuenta la apabullante presencia que tenía en la
colección de Carpio. Ahora bien, ¿qué ocurría
con la de Colonna? A pesar de que sabemos que Lorenzo Onofrio
mantenía contactos con la Città della Laguna,
tanto para la adquisición de lienzos como para el intercambio
de diseños de trajes para las obras de teatro,
cuando revisamos su inventario de 1679 observamos que
son muy pocas las telas registradas como de mano veneciana. Tal vez
los intentos de compra de pinturas de Colonna en este mercado habían
resultado infructuosos, a diferencia del éxito que había
tenido el Embajador gracias a sus agentes.
De ahí que la posibilidad de adquirirlos en la
colección del nuevo Virrey fuera una oportunidad de oro para
poder cubrir este vacío artístico de la galería
colonnese. Precisamente, dos de las obras vénetas que
se inventariaban en 1679 en la colección del Condestable,
atribuidas a Palma, eran las dos en las que se había fijado
Carpio en su visita: el Cristo atado a la columna y un
Crucifijo con la Magdalena.
El resto de ejemplos venecianos se limitaba a un
Tiziano,
dos telas de Alessandro Veronesse
y una de su discípulo, Giovanni Battista Zelotti,
conocido como Farinato Battista da Verona.
En la lista de pinturas
del Marqués que llegó a manos de Colonna se registraban
hasta ciento dieciséis de esta escuela, casi un treinta por
ciento del total seleccionado. El mejor representado era, sin duda,
Tintoretto, tanto el padre, Giacomo, como sus hijos, Domenico y
Marieta, con obras procedentes de la compra de los vestigios del
artista a través de los agentes de Carpio.
Recordamos que la mayor parte de los lienzos que habían
quedado en el estudio del maestro a su muerte y que había
comprado el Marqués, eran retratos. De hecho, el Condestable
seleccionó veinte, además de un Autorretrato con
espejo del propio pintor. Otros veintitrés eran religiosos,
tres de ellos, de Domenico.
De Marieta eligió la pareja de cuadros de diez
por ocho palmos, que representaban la Prudencia y Una mujer
que acaricia un unicornio.
A Tintoretto le
seguía Tiziano, con diez obras, más una de la
escuela,
de las que, sorprendentemente, seis eran retratos y sólo
había un cuadro mitológico de Marte y Venus en la
cama. Entre los religiosos destacaba la famosa Cabeza de la
Magdalena
y la Santa Catalina a la turca.
De Veronés se eligieron diez;
tres de ellos de carácter decorativo, acordes con
los intereses musicales de Su Excelencia y que representaban ángeles
tocando instrumentos musicales. De Palma, presente en la colección
Colonna de 1679 a través de las dos citadas pinturas, se
seleccionaron ocho, tres de ellas de Palma el Viejo, y otras tres del
Joven.
A éstas se sumaron otras ocho de Bonifacio
veneciano, cuatro de ellas con escenas de las Metamorfosis de
Ovidio;
seis de Giovanni Bellini;
cinco de Paris Bordone;
cuatro de Bassano;
tres de Giorgione, una de ellas, su Autorretrato,
aunque de dudosa atribución,
y, por último, cinco retratitos sin autor, pero
considerados de mano veneciana.
En total, ciento dieciséis pinturas que cubrirían
el vano de esta escuela en la galería Colonna. De manera que
observamos cómo esta selección pretendía, por un
lado, aumentar y completar la colección del Condestable con
obras de autores que ya figuraban en ella, tal y como hemos visto en
el caso de la pintura de paisaje o de flores y, por otro, permitía
rellenar vanos y completar la colección con otros cuadros de
escuelas poco representadas. Ocurría algo similar, por
ejemplo, con la boloñesa.
Aunque la colección
Colonna tenía mejor representación de esta escuela que
de la anterior, también se eligieron ahora emblemáticas
pinturas boloñesas de la de Carpio. Por ejemplo, en el
inventario Colonna de 1679 sólo se registraban cinco de
Carracci;
de manera que de la del Embajador se seleccionaron nada
menos que veinticinco.
Albani, en cambio, estaba mejor figurado en la colección
colonnese, con una docena de obras, por lo que sólo se
escogieron cuatro del Marqués;
algo parecido ocurría con Reni, del que sólo
se optó por dos:
una de David y Goliat y otra de un Angelito
desnudo con una rosa.
Al igual que ocurría
con la importante presencia de la escuela veneciana en la colección
del Embajador, también resultaba casi obligada la selección
de algunos de sus cuadros de Correggio, más aún
teniendo en cuenta que, en el inventario del Condestable de 1679,
sólo se registraba una copia.
En la lista aparecían siete,
entre ellas la famosa Madonna della Scudella; un
retrato de coronel, cabecitas de ángeles…además
de otra de Barocci, a imitación de Correggio, y las citadas
tres copias de Carracci.
Pero si había algo
que, como hemos señalado, caracterizaba el gusto del
Condestable, era su preferencia por la obra de artistas
contemporáneos activos en Roma. Es evidente que, entre ellos,
ocupaba un lugar principal Carlo Maratta. El pintor de Camerano ya
había realizado algunas obras para la familia; de hecho, según
Pascoli, “trattava domesticamente col Contestabile, per cui
continuamente dipingeva”.
Recordamos su colaboración con Nuzzi y Stanchi en
los famosos espejos de la Galería; además, destacaba en
el inventario de 1679 un gran lienzo de trece por diez palmos, con la
representación del Sacrificio de César, que se
consideraba como una de las telas más estimadas de la
colección.
La obra de Carluccio estaba también muy presente
en la galería romana de Carpio de manera que se seleccionaron
quince cuadros, prácticamente la totalidad de los que había
conseguido durante los años de la embajada y que todavía
aumentaron en seis más durante el virreinato.
Todos eran de tema religioso, excepto tres mitológicos,
dos de ellos, los citados en colaboración con Crescenzio.
A pesar de que el
Condestable no tenía en 1679 ninguna pintura del discípulo
de Carluccio, Niccolo Berretoni, como hemos visto, en la selección
que se hizo de la del Marqués se incluyeron las que el artista
había ejecutado en colaboración con otros pintores de
flores; era el caso de las citadas guirnaldas de Solari y de la serie
de las Cuatro Estaciones, que hizo con Abraham Brueghel;
además, se eligió una Sagrada Familia con Santa
Ana.
Otro de los grandes
maestros contemporáneos, reclamado por casi todos los
príncipes, también por Colonna, era Luca Giordano. Como
hemos visto, el Condestable intentaba desde 1682, por todos los
medios, conseguir que el maestro napolitano decorara al fresco
algunas de las habitaciones de su palacio, sin éxito. De
manera que se seleccionaron doce de las dieciséis pinturas del
artista que atesoraba el Embajador. Entre ellas, el famoso lienzo de
Rubens y la alegoría de la Paz;
un Sátiro que rapta a una mujer y otro sátiro
que le tira un dardo, y su compañera Neptuno con el
tridente en la mano que echa una mujer que está huyendo, con
un caballo marino, un putto y vista de mar,
-identificada con la representación del Rapto
de Deyanira-;
además de los citados cuatro paisajes de mano de Giordano a
imitación de Filippo Napoletano.
En general, la escuela
napolitana no estaba excesivamente representada en esta selección
de pinturas de la colección del Marqués; de hecho,
además de la obra de Giordano, o de los paisajes de Filippo o
Salvador Rosa, sólo encontrábamos dos Batallas
de Falcone.
Por último,
creemos interesante señalar cómo en la lista no podían
faltar los dos magníficos retratos italianos de Velázquez,
de doña Olimpia y del cardenal Camillo Massimo, procedentes de
la almoneda de éste,
y dos de Sus Majestades, atribuidos a un discípulo
del famoso Voet, Vincenzo Noletti.
Después de este
paseo por la selección de pinturas de la colección del
Embajador que hizo el Condestable, de acuerdo con sus intereses
artísticos, podemos intentar aclarar e interpretar mejor las
supuestas condiciones en las que se realizó. Como hemos
comprobado, la persona que lo hizo conocía las obras que
elegía, al menos, la disposición que éstas
habían tenido en el Palacio de la Embajada. Esto lo
apreciábamos sobre todo en el caso de la pintura de flores.
Por ejemplo, eligió casi en su totalidad las que decoraban el
cuarto del Embajador, o las que daban la bienvenida al visitante en
el palacio, de manera que el autor debía de ser una persona
del círculo cercano a don Gaspar, que se movía por el
palacio de la embajada y que recordaba los cuadros cuando los volvió
a ver de nuevo colgados en Nápoles momento en el cual los
seleccionó. Completaba las descripciones y la autoría
con el inventario que conocía y que se había realizado
en 1682.
Ahora bien, ¿qué
motivos podían impulsar a Carpio a sacar a la venta, o, al
menos, a permitir el conocimiento, o más bien re-conocimiento
de su colección a otro coleccionista? Podíamos pensar
que exigencias económicas le habían obligado a vender
una parte para poder hacer frente a los gastos del virreinato; una
deducción que, en este caso, carece de fundamento si tenemos
en cuenta que las deudas de Su Excelencia en Roma no se saldaron
entonces, sino que le acompañaron a Nápoles; además,
el cargo era mucho más lucrativo que el de la embajada, de
manera que podría resarcirse de esas pérdidas.
Podríamos pensar incluso que fuera el propio Marqués
quien decidiera ceder o cambiar parte de sus pinturas, bien por una
evolución en su gusto, bien para depurar la calidad del
conjunto, o incluso, como muestra de la liberalidad exigida a todo
príncipe. En ese caso, estaríamos ante una actitud
mucho más moderna del coleccionista que maneja y controla su
propia colección; que crea y recrea este microcosmos
particular en relación con otras; que evoluciona y es
consciente de los cambios de gusto; que quiere mejorar o refinar su
calidad y no le importa, por lo tanto, intercambiar obras con otros.
Recordamos al respecto una elocuente escena de Carpio en relación
con la compra de pinturas en el mercado lagunar en competencia con su
suegro, el Almirante de Castilla, al que atendía también
el embajador veneciano, marqués de Villagarcía. En una
carta de Carpio al Embajador, fechada el 27 de abril de 1680, don
Gaspar le aseguraba que “en las pinturas, no pretendo
disputa pues me doy por benzido antes bien olgare bender a Su
excelencia [el Almirante] algunas como no sepa que son mias”;
una actitud que debemos interpretar casi como una muestra de falsa
modestia y un modo de depurar su colección, puesto que no
todos los cuadros que conseguía en Venecia los reconocía
como originales o dignos de su galería. La venta al Almirante
ofrecía una vía de salida a esas obras. Y es que don
Gaspar era un reconocido virtuoso, que conocía la maniera
de los artistas y que, como hemos visto, podía permitirse
opinar también de ellos. El permitir ahora a Colonna reconocer
e incluso valorar parte de su colección podía
interpretarse como un paso más para ascender a ese Templo
de la Virtud. En cualquier caso, sabemos que la compra no llegó
a efectuarse en ese momento. La prueba la tenemos en que todas las
obras seleccionadas volvieron a inventariarse a la muerte de Carpio
en 1687. Es entonces cuando, de nuevo, los grandes coleccionistas,
entre ellos también el Condestable se interesaron de nuevo por
la galería de Su Excelencia. En ese momento, Lorenzo recibió
la carta con la que hemos iniciado este artículo, en la que su
autor seleccionaba veintinueve de las casi cuatrocientas pinturas de
esta primera lista que Colonna le había proporcionado.
La muerte de un
coleccionista y la fortuna de una colección.
La muerte de Carpio no
debió de pasar desapercibida a los coleccionistas ya que era
una oportunidad de oro para hacerse con algunas de las obras del
Virrey; las elevadas deudas que había dejado y la falta de
dinero efectivo obligaban a la heredera, su hija Catalina, a sacarlas
a la venta.
La situación se complicaba ya que ella estaba en
Madrid, de manera que la dispersión de los bienes no se
efectuaría hasta contar con su beneplácito; algo que,
sin embargo, no ocurrió así. En teoría, no fue
hasta abril de 1688 cuando la marquesa del Carpio, doña Teresa
Enríquez de Cabrera, dispuso que se separaran los originales y
pinturas de mayor estima y se mandaran a Madrid, mientras que el
resto “se bendan con maior crédito, repasen avisos al
empeño a Roma, Florencia, París y demás
cortes”.
Efectivamente, a finales de mayo, el agente del rey de
Francia, Monsú Alvarese, merodeaba por Nápoles para
hacerse con algunos cuadros. Un pintor genovés que, según
él, había estado al servicio de don Gaspar en Roma,
quería comprar para su señor la colección de
escultura. En cualquier caso, y, a pesar de que no era legal, desde
la muerte del Virrey, algunos de los miembros de su famiglia
habían empezado a ocultar parte de los bienes del difunto para
sacarlos de Nápoles; una situación que condujo a la
solicitud de una pública excomunión para descubrir a
los responsables.
No es este el momento
para ocuparnos de la compleja y caótica situación que
se produjo a la muerte de Carpio y que afectó directamente a
la descontrolada dispersión de las obras que formaban su
espléndida colección. Sólo nos referiremos a las
relaciones que pudo tener con el Condestable Colonna. Precisamente,
Lorenzo Onofrio fue el candidato elegido para ocupar el ínterin
de gobierno en el virreinato hasta el nombramiento de un sucesor. El
Condestable llegó dos días después del entierro
del Marqués,
y el día 24 de noviembre se trasladó a
palacio, donde “todas las alajas [de Carpio] se han
zerrado en un salón de Palazio pues no ha permitido otra cosa
la prisa con que el señor condestable ha querido que se le
desocupe”. Colonna usaría la caballeriza y carrozas
de su predecesor –tan elogiadas y conocidas- e incluso
intentaría quedarse con las yeguas “que son la más
bella cosa del mundo”; también se apropió de
algunas alhajas y niñerías de la colección del
difunto Virrey.
Además, ordenó que “el velvedere,
donde sirve y duerme se dexe como estava”
y fuera “apparato tutto con le robbe del
marchese del Carpio”.
De hecho, en el Belvedere era donde se habían
encerrado todos los bienes del Marqués mientras se
solucionaban los problemas de la testamentaría. Sin embargo,
el propio Condestable no parecía estar dispuesto a cooperar
para facilitar el proceso de manera que, si tenemos en cuenta lo
dicho hasta ahora y las relaciones que mantuvieron a nivel artístico,
es muy posible que aprovechara la situación para intentar
hacerse con una parte de la colección. Es tal vez en este
momento, o en uno inmediatamente posterior a su salida de Nápoles,
al finalizar su gobierno, en enero de 1688, cuando podemos fechar
esta carta.
El autor de la lista
debía conocer o, al menos, haber oído hablar de la
famosa colección romana del Embajador. De hecho, cuando le
presentaron la lista de casi cuatrocientas pinturas, reconocía
que en ella faltaban “quantità de quadri secondo il
numero che si diceva quando il signor Marchese del Carpio si partì
di Roma, sentendo io dire che fussero mille e più pezzi”.
Además, desconocía el nombre de alguno de los autores,
de manera que, para no correr riesgos en el reconocimiento de las
obras que había seleccionado para el Condestable, se había
informado bien acerca de su procedencia. No tenemos que olvidar que,
a la muerte de Carpio, corrían voces de que le habían
engañado y que muchos de los cuadros que le habían
vendido eran copias y no originales.
La misma duda le asaltaba a la hora de considerar la
obra de artistas modernos que, como hemos visto, estaban presentes en
la colección del Marqués. En el caso de que las
pinturas fueran auténticas y de que no hubiera fraude, también
podrían estar entre las seleccionadas. No debemos olvidar que
en aquellos momentos, la producción de los maestros antiguos
era mucho más apreciada que la de los modernos, y lo mismo
ocurría con los originales y las copias.
Todavía resultaría más difícil
la valoración de la calidad de los retratos, numerosísimos
en la colección del Marqués, de manera que sólo
se elogió “qualche duno che me ne ricordo bene”,
aunque era posible que entre los que no conocía existieran
estimables ejemplos, en cuyo caso “sarebbe necesario di
vederli”.
Además de la
selección de pinturas, también se incluía su
tasación; en concreto, lo que el supuesto perito de arte
pagaría por ellas, aunque añadía que “il
valore é molto magiore ma questo e il prezzo che ci spenduci
io che non posso pagare á rigore”.
No es éste el
momento de detenernos en los criterios de selección a los que
obedecía esta nueva lista que tampoco pareció tener
consecuencias inmediatas; al menos, no se registraba gasto alguno en
relación con ella en los libros de contaduría de esos
años de la Casa Colonna, y tampoco se registraba ninguno de
los cuadros seleccionados en el inventario redactado a la muerte del
Condestable en 1689. Si a eso añadimos la presión de
acreedores, sobre todo los asentistas y banqueros florentinos que
acaban cobrando una parte importante de sus deudas en pinturas y
bienes de la colección, entre ellas algunas de las aquí
seleccionadas para Colonna, podemos entender algunas de las causas
por las que la compra no se llevó a cabo.
***
A través de los
episodios biográficos de estos dos personajes, hemos querido
acercarnos a un aspecto propio del coleccionismo del Seicento:
su carácter relativo; esto es, la necesidad de formar una
colección en relación y paragone con otras, una
opción que es todavía más palpable cuando el
coleccionista era diplomático y tenía unas exigencias
añadidas de representación y crédito. Y si
además el escenario era Roma, en el que estaban presentes
todas las Cortes, la necesidad de examinarse continuamente era aún
mayor. Esta situación llevaba a que existiera entre ellos una
especie de mercado interno, no sólo de obras de arte, sino
también de prestigio.
Los coleccionistas
intentaban apropiarse de la autoridad de las mejores obras de su
repertorio, haciendo que éstas se identificaran desde entonces
con su persona; para ello, a menudo mandaban grabar la pintura
acompañada de una inscripción laudatoria con su
nombre.
Una intención similar y propia también de
virtuosos era la de difundir su colección a través de
dibujos de las piezas; el caso de Giustiniani o del propio marqués
del Carpio son una clarísimo ejemplo de ello. En esos
momentos, en el que parecer equivalía a ser, era necesario dar
continuas y repetidas muestras de la condición que se tenía;
de ahí que el enseñar la morada y dar con un
acertado voto en la pintura se convirtiera también en un
modo para legitimar la alcurnia de una casa y de su morador.
La colección de arte era la carta de presentación
de estos príncipes que expresaban sus rivalidades políticas
en lenguaje artístico; cuando la política no tiene un
lenguaje explícito, se sirve de las argucias del arte.
NOTAS:
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