Reciprocidad mediterránea
Reciprocidad
mediterránea*
Universidad de Venecia
Resumen.-
Partiendo de tres conceptos —equidad, analogía y reciprocidad—, el autor
se propone mostrar las características peculiares de las formas jurídicas
de las naciones católicas del sur de Europa. Con la mirada
puesta en los modelos políticos que subyacen a las concepciones jurídicas de
origen teológico del derecho canónico, el islámico y el judío, sugiere una polarización
entre países con derechos fuertes, en los que la ley restringe la capacidad
de los jueces para interpretar la ley misma, y países en los que el origen
teológico del principio de justicia deja a los jueces un margen muy amplio
de interpretación a través de lecturas analógicas y equitativas.
En
este esquema tiene un papel central la equidad: la imagen de lo justo que domina
una sociedad desigual, jerarquizada y corporativa, pero justa según los principios
de la justicia distributiva:
a cada uno según su estatus social. Los principios mismos de la
reciprocidad deben ser contextualizados en la compleja estratificación de una
sociedad desigual, pero equitativa. La presencia de un doble sistema normativo
—una ley civil y una ley de origen religioso— junto con la duplicidad de instituciones,
produce fragilidad en las instituciones estatales y, al mismo tiempo, da lugar
a la formación de un sentido común de justicia que muchas veces entra en contradicción
con las reglas jurídicas codificadas. Hoy, esta antropología también explica
muchas de las caracterísicas de los sistemas políticos del Mediterráneo.
Palabras
clave.- Europa mediterránea. Ancien Régime. Equidad. Analogía. Reciprocidad.
Concepciones jurídicas. Modelos políticos.
Abstract.-
Taking three main concepts (equity, analogy and reciprocity) as
its starting point of discussion, the author shows the particular features of
the juridical form of the Catholic countries in Southern Europe. As polítical
models are influenced by the juridical conception of theological origin in Christian,
Islamic and Jewish canon law, he suggests a polarization between strong law
countries in which the law curtails the ability of judges to interpret the own
law and countries in which the theological origin of the principles of law confer
upon the judges wide atribution of interpretation through analogical and equitatable
readings. Equity has a central role in this view. It is the image which rules
an unequal hierarchical and corporative society which nevertheless is fair according
to the principles of distributive justice: to everyone according to his social
status. In this way, the principles of reciprocity need to be understood in
the light of complex stratification of an unequal but equitable society. The
existente of a double normative system, a civil law and a religious law alongside
an institutional duplicity produces the fragility of state institutions and
provokes the formation of a common sense of justice which many times is contradictory
to the juridical rules. An anthropological approach can explain many features
of Mediterranean polítical systems.
Key
words.- Mediterranean Europe. Ancien Régime. Equity. Analogy. Reciprocity.
Juridical conceptions. Political systems.
1. Si queremos emplear el concepto
de reciprocidad en sentido concreto y no meramente formal, me parece imprescindible
incluirlo en un marco amplio de relaciones jurídicas y económicas respecto de
un tiempo y una región de referencia específicos. Por tanto, trataré de mostrar
de qué manera ese concepto asume su especificidad en la Edad Moderna, en relación
con los sistemas jurídicos que, con expresión inadecuada, llamaré de derecho
débil, es decir, sistemas jurídicos en los que predomina la jurisprudencia sobre
la ley, en oposición a la acción de los jueces respecto del carácter central
del poder legislativo soberano, al que, otra vez inadecuadamente, llamaré sistemas
de derecho fuerte. En el área mediterránea es posible incluir en esta categoría
de derecho débil por lo menos tres tradiciones —el derecho canónico, el derecho
islámico y el derecho talmúdico— que extraen de principios generales de origen
religioso las bases inmutables a las que referir las prácticas jurídicas. Y
el primer análisis de estos sistemas puede orientarse de acuerdo con tres principios:
reciprocidad, equidad y analogía. Un estudioso de la sociedad de Ancien Régime,
en particular si se ocupa de países mediterráneos, no puede plantearse la
cuestión de las formas de reciprocidad sin referirse a sociedades complejas
en cuyo centro se encuentran los mecanismos de solidaridad que caracterizan
un proyecto social basado en la justicia distributiva y, al mismo tiempo, en
la rígida jerarquización social. Por tanto, la justicia en la desigualdad será
el marco en que se insertarán las formas específicas de la reciprocidad en este
apunte, que pretende ser más una primera reflexión teórica que la exposición
de una investigación verificada
en los hechos.
Sin embargo, es preciso decir que
el punto de partida de estas reflexiones es un campo concreto de investigación
que se puede adoptar como ejemplo para comprender la importancia del problema
que me planteo. Hace tiempo que estudio el consumo en Venecia de 1500 a 1700,
para responder a una pregunta que parece esencial para comprender la sociedad
de Ancien Régime, a saber: ¿cómo se estructura el consumo en una situación
en que las diversidades —y ante todo, por tanto, las diversidades de consumo—
entre hermanos, entre grupos sociales, entre géneros, se han construido estratégicamente
para garantizar la supervivencia? Y también en cómo se pasa de esta sociedad
donde la desigualdad es estratégica, aceptada y racional, a una sociedad que
gobierna sus comportamientos mediante un idioma —sólo un idioma, que se legitima
en las codificaciones— de igualdad entre herederos, entre hermanos, entre grupos
sociales e, idiomáticamente, entre géneros. ¿Cuáles son, pues, las formas que
adopta la justicia en una distribución desigual de bienes en que los valores
de equidad chocan con los de igualdad?
A mi juicio, la
llamada revolución del consumo no es en realidad un problema de cantidad, de
incremento de las rentas ni de disposición de nuevos bienes, como con harta
frecuencia han opinado los historiadores. Por
el contrario, se trata de un problema de lenta transformación cultural de la
desigualdad estratégica en igualdad idiomática, transformación que requiere
una profunda revolución cultural que implica, y probablemente simplifica, la
idea misma de reciprocidad, en la cual la relación de don y contradón resulta
menos importante que el sistema global de intercambio en una sociedad gobernada
por un sistema aceptado de justicia de la desigualdad.
2. En el centro del discurso debemos
poner la equidad, concepto que gobierna algunos de los sistemas jurídicos de
los países mediterráneos y ciertos aspectos profundos de la cultura y de la
estructura antropológica del sentido común de justicia de las poblaciones mediterráneas.
En una sociedad gobernada por la justicia distributiva, esto es, por una justicia
que aspira a garantizar a cada uno lo que le corresponde según su estatus social,
se complica incluso el modelo polanyiano de reciprocidad,
a saber, el movimiento recíproco y bilateral a través del cual pasan los bienes
en el intercambio: no se trata sólo de reciprocidad generalizada o equilibrada,
sino de una multiplicación de reciprocidades posibles en las que —en las relaciones
de cada grupo con todo otro grupo y en el seno mismo de cada grupo o en el límite
de las relaciones de cada persona con todas las otras— las interpretaciones
de la reciprocidad se multiplican de acuerdo con significados complejos que
mezclan tipo de reciprocidad y nivel social de los protagonistas del intercambio.
De esta suerte, todo intercambio mercantil teóricamente equilibrado puede considerar
la determinación del precio según los niveles sociales y las relaciones de los
contratantes, y todo intercambio de bienes puede parecer el resultado de una
reciprocidad equilibrada o generalizada según quién realiza el intercambio y
con quién. De la misma manera, es imposible examinar una sociedad que
pone los valores puramente económicos por encima de los valores de buena voluntad
y amistad, de don y de contradón, sin tener en cuenta si su finalidad es construir
una sociedad de iguales o si, por el contrario, se propone confirmar una estructura
social jerárquica.
Quisiera además
destacar que se trata de un problema todavía vigente en la sociedad actual,
tanto en el terreno jurídico como en el económico. La cultura social católica
y a menudo también la socialista, si bien con significados distintos debido
a la distinta atención que una y otra prestan a la igualdad, hablan con frecuencia
de capitalismo solidario, lo cual es más bien una paradójica figura retórica
que un concepto operativo, pese a la importancia de su reflejo en las prácticas
políticas. Pero el conflicto entre rigor de la ley y equidad se manifiesta
especialmente en la dificultad a menudo comprobada para aceptar la impersonalidad
de la justicia, que tantas veces se discute en nombre de una concepción de equidad
que tal vez estaba ya latente al margen de los sistemas jurídicos formales,
pero que ahora tiene la posibilidad de expresarse: la indeterminación de los
límites que se pone a la ley y el papel del juez en relación con la ley ocupan
el centro de la crisis de la justicia en muchos países europeos. Hoy vuelven
al centro del debate jurídico y político tanto la intervención de la jurisprudencia
en la elaboración del derecho proponiendo interpretaciones, como la conciencia
de la imposibilidad de individualizar una interpretación única del texto. La
relación entre elaboración, aplicación e interpretación de la ley caracteriza
de una manera muy particular la historia cultural de los países del Mediterráneo.
Por cierto que no de modo unívoco; sin embargo, tengo la impresión de que los
sistemas jurídicos de los países católicos y de los islámicos, en tanto tradición
jurídica del judaísmo, han dejado —con grandes variantes, repito— mucho espacio
a las interpretaciones jurisprudenciales, al uso de la analogía, al papel correctivo
de los jueces en el sentido de la equidad a la hora de aplicar a casos concretos
la ley demasiado general.
Por tanto, se trata de un problema
de carácter más bien antropológico que estrictamente histórico-jurídico.
El papel del sentido común de justicia difundido entre las personas que viven
en esta área parece particularmente conflictivo en relación con los sistemas
jurídicos que se han ido constituyendo sucesivamente. La debilidad de las instituciones
en relación con el sentido común de equidad parece asociarse a un papel particularmente
fuerte de tradiciones políticas de origen teológico y a la permanencia, en la
conciencia común, de la imagen de un pluralismo jurídico que en la multiplicidad
de las fuentes de producción de las normas ve en realidad la posibilidad intersticial
de moverse con relativa libertad entre sistemas normativos contradictorios,
cada uno de ellos ya debilitado y erosionado por la multiplicidad misma. La
definición del área que hemos llamado mediterránea, no obstante su dificultad
y su gran arbitrariedad, puede encontrarse en todas las realidades en las que,
pese a los esfuerzos realizados, no se ha logrado establecer una separación
y una jerarquización neta a favor de las instituciones del Estado sobre la presencia
de instituciones religiosas. Excluiría de este modelo a Francia, porque la formación
del Estado moderno es este país a través del absolutismo, ha definido precozmente
la supremacía de las instituciones del Estado también a nivel del sentido común
de justicia.
Una última consideración
sobre la importancia del problema. En esta reconsideración de la relación entre
justicia e historia, entre tareas del juez y tareas del historiador, no sólo
se ha visto implicado el debate reciente sobre la ética y la justicia como equidad,
sino también la propia práctica historiográfica reciente; la remisión al sentido
común acerca de lo que es justo, la difundida práctica de procesar la historia
y el papel jurídico (más testimonios de expertos) que se ha confiado a los historiadores
en los procesos recientes por crímenes contra la humanidad, han vuelto a poner
sobre el tapete problemas complejos de relación entre sistemas positivos de
leyes y sistemas éticos, lo que remite a difíciles operaciones analógicas y
a apelaciones a imágenes universales de equidad.
3. Pero partamos
de Polanyi. A pesar de que los comentaristas no lo hayan observado y de
que no se pueda encontrar en este autor una elaboración amplia del concepto
de equidad, el propio Polanyi ve una estrecha relación entre reciprocidad y
equidad:
«Para
volver a la reciprocidad, un grupo que decidiera organizar las relaciones propias
sobre esa base debería, para lograr su cometido, subdividirse en subgrupos simétricos
cuyos miembros respectivos pudieran identificarse recíprocamente en tanto tales.
Entonces los miembros del grupo A podrían establecer relaciones de reciprocidad
con sus contrapartidas del grupo B y a la inversa; o bien puede decirse que
tres, cuatro o más grupos son simétricos respecto a dos o más ejes y que los
miembros de esos grupos no tienen por qué practicar necesariamente la reciprocidad
entre sí, sino con los miembros correspondientes de otros grupos con los que
se encuentran en relaciones análogas... lo que da vida a una cadena ilimitada
de reciprocidades sin que exista reciprocidad alguna entre ellos».
Un sistema de
reciprocidades no es, pues, el polvillo de los actos de reciprocidad, de don
y contradón, que «tiene lugar en ocasiones diferentes, según un ceremonial que
impide cualquier noción de equivalencia, porque a menudo las actitudes personales
individuales carecen de efectos sociales». Sólo en un ambiente organizado
simétricamente, las actitudes de reciprocidad darán lugar a instituciones económicas
de cierta importancia. Las formas de integración deben crear por tanto un sistema.
Y la regla de las sociedades que se basan en la reciprocidad no será la sino
la adecuación:
«Mientras
que nuestro sentido de justicia busca la adecuación en términos de castigo y
recompensa, los movimientos recíprocos de los bienes reclaman la adecuación
en términos de don y contradón. En este caso, adecuación significa sobre
todo que la persona justa debería recompensar un don con el objeto de tipo justo
en el momento justo. Naturalmente, la persona justa es la que se encuentra
en una posición de simetría. En efecto, a no ser por esta simetría, sería
imposible el funcionamiento del conjunto de las acciones de dar y tomar. implícito
en un sistema de reciprocidad. A menudo el comportamiento adecuado es
el que se inspira en la equidad y la consideración del otro, o que por
lo menos parece inspirarse en ella, y, en consecuencia, es diferente de la actitud
stricti juris de la ley antigua, que puede ejemplificarse en la insistencia
de Shylock en tener su libra de carne. La costumbre de los dones recíprocos
no va casi nunca acompañada de duras prácticas contractuales. Sea cual
fuere la razón de la elasticidad que lleve a preferir la equidad al rigor, tiende
claramente a desalentar las manifestaciones de egoísmo económico en las
relaciones de reciprocidad basadas en el dar y el tomar».
Durante mucho
tiempo, las sociedades complejas islámicas y católicas han tenido la reciprocidad
entre sus imágenes centrales, en un sueño probablemente irrealizable una vez
superadas las pequeñas dimensiones de las comunidades en las que operan simetrías
más restringidas, suficientes para sistemas sociales más simples. La fuerza
de un poder central, garantía de la justicia distributiva, y la institucionalización
de clasificaciones sociales de sociedades jerarquizadas no bastaban para garantizar
el funcionamiento de un sistema de integración basado en la reciprocidad, aun
cuando la mezcla de mecanismos de integración basada en la redistribución se
propusiera convivir con una sociedad en que las células básicas —familia y comunidad—
pudieran continuar operando a través de la reciprocidad que emanaba de la buena
voluntad y la amistad, la solidaridad y el don-contradón. Y sin embargo
—y en esto no estoy de acuerdo con Polanyi— no se trataba de un conflicto entre
rigor y adecuación, es decir, entre mensurabilidad de las equivalencias y arbitrariedad
relativa del intercambio de dones y contradones: también la equidad ha de tener
su medida, un rigor referido a la simetría que gobierna el conjunto del sistema,
distinto de la equivalencia. Una medida que se debe establecer caso por caso,
transacción por transacción, pero que remite a una percepción social que los
protagonistas puedan identificar y que mantenga la equidad de una relación de
intercambio entre personas desiguales.
«Muchas
veces el todo que se da será consecuencia de esta justicia (distributiva); por
ejemplo, el soldado sirve bien a su príncipe o al capitán por el sueldo establecido,
el sirviente sirve bien a su patrón, de quien recibe el salario, o el hijo responde
bien a las atenciones paternas; en estricto rigor de justicia comunicativo,
que los juristas explican como acción civil, con capacidad para presentarse
en juicio, ninguno de ellos podrá aspirar a otra merced, porque ya la ha recibido,
y ha hecho lo que debía hacer; pero si el príncipe, el capitán, el patrón o
el padre, en relación con una diligencia particular, delicadeza en el servicio
o atenciones, empujados por aquella obligación natural, que los juristas llaman
antidoral, les hacen un donativo, o les conceden otra merced, cometerán un acto
de justicia distributiva con tal de que lo ejerzan con aquello de lo que podían
disponer libremente sin molestar las posiciones de otro y en la debida proporción
de la circunferencia a su centro del mérito, pero no sin esta condición».
La justicia distributiva,
en efecto,
«se
asemeja a una esfera cuya circunferencia está regulada por su centro, donde
tienen origen todo rayo y toda línea, y es regla bien proporcionada por mucho
que sus rayos o líneas se alejan del centro. Por tanto, el mérito o el
demérito son el centro de esta justicia, sin los cuales ésta no existe; pero
en el modo de quien tiene la potestad para ejercerla, se puede dar mayor alejamiento,
de la misma manera en que se da en los rayos o las líneas, sin pérdida de la
proporción debida».
Por tanto, la
medida es la proporción, que puede definirse caso por caso a través de la evaluación
que sólo una autoridad puede determinar. Pero se trata de una medida exacta,
no arbitraria, «puesto que el dar o el premiar sin mérito no será acto de virtud
de libertad, sino vicio de prodigalidad, que comporta injusticia al quitar a
los meritorios y dar a los que carecen de mérito». El cardenal De Luca parece
aquí imaginar un mundo de bienes limitados en el que todo acto de generosidad
no sólo premia a alguien, sino que quita a otros. Y esto es precisamente
lo que requiere una proporción ponderada. La ley existe, pero es distinta
para todos, según las condiciones y los méritos. Sin embargo, requiere
el rigor de la proporcionalidad geométrica.
La esfericidad
de la justicia distributiva es una metáfora: la esfera es la totalidad, el bien
limitado a distribuir en su perfección; pero los méritos y deméritos producen
variaciones en la longitud de los rayos. Y también es una metáfora la
imagen con que De Luca nos describe la justicia conmutativa y la proporcionalidad
aritmética:
«Por
el contrario, la justicia conmutativa se asemeja a la figura cuadrada, que por
necesidad requiere la igualdad y la proporción de las líneas, ninguna de las
cuales debe ser mayor que las otras, o bien a la balanza, que para estar en
equilibrio debe tener tanto peso en un platillo como en el otro: y en consecuencia,
que a cada uno se dé lo suyo y lo que le es debido, pero no más ni menos».
Por tanto, no
sólo en el seno de la relación entre individuos se puede aprehender la medida,
sino también en la coherencia entre los comportamientos individuales y el modelo
general que la sociedad prescribe. Y en este caso se trata de las prescripciones
de la teología y de la moral cristiana en sus implicaciones políticas: si no
hay en la revelación divina nada de lo cual se pueda deducir una política específicamente
cristiana, las instituciones temporales «relinquuntur humano arbitrio», pero
deben tender al bien común político prescribiendo las virtudes y combatiendo
los vicios, sea cual fuere la forma preseleccionada entre la pluralidad de formas
que la comunidad de los hombres pueda asumir. Por tanto, la libertad de
los hombres debe estar presidida por la superioridad moral de la Iglesia, con
su función correctiva y de control.
Muchas veces,
quienes se han ocupado de la antropología política de las sociedades católicas
de Ancien Régime se han sorprendido ante el carácter aparentemente libertario
de las reglas sociales: los hombres son completamente libres en sus elecciones,
sus sistemas políticos no son creaciones de Dios, sino fruto de su libre albedrío.
Pero esta libertad está bajo tutela: como niños que experimentan su relación
con la realidad bajo la atenta mirada de los padres, los hombres se aventuran,
por su cuenta y riesgo, en la empresa prescrita de formar una sociedad política
y económica; pero a la Iglesia, encarnación del poder directivo y coactivo de
Dios, le corresponde la tarea de control y de atracción para dirigir a los hombres,
de acuerdo con la ley, hacia la consecución de sus fines sobrenaturales, de
los que continuamente se alejan en tanto pecadores. En realidad, el aspecto libertario de la doctrina católica
que venden Skinner y Clavero, por ejemplo,
sólo es aparente: es la libertad del pecador bajo tutela.
Hay, pues, una
apariencia de inconmensurabilidad en las relaciones de reciprocidad porque hay
una apariencia de libertad absoluta. Pero en ella se oculta un sentido
determinado de justicia que se mide en función de la adecuación en la creación
de una sociedad jerarquizada y corporativa en que no son justos los actos económicos
que tienen como finalidad el enriquecimiento, sino los que tienden a favorecer
la circulación de bienes y el bienestar colectivo y desigual, en el que, por
tanto, predominen la amistad y la buena voluntad y en el que cada uno tenga
lo que le corresponde según equidad, es decir, conservando la proporción respecto
de su estatus. En consecuencia, la equidad es un ideal que no se mide
sobre la base de reglas abstractas, sino sobre la base de referencias al proceso
general de mejora progresiva de la sociedad hacia sus destinos sobrenaturales;
no son objeto de medición por parte de los actos particulares, sino de juicio
por parte de la Iglesia en su papel de tutora.
Así las cosas,
¿cómo podemos caracterizar más detalladamente este concepto de equidad?
4. Es obligatorio
remontar el concepto de equidad (epiéicheia) a este conocidísimo fragmento
de la Etica a Nicómano:
«Lo
justo y lo equitativo son lo mismo, y, a pesar de ser excelentes ambas cosas,
lo equitativo es mejor. La aporía es producto de que lo equitativo es
justo, pero no lo es según la ley, sino que, por el contrario, es una corrección
de lo legalmente justo. Causa de ello es que toda ley es universal, pero
sobre determinados temas es imposible pronunciarse correctamente en forma universal.
Por tanto, en los casos en que es necesario pronunciarse de manera universal,
pero, por otro lado, es imposible hacerlo correctamente, la ley tiene en cuenta
lo que sucede ordinariamente, sin ignorar el error [...] Por tanto, cuando la
ley se pronuncia en general, pero en el ámbito de la acción sucede algo que
va contra lo universal, es justo corregir la omisión allí donde el legislador
ha dejado el caso a medias y ha errado porque se ha pronunciado en general [...]
Por tanto, lo equitativo es justo y es mejor que un cierto tipo de lo justo,
no que lo justo en absoluto, sino que el error que tiene como causa la formulación
absoluta. Y esta es la naturaleza de lo equitativo, la de ser corrección
de la ley en la medida en que ésta pierde valor a causa de su formulación general».
Pero el concepto
surgió y tuvo importancia en sociedades que no reconocían la igualdad entre
ciudadanos abstractos —según la cual la ley es igual para todos—, sino que,
por el contrario, cargaban el acento en la desigualdad de una sociedad jerárquica
y segmentada, en que convivían sistemas jerárquicos correspondientes a diversos
sistemas de privilegio y de clasificación social: por tanto, una pluralidad
de equidades según el derecho de cada uno a que se le reconozca lo que le corresponde
sobre la base de su situación social y de acuerdo con un principio de justicia
distributivo. En la sociedad de Ancien Régime, el concepto de equidad
era el protagonista central de su sueño imposible —o, mejor dicho, ya imposible—
de construir una sociedad justa de desiguales. En ella la imposibilidad
no estribaba tanto en el conflicto entre aequitas y aequalitas como en
el sueño de que cada uno fuese clasificable con exactitud en un papel o en una
condición social unívoca, definida y estable. La ley difiere para cada
estrato social, cuando no para cada persona, en una justicia del caso concreto
determinado según las desigualdades sociales definidas.
A menudo se ha
imaginado en la historia del derecho la equidad como mero instrumento con eficacia
derogadora del derecho, aunque sin atribuirle naturaleza antijurídica o ilícita. A mí, en cambio me parece que la equidad —o, mejor, las equidades—
son la raíz misma de un sistema jurídico que aspira a organizar una sociedad
estratificada, pero móvil, en la que conviven muchos sistemas normativos en
el esfuerzo de conocer lo que es justo para cada uno.
No podríamos comprender las revueltas
campesinas de la Edad Moderna si las concibiésemos como revueltas contra un
sistema estratificado y no como destinadas a obtener lo justo y equitativo para
los campesinos en el seno de un sistema de desigualdades aceptadas. Los
mismo sucede con las revueltas annonarias básicas, según Edward P. Thompson, para la
interpretación de la economía moral del pueblo y que son precisamente revueltas
por el precio justo o, mejor aún, por la reafirmación de un sistema adquirido
diferenciado y equitativo de precios, pero no movimientos igualitarios o contrarios
a la existencia del mercado; para confirmar y no para modificar la estructura
social.
Además, me parece
que cargar el acento en la equidad contribuye a explicar los esfuerzos clasificatorios
que caracterizan a la sociedad de Ancien Régime, esfuerzos desplegados
justamente para definir de manera estable condiciones sociales a las que se
reconocen privilegios específicos. Para dar un ejemplo extremo, piénsese
en el género pictórico mexicano que floreció en los siglos XVII y XVIII, que
reproduce «la sociedad de castas» y que trata de clasificar los efectos de los
mestizajes y de los mestizajes de mestizajes entre indios, blancos, negros y
orientales: «de mulato y mestiza produce mulato tornatrás», o «de indio y mestiza
nace coyote», o «de español e india nace mestizo; de español y mestiza, castizo;
de español y castiza, español». Aparte de la necesidad, evidente en el
último caso, de cerrar el círculo con el retorno a lo español, para hacer manipulable,
aunque ficticio un proceso que de lo contrario sería infinito, la clasificación
de los mestizajes llega a una lista paradójica que comprende criollo, mestizo,
mulato, zambo, castizo, morisco, albino, ahí te estás, albarazado, barcino,
calpamulo, cabujo, coyote, chamizo, chino, cholo, grifo, jenízaro, jíbaro lobo,
no te entiendo, salta-atrás, tenté en el aire, torna-atrás, zambaigo. Este esfuerzo
muestra ya la imposibilidad de crear una clase para cada diferencia, ya la ilusión
de que todo individuo podía ser incluido en una clase según una regla uniforme
de atribución. Pero los hombres reciben muchos roles al mismo tiempo y
crean realidades ambiguas que requieren equidades diferentes, no sólo individuo
por individuo, sino también situación por situación. Los archivos de los
tribunales de Ancien Régime están llenos de procedimientos en los que
los protagonistas hacen su juego intersticial mediante la reivindicación de
diferentes pertenencias para gozar de diferentes privilegios; o se adscriben
a clases impropias por la exigencia de ingresar en el esquema clasificatorio
requerido para gozar del mismo privilegio de existencia jurídica.
«Que
Dante Alighieri estuviese inscrito en el gremio florentino de los médicos y
de los boticarios, y que, dos siglos y medio después, Juan Calvino, al llegar
como prófugo a Estrasburgo, entrase en el gremio de los sastres, cuando en realidad
ninguno de los dos practicó jamás el oficio en cuya corporación había estado
inscrito, ha vuelto cuasi proverbial la desconfianza de los historiadores en
las cualificaciones corporativas».
Eran simplemente
cualificaciones para existir: «en el discurso medieval de la ciudadanía, la
visibilidad del sujeto está mediada, pues, por su pertenencia al cuerpo», aun cuando esa pertenencia ordenada fuera ficticia.
5. Pero lo que
ahora me interesa no es la historia del concepto jurídico de equidad, sino su
importancia tanto para los sistemas jurídicos como para la elaboración de los
sistemas políticos y la realidad antropológica de las sociedades del Mediterráneo.
Sin embargo, toda la historia del concepto de equidad puede sintetizarse en
dos procesos contrapuestos: mientras que algunos ordenamientos —casi todos los
de los Estados modernos continentales— tendían a dejar de lado toda referencia
a la equidad, reduciéndola en realidad a instrumento peligroso al que recurrir
únicamente en casos extremos de ausencia de reglas en el campo civil, otros
ordenamientos —los que cargaban el acento más en el papel de los juicios y la
jurisprudencia— tendían a hacer de la equidad un instrumento central de la interpretación
y la aplicación de la ley. Tengo la impresión de que precisamente en las
sociedades mediterráneas no ha predominado ninguna de estas orientaciones, sino
que entre una y otra se ha seguido una historia propia y paralela en las actitudes
y en los sistemas informales de derecho, aunque no en los ordenamientos.
Escogeré tres
momentos como particularmente significativos. Comencemos por la equidad
canónica que ilustran, por ejemplo, Ch. Lefebvre, P. Fedele y, con particular atención en el significado político de larga duración
del concepto, P. Grossi, a quien remito también para un análisis más profundo. En
este momento sólo me urge destacar que la equidad es un elemento central de
un sistema normativo que, contraponiendo la inflexibilidad y la inmovilidad
abstracta de la justicia divina a la especificidad de la justicia humana, prescribe
directamente como deber del juez la aplicación de la ley de acuerdo con los
principios de la rationabilitas (esto es, de la conformidad de la razón
a la teología), de la salus animarum y de la charitas, y especial
atención a la ratio peccatum vitandi y al periculum animae.
Y de ello nace una compleja serie de normas de comportamiento para el juez
canónico, que tanta importancia tendrán en las doctrinas políticos de los siglos
XVI y XVII: por ejemplo, la tolerantia es en lo esencial la dissimulatio.
En particular sería muy útil —sólo lo digo de pasada— ver en qué medida
las doctrinas católicas de la razón de Estado y la discusión sobre el disimulo
honesto, tomaban muchos de sus elementos constitutivos no sólo de la tradición
estoica, sino también de la tradición jurídica canónica. Y esto nos permitiría
esclarecer mejor en qué sentido es católica la razón de Estado católica. El disimulo tiene, en la práctica canónica, un fin fundamentalmente
positivo, ligado precisamente a la gestión de la justicia en estricta referencia
a la contextualización de los casos singulares, en función de una mejora moral
general. Por tanto, no me parece suficiente verlo como técnica política
de dominio, como hace, por ejemplo, Villari cuando comenta Della dissimulazione
onesta, de Torquato Accetto, en estos términos: «Concebido por el pensamiento
clásico y medieval como problema eterno del hombre, de la relación entre apariencia
y realidad, entre mentira y verdad, a finales del siglo XVI y durante el siglo
siguiente se lo consideró sobre todo como un aspecto específico de la vida política
y de la costumbre de la época» tanto que «también el mundo de la oposición y de la resistencia
activa al poder recibió e hizo suya una técnica elaborada oficial y exclusivamente
para la acción de gobierno». Precisamente en los límites del disimulo estriba el problema
central de su legitimidad y su honestidad, límites que tienen su definición
en la práctica jurídica católica. El que se traduzca en técnica de gobierno
o de resistencia al poder, pasando por Maquiavelo, no afecta en lo fundamental
a la relación de la razón de Estado católica con los orígenes jurídico-canónicos.
Grossi habla de
la «notable influencia del derecho canónico clásico en el desarrollo de toda
la juridicidad occidental. La posición central de la equidad canónica, verdadera
norma constitucional no escrita; el sentimiento constante de la mutabilidad
del derecho humano; la consiguiente y forzosa elasticidad de éste y el importante
papel del juez que lo aplica: he aquí puntos firmes que, al desbordar los términos
cerrados de la sociedad eclesial, penetrarán en el orden jurídico de la sociedad
civil, lo solicitarán, lo impregnarán». Pero vale la pena destacar que no se trata tan sólo de relación
entre orden jurídico canónico y civil, sino también de influencia de la concepción
de unidad en un campo menos definido, como es el del sentido común de justicia,
el modo de percibir lo justo y lo injusto de las sociedades católicas y, por
tanto, el modo de relacionarse con el Estado y sus instituciones. Convivencia
compleja que —no obstante los ordenamientos y las codificaciones— no se resuelve
en una sucesión de concepciones jurídicas: de hecho, en el sentimiento común
conviven «nuestra igualdad formal, abstracta, igualdad jurídica de sujetos en
realidad desiguales y que siguen siendo desiguales a pesar de la cínica afirmación
de principio» y «la igualdad que la aequitas pretende garantizar y que,
por el contrario, es pura sustancia […] la unicidad del sujeto —del sujeto
civil abstracto— es un futurible de las invenciones iluministas. No existe aquí
el sujeto, sino los sujetos, y sujetos bien encarnados, con toda su carga de
facticidad, es decir, de inmersión en los hechos» y, por tanto, de estatus y de roles diferentes.
La equidad
no se propondrá sin gravísimos conflictos: la conciencia que la equidad contrapone
a la concepción misma de Estado moderno, y en particular a la monarquía absoluta,
se abrirá camino poco a poco. De la misma manera, cada vez será más evidente
la explícita contradicción entre el poder del juez en la aplicación equitativa
de la norma y la seguridad del derecho.
6. Podemos ejemplificar
esto con Bodin, que en la interpretación de los jueces de acuerdo con la equidad
veía precisamente una amenaza al principio mismo de soberanía: en la base misma
de las teorías absolutistas reside la contradicción que deriva de la interpretación
de la ley y de la aplicación equitativa de las normas como modo de operar de
los jueces. En el primer libro de La République, capítulo
X, Bodin define «las verdaderas marcas de soberanía».
«La
premiere marque du prince souverain, c’est la puisssance de donner loi à tous
en général et à chacun en particulier [...] sans le consentement de plus grand,
ni de pareil, ni de moindre que soi [...] La seconde
marque de majesté […] décerner la guerre ou traiter la pax [...] La troisième
marque de souveraineté est d’instituer les principaux officiers [...] Ce n'est
pas I'élection des officiers que emporte droit de souveraineté, (mais) la confirmation
et provisión [...] L'autre marque souveraine, c'est á savoir du dernier ressort,
qui est et a toujours eté l’un des principaux droits de la souveraineté [...]
La cinquiéme marque de souveraineté [...] la puissance d'octroyer gráce aux
condamnés par-dessus les arrêts et contre la rigueur des lois, soit pour
la vie, soit pour les biens, soit pour I'honneur, soit pour le rappel
du ban».
Todos estos signos
de soberanía, que dejan la acción derogatoria de la ley a discreción del soberano,
aunque dentro de los límites de la equidad, son inalienables. Sólo
un aspecto de la equidad escapa al soberano:
«Mais
entre les marques de souveraineté, plusiers on mis la puissance de juger selon
sa conscience: chose qui est commune á tous juges, s'il n'y a loi ou coutume
expresse [...] S'il y a coutume
ou ordonnance au contraste, il n'est pas en la puissance du juge de passer par-dessus
la loi, ni disputer la loi [...] Mais le Prince le peut faire si la loi de Dieu
—única limitación a la soberanía— n'y est expresse».
De todo esto se
deriva la rígida actitud con que Bodin limita la interpretación de la ley, dejando
a la conciencia de los jueces la tarea de juzgar sólo en ausencia de ley y nunca
en oposición a la ley. Por tanto, no se consiente a los jueces la aplicación
desigual de la ley según la variedad de lugares, momentos y personas; la equidad,
en cambio, es el principio propio del soberano, a quien, precisamente en función
de la exclusividad de los derechos que definen la soberanía, primero entre todos
y del que los otros aspectos sólo son especificaciones, se consiente que haga
las leyes. La interpretación y la aplicación equitativa de la ley transformarían
de algún modo al juez en legislador, lo que disolvería la soberanía.
Pero, ¿en qué
consiste la equidad para Bodin? Lo aclarará en el capítulo VI del libro
sexto. La característica de la justicia distributiva y de la proporción
geométrica es una igualdad geométrica que gobierna este tipo de justicia, típica
de la sociedad aristocrática y jerárquica, en la que cada uno tiene derechos
diferenciados y todo semejante en estatus debe unirse y ser tratado con sus
semejantes. Tiene muchos aspectos de equidad, pero no puede funcionar
por sí sola debido a su rigidez, «la fermeté de la regle de Polycléte».
A esto se opone la igualdad de la proporción aritmética de la sociedad democrática,
que no acepta diferencias de estatus, se basa en la justicia conmutativa y está
en poder «de la variété et incertitude de la regle Lesbienne». En
contraste con las dos formas de justicia aristotélica es preciso, pues, «suivre
la justice harmonique, et accoler ces quatre points ensemble, á savoir loi,
equité, exécution de la loi, et le devoir du magistrat». Y la justicia armónica, que es la proporción que funde ambas igualdades,
es la equidad garantizada por la soberanía absoluta del príncipe, el único que
puede «accomoder l’équité á la varieté particuliére des lieux, des temps et
des personnes».
7. Durante todo el
siglo XVII —de Hobbes a Leibniz— el sueño de una ley tan simple y clara que
redujera el papel de juez al de mero agente de aplicación mecánica de las normas
dominaría las escuelas fundamentales del pensamiento jurídico-político. Ya se
trate de las interpretaciones voluntaristas y nominalistas de la justicia para
las que las cosas son justas porque así lo ha querido Dios, ya de las interpretaciones
esencialistas o realistas, para las que Dios ha querido que las cosas fueran
así porque eran justas, ya de las interpretaciones del positivismo jurídico
que dejan a la voluntad del hombre la creación de las normas jurídicas para
que sirvan a sus apetitos en las cambiantes circunstancias de la vida, todas
tienen en común la idea de que hay una única fuente de justicia y que, por tanto,
es posible crear una justicia exacta y uniforme. La justicia distributiva tiende
a desaparecer de los objetivos del derecho propiamente dicho, del ius strictum, mientras que la equidad tiende a ser reabsorbida en la justicia
como la moral y la voluntad en la razón, sin contrastes. En sus reflexiones
jurídicas, por ejemplo en las Meditaciones sobre el sentido común de justicia
(c. 1702), Leibniz llega a lo que tal vez sea la posición más extrema cuando
sueña con una justicia prácticamente mecánica, de acuerdo con su teoría lógica
que buscaba la coordinación rigurosa entre signo y significado, que fijara de
una vez para siempre la proporción entre caracteres y cosas, que es el
fundamento de la verdad. La justicia es una de las «ciencias necesarias
y demostrativas que no dependen de hechos, sino únicamente de la razón, como
lo son la lógica, la metafísica la aritmética, la geometría, la ciencia de los
movimientos y también la ciencia del derecho, que no se fundan en la experiencia
y los hechos y sirven más bien para aplicarlos y regularlos por anticipado,
lo que también valdría para el derecho si no hubiera leyes en el mundo». En
consecuencia, éste es el objetivo por ahora no realizado, pero que podrá serlo
cuando los hombres se sometan a la ley de Dios y a la razón. De esa suerte,
«cuando surjan controversias ya no serán más necesarias las disputas entre dos
filósofos que entre dos calculistas. En efecto, bastará con coger la pluma,
sentarse ante el ábaco y decirse recíprocamente: calculemos». (De scientia
universalis).
La equidad, la
interpretación equitativa, son, en consecuencia, soliciones subalternas y parciales
en un mundo imperfecto que todavía tiene que recurrir a una distinción entre
strictum ius, bondad y equidad. El concepto de equidad ha comenzado
así un proceso progresivo de marginación y de reducción, cuyo desarrollo no
seguiré porque nos alejaría mucho de las costas mediterráneas.
Pero no
ocurre lo mismo en Italia y en España, sociedades en las que el derecho canónico
conserva una presencia notable en el sentido común y en la realidad cotidiana.
La acción de la Inquisición y la práctica de la confesión, del arrepentimiento
y del perdón, difundida por doquier, no pudieron haber dejado de incidir, en
un nivel inconsciente, en el sentido común de justicia que el tribunal de las
conciencias sugería a los fieles. Así se creó una cultura específica,
que poco a poco se convirtió en antropología concreta, sentido muy extendido
de un doble valor de la moral, de un significado distante y débil de las instituciones
del Estado.
8. De esto se
daba cuenta Vico —que utilizaré como último ejemplo de la evolución comparada
del significado de la equidad—, muy influido por el sentido católico de la comunidad
política en camino hacia la redención, esto es, «el progreso no interrumpido
de toda la historia profana». La semejanza con Leibniz es mera apariencia:
para el primero, la equidad desaparece en la ley, mientras que para el segundo,
la ley desaparece en la equidad. En De universi iuris uno principio
et fine uno (1720), Vico divide el derecho natural en ius naturale prius
y ius naturale posterius, donde el primero muestra al individuo en
su exigencia de conservación, para la cual el criterio individual de cada uno,
dirigido a la conservación, hace las veces de norma. En su curso, la historia
tiene la función de desvelar progresivamente un orden natural diferente, fundado
en la capacidad de la razón para transformar el principio de conservación individual
en colectivo, es decir, referido a los cuerpos sociales. Este proceso pasa por
el ius gentium y el desarrollo del derecho civil, que transforman la
lucha de todos contra todos en relaciones de protección basadas en el dominio
y la subordinación. De la equidad natural del ius prius, que se contrapone
a la verdad porque «ex ipsa hominis sociali natura duplex existit naturalis
rerum socíetas: altera veri, altera aequi boni,
Vico nos conduce a la equidad civil: parte de la descripción de la jurisprudencia
benigna o ateniense y del ius pretorio, en el que «el vulgo (es) sensible
a la equidad natural e ignora la equidad política (vulgus naturalis solens,
civilis aequitatis ignarum)». Con el mantenimiento invariable de las
fórmulas de las acciones —según las XII tablas— el pretor proveía a la estabilidad
de la región civil, y con las excepciones, cuando se trataban cuestiones no
contenidas en las XII tablas o cuando la ley de las XII tablas resultaba demasiado
dura (si aequitati lex surda durave esset) les introducía, en
caso de necesidad, la equidad del ius naturale.
Así se introduce
una jurisprudencia benigna, «ars adqui boni», según la definición de
Celso. La equidad natural se caracteriza, pues, por acoger muchas excepciones
a las reglas que la ley expresa, porque en el ius naturale prius domina
todavía un hiato entre individuo y conveniencia racional. La equidad civil,
en cambio, parece y es autoritaria, por lo que «muy a menudo recibe el nombre
de rigor de la ley porque el rigor civil que se sufre inmerecidamente es muy
grave y amargo (magis appellata est «iuris rigor», quia civilis rigor est
sane rigor in causis in quibus contra immerente duratur)». Sólo con el desarrollo de la
racionalidad y la communitas, el derecho natural posterius hace
coincidir aequitas y ley. Pero se trata de una aequitas que
tiene su raíz en la aequitas natural, que la comunidad consiente realizar.
«El alma de una república es el derecho equitativo para todos, cuya idea —como
hemos demostrado— es una idea eterna que viene de Dios. Por tanto, hemos concluido
que la constitución eterna de la república es el orden natural y que, en consecuencia,
el alma de la república no es equitativa para la equidad civil, sino para la
equidad natural
«Animus
republicae ius aequum omnibus, cuius ideam aeternam a Deo esse demonstravimus.
Unde formam rerumpublicarum aeternam ordinem naturalem esse confecimus;
ac proinde animum reipublicae non esse aequum aequitate civili, sed aequitate
naturali)»
porque el derecho
existe en la naturaleza (ius esse in natura) y es demostrable matemáticamente.
«At quod est aequum dum metiris, idem est
iustum quod eligis». Por tanto, el paisaje del ius prius
al ius posterius marca el pasaje de una equidad natural individual
a la equidad natural absoluta, pasando por la equidad civil. Porque la
equidad civil expresa la manipulación autoritaria de la seguridad de la ley
que justifica la razón de Estado: «atque haec est aequitas civilis, qua Iustinianus
in Novellis dicit niti usucapiones, et «impium praesidium» eleganter
appellat, quam Itali elegantiori phrasi vertunt» «razón de Estado» . El proceso de civilización nos lleva, pues, de la utilidad privada
a la pública, en la que se funden el sentido (utilidad y necesidad) y la razón
bajo el dominio de esta última y en polémica con el ius naturale
philosophicum de Grocio, que reducía sólo a la razón la fase final del sistema
jurídico en que coincidían aequum y justum.
«Eiusque
iurisprudentiae regula aeterna est aequitas naturalis, quae multa contra communes
iuris regulas recipit et admittit ac iuris civilis rigores temperat. Sed ea
ipsa durior est iuris rigor [...] neque enim ex suo iure immutabili quequam
solvit, nec ullum unquam hominis meritum tantum est ut ratio naturalis ipsi
indulget quod non dictet honestas. Tamen totius generis nomen occupavit;
et aequitas civilis magis appellata est «iuris rigor», quia civilis rigor
est sane rigor in caussis in quibus contra immerentes duratur. At
aequitas naturalis ex genere
«aequitas» dicta est, quia in ipsis caussis in quibus immota haeret —haeret
autem in omnibus— in ipsis, inquam, caussis benigna est. Et parvum est
hominum iudicium qui eam iniquo animo ferunt, nam de ea sensuum sapienta, quam
stultitiam definivimus, iudicant».
En Vico —y especialmente
en el Vico de De universi iuris uno principio et fine uno— es
muy marcada la inspiración en el cosmopolitismo católico y el pensamiento político
tomista cuando describe el proceso que, a través de la realización progresiva
de la communitas entre los hombres dominados por las pasiones y el pecado,
lleva a la explicitación de una racionalidad común, que progresivamente elimina
la fuerza de las relaciones entre los hombres. En resumen, una racionalidad
que conoce un desarrollo paralelo al desarrollo de las formas de convivencia
social.
9. La finalidad
de los ejemplos que he examinado era mostrar que las imágenes de justicia que
se van estructurando en la Edad Moderna en los países europeos y en los del
Mediterráneo nacen de modos diferentes de enfrentar la oposición entre ordenamientos
que, reforzando el peso de la ley, se abren paso poco a poco hacia la codificación
y el ordenamiento que refuerzan —sin renunciar a una cierta forma de medida
y de seguridad del derecho— el poder interpretativo de los jueces en las prácticas
judiciales. De esta suerte, el problema se va concentrando en el espacio
concedido a los jueces ante los casos no previstos explícitamente por la ley
o de difícil reducción a los principios fundacionales del ordenamiento: es así
como el concepto de analogía viene a cumplir un papel muy importante, ya sea
en su forma más limitada de analogia legis, ya sea en la más general
de analogia iuris.
El procedimiento
mediante el cual se busca la disciplina del caso no regulado puede adoptar tres
formas: la interpretación extensiva, que no tiene carácter integrador, sino
interpretativo; la remisión a los principios generales del ordenamiento, con
un papel interpretativo e integrador, y la analogía, cuya función es integradora. Sólo me detendré en la analogía, dada la particular claridad
con que, en lo tocante a este concepto, se muestran las tendencias contrastantes
de los sistemas jurídicos; en efecto, mientras que, desde el punto de vista
del análisis teórico, la analogía ha desempeñado un papel cada vez más limitado
en los sistemas jurídicos europeos, ha ido en cambio aumentando su importancia
en los ordenamientos del derecho hebreo, el islámico y el canónico.
En general, podemos
decir que el problema central en la evolución hacia la codificación de los ordenamientos
jurídicos ha sido el de la limitación de la analogía en dos direcciones.
Mientras, se ha ido dando una definición cada vez más estrecha de analogía,
esto es, quitándole ese carácter un tanto indefinido de semejanza que ya habían
combatido el tomismo y después Cayetano. El concepto mismo de analogía va perdiendo poco a poco la indefinición
de la semejanza para convertirse en un concepto exacto de proporción.
Analogía —dirá Kant— no significa, «como suele interpretarse la palabra, una
semejanza imperfecta de dos cosas, sino una semejanza perfecta de dos relaciones
entre cosas incluso completamente diferentes»; esto es, precisamente, la proporción. Y se recordará que para el cardenal De Luca la proporción también
es la regla geométricamente exacta de la justicia distributiva y de la equidad.
La segunda vía,
más explícita, aunque conserva el carácter de la semejanza como fácticamente
definitorio de la analogía, ha sido la de poner límites al uso de las prácticas
judiciales, excluyéndola especialmente del peligroso camino de las leyes excepcionales
y del derecho penal, con mayor razón en el caso de leyes penales incriminatorias.
Por el contrario,
es preciso destacar que todos los ordenamientos que tienden a la individualización
de la pena, de gran predominio en las sociedades desiguales y jerárquicas del
Ancien Régime, utilizan con amplitud la analogía. Precisamente con referencia a la consideración subjetiva del delito,
a su diferenciación de acuerdo con los momentos, los lugares y las personas,
a la diferencialidad social de conjunto del sistema jurídico, la equidad impone
el procedimiento analógico como instrumento central de derecho. No es
necesario recordar el papel central de la analogía (qiyás) en los sistemas
jurídicos islámicos, en los que constituye una de las cuatro fuentes de la ley musulmana
referida a los casos en que no exista una prescripción textual explícita del
Corán o de una tradición. En realidad, el razonamiento analógico contiene
un vigoroso elemento de inseguridad y permite, por ejemplo, interpretaciones
diferentes. Sin embargo, remite rigurosamente a los deberes morales de los jueces
y a la equidad: en efecto, coincide con el esfuerzo de investigación personal
(ijtihâd).
Pero el foco de
toda la discusión sobre la analogía está ocupado por el problema de la seguridad
y la uniformidad del derecho: aun cuando el papel interpretativo del juez sea
en realidad amplísimo, el problema de la proporción entre las penas y la seguridad
se desplaza —en el caso del derecho islámico— al testimonio, a la multiplicidad
de las pruebas, a la confesión del reo y a la coherencia con los principios
y las reglas del derecho de Dios.
Problemas análogos
presenta el papel de la analogía (héqèsh y gezéra chava) en la exégesis
jurídica del derecho talmúdico, en el cual el razonamiento analógico lleva a
conclusiones probables porque se basa en semejanzas y no en la identidad matemática
de la proporción. Por tanto, tiene carácter orientativo e hipotético.
Pero —como nos lo recuerda Weingort—, la analogía es un instrumento necesario
para el procedimiento mismo con el que los Amoraim —los redactores del Talmud—
construyeron las reglas generales.
«El
Talmud emplea la forma casuística, gracias a la cual, con uso del método inductivo,
el principio general abstracto se extrae a partir del caso particular.
El Talmud, por tanto, debe asegurarse de que el caso particular que cita como
ejemplo del principio general ilustre un principio legal y sólo uno, con exclusión
de cualquier otro. Esto únicamente es posible mediante la elaboración
de modelos que respondan al criterio de excluir cualquier enseñanza distinta
de la que los sabios han requerido [...] Esta formulación artificial, en oposición
a los casos de la vida real, permite hacer abstracción de los detalles concretos
que podrían producir, por contacto, un principio distinto del deseado».
Pero esto admite
tanto una referencia continuada a la equidad como un uso extenso de la analogía.
Mejor dicho, una verdadera proliferación de la analogía: en todo el debate jurídico
talmúdico se van desarrollando progresivamente reglas específicas que consienten
la analogía, a menudo distintas tanto de la semejanza como de la proporción,
como, por ejemplo, cuando se afirma (como ocurre en las siete middot de
Hillel el Antiguo) la analogía de lugares bíblicos sobre la base de la semejanza
fonética de las palabras o la analogía de dos disposiciones, a pesar de su gran
diferencia, por su presencia en el mismo versículo bíblico. En resumen,
tanto en el derecho hebreo como en el resto de la hermenéutica talmúdica, la
analogía desempeña un papel básico. Pero —a diferencia de la tradición
lógica aristotélica— su caracterización también toma forma en obediencia a reglas
que derivan de la sacralidad del texto de referencia, en el que cuentan elementos
de vecindad y distancia entre palabras, semejanza fonética o valor numérico
de las letras. Sus límites, sin embargo, son específicos y rigurosos porque
se definen progresivamente a partir de las siete reglas de Hillel para pasar
a través de las trece middot de Rabbi Ismaél, para llegar a las llamadas
treinta y dos middot que deben su nombre a Eliezer ben Yosé ha. Gelili.
En
el derecho canónico se apela expresamente a la analogía en el can. 20 C.J.C.,
que detalla los cuatro medios para llenar las lagunas. El primero de estos
medios es precisamente la analogía en su versión débil de semejanza:
«Si
certa de re desit expressum praescriptum legis sive generalis sive particularis,
norma sumenda est, nisi agitur de ponis applicandis, a legibus latis in similibus,
a generalibus juris principiis cum aequitate canonica servatis, a stylo et praxi
Curiae Romanae; a communi constantique sententia doctorum».
En el derecho
canónico, la distinción entre analogia tesis (el recurso a leges latas
in similibus) y la analogia iuris, con referencia a los principios
generales, llevará a Suárez al principio general en virtud del cual es legítima
la interpretación extensiva de cualquier ley eclesiástica, incluso penal, porque
se funda en el fin de la ley, que carga el acento sobre la salus animarum
y la aequitas canonica. Pero tampoco aquí se trata de arbitrariedad,
sino de una proporción geométrica que refiere el caso específico al sistema
de conjunto y proporciona méritos y culpas entre ellos.
Sin embargo, es
importante recordar que, en el campo católico —sustancialmente uniforme en lo
que respecta a los procedimientos jurídicos—, la discusión sobre la analogía
presenta profundos contrastes, de gran importancia político-teológica. Contra
las posiciones dominicanas de Cayetano, que privilegian la analogía de proporcionalidad
y que consideran la analogía como diferencia gradual, Suárez sostiene la analogía
de los atributos, la analogía de la atribución. Así, en De Legibus,
afirma que Dios transmite al pueblo el poder soberano para instituir el
poder. Esta soberanía popular no es totalmente distinta de la divina,
ni totalmente idéntica a ella: es análoga por participación. De aquí que
el poder del Estado sólo será legítimo si el pueblo lo reconoce, lo que resulta
bastante más difícil en la interpretación de Cayetano, quien remite a Dios para
legitimar el poder político.
10. Tras este
viaje, demasiado rápido sin duda, por los conceptos mencionados, volvamos a
la reciprocidad. Lo que he tratado de sugerir es que, cuando referimos
la reciprocidad equilibrada y la reciprocidad generalizada a las sociedades
complejas del Mediterráneo y a las formas económicas, sociales y jurídicas que
en ellas predominan, es menester complicar la diferenciación entre esos conceptos,
hoy por hoy moneda corriente entre los antropólogos. En efecto, no se trata
de identificar transacciones presuntamente altruistas, modeladas sobre el patrón
de la asistencia prestada y, si es posible y necesario, recompensada, pero sin
la expectativa de una contrapartida material directa de transacciones directas
en las que la compensación sea un equivalente consuetudinario e instantáneo
del bien recibido. En una sociedad que no tiene una definición clara de la determinación
de los valores económicos, que no conoce un mercado impersonal y autorregulado, los problemas
de definición del precio justo y del salario justo son complejos y remiten continuamente
al concepto de equidad. No se trata de deducir el valor de los bienes
intercambiados de una determinación definida en el intercambio, ni de una característica
intrínseca de los bienes, sino de construir un sistema de intercambio en el
que los valores estén determinados por las características específicas de quienes
los intercambian, al punto de que un mismo bien adopte valores distintos según
quiénes sean las personas que entran en la transacción: «in salarii taxatione
ad hoc, ut se cum dispositione iuris conforment multarum rerum rationem
habere debebunt, et primo qualitatis personae». ¿Cómo se puede pagar a un médico, que se ocupa de la vida y la
muerte?, se pregunta el jurista Zacchia. ¿O a un juez, que se ocupa de lo justo
y lo injusto? No puede haber un salario adecuado: se les pagará de manera diferente,
no por sus prestaciones, ni por su capacidad, sino de acuerdo con su estatus
social, su prestigio, su honor: por eso se denomina «honorarios» al salario
del médico y del juez.
Así las cosas,
la mezcla de economía y ética, de valores generales de la sociedad y de valores
específicos que entran en la reciprocidad que se manifiesta en los intercambios,
complica y dificulta la determinación de las medidas —imprescindibles, sin embargo—
de la sociedad equitativa y desigual que obedece a estas reglas.
Esto no se opone
al esfuerzo de medir y asegurar los valores y dar un orden legible a la sociedad
por medio de clasificaciones simplificadoras: esta exigencia será precisamente
la que favorezca el progresivo predominio de esquemas uniformes de valor que
desplazarán la atención del uso y de las personas al intercambio y a las cosas.
Pero nunca habrá una victoria total en ningún campo, y menos aún en el campo
jurídico, sector en el que siempre será difícil separar la justicia legal del
sentido común de justicia.
Creo que precisamente
a través del examen de estos problemas, examen que requeriría sin duda mucho
más espacio del que hubiera podido yo disponer aquí, será posible esclarecer
algunas diferencias sustanciales en la historia y en las características culturales
y antropológicas de diferentes países e identificar una serie de especificidades
mediterráneas que siguen operando todavía hoy.
Si contemplamos
en particular Italia, me parece importante observar que la vigencia del derecho
canónico junto al positivo, el reconocimiento de la superioridad moral de los
clérigos sobre los laicos y prácticas religiosas como la confesión, que proponen
por doquier formas lógico-morales a las conciencias individuales, han contribuido
a construir una forma específica de sentido común de lo justo, típica de ésta
y de otras sociedades católicas en las que no ha tenido lugar una subordinación
precoz de la iglesia al Estado. Y esto es también lo que ha contribuido a debilitar
las instituciones y a proponer formas intersticiales de acción entre sistemas
de normas contradictorias y paralelas.
Por tanto, el
tema de la equidad confirma su papel central en la experiencia de los países
católicos, como criterio dominante de la justicia distributivo en una sociedad
corporativa y jerárquica. Y, aunque con significados diferentes, me ha
parecido que también las sociedades de tradición islámica o la tradición jurídica
talmúdica presentan caracteres similares. La importancia interpretativa
de este concepto excede con mucho, sin embargo, el mero aspecto jurídico para
convertirse en criterio de conjunto de la integración y la regulación de todos
los aspectos sociales y económicos. La dificultad con que topan los juristas
italianos (que he ejemplificado con Vico) en pleno siglo XVII es justamente
la de conservar este criterio, aunque reconociéndole naturaleza histórica.
Sin embargo, es
imposible imaginar una equidad, una solidaridad y una reciprocidad carentes
de rigor: pero se trata de un rigor que requiere una mirada autoritaria que
imprima proporción geométrica en los premios y los castigos, con simultánea
atención a la especificidad de los casos particulares y de las perspectivas
globales de mejora moral del sistema político general.
Las sociedades
católicas del mundo mediterráneo han acogido, por cierto, sistemas jurídicos
basados en un idioma de igualdad. No obstante, la hipótesis que he querido proponer
es que, sobre todo en estas sociedades, la permanencia de un sentido común de
equidad en oposición a las normas codificadas goza de tal vigor y de tal virulencia,
que ha llegado a ser un aspecto constitutivo de su antropología política.
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