La construcción estética de la realidad
LA CONSTRUCCIÓN ESTÉTICA DE LA REALIDAD
Vagabundos y pícaros en la Edad Moderna
Roger
Chartier
EHESS (Paris)
Quisiera
empezar esta reflexión dedicada a las figuras de los vagabundos
y pícaros en la literatura y la pintura en el Siglo de Oro con un interrogante
más general: ¿Es posible distinguir entre la realidad social y sus representaciones
estéticas y, por ende, considerar el estudio de las primeras como el
dominio propio de los historiadores y reservar el análisis de las segundas
a aquellos que interpretan formas y ficciones?
Seguramente
hace quince o veinte años una semejante división de las tareas habría
sido aceptado sin reservas. Pero hoy en día hay diversas razones para
poner en dudas tal distinción. En efecto, no se puede más pensar las
jerarquías o divisiones sociales fuera de los procesos culturales que
las construyen. Es la razón por la cual el concepto de representación
es un precioso apoyo para que pudieran señalarse y articularse (sin
duda mejor de lo que lo permitía la noción clásica de mentalidad) las
diversas relaciones que los individuos o los grupos mantienen con el
mundo social: en primer lugar, las operaciones de clasificación y designación
mediante las cuales un poder, un grupo o un individuo percibe, se representa
y representa el mundo social; a continuación, las prácticas y los signos
que apuntan a hacer reconocer una identidad social, a exhibir una manera
propia de ser en el mundo, a significar simbólicamente un estatus, un
rango, una condición; y, por último, las formas institucionalizadas
por las cuales unos «representantes» (individuos singulares o instancias
colectivas) encarnan de manera visible y durable, «presentifican», la
coherencia de una comunidad.
Dos
razones propias a las sociedades del Antiguo Régimen obligan a considerar
que las representaciones (mentales, literarias, iconográficas, etc.)
participan plenamente de la construcción misma de su «realidad». Por
un lado, el retroceso del recurso a la violencia que caracteriza
las sociedades occidentales entre la Edad Media y el siglo XVIII (y
que resulta en la tendencia a la confiscación por parte del Estado del
monopolio sobre el empleo legítimo de la fuerza) hace que los enfrentamientos
basados en las confrontaciones directas y brutales cedan cada vez más
el lugar a las luchas que tienen por armas y por objetos las designaciones
y representaciones (de sí mismo o de los otros). Por otra parte, en
estas sociedades es de la aceptación o del rechazo por parte de las
autoridades o de los dominantes de las representaciones que un grupo
propone de sí mismo que depende su identidad, es decir su existencia
social. Es en este sentido que las representaciones del mundo
social «producen» la realidad de este mundo. Desgraciadamente, durante
muchos tiempos la historia social olvidó esta lección.
Hay
también otros motivos que nos obligan a pensar de manera nueva la relación
entre las experiencias colectivas y las figuras de la ficción en los
siglos XVI y XVII. Quisiera ilustrarlos volviendo a una serie de cuatro
textos que pueden entenderse como un repertorio picaresco francés. Lo que los
une es su publicación en un cierto momento de su trayectoria editorial
dentro del catálogo de la «Bibliothèque bleue», es decir los
títulos publicados o, mejor dicho, reeditados por los libreros de la
ciudad de Troyes. Impresos en gran número, vendidos por los buhoneros,
estos libros eran destinados, gracias a su precio muy bajo, a los lectores
más populares.
Durante
la primera mitad del siglo XVII, cuatro textos que proponen representaciones
de pícaros y marginados, de falsos mendigos y verdaderos ladrones, entraron
en el repertorio literario más ampliamente difundido. Son en primer
lugar La Vie généreuse des mercelots, gueux et boesmiens, un
librito publicado en Lyon en 1596 y reeditado en Troyes en 1627, y Le Jargon,
ou Langage de l'Argot Réformé, cuya primera edición fue publicada
en Troyes en 1629. Estos dos
primeros textos comparten dos rasgos fundamentales: ambos fueron publicados
por el inventor de la nueva fórmula editorial, Nicolas Oudot, y adquirieron
rango entre los primeros títulos impresos en Troyes, junto a las historias
de caballería y a las vidas de santo; ambos ofrecían a los lectores
un diccionario de la lengua secreta o jerga (el «jargon» o «argot»)
de los mendigos y vagabundos.
Los
dos otros textos son traducciones: por un lado, la traducción del Buscón
publicada en 1633 y entrada en el repertorio francés del cordel
en 1657, y, por otro
lado, la traducción del texto italiano Il Vagabondo de Giacinto
de Nobili, que era una traducción y adaptación de un manuscrito latino
de finales del XV, el Speculum de cerretanis. Publicado en italiano
en 1621, traducido al francés por Des Fontaines en 1644, el Vagabond
fue introducido en la «Bibliothèque bleue» en el último cuarto
del siglo XVII. En estos
casos, los textos propuestos a los lectores frances (populares o no)
resultaban de una serie de desplazamientos, a la vez lingüísticos (del
castellano al francés o del latín al italiano y después del italiano
al francés), estéticos (en el caso del Buscón con la transferencia
del registro de la picaresca al registro del burlesco) y editoriales
de manera que el texto, revisado, y en el caso del Buscón depurado,
pueda conformarse a las exigencias de la censura monárquica y las competencias
de los lectores más populares.
No
hay duda que estos títulos tuvieron un enorme éxito como lo demuestran
sus numerosas reediciones (particularmente en el caso del Jargon,
ou Langage de l'Argot réformé republicado treinta veces) y su presencia
en el catálogo de los editores especializados en el negocio de la literatura
de cordel en Troyes o en otras ciudades hasta los años cincuenta del
siglo XIX. ¿Cómo comprender esa atracción de un público, amplio desde
el siglo XVII, por textos que le proponían las figuras, a la vez temidas
y divertidas, del mundo de la marginalidad?
Este
éxito me parece inscribirse en dos experiencias colectivas de la presencia
de los marginados en la sociedades europeas de los finales del siglo
XVI y los comienzos del siglo XVII. La primera era urbana y tenía sus
raíces en la conciencia inquieta ante lo que se percibía como un aumento
sin precedentes del número de los mendigos y vagabundos entre la población
urbana. Proliferaron entonces los textos que denunciaban la invasión
de las ciudades, y particularmente de las más grandes entre ellas, por
los mendigos forasteros. Las autoridades y los notables multiplicaron
las descripciones horrorizadas de los lugares donde se refugian los
desarraigados venidos a la ciudad para mendigar o robar: por una parte,
los arrabales más allá de las puertas de la ciudad y de las murallas;
por la otra, los patios, callejuelas y callejones que abundaban en las
ciudades antiguas y que eran otras tantas guaridas para los «ladrons
de nuit» («ladrones de la noche» como dice un informe parisino de
1595). En París, una de esas concentraciones excitó la imaginación más
que ninguna otra: la plaza llamada «Cour des Miracles» o Corte
de los Milagros detrás del convento de las Fille-Dieu cerca del cementerio
de los Saints-Innocents. Este refugio donde «milagrosamente» los falsos
mutilados y falsos enfermos recuperaban sus miembros y la salud aparece
en los textos a principios del siglo XVII y en los planos de París a
partir de 1652. Procura el ejemplo más espectacular de esas múltiples
incrustaciones de marginados en el tejido urbano que creaban proximidad
y familiaridad entre los honestos ciudadanos y los malvivientes. Sin
dudas eran percibidas como una amenaza intolerable para la seguridad
urbana, pero también como una reserva de figuras pintorescas cuya reprobada
inmoralidad atraía y cuyos artificios cautivaban.
Las
razones socioeconómicas del aumento de la población pauperizada y a
menudo marginalizada durante los años 1570-1650 son bien conocidas:
el empobrecimiento de una parte importante de los campesinos con el
crecimiento demográfico, la repetición de las crisis cíclicas que conducen
hacia las ciudades los que buscan pan y trabajo, la pauperización interna
a las ciudades con la baja de los salarios reales debido al aumento
de los precios y con la imposibilidad de la incorporación de los nuevos
inmigrantes dentro las estructuras artesanales y gremiales. En toda
Europa las consecuencias son similares: por un lado, el aumento del
número de los vagabundos y mendigos más allá del umbral de tolerancia
aceptable por las autoridades estatales o ciudadanas, y, por otro, la
multiplicación de las áreas peligrosas, dentro o fuera de las murallas
de las ciudades.
Pero
las representaciones textuales de estas evoluciones sociales no se limitaban
a registrarlas. Proponían esquemas de descripción y clasificación de
los marginados que plasmaron las percepciones de sus lectores a partir
de dos motivos. El primero consta en las nomenclaturas de las
diferentes especializaciones y astucias de los falsos pobres que
pasaron, en el curso del siglo XVI, de la categoría de documentos administrativos
o judiciales, construidos y utilizados por los magistrados para identificar
y desenmascarar a los ladrones y usurpadores de la caridad pública,
a la de descripciones «literarias» que ofrecían a la imaginación de
sus lectores un ordenamiento de los engaños de los mendigos y ladrones. El Liber
vagatorum que fue impreso a Pforzheim en 1509 o 1510 divide entre
veintiocho clases el «orden de los mendigos», «Der Bettler Orden». En Inglaterra
The Fraternitye of Vacabonds de John Awdeley, publicado en 1561,
distingue diecinueve categorías de vagabundos y veinticinco de rateros
mientras que A Caveat or warening for common cursetors Vulgarely
Called Vagabones de Thomas Harman, cuya primera edición data
de 1566 o 1567, enumera veintitrés clases de vagabundos. El Jargon
ou Langage de l'Argot réformé establece una nomenclatura de dieciocho
estados En todas estas nomenclaturas cada una de las categorías de mendigos
o rateros es designada por un nombre particular, caracterizada por su
actividad específica y sus atributos. El modelo movilizado para construir
estas taxonomías es claramente el de las comunidades gremiales con sus
ritos de admisión, sus distinciones entre los diferentes oficios
y sus jerarquías. Semejante referencia permitía de comprender y domar
el mundo inquietante y peligroso de los marginados, descifrándolo según
el orden familiar de las corporaciones y cofradías.
Es
muy difícil establecer en que medida estas clasificaciones correspondían
a la división de las prácticas entre los mendigos. Por un lado, no puede
aceptarse sin reservas las declaraciones de los mendigos que parecen
confirmar la existencia de compañías especializadas, por ejemplo las
de dos mendigos romanos frente a los notarios pontificales en 1595, ya
que se conformaban posiblemente a los estereotipos de los jueces y enunciaban
lo que éstos creaban y esperaban. Pero, por otro lado, como lo demuestra
la realidad contemporánea de la mendicidad, es muy probable que una
cierta «policía» era necesaria para evitar los conflictos y competencias.
Pues puede decirse que las taxonomías prácticas o divertidas de las
maneras de engañar y de las clases de engañadores daban una forma sistemática,
letrada y probablemente ficticia a las prácticas de los marginados.
Pero adquirieron un valor literal y plasmaron en sus lectores los esquemas
de percepción de la «realidad» del mundo social.
La
misma trayectoria caracteriza el segundo motivo que organiza las representaciones
de los marginados: el de la monarquía de los mendigos. Esta representación
no es una novedad a finales del siglo XVI. Está anclada desde el siglo
precedente en la imaginación de los dominantes como figura complementaria
de las nomenclaturas corporativas que detallan las especializaciones
de los falsos mendigos y los ladrones verdaderos. Se encuentra, por
ejemplo, en una instrucción judicial conducida en 1445 por el escribano
procurador de la ciudad de Dijon contra la banda de los «coquillards»
(o «concheros») que «llevan la vida sucia, vil o disoluta de los rufianes»
y que «tienen entre ellos cierto lenguaje de jerga y otros signos con
los cuales se conocen entre sí». El procurador añadía: «quienes, como
se dice, tienen un rey, que se denomina el rey de la Concha». En su Journal
, un burgués parisino relata cuatro años después, en 1449, el castigo
de una banda de ladrones que había secuestrado y mutilado niños para
volverlos inválidos, por tanto, mendigos más dignos de piedad. Escribía
que de estos ladrones «fueron ahorcados un hombre y una mujer» y que
algunos de esta compañía «fueron encarcelados porque se decía que tenían
un rey y una reina de burla» («un roi et une reine par leur dérision»). En estos
testimonios del siglo XV se mantenía cierta duda sobre la realidad de
esos «soberanos» cuya existencia es registrada por el rumor público
(«se decía», «como dicen») pero no es dada como segura.
Paradójicamente,
son los textos «literarios» del repertorio del cordel que van a fijar
la certidumbre en cuanto a la realidad de una monarquía paralela. En
la Vie généreuse des mercelots, gueuz et boesmiens el héroe,
Pechon de Ruby que, como Lázaro, vuelve sobre sus años mozos de picaresca,
describe la compañía de los mendigos a partir de una serie de comparaciones
explícitas con las instituciones del Estado monárquico. Su asamblea
se identifica con los «Etats généraux», su jefe, el «Grand
Coesre», es calificado de «valiente príncipe» y actúa con «la majestad
de un gran monarca», sus lugartenientes son gobernadores de provincia
y quienes les desobedecen son llamados «rebeldes al Estado». El empleo
sistemático del vocabulario estatal subraya la figura de la «monarchie
d'Argot» como un doble del Estado real. Cualquiera que fuese la
intención de los autores de los textos, paródica o burlesca, esta representación
difundía la idea que la sociedad de los mendigos, vagabundos y
ladrones tenía una verdadera organización monárquica.
No
hay sin duda prueba mejor de una interpretación literal de los temas
presentados por la literatura de la marginalidad que la descripción
de la «Corte de los Milagros» dada por el erudito Sauval en el primer
tomo de su Histoire et Recherches des Antiquités de la Ville de Paris
publicado en 1724. Sauval
describe en primer lugar lo que ha visto personalmente durante una visita
al lugar después que fue vaciado de sus habitantes antiguos por el «lieutenant
général de police» La Reynie nominado en este cargo en 1667. Luego el
relato evoca la existencia pasada de la comunidad de los delincuentes
en sus buenos tiempos. Para ello, Sauval utiliza (sin decirlo) el Jargon,
ou Langage de l'Argot Réformé así transformado en un documento histórico.
Del Jargon, Sauval retoma el motivo esencial, el de la monarquía
de los mendigos: «Son tantos que componen un gran reino; tienen un rey,
tienen leyes, oficiales, Estados y un lenguaje enteramente particular».
Retoma también la nomenclatura de los falsos mendigos y el retrato de
la figura real, la del «Grand Coesre».
Este
texto aparentemente descriptivo y realista imbricaba pues dos referencias.
La primera, topográfica, circunscribía un espacio, el de la Corte de
los Milagros que había sido limpiado por la policía de Luis XIV
y que existía aún, con otros habitantes, en el momento en él que escribía:
«Vi una casa de barro medio hundida, que destilaba vejez y pobreza,
en la que habitan sin embargo más de cincuenta familias cargadas con
una infinidad de criaturas legítimas, naturales y robadas». La otra
referencia -oculta como tal a los ojos del lector- era textual: el Jargon,
leído literalmente, proporcionaba la materia prima para describir
la sociedad de los que eran los súbditos del rey de los mendigos. Ya
que Sauval mismo haya sido engañado por el libro de cordel, sea que
haya querido engañar su lector dándole lo inventado por verídico, su
descripción indica uno de los efectos posibles de los textos dedicados
a los marginados: conducir al lector a creer lo que se le cuenta y a
tomar por verdadera la ficción que se le dirige.
La
segunda experiencia con la cual «negocia» (para retomar una noción clave
del «New Historicism») la literatura de la marginalidad se remite
a la figura de los buhoneros. Para los lectores de los libros de cordel
el vendedor ambulante (el «mercier» o «mercelot») era
a la vez un estafador peligroso y un tipo astuto y divertido. Comerciante
y ladrón, el buhonero abusaba la buena fe de sus clientes, pero su malicia
y su habilidad hacían generalmente que se perdonara su deshonestidad.
Esta
ambivalencia caracteriza la tradición literaria a partir del siglo XVI
y encuentra una traducción ejemplar en el personaje de Autolycus que
interviene varias veces en los cuarto y quinto actos del Winter's
Tale (El cuento de invierno) de Shakespeare. Varios rasgos
lo distinguen. Su nombre, en primer lugar, que es el del hijo de Hermes
(Mercurio para los Romanos), el dios taimado y engañador. Y, de
hecho, Autolycus no es meramente vendedor y cantante de baladas, pariente
cercano de todos los mercaderes ambulantes que, como los ciegos en Castilla
o los buhoneros de impresos en París gritan, dicen o cantan los
títulos y los textos que ofrecen a los compradores. También es
ladrón («Mi comercio son las sábanas») y ratero («Mi ingreso son las
raterías»). En la tercera escena del cuarto acto, por ejemplo, actúa
con astucia para quitarle la bolsa al «Clown», simulando ser
un hombre de bien que había sido despojado por un ladrón.
Unas
de las artimañas de los buhoneros era su uso de la jerga, el «jargon»
o «argot». Los textos que componen el corpus de la literatura
de la marginalidad ofrecían a los lectores la posibilidad de descifrar
este lenguaje secreto, permitiendo así que el engañado engañara a su
vez. El Liber vagatorum incluye en sus últimas páginas un vocabulario
«rotwelsch» que enumera dos cientos y siete términos supuestamente
utilizados por los mendigos para llamar «a ciertas cosas mediante palabras
encubiertas». El diccionario alfabético de la Vie généreuse des mercelots,
gueuz et boesmiens proporciona el equivalente en germanía
de ciento veinticinco palabras francesas que designan principalmente
las partes del cuerpo, los diferentes estados de los mendigos, las condiciones
sociales, los animales domésticos y las piezas del vestido. Pero la
innovación mayor de este texto reside en su utilización de la germanía
en la escritura misma del relato, lo que crea, o pretende crear un efecto
suplementario de realidad al mismo tiempo que propone al lector un ejercicio
de desciframiento. Las traducciones se dan mediante equivalencias mencionadas
en el texto mismo, introducidas por la expresión «es decir», o remitiendo
implícitamente al lector al diccionario que cierra el libro. Pero se
mantiene un residuo de palabras no traducidas, lo que preserva el secreto
de la jerga que el libro pretende revelar.
El
Jargon, ou Langage de l'Argot Réformé sistematiza el recurso
a la jerga. El diccionario que abre el libro ha sido considerablemente
enriquecido (incluye dos cientos y cincuenta términos o expresiones
en una edición de Troyes de 1660), pero sobre todo las diferentes piezas
que componen de manera suelta el libro están escritas en «jargon»
sin que se den en el texto equivalentes en francés. Esa forma de recurrir
a una lengua secreta, y sin embargo descifrable gracias al diccionario,
permite parodiar varios tipos de texto: así los escritos más oficiales
(como las ordenanzas reales, los procedimientos judiciales, los permisos
de imprimir), los diversos géneros literarios (el diálogo, la canción,
el poema) e incluso las fórmulas religiosas. Este juego, fundado en
los trasvestimientos del lenguaje, se inscribe evidentemente en la tradición
de la literatura carnavalesca que acompaña los rituales festivos, parodiando
los discursos médicos o jurídicos y empleando los lenguajes macarrónicos.
Tanto en el carnaval como en el Jargon la lengua paródica
enmascaraba los lenguajes legítimos como los disfraces escondían
los cuerpos.
Arraigada
en una cultura carnavalesca, pública y tradicional, este recurso a la
jerga en el Jargon debe entenderse también como una forma de
lo burlesco. El texto apareció, en efecto, en el momento mismo en que
se escribía otros textos en léxicos excluidos de la literatura legítima
para obtener de esos usos insólitos una subversión de las reglas, un
travestimiento de los géneros, une desnaturalización de la lengua. Junto
con los vocabularios familiares, «bajos», técnicos o arcaicos, junto
con los préstamos tomados de las lenguas extranjeras y los neologismos
pintorescos, la jerga es uno de los repertorios en que abrevaban los
autores burlescos. Por otra parte, la parodia de los géneros nobles
tal como la práctica el Jargon se hallaba en el principio
mismo de lo burlesco.
Está
pues claro que la representación de los mendigos y ladrones que procura
el Jargon se sitúa en la encrucijada de dos tradiciones culturales.
La primera es aquella que hace participar a los ciudadanos en una cultura
de la plaza pública cuyo momento fuerte es el regocijo carnavalesco,
productor de rituales y de textos paródicos. La segunda práctica cultural
presente en el libro moviliza las fórmulas y los procedimientos de los
juegos literarios burlescos que niegan las normas y invierten las reglas
de la escritura legítima. Esta referencia permite insertar el libro
en una tradición cultural que debe evitar que el lector tome el texto
por lo que no es, aunque haya podido creer, más o menos, lo que le daban
a leer. La asociación entre una referencia carnavalesca y una práctica
literaria de moda inscribe el Jargon en una pluralidad de lecturas
posibles, más o menos sensibles a la subversión de los códigos literarios,
más o menos alejadas de la literalidad objetiva del texto.
El
éxito de la literatura de la marginalidad, pese a o gracias a su dimensión
carnavalesca y burlesca, no puede separarse del debate europeo en cuanto
a las formas legítimas de la caridad que marca los comienzos del siglo
XVII. Opone los partidarios del encierro hospitalario de todos los pobres
y los que siguen prefiriendo el gesto caritativo antiguo, la limosna
querida por Dios para la común salvación del que da y del que recibe.
El tema penetra a veces en el repertorio del cordel. Así, por ejemplo,
en las páginas que el autor del Jargon, Ollivier Chereau, dedica
a la descripción de la «Corte de los Milagros». Renunciando a escribir
en jerga y utilizando un tono más personal y serio, el texto distingue
entre los verdaderos pobres «que menciona nuestro Señor en su Evangelio»
y los mendigos ociosos, estafadores y vagabundos. Contra el aislamiento
fuera del mundo de todos los desheredados ciudadanos, el texto afirma
la dignidad de los pobres de Cristo y, por ende, la legitimidad de la
caridad en su forma tradicional.
Un
otro contexto para entender la presencia de la literatura de la marginalidad
en el repertorio de la «Bibliothèque bleue» es dado por el éxito
de la picaresca española. Sin duda alguna el Buscón fue la única novela
picaresca cuya traducción entró en el fondo de los editores de Troyes
que no acogieron a pesar de su éxito en las librerías parisinas las
traducciones del Lazarillo, del Guzman de Alfarache o
de las Novelas Ejemplares. Sin embargo la forma misma de la Vie
généreuse des mercelots, gueuz et boesmiens que es la de un relato
en primera persona inscribe claramente el texto en la referencia
al Lazarillo cuya traducción fue publicada en Lyon en 1560 y
en París el año siguiente. Al copiar la primera palabra del título («vida»
/ «vie»), al dar a su narración la apariencia de una confesión
autobiográfica y a llevar su héroe de una compañía a otra (buhoneros,
mendigos y bohemios) como Lázaro va de amo en amo, el autor anónimo
de la Vie généreuse se esforzaría por imitar las formas nuevas
de la novela picaresca, que daba individualidad y existencia al personaje
instalándolo en espacios reales, conocidos o cognoscibles. Así arraigado
en un territorio bien definido (en el caso de la Vie généreuse
la Vendée y el Poitou), el relato gana en autenticidad, lo cual contribuye
a darle la apariencia de lo verdadero. Sin embargo el texto francés
no mantiene durante todo el relato la lógica biográfica y se convierte
en una serie de historias divertidas incrustadas en la trama del relato
de vida. En este sentido el modelo castellano no es más que un cómodo
artificio de construcción que permite coser episodios independientes,
tomados de un repertorio tradicional y de géneros muy diferentes, cuyo
el héroe es solamente un protagonista secundario o un pálido testigo.
En este sentido, la Vie généreuse es más cercana a las narraciones
chistosas según el modelo de Till Eulenspiegel que a la
innovación de la ficción autobiográfica en forma de «carta messaggiera»
del Lazarillo.
En
1657 el hijo de Nicolas Oudot introduce en el catalógo de la «Bibliothèque
bleue» una edición de la traducción del Buscón bajo el título
L'Aventurier Buscon. Histoire Facétieuse. Composée
en Espagnol par Dom Francisco de Quevedo. Cavalier Espagnol.
Bajo un título casi idéntico el Aventurier Buscon fue reeditado
dos veces por editores de Troyes en el siglo XVIII. Esta presencia en
el repertorio del cordel francés plantea en primer lugar la cuestión
de la recepción de la picaresca en Francia. La edición de Nicolas II
Oudot fue publicada sólo veinticinco años después de la primera edición
de la traducción en francés de la novela por el librero parisino Pierre
Billaine bajo el título copiado palabra por palabra por Oudot. Esta
traducción atribuida a un cierto «sieur de La Geneste», el mismo que
había traducido antes las Agréables Visions de Quevedo fue publicada
al menos diez veces antes de la edición de Troyes: en Bruselas, en Lyon,
en París, y en Rouen. Su éxito no disminuyó hasta 1698, cuando se propuso
una nueva traducción del texto de Quevedo.
Este
entusiasmo francés por el Buscón en la primera mitad del siglo
XVII ilustra bien la buena acogida que obtuvo la picaresca española.
En efecto, antes de la edición de Troyes del Aventurier Buscon,
el Lazarillo de Tormes, en sus sucesivas traducciones, había
tenido por lo menos nueve ediciones francesas desde 1600, el Guzmán
de Alfarache diciseis, La Vida de Marcos de Obregón tres,
al igual de la traducción de la Desordenada Codicia de los Bienes
Ajenos. Por último, la traducción de las Novelas Ejemplares,
una de las cuale, Rinconete y Cortadillo, presenta a la sociedad
de falsos mendigos gobernada por Monipodio, conoció ocho ediciones parisinas. Por ello
resulta más sorprendente constatar que ninguna de estas novelas entraron
en la «Bibliothèque bleue» aunque sus motivos (la itinerancia
delictiva, la descripción de las astucias y jerarquías de los mendigos,
el uso de la jerga en el caso de Rinconete y Cortadillo) se emparentaban
con los temas de la Vie généreuse o del Jargon ,ou Langage
de l'Argot Réformé.
¿Por
qué entonces la elección singular del Buscón? Una primera razón
es de orden editorial. Nicolas II Oudot había publicado en 1649 una
edición de las Visions de Quevedo en la traducción del mismo
señor de la Geneste. El éxito supuesto de este texto pudo incitarlo
a proponer a su público la segunda de las traducciones del señor de
La Geneste identificado por Andreas Stoll como Scarron. Pero sin
duda hay algo más. En efecto la novela de Quevedo en su traducción francesa
jugaba con los dos registros ya presentes en el Jargon: por un
lado, la tradición escatológica de la cultura carnavalesca, por el otro,
las formas paródicas de la literatura burlesca.
Todas las ediciones del Aventurier Buscon en la Bibliothèque
bleue retoman el texto de la traducción de 1633. De aquí surge una
doble pregunta: por una parte, ¿Qué hizo el señor de La Geneste-Scarron
con la novela que le proponía al público francés? y por otra, ¿Retoman
sin censuras ni alteraciones su traducción los editores de la «Bibliothèque
bleue» que reeditan la obra? La repuesta al primero de estos interrogantes
conduce a recordar los rasgos principales del trabajo del señor de La
Geneste que alejan el texto francés el original español. En primer lugar,
el traductor, al buscar a veces equivalentes adecuados en francés para
los nombres propios, los lugares o las instituciones, enfatiza el carácter
«español» de la novela, creando así distancia pintoresca y color local.
Para ello, se manejan diferentes procedimientos: la movilización
de estereotipos ya fijados en cuanto a los caracteres y costumbres españoles,
la explicación de los modismos («dom», «morisque», «corregidor»),
la cita de proverbios españoles en su lengua, o alusiones al Quijote
no siempre presentes en el texto de Quevedo. Este «españolismo», importado
al texto por su traductor, está claramente indicado desde la portada
de esta historia compuesta «en español» por Dom Franscico Quevedo «caballero
español».
En
el título también se indica el género del texto como «histoire
facétieuse», «historia chistosa». De hecho, a lo largo de toda la
traducción de 1633 se utilizan figuras propias del burlesco francés
de los comienzos del siglo XVII. El vocabulario mezcla palabras bajas
y groseras, la jerga de las Halles, términos tomados del «Argot»,
y el estilo maneja con abundancia repeticiones, enumeraciones, parafrases.
Depistado por la complejidad de la escritura de Quevedo y el significado
social y moral de la novela, el traductor francés comprendió el libro
como una historia cómica y lo tradujo apoyándose sobre el léxico y las
formas literarias que conocía y practicaba: las del burlesco.
La
más importante de las transformaciones del texto es sin duda aquella
que modifica completamente el final del relato. Después de sus andanzas
como mendigo, comediante y poeta, Pablos regresa a Sevilla y se enamora
de la hija única de un rico comerciante llamada Rozelle. Había ingresado
en su casa como doméstico y se dio a conocer por medio de varios estratagemas
como un «caballero de España». La intriga termina: Pablos se casa con
Rozelle, le revela la verdad, recibe dote y herencia y resuelve a partir
de este momento ser un hombre honesto. Enuncia así la moraleja de la
historia: «Todo está bajo la Providencia del Cielo, no podemos prever
el futuro: pero ahora puedo decir que hay pocas personas en el Universo,
de cualquier condición que puedan ser y cualquier prosperidad que puedan
tener, cuya felicidad pueda compararse con la mía. Que el Cielo me la
conserve largamente en compañía de mi querida Rozelle». Está conclusión
que borra totalmente el amor de la Grapal y la salida para las Indias
parece corresponder a una doble exigencia: por un lado, dar un fin a
la novela que pueda sellar la suerte de su héroe principal y constituir
un desenlace feliz; por el otro, atribuirle un sentido moral, pues el
retorno de Pablos a la honestidad demuestra que el hombre es enmendable
y que puede volver a su verdadera naturaleza pese a sus faltas. Al cambiar
así el fin de la novela, La Geneste-Scarron querría hacerla conforme
a las convenciones que gobernaban entonces el género en Francia y que
exigían un final feliz, un héroe amable y una moraleja ejemplar.
A
estas deformaciones aportadas por la traducción, las ediciones de la
«Bibliothèque bleue» les agregan otras. Una comparación minuciosa
entre la edición de J.-A. Garnier en el siglo XVIII y la de 1633 lo
demuestra claramente. No quiero retomar aquí el análisis que propuse
hace algunos años de las diferencias entre los dos textos. Quisiera
únicamente subrayar que el trabajo de amputación y revisión hecho sobre
la traducción del Buscón por o para los editores de Troyes pueden
comprenderse de dos maneras. En primer lugar, lleva la marca evidente
de una censura religiosa, tal vez interiorizada en autocensura, que
intenta quitarle al texto todas sus inmoralidades y blasfemias. Las
libertades permitidas al traductor parisino de 1633, que se dirigía
al público restringido de las novedades literarias, ya no son admisibles
en un texto que apunta un siglo después a un público más amplio de lectores.
Al eliminar de la traducción de la novela todo aquello que parece atentar
contra la dignidad de los sacerdotes o poner en ridículo las creencias
cristianas, los editores de la «Bibliothèque bleue» se convierten
en los auxiliares vigilantes de la Reforma católica que no soporta los
juego paródicos y burlescos con los misterios de la fe. La censura del
texto, que suprime un elemento esencial salvaguardo por la traducción
(a saber, las referencias religiosas travestidas e irónicas) responde
a una exigencia idéntica a la que hace condenar las fiestas tradicionales,
en particular aquellas que profanaban los espacios consagrados y parodiaban
la liturgía, censurar las representaciones teatrales, y perseguir a
los blasfemadores. La Francia de la Reforma católica no es la España
del Siglo de Oro, y la Iglesia no permite más una relación con lo sagrado
considerada como sacrilegio.
Por
otra parte, la adaptación del texto suprime las marcas de un estilo
sin duda percibido como envejecido. De aquí la eliminación del vocabulario
de lo «bajo material y corporal» (según la expresión de Bakhtin),
juzgado contrario a las conveniencias de la escritura, sobre todo cuando
se dirige a un público numeroso y popular. De aquí, también, el abandono
de ciertas fórmulas características de la retórica burlesca - por ejemplo
las enumeraciones pintorescas reducidas a un solo de sus términos. Se
le quita así a la traducción las figuras arcaicas al igual que el vocabulario
inconveniente que el escritor de 1633 utilizaba con gran placer.
Así,
fuertemente alejado del texto español y severamente censurado en relación
con la traducción de 1633, el Aventurier Buscon de la «Bibliothèque
bleue» disloca los motivos fundamentales que organizaban la construcción
de la novela. Para su lector, la historia se presenta como la
sucesión de encuentros y de historietas. La personalidad del héroe se
torna insípida y su presencia tiene la función de unir retratos o escenas
independientes unas de otras. Esta estructura narrativa, floja
y acumulativa, no requiere del lector ni memorización de los personajes
o sus relaciones, ni atención a una intriga que se desarrolla a lo largo
de todo el relato. Por lo tanto era conveniente para una lectura fragmentada
que parece ser la del público de las ediciones populares. Se conduce
al lector de compañía en compañía: la escuela y luego la pensión en
Segovia, la casa de los colegiales en Alcalá, la compañía de los «caballeros
de la industria» en Madrid, la troupe de comediantes en Toledo, la familia
de Rozelle en Sevilla. De un lugar a otro, de un personaje a otro,
no hay necesidad narrativa y el relato puede ser tomado, dejado y retomado
por una lectura discontinua que procede por secuencias breves. Adaptada
simplificada, la estructura misma del Buscón permitía más
que la de otras novelas picarescas este tipo de lectura. Es una
de las razones por las que los editores de Troyes le eligieron.
Otra
se debe a los temas mismos de la obra. Aún edulcorada en el vocabulario,
la escatología conserva un buen lugar en la versión popular de la traducción
de la novela. Las lavativas, las escupidas, la cama manchada pertenecen
al repertorio tradicional de la diversión carnavalesca y de la cultura
de la plaza pública. Siguen presentes en el texto de la «Bibliothèque
bleue» que hace varias alusiones a las funciones naturales y mantiene
la referencia inicial al carnaval. Del texto de Quevedo a la traducción
francesa, la significación de esta referencia carnavalesca perdió sin
duda su fuerza crítica, pero permanece para asignarle al libro una lectura
que se goza, como en la fiesta, de la escenificación de los cuerpos
que ingieren y expulsan.
Otra
de le seducciones del Buscón se radicaba en el hecho de que él también
dejaba ver una sociedad marginal: la compañía de los «chevaliers
de l'industrie», los «caballeros de la industria» como escribe el
traductor de 1633. Con una extensión de cinco capítulos y treinta páginas,
la descripción de la comunidad de los gentilhombres mendigos y ladrones
constituye uno de los episodios fundamentales del libro. Su sociedad
se apoya en los mismos principios que aquellos que regían la monarquía
del «Argot»: la autoridad de un jefe, el ejercicio de diversas
especialidades, el respecto de reglas comunes, la invención inagotable
de embustes y estratagemas engañosas. Sin embargo en relación con las
taxonomias de los falsos mendigos ya publicadas por los editores de
Troyes, el Buscón introduce dos diferencias que renuevan el género.
Por un lado, la figura del engaño se invierte, puesto que aquí
los ladrones no se atribuyen falsas miserias sino un bienestar fingido
y que su estado de necesidad auténtica se disimula detrás de la apariencia
de personas de condición. Por otro, la novela encarna en siluetas particulares
lo que sólo eran nomenclaturas colectivas de las diversas maneras de
despojar. Así L'Aventurier Buscon le da nueva forma a un motivo
ya clásico en el repertorio del cordel francés.
Pues
las razones de la preferencia de los editores populares para el Buscón
que conocían a través de la traducción de La Geneste-Scarron aparecen
ahora bien claras. Se trataba de un texto muy escatológico, cuya
composición alternaba libremente figuras pintorescas e historietas cómicas,
que usaba la burla y la parodia y que volvía a encontrar bajo una nueva
forma unos de los temas de mayor éxito del catálogo de la «Bibliothèque
bleue»: la descripción de la sociedad de los mendigos falsos o verdaderos.
Pero en el contexto de la Reforma católica triunfante y del control
ejercido sobre el libro de amplia circulación, los motivos que hicieron
elegir el Buscón fueron los mismos que llevaron a censurarlo.
De aquí surgió esta versión popular donde el burlesco escatológico no
se expresaba más en el léxico que le era propio, donde las bromas escabrosas
no eran admitidas y donde la burla debía exentar absolutamente la religión
y el clero.
El
ejemplo del Buscón travestido y adaptado nos permite concluir
con dos observaciones más generales. La primera remite a las normas
o modelos que rigen, de manera diferente y con desfases según los contextos,
la construcción de las representaciones de las existencias picarescas
y comunidades marginales. Los factores esenciales que definen
semejantes constreñimientos son los lenguajes estéticos o descriptivos
disponibles en un momento dado, la teoría de la representación propia
a cada forma de expresión, las exigencias de las censuras y de la autocensura,
o la identidad social y cultural del público al que se dirige la obra.
Seguir la trayectoria de un «mismo» texto en sus diversas modalidades
es quizás una buena manera para aclarar las múltiples razones que dan
inestabilidad a las obras literarias y, por ende, a las representaciones
que transmiten.
Una
segunda observación se radica en la reflexión de Francisco Rico en cuanto
a la relación entre burlas y veras, realidad y ficción, cuando escribe
en la introducción a su edición del Lazarillo que los lectores
de la novela «en el camino hacia la ‘realidad’ van a parar a una originalísima
manera de ‘ficción’». La ficción
como momento en el camino hacia la realidad: la idea puede recordarnos
que la marginalidad es un fenómeno tan ideológico como económico. La condición
de mendigo o vagabundo no conduce necesariamente a la exclusión social.
Hasta los comienzos del siglo XVI y las nuevas políticas de asistencia,
las prácticas tradicionales de la limosna individual y de la caridad
eclesiástica hacían considerar a los pobres como imágenes de Cristo
y, por lo tanto, los integraban plenamente dentro del orden sagrado
de la sociedad. La debilidad económica no se traducía entonces por la
marginalización.
Ésta
resultó de una profunda transformación de las representaciones que exilió
fuera del cuerpo social todos los que parecían amenazarlo. Es la razón
por la cual no puede separarse el análisis de este proceso de exclusión
del estudio de los esquemas de percepción y descripción a través de
los cuales las elites de los siglos XVI y XVII expresaron su miedo,
y también su fascinación para los medios designados como el envés del
orden social y político. De la misma manera que la iconografía del «mundo
al revés» indicaba como debía pensarse el mundo al derecho, los textos
que les atribuían una organización corporativa y monárquica a los marginados
revelaban las categorías clasificadoras más fundamentales de los dominantes.
Describir la extrañeza peligrosa y los desórdenes múltiples de los pícaros
era una manera de reafirmar los principios que fundamentaban, o que
debían fundamentar el orden familiar.
En
este sentido son los discursos los que «produjeron» lo pícaros al cruce
de dos culturas: por un lado, la cultura sabia que ordenaba el mundo
según sus propias referencias y categorías; por otro lado, la
cultura de los hombres y mujeres estigmatizados y encerrados en las
representaciones administrativas, judiciales, literarias o iconográficas
que se proponían de su existencia. Pero, pese al silencio de los archivos
que recogen muy escasamente sus palabras antes del siglo XVIII,
estos hombres y mujeres tenían experiencias irreductibles a las descripciones
que se hacían de ellos. La literatura de la marginalidad, cualquiera
que sea su forma, sin o con dignidad estética, sin o con originalidad
intelectual, sustituía sus ficciones a estas palabras ausentes y imponía,
gracias a los libros de amplia difusión, sus motivos y figuras a los
más numerosos de los lectores. Si podía hacerlo es porque no era pura
invención sino desplazamiento y recomposición de fragmentos de
realidad percibidos por cada uno.
Si
se aceptan estas perspectivas, hay que invertir los términos habituales
de la relación entre realidades sociales y representaciones estéticas.
Éstas no representan directamente una realidad ya presente y constituida,
sino que contribuyen a su producción y, quizás, más fuertemente que
otras representaciones desprovistas del poder de la ficción. Durante
los siglos XVI y XVII, en toda Europa, los pícaros y vagabundos adquirieron
une realidad plasmada por los escritores y pintores. Los lectores o
los espectadores de sus obras conocieron «el placer de descubrir la
experiencia cotidiana como invención» - un placer
en el que se entrecruzaban sin duda curiosidad e inquietud, temor y
apaciguamiento. Si es verdadero que las obras estéticas no son jamás
meros documentos del pasado, es también verdadero que a su modo,
entre veras y burlas, ellas organizan las experiencias compartidas o
singulares que construyen lo que podemos considerar como lo real.
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