El poder familiar: la patria potestad en el Antiguo Régimen (*)
Ángel Rodríguez Sánchez (†)
Universidad de Salamanca
In memoriam
[En
homenaje póstumo a quien fue gran historiador, prematuramente ido. Fue
publicado originalmente en Chronica Nova (Granada), 18 (1990), pp. 365-380.
Reproducido con permiso de la revista]
RESUMEN
El espacio de la patria potestad es la familia.
Este espacio, regulado por el derecho y sacralizado por la Iglesia, es un ámbito
privado en el que ejerce plena e ilimitada autoridad el padre de familia.
Esta autoridad produce dominación y sometimiento, tanto en el interior del espacio
familiar como en el externo que es donde se proyectan las relaciones sociales
del conjunto familiar. La patria potestad es un privilegio que se basa
en consentimientos preestablecidos que condicionan un dirigismo general que
se proyecta sobre los hijos anulando su voluntad. La dote, el testamento,
y el control sobre los bienes gananciales, son los fundamentos de
una autoridad que se transmite siempre por vía masculina.
SUMMARY
The domain of paternal authority
is the family. This domain, regulated by rights and made sacred by the
Catholic Church, is a private realm in which the father of the family exercises
total and unlimited authority. This type of authority gives way to domination
and subjection both inside the family itself and outside, in its ties with the
rest of society. Paternal authority is a privilege based on pre-established
consent leading to a general form of dominance that invalidates the will
of the offspring. The dowry, the testament and the control over property
are foundations of an authority which is always transferred along male lines.
En 1799, don Francisco
Antonio Galavís, un desconocido cura propio de la parroquia de Santa María de
la Consolación, de la villa de Garrovillas de Alconétar, escribía un Catecismo
en el que
identifica al padre de familia con el superior, con el amo, y
con la mujer,- y respectivamente al hijo con el súbdito, con
el criado, y con el marido. La inusual consideración de
la mujer es, por concesion indemostrable del texto conservado, un error del
cura, o quizás se trate de un convencimiento muy particular. Sin embargo,
la identificación que es más antigua, posibilita correlaciones ideológicas que
son muy significativas: hijos, súbditos, criados y maridos, honran según el
mandato de la Ley de Dios, cuando respetan, obedecen, y aman debidamente.
El respeto se define como no levantarse a mayores en el obrar, y también como
no pronunciar palabras altivas que puedan ofender a los padres, amos y superiores
en general. La obediencia ha de ser alegre, pronta y ciega; definiéndose
la alegría como una formalidad que se concreta en una permanente compostura
del gesto, lo que es a todas luces una forma de represión; la prontitud, como
un acto que se realiza sin dilación, y la ceguedad, como la inexistencia de
réplica y de excusa. El cura transmite que por encima de todo está Dios
y el buen trato; y que el único freno al respeto, a la obediencia, y al amor,
es la Ley de Dios. Los hijos, súbditos, criados, y maridos, tendrán que
sufrir con paciencia a sus superiores, y asistirles y socorrerles
en la enfermedad, en la vejez, y en la pobreza. Las identificaciones
establecidas siguen más adelante: otros padres que deben honrarse son los obispos
y los párrocos, incluso en situaciones en las que su vida no sea
conforme a la dignidad que representan. Y, además, pecan los súbditos
y parroquianos que no obedecen a los obispos y presbíteros. También resultan
ser padres los reyes, los magistrados, y los demás superiores. En
consecuencia, los súbditos deben honrarlos y obedecerlos en las leyes y mandatos
que les impongan porque todo lo que nace de la autoridad conduce al bien común
y al concierto de los individuos. Y también los amos, a quienes sus criados
deben servir con amor, reverencia, fidelidad y obediencia.
Sobre los casados, pocas
líneas. En resumen les recomienda paciencia y sufrimiento,
pero lo que no hace el cura extremeño es jerarquizar al marido sobre la mujer,
ni a la inversa, porque concibe el matrimonio como un trabajo paciente, sufrido
y común.
Sin mencionar la institución,
el autor del Catecismo se está refiriendo con toda seriedad a la patria
potestad, y lo que significa: el ejercicio de un poder prácticamente ilimitado,
y el consiguiente sometimiento de quienes lo soportan, que es aceptado por la
mayoría de la sociedad, y que aún hoy informa la mentalidad colectiva.
Las mismas ideas las
encontramos en 1325, en el Catecismo de Pedro de Cuéllar;
los hijos se deben a los padres, y nunca al revés, porque humor sube
de la rayz a los ramos e non de los ramos a la rayz.
Por fortuna, para la necesaria ampliación y profundización de estos temas de
investigación, sabemos muy poco todavía del humor, mucho menos de los ramos,
y apenas nada de la raíz. Tampoco tenemos muy claros los impulsos que hacen
fluir el humor en una u otra dirección, aunque buena parte de los historiadores
actuales tenemos recogidos múltiples testimonios que convierten el humor en
ejercicio de un poder que tiene una finalidad económica.
La comparación entre
el árbol y la familia es clásica,
Juan de Pineda, en Los diálogos familiares de la agricultura cristiana,
considera que la esencia de la raíz es la castidad, y la polilla que roe la
raíz es la ociosidad; el tamaño y fortaleza del árbol familiar, dependen del
control que se ejerza sobre la castidad de los esposos, y sobre la ociosidad
de la esposa y de los hijos. De forma prácticamente ininterrumpida, desde
fray Hernando de Talavera hasta bien entrado el siglo XVIII,
la literatura moral insiste en que el equilibrio de las relaciones entre los
esposos, sólo se consigue con la actuación autoritaria del padre. El padre
de familia es responsable de su mujer, de sus hijos, de sus criados, y de todos
ellos el párroco;
e incluso fray Luis de Granada en su Compendio y explicación de la doctrina
cristiana,
llega a exigir del padre de familia el control del humor que va de raíz a rama,
cuando se observe incapacidad para tener hijos.
Sin embargo, hubo ocasiones
en las que se radicalizó el consejo del control autoritario, acompañándolo de
un conjunto de prohibiciones y de represiones. Por sintetizarlo de alguna
manera, el siglo XVII sólo toleró la raíz, y usó más que otro tiempo de la poda
intolerante de las ramas.
Pero salgamos de los ejemplos de Pedro de Cuéllar y de Francisco Antonio Galavís,
y entremos en la historia también viva de la familia. Al fin y al cabo,
padres e hijos, como las raíces y las ramas, crecen en direcciones opuestas
por inversas; y la complejidad de este crecimiento, y de su organización, tiene
que obedecer por fuerza a un principio singular que es la patria potestad.
El espacio de la patria
potestad. La familia
El espacio social de
la patria potestad es la familia. En la actualidad, este espacio se concibe
como un ámbito en el que se producen relaciones de consensos y de disensos,
que acaban siempre por conducir a la aparición de diversas formas de dominación
y de exclusión. Este espacio es en el transcurso del Antiguo Régimen una
complejidad, que es analizable, por lo menos desde tres perspectivas:
a)
La familia, como ámbito de lo privado, conforma
y desarrolla un espacio físico que es la vivienda doméstica, y es en
este espacio donde se proyecta el primer escalón del ejercicio del poder que
define la patria potestad. Dentro del espacio doméstico, la autoridad
paterna diseña y tolera una mínima división de las funciones que definen este
espacio, y que principalmente son cinco: la función económica, la toma de
decisiones, y el control de todo el patrimonio, corresponden
al padre
; la función
doméstica, el
trabajo y atención de la casa, corresponden a la madre;
y la estrategia familiar, lo que define el comportamiento externo, económico
y social de los miembros de la familia, también corresponde al padre.
En síntesis, puede significarse que en el ámbito de lo privado la madre tiene
una cierta autoridad; pero la proyección social de la familia siempre es derecho
de la patria potestad.
b)
La segunda perspectiva es la que define la familia como un espacio
regulado por el Derecho. Este espacio se concibe formado por una
comunidad extensa, desde el instante en que la reglamentación que se
produce a lo largo de los tiempos modernos, institucionaliza formas de curaduría
y de tutoría, que extienden -en los países con reconocimiento de la patria potestad,
caso de los territorios de la Corona de Castilla- la patria potestad, por línea
masculina, a los abuelos y a los hermanos del titular, siempre que éste hubiera
fallecido. Si lo normal es el que nos hallemos ante familias de tipo nuclear,
formadas por los padres y los hijos, la intencionalidad del Derecho es perpetuar
la institución de la patria potestad, como forma de poder que diseña, controla,
prohíbe, y en ocasiones permite, las actuaciones sociales y económicas de la
mujer y de los hijos.
La familia, como espacio
jurídico, limita su funcionalidad externa mediante tres controles que se establece
desde su interior, y también desde su exterior. El primero es el de la
patria potestad. El segundo, es la legislación que produce el Estado en
apoyo y fortalecimiento de la patria potestad; y el tercero, la conexión que
se establece entre el poder estatal y el poder familiar, para formular la práctica
del consentimiento. Esta práctica es básica para comprender lo que desea en
última instancia la coalición establecida históricamente entre la patria potestad
familiar, y el poder real: producir una eficaz dominación
y el sometimiento de la mujer y de los hijos. Pero, también, la ruptura
de la práctica del consentimiento, lleva a los dominados, a los sometidos, a
su exclusión forzosa del orden social establecido.
c) La última perspectiva
es la que considera la familia como un espacio sacralizado, como
un espacio de moralización.
La sacramentalización del matrimonio no fue una guerra fácil para la iglesia
medieval y pretridentina; la aceptable institucionalización de la barraganía,
que sería una institución próxima al matrimonio civil, y la también aceptable,
por lo numerosa, práctica de los matrimonios clandestinos,
obligó en cierta manera al Concilio de Trento, a sacramentalizar una doble práctica
del consentimiento; primero, el consentimiento libre de los cónyuges, que
es principio de la indisolubilidad,
lo que significa la preexistencia del consentimiento paterno, que se
anuncia mediante moniciones públicas, con expreso llamamiento al consentimiento
social. Si surge algún impedimento de la pública monición, el matrimonio
no se celebra.
En segundo lugar, la
iglesia también institucionaliza su consentimiento formal al exigir
la presencia de un sacerdote y dos testigos, y al separar temporalmente las
celebraciones de la boda y de la velación,
según la terminología de la época, y que hacen referencia a la celebración matrimonial
in facie ecclesiae, y a la recepción de las bendiciones nupciales.
Una vez casados y velados se consiente en la consumación del matrimonio y el
compartir mesa, casa y cama; pero cuando falta la velación se deja la puerta
abierta a la posibilidad de un divorcio extraño, puesto que el matrimonio no
se ha consumado,
y como no lo ha unido Dios, sí lo puede separar el hombre.
He aquí una especialización
que señala una complejidad. Las relaciones entre los miembros que componen
la familia se desarrollan a lo largo de la Edad Moderna en ese triple conjunto,
que compone un sistema, y que funciona siempre gracias a la especialización.
Historiadores del Derecho,
y también los historiadores modernistas vinculados a la investigación sobre
la familia, están de acuerdo en el reconocimiento de la práctica del consentimiento,
y en la consideración de que la familia, además de ser un espacio al que se
pertenece de derecho por los lazos de sangre, por la adopción, y por la legitimación,
es también un espacio económico. La familia, como han escrito recientemente
Enrique Gacto
y Aquilino Iglesia
, es también un patrimonio, y utilizando la misma expresión de Aquilino Iglesia,
el patrimonio tiene una vida que supera la duración de la vida de la sociedad
familiar.
Quienes hemos aprendido
que la gran enseñanza de la demografía histórica no es la cifra de población,
ni la tasa de cualquiera de sus variables; sino que además, el historiador ha
de preocuparse por las relaciones concretas que influyen, más de lo que pensamos,
en los comportamientos demográficos, económicos, y sociales; hemos de dedicar
un tiempo importante al análisis de los espacios sobre los que se asienta la
vida familiar, y un poder director, la patria potestad, cuya existencia y legitimación
son aceptados por el Estado y por la Iglesia. Porque, me parece, que la
práctica del consentimiento tiene mucho que ver con el patrimonio, y éste con
el ejercicio, libre de toda traba, de la patria potestad; es decir, lo que los
historiadores hemos venido a llamar en más de una ocasión dirigismo familiar,
al interpretar las estrategias que conciben los cabezas de familia, para decidir
qué expectativas matrimoniales han de obedecer sus hijos, quiénes de estos hijos
han de detraerse del mercado del consentimiento general, y cómo puede preservarse
el patrimonio, por ejemplo a través de la institución del mayorazgo, o acrecentarse
una dote, o mejorarse una herencia en virtud del grado de sumisión alcanzado.
Conviene que desarrolle
aquí lo que actualmente entendemos por práctica del consentimiento, actuación
sobre el patrimonio, y la cuestión del dirigismo familiar. Porque para
conectar consentimiento, patrimonio, y dirección del poder familiar, es preciso
aceptar como hipótesis central las ideas de dominación y de sometimiento, teniendo
muy claro que la dominación se impone, y el sometimiento se acepta.
El consentimiento
Escribía Juan Maldonado,
en uno de sus Sueños, que cuando dos se quieren y desean unirse, inmediatamente
piden al sacerdote que los case, con el consentimiento de los padres.
He de deshacer el plural, porque en el Antiguo Régimen, no desempeña ningún
papel la mujer.
Una simple ojeada a la Novísima Recopilación de las Leyes de España,
basta para comprobar que las actuaciones del Estado Bajomedieval y Moderno,
se dedicaron durante bastante tiempo a deshacer plurales que pudiesen involucrar
a la madre en el enojoso trabajo de tener que decidir algo. Las Leyes
de Toro, cuya vigencia se mantiene durante largo tiempo, incapacitan a la
mujer (soltera, casada, o viuda) para celebrar contratos; las mujeres no pueden
presentarse a juicio sin licencia de su marido, o en ausencia del marido, de
un juez; si son menores, necesitan para iguales fines, permiso del padre, o
del tutor; no pueden comprar al fiado, ni enajenar bienes; y hasta el reinado
de Carlos IV, en 1802, no se deroga la ley que prohibía a las mujeres casadas
cordobesas obtener su parte de los bienes gananciales adquiridos durante el
matrimonio. La mujer ha necesitado hasta tiempos bien recientes del consentimiento
del marido, del padre, del juez y hasta del confesor.
El plural consentimiento
de los padres, se refiere por supuesto a cada uno de los varones que ejerce
la patria potestad sobre cada uno de los contrayentes. Salvo excepciones
que confirman la regla, todo remite al varón. Incluso la literatura utópica
señala siempre al varón. Tomás Moro destaca que el marido y el padre son
responsables del orden social, y que todos los varones viven bajo el gobierno
y la obediencia del varón más anciano, y que a éste siempre le sucede otro varón.
Nunca una mujer.
Y podría completarse
más, visto el comportamiento abiertamente misógino de los clérigos: incluso,
los solteros de oficio, anudan expectativas totalizadoras sobre la posibilidad
de dirigir el conjunto familiar, como demostró José María Díaz Mozaz
en 1976. Más aún, la asunción social que significa la aceptación de cualquier
destino, se considera un fenómeno natural que viene determinado por el papel
concreto que desempeña cada sexo. Según la doctrina al uso, que se instala
paulatinamente en la literatura moral y en la que instruye a los confesores,
desde mediados del siglo XVI en adelante, la mujer es forzada a radicalizar
el desempeño de un papel preparado de antemano por el varón, por el padre, y
por quienes representan los dos grandes depósitos del poder: no conviene olvidar
nunca que el Estado es quien organiza de principio a fin la vida de la mujer
como esposa; y la Iglesia, que es la institución que reglamenta su vida como
virgen
y como madre.
El consentimiento es
la puerta que abre el inmenso campo de la sumisión; fray Antonio de Guevara,
en el Libro primero de las Epístolas familiares, en la carta 55, definía
perfectamente la sumisión: la mujer que sale fuera de casa ha de ser
grave,- la que se queda dentro, cuerda; la que tiene algún tipo de relación
con el marido, paciente,- la que amiga con vecinos, afable; amorosa la
que tiene hijos. Llamo la atención sobre la confluencia de los tres
espacios que definen la familia: afuera, en lo jurídico y ante los poderes,
la gravedad,- adentro, la cordura y el amor con los hijos y con los criados;
y en lo sacralizado, la paciencia. Es lo que exige el poder familiar.
Todo se justifica por
consentimientos preestablecidos, y en todos ellos se privilegia la autoridad
que es la potestad del padre, o la del marido. Así puede comprobarse en
el Ensayo titulado De la moderación de Michel de Montaigne. A
la mujer, sólo se le reserva el derecho de propiedad de la vergüenza y del temor.
Pedro de Luxán, en sus Coloquios matrimoniales, pone en boca de Dorotea,
en 1550, lo que considera la mejor carta de dote que puede llevar una mujer
al matrimonio: el mayor dote -escribe-, la mejor heredad y la mejor
joya que la doncella ha de llevar a poder de su marido es la vergüenza.
Ni siquiera vale el amor, como señala fray Antonio de Guevara, porqué
todo casamiento hecho por amores, las más veces para en dolores.
Sin embargo, los testimonios
recogidos sólo afectan a la polisemia que designa a la vez a los individuos
y a sus relaciones; y es que el consentimiento que remite a la dominación está
custodiado por dos principios: uno es la indisolubilidad del matrimonio
cristiano, que establecen el poder eclesiástico, una vez que declara ilegítimos
los matrimonios clandestinos, las bodas forzadas, y la barraganía; y a partir
de 1565, Felipe II para todas las sociedades de la Corona; y el otro, la
fidelidad que nos lleva de nuevo a la complejidad. Porque el poder
real, invocando la fidelidad de los súbditos, lo mismo regula el consentimiento
que requieren los militares de sus jefes para contraer matrimonio, que el permiso
que necesita el criado de su amo, o el del hijo que por superar la edad
de los 25 años, debería considerarse emancipado del poder familiar, y no hacer
necesario el consejo familiar para cambiar su estado. O también, para evitar
matrimonios desiguales, el poder real solicita reiteradamente de la fidelidad
que le deben especialmente las familias nobles, el que se le comuniquen las
estrategias matrimoniales que se pactan, y que en todo caso se solicite el permiso
real. Y también se regulan las penas para los desobedientes: desde el
destierro, a la pérdida de los bienes, y la imposibilidad de heredar.
Pero, también el consentimiento mutuo de los esposos, de los padres, cuando
se basa en el amor, tiene otro par de guardianes: la fidelidad y el honor, y
ambas variables son tan inaprensibles, por ahora, como lo que las fundamenta,
que es el amor. Porque, todavía en 1690, se reiteran en instrucciones
comunicadas a todos los confesores, que en 1665, y en 1666, el Papa Alejandro
VII, había condenado una proposición largamente debatida: peca el marido que
mata a su mujer, aunque la sorprenda en adulterio.
Llegado a este punto,
he de hacer un llamamiento a la comprensión de la provisionalidad de unas líneas
de investigación, que se han fijado en la práctica del consentimiento como una
forma de relación dominante producida por el poder familiar, y sus aliados.
Y lo hago, porque ni los aliados, ni los intérpretes actuales, hemos podido
entrar en el espacio físico, y doméstico, de la intimidad. Quiero decir
con ello, que sólo percibimos casos extraordinarios, y que es necesario, para
poder construir una interpretación general, tener muchos más datos, y no caer
en la tentación del deduccionismo. Porque, el poder familiar, sobrevive personalizado
durante tanto tiempo, porque probablemente ni el Estado, ni la Iglesia, lograron
nunca entrar en el espacio doméstico donde se comparte la autoridad. Es
decir, que las ideas de dominación y de sometimiento, habría que considerarlas
sólo en aquellos espacios donde no se comparte la autoridad, precisamente en
los que las preocupaciones básicas son el patrimonio, y la estrategia familiar
que se proyecta como forma de poder: lo que antes llamaba dirigismo familiar.
La familia es también
patrimonio
Ya sé que están perdiendo
vigencia cimentada durante largos años, algunos análisis de Federico Engels
aplicados a los orígenes de la familia. No voy a reiterar aquí un proceso
económico demasiado conocido: el patrimonio con que inicia su vida familiar
una pareja, se origina en la dote. Toda dote es una donación que ordena la patria potestad,
y cuando ésta no existe, caso de las huérfanas no protegidas por una tutoría
de índole familiar, la patria potestad subsidiaria es asumida directamente por
el Rey, por sus delegados, y también por fundaciones privadas, instituciones
eclesiásticas, y mandas testamentarias de carácter benéfico que se hacen con
este fin. La donación dotal, que siempre se genera en el espacio doméstico,
aunque este espacio se halle en ocasiones desintegrado, al salir al campo de los consentimientos concertados entre
poderes familiares distintos, entra de lleno en el espacio jurídico y también
en el sagrado. Conviene recordar, que la cuantía máxima de la dote se
regula por el Estado, con el fin de acomodar la donación concreta a la disponibilidad
patrimonial, y evitar la ruina de las familias por los excesos cometidos en
las dotes que se escrituran, y en los intercambios de regalos. Por tradición
bajomedieval reconocida en las Leyes de Toro, el poder familiar podía transmitir
bajo la forma de la dote, entre un tercio y un quinto de su patrimonio; sin
embargo, primero en 1534, después en 1575, luego en 1623, y finalmente durante
el re¡nado de Felipe V, la intervención estatal intenta regular las decisiones
adoptadas en los espacios domésticos para evitar, por un lado los endeudamientos
a los que daban lugar los excesos; y por otra parte, los pleitos a que daban
lugar los incumplimientos de los compromisos dotales. Algún día los historiadores
habremos de correlacionar la documentación notarial de las dotes, con los pleitos
motivados por los incumplimientos, para poder aproximarnos un poco más al poder
familiar que diseñó la estrategia dotal, y conocer qué pudo inspirar su incumplimiento.
No es extraño, pues, que el poder real proteja y afiance el poder familiar señalando
de qué tipos de bienes han de salir las dotes, y cómo han de considerarse los
bienes gananciales. Si bien se reconoce en todas las leyes que reglamentan
la titularidad y reparto de los bienes adquiridos en el matrimonio, la igualdad
por mitad del marido y de la mujer, existen excepciones, como se comprueba en
las Leyes de Toro, y en algunas pragmáticas sobre gananciales, de la época de
Carlos III, que privilegian en algunos territorios, como en Cataluña y en Córdoba,
al marido en detrimento de los derechos adquiridos por la mujer.
Pero también la patria
potestad ejerció durante toda la Edad Moderna un extraordinario dominio patrimonial
sobre los hijos; el llamado peculio profecticio, que son los bienes donados
por el padre de familia a sus hijos, es de titularidad paterna; e incluso, los
bienes que componen el peculio adventicio, que son bienes ganados por el hijo
con su trabajo, o recibidos por donación externa a la familia, o por herencia,
si bien se reconoce la titularidad de su propiedad a los hijos, el usufructo
corresponde al padre, situación jurídica que no terminará hasta que desaparezca
la patria potestad. Sólo la ley admite que el hijo pueda ser propietario
con plenos derechos, de aquellos bienes ganados en servicio del Rey.
Algo semejante ocurre
con la intervención estatal en apoyo de las transmisiones que por vía hereditaria
realizan los cónyuges fallecidos. En este sentido, puede señalarse que
con las Leyes de Toro comienza una política legislativa que pretende generalizar
en todos los reinos la imposibilidad de dividir el patrimonio familiar, vinculándolo
al hijo más inmediato de la línea sucesoria, reservándose el Rey el derecho
a conceder licencia de constitución de mayorazgo, cuando se diese el supuesto
de la existencia de herederos forzosos, que podrían ver lesionados sus intereses
en beneficio del primogénito. Pero las propias Leyes de Toro, dejaron
ciertas puertas abiertas al libre ejercicio de la patria potestad: el tercio
de mejora, y el quinto de libre disposición, que son entendidos como propiedad
inalienable de la patria potestad, pudieron constituirse en mayorazgo, sin necesidad
del permiso y licencia real. Si esto ocurre en Castilla, en los demás
reinos, Navarra, Aragón, Cataluña, las monarquías de los Austrias Mayores, orientaron
su quehacer legislativo a vincular la herencia del patrimonio familiar en uno
de sus herederos.
Para terminar con este
apartado, he de destacar la importancia que tiene la colocación de los hijos
en el espacio doméstico, y la profunda labor que desarrolló el Derecho producido
en la Edad Moderna, sobre su capacidad de emancipación —reglamentando una mayoría
de edad desigual en todos los reinos, y variándola continuamente en coyunturas
adversas en relación con el bien común del reino—, y sobre su capacidad de disponer
de su herencia, siempre en directa dependencia de la patria potestad, y a su
terminación, de la tutela de sangre, o de la tutela judicial. Si el patrimonio
es potestad paternal, ésta se manifiesta con más agresividad en lo que antes
denominaba dirigismo familiar, que es donde los consentimientos concertados,
la defensa de los intereses patrimoniales, hacen brillar con luz propia al poder
paternal.
Las manifestaciones del
dirigismo familiar
El capítulo noveno de
la sesión XXIV del Concilio de Trento hace un llamamiento en favor de la libertad
del matrimonio, acusando a los magistrados, ricos y nobles, que por su codicia
fuerzan con amenazas y penas a los hombres y mugeres que viven bajo su
jurisdicción, para que contraigan matrimonio, aunque repugnantes, con las personas
que los mismos señores o magistrados les señalan,.castigando con la pena
de excomunión esta intolerable costumbre.
La reconstrucción de
familias, que ha realizado con notable éxito la demografla histórica europea
desde los últimos años de la década de los sesenta, ha permitido a los historiadores
de la familia aislar conjuntos de genealogías, de cuyo análisis comparado se
deduce que la patria potestad hizo caso omiso de la recomendación tridentina,
que podemos hallar también a partir de 1565 en el quehacer legislativo de la
monarquía hispánica. Ni la amenaza de excomunión, ni las recomendaciones
de los moralistas posteriores a Trento, ni las leyes reales, pudieron evitar
la práctica del dirigismo familiar. Los trabajos realizados por el grupo de
historiadores de la familia, que dirige el profesor Chacón, en la Universidad
de Murcia, junto con las aportaciones realizadas por el antropólogo mallorquín
Joan Bestard, el grupo dirigido por el profesor Eiras en Santiago de Compostela,
en trabajos pertenecientes a Hilario Rodríguez Ferreiro, Isidro Dubert, o María
del Carmen Burgo López, en la Universidad de Cantabria por el grupo que dirige
el profesor Fortea Pérez, con trabajos ya publicados de Ramón Lanza García,
o las investigaciones también publicadas de Isabel Testón Núñez y María Angeles
Hernández Bermejo desde la Universidad de Extremadura, muestran que la dirección
de la patria potestad se orientó entre los siglos XVI y XVIII a desarrollar
los objetivos siguientes:
Primero. Sustituir
el consentimiento mutuo de los contrayentes por el consentimiento requerido
de la patria potestad. Esta sustitución se desarrolla en una finísima
barrera que señala la frontera permeable donde se encuentran la Iglesia y el
Estado. Si los hijos no se casan con quienes desea el padre, no obtienen
el permiso paterno, y en consecuencia, sólo les queda la vía de transgresión,
como lo demuestran los procesos inquisitoriales, las causas civiles y criminales,
que tanto los tribunales civiles, como los eclesiásticos, ven en demasiadas
ocasiones a lo largo del Antiguo Régimen. Si falla el consentimiento mutuo, la Iglesia no sanciona
el matrimonio. Por eso se supedita al consentimiento de la patria potestad el
consentimiento mutuo: la conveniencia prima sobre el amor; la economía de los
sentimientos es un hecho subalterno, porque lo principal es la autoridad del
interés que ordena una economía material.
Segundo. Deteriorar
los impedimentos por lazos de parentesco, o por vínculos espirituales contraídos,
que constituían, junto con el consentimiento mutuo, los más importantes medios
de control establecidos por la Iglesia. Algunas genealogías analizadas
por la historiografia de la familia muestran la excesiva tolerancia eclesiástica:
la concentración de propiedades, el deseo de hurtar el control de la riqueza
a ramas específicas, y colaterales, de una familia, constituyen argumentos suficientes
para que la burocracia eclesiástica cierre sus ojos, y los impedimentos legislados
dejen de serlo. Si el consentimiento de la pareja se sometió a la patria
potestad, los sistemas biológicos y espirituales de protección eclesiástica
fallaron en beneficio de estrategias familiares acordadas por una compleja intencionalidad
económica que, gracias a la existencia del instrumento jurídico que es el testamento,
se convirtió en el elemento perpetuador de la patria potestad. Aunque
muchos de los testamentos no se cumplieran, y otros tantos originasen pleitos
de difícil resolución, la última voluntad con testigos se hizo de hecho un instrumento
disuasorio y de represión al servicio de la autoridad familiar. Desheredar
a un hijo, o disminuir su parte en relación con la que hubiera correspondido
a sus hermanos, fue un acto repetidamente ensayado por la patria potestad y
obtuvo el éxito social esperado de una indefensión tolerada por la Iglesia y
por el Estado.
Tercero. Convertir
el matrimonio en una cuestión patrimonial. La patria potestad, en directa
relación con el patrimonio disponible, o con el presumible, y su interés en
acrecentarlo, destina a unos hijos a la vida familiar, y a otros los detrae
del mercado matrimonial para utilizarlos en beneficio económico y de sangre del tronco
familiar original, como es el caso de la figura del petrucio gallego, estudiada
por Rodríguez Ferreiro, que en uso de la patria potestad, chantajea a uno de
los hijos con la promesa de una mejora en la legítima testamentaria, para garantizarse
unos cuidados en la vejez y en la enfermedad. En ocasiones, la dependencia
y la sumisión iniciales se convierten en objetos de necesaria observación, porque
su medición revela cuanto tiempo duró la paciencia de los sometidos, y qué circunstancias
motivaron esas rupturas inmediatas con el orden establecido y aceptado por la
patria potestad. Si la dote es una coacción inicial, el testamento es
una pretensión perpetuadora que llega a buen término cuando quien lo dicta conserva
la misma fuerza social. Los pleitos son la expresión de una debilidad,
y quienes reclaman sólo trabajan con la duda de la construcción de la estrategia
familiar. La sangre, que es un vínculo jurídico aceptado, admite dudas
que, por lo menos, hacen tambalear el cimiento mismo de la estrategia familiar.
El testamento, cuando se construye como puntal del edificio de la intencionalidad
de la patria potestad, es casi siempre un documento recurrible ante instancias
sociales más dadas a aceptar los argumentos de la sangre, que los que proporciona
la inspiracion de la estrategia familiar.
Cuarto. La patria
potestad es directamente responsable de los secuestros en conventos de muchas
niñas, apartadas de este modo, del mercado matrimonial. Si el amor es
una facultad ausente de muchos matrimonios contraídos por primogénitos dirigidos
por la autoridad familiar, la vocación religiosa es en numerosas ocasiones otra
forma de imposición.
Quinto. La última
consecuencia de la práctica de la patria potestad es bien visible: la orientación
selectiva de dotes y de testamentos conduce a la acumulación de titularidades
nobiliarias, a la formación de grandes patrimonios, y a la instalación del principio
de desigualdad de oportunidades entre los hermanos.
(*) Conferencia pronunciada
en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada el día 12
de marzo de 1990, dentro del ciclo "Ideología y mentalidades en la España
del Antiguo Régimen", organizado por el Departamento de Historia Moderna
y de América.
Cathecismo
de la Doctrina Christiana y Preguntas de ella, que Don Francisco Antonio Galavís,
Cura propio de la Parroquia de Santa Moda de Consolación de la Villa de Garrovilles
de Alconétar, iva pensando hazer a sus feligreses: y juntamente las Respuestas,
que discurría le podrían
darle a ellas. Las escrevía en el año del nacimiento de nuestro Señor
Jesu Christo de 1799. Se trata
de un ejemplar manuscrito de 201 páginas en cuarto, que se conserva en la
Biblioteca del Seminario Mayor Diocesano de Coria-Cáceres. Inicialmente
estuvo en el Archivo Diocesano de Cáceres.
"Estas
deseadas condiciones, que han de tener los bien casados para que su Matrimonio
sea dichoso, son las siguientes:
1.-Que los contrayentes
sean iguales y semejantes.
2.-Que se tengan
amor.
3.-Que el amor no sea demasiado.
4.-Que no se tengan desconfiança
el uno del otro.
5.-Que la Muger no
sea mucho más rica que el Marido.
6.-Que no sean las
edades muy desiguales.
7.-Que la hermosura de
la Muger sea decente, pero no estremada.
8.-Que los genios sean
más aplicados al retiro, que al esparcimiento profano.
9.-Que no sean aficionados
al juego de intereses.
10.-Que no sean pródigos
ni avarientos.
1 1.-Que sean devotos y
virtuosos.
12.-Que no amen
la ociosidad.
13.-Que escusen galas
muy preciosas y ornamentos profanos.
14.-Que las Mugeres sean
calladas, sufridas y pacientes."
ARBIOL,
fray Antonio de: La familia regulada con doctrina de la Sagrada Escpitura
y Santos Padres de la Iglesia Católica, para todos los que regularmente componen
una Casa Seglar, a fin de que cada uno en su estado y en su grado sirva a
Dios Nuestro Señor con toda perfección, y salve su Alma. Zaragoza,
Herederos de Manuel Román, 1715, p. 511.
"Amor
es en los ommes assí commo el humor en los árbores, que el amor viene de la
rayz del padre al fijo". El catecismo expresa ya el par de constantes
positivas que desarrollan el cuarto mandamiento: los hijos protegerán los
patrimonios de los padres, y evitarán cualquier violencia para con ellos.
Ibidem, pp. 114-115.
Véase
a título de ejemplo, PINEDA J. DE: Diálogos familiares de la agricultura
cristiana. BAE, 169, IV, 1964, p. 69.
ARBIOL,
fray Antonio de: Exhortación a los contrayentes del Ritual Romano del Arzobispado
de Zaragoza, p. 53.
La pregunta
1 1 del interrogatorio dispuesto por el obispo García de Galarza para la diócesis
de Coria a finales del siglo XVI, dice textualmente: "Yten de algunas
personas solteras o casadas que estén públicamente amancebadas y de algunos
casados que estén apartados e no biban e coabiten juntos. E
de algunos desposados que sin estar velados e aver recibido las vendiciones
nunciales biban e coaviten juntos, o que se aian desposado clandestinamente
contra la forma del sancto concilio, que manda que estén presentes el
cura de su parrochia e testigos, aviendo primero precedido las municiones
de la Yglesia", Archivo de la Catedral de Copia, leg.
75.
La dote, además de
ser un seguro material y signo de prestigio social, es un soporte protector
del sistema matrimonial en una doble dimensión: por una parte, la dote es
un basamento económico que protege la constitución de una familia, puesto
que favorece la convivencia y ayuda a cimentar el mutuo entendimiento de los
cónyuges. Por otra parte, la dote actúa como un freno del temido proceso
de descomposición familiar por fallas de la convivencia, o del consentimiento
de los esposos: en el caso de que se produjese la separación matrimonial,
los bienes dotales regresarían a su procedencia. RODRIGUEZ SANCHEZ,
A., "Las cartas de dote en Extremadura". La documentación
notarial y la Historia, I, Santiago de Compostela, 1984, p. 165.
Un ejemplo clásico
de dotar doncellas pobres, o huérfanas, puede encontrarse en muchos
testamentos.
La tutoría real también se proyecta en
el testamento. "Item mando, que después de pagadas dichas deudas,
se distribuya un cuento de maravedises para casar doncellas menesterosas,
e otro cuento de maravedises con que puedan entrar en Religión algunas doncellas
pobres que en aquel santo estado querrán servir a Dios".
Testamento de Isabel la Católica, en Ballesteros, M., Isabel de
Castilla, Reina Católica, Madrid, Editora Nacional, 1964, p. 239.
"En la España
del siglo XVII la práctica matrimonial registraba una doble influencia patema:
los padres disponían si los hijos debían casarse y asimismo. con quién debían
hacerlo, TESTON NUÑEZ, L., Amor, sexo y matrimonio en Extremadura, Badajoz,
Universitas Editorial, 1985, p. 52.
"Por otra parte, junto al respeto
de la jerarquía basada en la autoridad del padre de familia, la pertenencia
a uno u otro sexo define un segundo elemento de diferenciación en el interior
de la unidad familiar. El padre y los hijos varones, jerarquizados entre
sí, se sitúan, sin embargo, en un nivel superior al de la madre y las hijas
Las mujeres aparecen condenadas a vivir en el marco reducido del mundo doméstico
y, en consecuencia, deberán ser instruidas y adoctrinadas para elló",
HERNANDEZ BERMEJO, M. A., Lafamilia extremeña en los tiempos modernas,
Badajoz, Diputación Provincial, 1990, pp. 100 y 101.
El mercado matrimonial es una plaza de intercambios de uso restringido.
Sólo se utiliza por quienes ofertan patrimonio, posición social jerarquizable
y dominante, y capacidad de influencia ante las instituciones. Las endogamias
geográficas y profesionales son una práctica que señala a la motivación económica,
y a estrategias diseñadas por la patria potestad. El deseo social de
acumular titularidades nobiliarias, la influencia efectiva en los poderes
administrativos y eclesiásticos, y la sobrevaloración de la primogenitura
masculina, son constantes de la sociedad de Antiguo Régimen que, incluso,
llegan a plantear graves problemas de consanguinidad.
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