La fiscalidad, el estado moderna y la historiografía nobiliaria: estados fiscales y nobleza castellana
LA FISCALIDAD, EL ESTADO MODERNO Y LA HISTORIOGRAFÍA NOBILIARIA
ESTADOS FISCALES Y NOBLEZA CASTELLANA (ss. XVI-XVII)
Luis SALAS
Istituto Universitario Europeo (Firenze)
"El Estado es una de las formas de
este destino, como el viento que abrasa las cosechas y la fiebre que nos roe
la sangre." (Carlo LEVI, Cristo se paró en Éboli)
La importancia del sistema fiscal en el desarrollo del “estado moderno”
es materia trabajada desde antiguo. Por no remontarnos más atrás, desde las
definiciones del concepto “estado” de principios del siglo XX encontramos
regularmente alusiones a la importancia de la fiscalidad en la fijación y
consolidación, incluso territorial, de la nueva formación política que se
pretende definir. De
la historiografía específica sobre el tema de la función conformadora del
fisco, siempre aplicada al caso bien del estado–regio o bien de la
república, vamos a extraer las conclusiones que sobre las dimensiones política
y social del hecho fiscal se han ofrecido (dejando al margen cuestiones tales
como el desarrollo institucional o la relación entre fiscalidad y guerra).
En una segunda parte, confrontaremos tales conclusiones con los trabajos sobre
fiscalidad nobiliaria de la Castilla de los siglos XVI y XVII. Conviene advertir
que, pese a que la base para este texto es esencialmente historiográfica,
nuestro planteamiento no deja de ser deudor de nuestra investigación principal
en curso: los comportamientos políticos de la Casa de Medina Sidonia en el
siglo XVII.
Las formas de la fiscalidad son productos de un tiempo y unas circunstancias
históricas determinadas. Las decisiones en materia fiscal son la resultante
de la suma de una voluntad concreta de obtener recursos y orientar las formas
de extracción, por una parte, y las condiciones que la organización política
–equilibrio de poderes– y económica –riqueza– de esa sociedad permiten, por
otra. Así, un poder político determinado no puede llevar su capacidad de imposición
más allá de los límites de su poder fáctico ni puede obtener más recursos
que los que un cierto sistema económico ofrece. Con este esquema –tan obvio,
por lo demás– queremos destacar que si bien el ordenamiento fiscal tiene todo
tipo de consecuencias sociales y económicas, la capacidad de imponer cambios
por parte de los poderes políticos siempre quedará constreñida por una serie
de factores estructuras culturales, económicas y sociales. En nuestro caso,
esto nos lleva a tener que situar los intentos de transformación fiscal en
un marco que es previo al pensamiento económico como tal.
Nuestra hipótesis se fundamenta en que cualquiera que sea la capacidad
que se reconozca a la fiscalidad como factor constitutivo de una entidad política,
tal capacidad puede –y debe– ser aplicada a ese otro concepto de estado
que existía en la Edad Moderna, que era el de los “estados nobiliarios”. Para
ello nos basamos en la consideración de tales instituciones –los señoríos–
como entidades de dominio social, de decisión política y, acaso por efecto
de ambas cosas, de extracción de recursos fiscales más o menos autónomas.
Los resultados de la teoría de la fiscalidad estatal a las aportaciones de
la historiografía sobre estados nobiliarios reforzará o no la asunción de
tal grado de autonomía. En caso afirmativo, habría que analizar en qué modo
la fiscalidad señorial creaba condiciones adecuadas para el reforzamiento
del poder nobiliario (poder entendido tanto como control sobre el territorio
como en cuanto a capacidad de acción fuera de los dominios jurisdiccionales
concretos) más allá de la simple obtención de recursos. En caso contrario,
habría que explicar dónde residía la diferencia esencial detectada entre la
fiscalidad nobiliaria y la regia, que sustraería al noble en su señorío la
capacidad cohesiva que daba al monarca en el reino.
1. LA FISCALIDAD COMO ELEMENTO FORMATIVO DEL ESTADO MODERNO
El lugar concedido a la capacidad extractiva de recursos de un cierto
poder político sobre las personas a él sometidas ha tendido a primar en los
estudios sobre la fiscalidad unas u otras líneas de interpretación, según
se pusiera el acento en el peso que la extracción de recursos tuviese (en
referencia a la economía del territorio) o en el poder que tales potencialidades
otorgaban al monarca.
Ahora bien, si es cierto que el elemento fiscal es crucial y que
late detrás de muchas investigaciones, no lo es menos que no son muchas las
obras dedicadas a precisar en qué modo la fiscalidad da cohesión o formaliza
la estructura de una sociedad y hasta qué punto crea lazos políticos o genera
costumbre de sumisión o de aceptación de un poder dado. Por ello, nuestra
labor en este apartado va a ser en gran parte la de buscar respuestas a nuestros
interrogantes en trabajos no específicamente orientados en el sentido que
a nosotros nos interesa.
Una primera mirada casi obligada nos llevará a las interpretaciones
históricas de la sociología clásica alemana. Esta elección de ciencia –sociología–
y de tradición cultural –la alemana– se debe al peso que en las interpretaciones
posteriores han tenido una y otra. De hecho, el esquema teórico con el que
se seguían abordando estas cuestiones hasta hace bien poco viene marcado sustancialmente
por una concepción “evolucionista” de las sociedades y de los procesos históricos.
Así, por ejemplo, se siguen estudiando y evaluando las reformas fiscales en
términos de “modernidad” o de potencial modernizador, la mayor parte de las
veces en torno a la cuestión de la centralización. Veamos cómo.
Comencemos por Marx y Engels.
Aceptando las dos teorías de Marx, expuesta por Badie y Birnbaum, la versión
más matizada sobre el estado sería aquella en la que la variable esencial
en la formación de los estados sería la división del trabajo, y no
la propiedad de los medios de producción.
Criticando el reduccionismo de la versión “vulgar
del marxismo”, ambos autores argumentan que según el propio Marx lo esencial
en el proceso formativo de un estado concreto es la feudalidad
define en consecuencia el tipo de estructura política posterior. La varible
esencial es por tanto sociopolítica, y no estrictamente económica. El caso
prusiano, con una fuerte influencia en su origen del feudalismo, sería por
esa causa un modelo de estado con grandes aspiraciones a la “independencia”
respecto de la sociedad. Dicha independencia se basaría en una gran burocracia
y una fuerte presencia militar. Por tanto, sería la división del trabajo y
no la propiedad privada de los medios de producción lo que daría lugar al
nacimiento de un tipo concreto de estado. De aquí, Marx habría pasado a concebir
el estado como una institución, fijándose en consecuencia en su estructura
burocrática.
Según la “versión vulgar”, desarrollada por otros estudiosos de la
obra de Marx y Engels, dentro de la teoría marxista sobre evolución histórica
del occidente europeo, en la que la dialéctica hegeliana habría mutado en
la doctrina del materialismo histórico, la etapa que a nosotros nos interesa
correspondería a un tardo–feudalismo. En ella el poder absoluto de los reyes
se sustentaría sobre un cierto equilibrio entre las clases antagónicas de
la nobleza y la emergente burguesía. La plusvalía de la producción interna
de los diferentes territorios (todavía renta agraria en su mayoría) se concentraría
en las manos de reyes y nobles (la clase aún dominante en este modo de producción
en transición), que financiarían así su dominio y sus ambiciones expansivas.
El estado se caracterizaría por su pequeño tamaño en términos de desarrollo
institucional y por su centralismo. Más
recientemente, el desarrollo de la teoría marxista aplicada al tema del estado
absolutista llevó a Perry Anderson a concebirlo como una estructura ambigua
en la cual la apariencia de modernidad ocultaría una predominante forma de
relaciones sociales feudales, al menos al inicio de su desarrollo. El producto
obtenido de la fiscalidad –una de las apariencias de modernidad– se invertiría
en cambio con criterios feudales en la guerra, que sería la forma típicamente
feudal de dirimir conflictos.
Frente a esta propuesta explicativa, Weber prestó una muy particular
atención a la formación y desarrollo de las instituciones del estado,
junto al proceso de creación normativo en su conjunto. Seguramente esta reacción
frente al materialismo histórico de Marx (o del “marxismo vulgar”) –donde
Marx entendía las entidades políticas como superestructuras derivadas de los
diferentes modos de producción, Weber interpretó las diversas formas de dominación
en cuanto que formas de ostentación exclusivas del uso legítimo de la violencia–
le llevó a no abordar nunca la fiscalidad de las entidades políticas como
argumento de estudio específico. Por el contrario, en su Economía y sociedad,
de forma muy sintomática, aborda sin mucho detenimiento la cuestión de la
hacienda sólo desde la perspectiva de la racionalidad de su gestión, y no
como proceso de sustracción de una plusvalía.
Schumpeter partió de la presuposición de la existencia de un estado
nacional unificado al principio del período moderno, no obstante culminado
–hay que entender, perfeccionado– en el reinado de Luis XIV. Tal perfeccionamiento
lo resumía en un Versalles centro de la clase dominante de la sociedad (esto
es, la nobleza) que se vería compensada económicamente por las pérdidas producidas
en sus estancias cortesanas por subsidios reales –procedentes del dinero de
los “contribuyentes”–. Del mismo modo, la nobleza permanecería ocupada (“busy”)
en guerras exteriores promovidas por el rey. Por ambos cauces se estaría pagando
la paz interior. Así, se debería a estas condiciones de la clase dirigente
la tendencia tan marcada al belicismo de este reinado. No obstante, ciertas
medidas regias habrían sido tomadas para promover el comercio y aumentar los
ingresos fiscales. Lo que echa en falta Schumpeter es una política imperial
de más largo alcance, al ser siempre preteridos los intereses extraeuropeos
por las cortas ganancias territoriales en el continente. En un trabajo algo posterior, el
mismo Schumpeter abordó la cuestión de la fiscalidad partiendo de la consideración
de las necesidades fiscales como factor conformador del estado.
Esto se traducía en la consideración de la fiscalidad como factor independiente
que actuaría por sí mismo sobre las entidades políticas
Norbert Elias reaccionó, por su lado, frente a la visión de Weber,
criticándola expresamente por la desatención al tema fiscal en sus explicaciones
históricas. A partir básicamente de los ejemplos de Alemania e Inglaterra,
pero sobre todo de Francia, en su The civilizing process trazó una
linea evolutiva de la génesis del estado moderno visto como vector
esencial del proceso civilizador, seleccionando para ello las variables opuestas
de monopolización y competición por el poder. El nivel de monopolio alcanzado
puede ser medido, según Elias, por el grado de control del rey sobre la fiscalidad
y el ejército. El proceso, aparentemente paradójico, de la dependencia del
rey de aquellos que dependen de él en virtud del monopolio (debido a que el
crecimiento de su propio monopolio le hacía depender de la red creada para
su control) acabaría produciendo una progresiva convergencia entre las vertientes
privada y pública del rey respecto a la red de la que era cúspide. Se pasa
así de un aparato privado del rey como poder entre poderes a uno público
en el que la misma casa del rey ya no es más que uno entre otros órganos de
gobierno. Una vez establecido el monopolio, los nobles lucharían contra otros
actores sociales (la burguesía) y entre ellos, no por fragmentarlo, sino por
aumentar sus márgenes de acción y beneficio en él. El rey, por su lado, al
acumular más y más ingresos y al no desprenderse en adelante de partes de
su patrimonio a la hora de recompensar servicios (sino hacerlo en dinero),
estaría acelerando a su vez el proceso monopolizador. Lo que plantea dudas en la teoría
de Elias es esta tendencia secular en la que el poder real sería casi el único
actor dotado de voluntad propia y conciencia de sus intereses. La imagen opuesta
de una nobleza forzada a cambios por la acción del rey es excesivamente esquemática.
Pese a la huida consciente de Elias del teleologismo, esta ausencia de una
visión más plural hace que el resultado del proceso estudiado (el estado)
aparezca como el logro del monarca al imponerse a los dos grupos sociales
enfrentados (burguesía y nobleza), y no como el resultado azaroso de la lucha
de fuerzas opuestas (digamos, los intentos de reforzamiento del poder real
frente a la misma tendencia de los otros agentes sociales).
Anthony Molho, quien resume las aportaciones de varios de los autores
citados, concluye que es “inconcebible” pensar el estado moderno sin
la hacienda y la guerra como monopolios del poder político. La propia hipótesis de este autor,
por su parte, perfecciona mucho los conceptos de centro y perifería política
sobre la base de la fiscalidad florentina tardomedieval. A partir de aquí,
incidió más en la deficiente capacidad de reforzarse del estado florentino
del siglo XV, en parte debido a su deficiente desarrollo institucional. Los
intentos modernizadores o centralizadores chocarían con este tipo de dificultades
técnicas en su desarrollo efectivo. Interesa mucho de este estudio la
atención prestada al equilibrio inestable que una determinada política fiscal
y financiera lleva implícita como búsqueda de un equilibrio entre diversos
intereses. Esta misma visión de la fiscalidad como un elemento esencialmente
político y equilibrador en momentos de “debilidad” del poder fue también apuntado
por Van Kleveren. Giovanni Muto, por su parte, cuestiona si la centralización es
sinónimo de modernización. Aún cabría preguntarse
si el término modernizador tiene mucho sentido en una sociedad en la que acaso
ésta, la modernización, no fuese una prioridad en la acción política, ni tan
siquiera un valor cultural.
J.B. Collins, explorando los límites fiscales del absolutismo, planteó
un esquema conceptual bastante sofisticado respecto al significado del esfuerzo
de las monarquías absolutistas por imponer su fiscalidad. Para empezar, la
cuestión de las ineficiencia de las consideradas como “rémoras feudales” (los
elevados costos de cobro, el localismo… etc) son considerados como elementos
precisamente consustanciales al sistema, que de otro modo no podría haber
existido. Tales fuerzas locales estarían representando intereses sociales
y económicos que con su capacidad de hacerse oír estarían precisamente modificando
el sistema. Por otra parte, Collins asume la convergencia de intereses entre
Corona y élites en la cuestión del reparto del beneficio fiscal –cuestión
que entiende capital en la relación entre ambos polos de poder–, frente a
la consideración más tradicional del enfrentamiento constante. Cabría matizar que la existencia
de equilibrios que permitían el mantenimiento de un sistema como tal (que
sería fruto del reconocimiento de una dependencia mutua), no tiene por qué
excluir el conflicto que los separaba en el sentido de que precisamente el
equilibrio se alcanzaba porque ninguno de ambos polos se podía imponer plenamente
al otro.
El caso de la Monarquía Hispánica ha constituido uno de los referentes
principales y más usados a la hora de abordar la cuestión de la génesis de
la formación estatal en relación con las finanzas. La dinastía Habsburgo,
con los enormes gastos derivados de su política imperial y sus continuas guerras,
parecía constituir un ejemplo perfecto de combinación de presión fiscal y
creación de burocracia centralizadora.
Los ingresos de la Corona de Castilla responden a dos posibles conceptos
teóricos: de un lado, los tributos llamados regalías y del otro los
ingresos procedentes de las propiedades de los súbditos percibidos a partir
del concepto del auxilium regio. Por otra parte, más allá de la capacidad
de oposición de las Cortes del reino en el caso de los servicios de cortes
(que responden al segundo concepto), según los principios jurídicos absolutistas,
todo intento de reglamentación sobre los tráficos comerciales quedaba reservado
al rey en forma de regalia. El uso de este principio de la regalia,
muy frecuentemente invocado por la historiografía, parece estar sometido a
cierta confusión: así, se utiliza indiscriminadamente como concepto jurídico
(reserva de ciertas parcelas de poder) y como concepto fiscal (que remite
a una entrada específica de la clasificación de las rentas reales). La regalia como concepto fiscal, no obstante estar pleno
de excepciones, pertenecía al patrimonio dinástico del rey, mientras la reserva
legislativa en ciertas áreas sería un atributo de la soberanía.
De entre las fuentes de ingresos del fisco regio, los servicios
de cortes figuran entre los más importantes. Se trata de concesiones de
recursos aprobados por los representantes reconocidos del territorio: las
Cortes. Ciertos estudios sobre la relación fiscal –la primordial, sin duda–
entre las Cortes y el rey de Castilla, niegan el término de impuesto
a los servicios de Cortes, ni aún cuando éstos se estabilizaron a partir del
conocido como servicio de millones. De todos modos, los límites
entre ambos conceptos eran tan borrosos que llegaban virtualmente a desaparecer.
Otra fuente fundamental de ingresos en las arcas reales. Nos referimos
a las aportaciones de la Iglesia, las conocidas como tres gracias: diezmo,
subsidio y excusado. La nobleza, por su parte, no contribuía apenas en dinero,
sino a través de los conocidos como “gastos en el servicio del rey”. Estas dos últimas fuentes de ingresos estamentales, al ser un
hecho que los brazos de las cortes que los representaban no fueron convocados
desde principios del XVI, tuvieron otras formas de negociación fragmentadas
y, por eso, son más difíciles de investigar, al no existir unas actas de Cortes. En resumen, los ingresos cuantitativamente
más importantes de la Corona eran: dentro de las regalias, los almojarifazgos
y las alcabalas (asumidos como tales pese a su orígen de servicio);
los sevicios –ordinario y extraordinario– de Cortes (incluidos,
desde 1593, los millones”; y las tres gracias.
Un problema esencial común a todas las diversas fuentes de ingresos
es la cuestión de la política fiscal –si la hubo– de la Corona y el margen
de acción ésta. Se trata de una cuestión vital para entender el papel concedido
al monarca en el uso de sus facultades fiscales, tanto como promotor de cambios
como en el uso de ese monopolio fiscal del que habló Elias. ¿Cuál era el margen
de autoridad en la defensa de su patrimonio fiscal?
Ramón Carande enfatizó en su conocida obra sobre los banqueros de
Carlos V la labor centralizadora de la expansión tributaria en Castilla. Su preocupación por el estudio de
las instituciones fiscales venía de la mano de su propia concepción del papel
jugado por la fiscalidad. Así, tales instituciones –vistas ante todo como
elementos de centralización– surgirían como respuesta a una voluntad política
que demandaba ingresos, la política regia. Este esquema, aceptado muy generalmente
en sus términos esenciales, deja abierto el interrogante que aquí más nos
interesa: ¿cómo encajar en él las rentas que gozaba la nobleza y que en teoría
pertenecían al rey? ¿era una incapacidad administrativa por falta de desarrollo
de las instituciones o responde a cuestiones más profundas?
Por su parte, Antonio Domínguez Ortiz, estudiando una fase posterior
del proceso, interpretó que el rey poseía un gran margen de maniobra en el
uso del sistema fiscal. Así, la cuestión de las reformas en Castilla del período
de Olivares quedan expresadas en términos de una completa “reorganización
del sistema fiscal”, a diferencia de lo que aconteció en los demás territorios
de la Monarquía Hispánica.
Más recientemente, los autores que han estudiado tanto la fiscalidad
como las finanzas del período moderno vienen matizando mucho los conceptos.
La tendencia de la historiografía fiscal es la de profundizar en la cuestión
de los repartos del beneficio fiscal entre el rey y los intereses oligárquicos
representados en las Cortes. Los triunfos del absolutismo ante la asamblea de las ciudades
serían el fruto de una claudicación del rey frente a las oligarquías que tendrían
un amplísimo margen de maniobra en cuanto a la decisión de la forma de cobro
(que redundaba en desigualdad social de la carga tributaria) y en su gestión.
Podemos extraer algunas notas características generales de lo visto.
En primer lugar, para hablar de una fiscalidad determinada debemos primero
reconocer la existencia de una autoridad fiscal que cumpla tres funciones
respecto al sistema: que lo organice, gestione y cobre, al menos en teoría
. A estas funciones habría que añadir
la de la posterior decisión sobre el gasto. Estos cuatro requisitos, también
según la teoría absolutista, nos remiten directa y únicamente al rey. Ahora
bien, la existencia de otras autoridades fiscales –que podemos llamar intermedias–
plantea límites a este esquema teórico. Tales autoridades, que pueden ser
concejiles, religiosas o nobiliarias, poseen una muy diferente gama de posibilidades
de intervención en la materia. De las tres funciones dichas, la autoridad
nobiliaria cumple al menos la de gestión y cobro en sus territorios. La decisión
del gasto, por su parte, no era desde luego tampoco ajena a los nobles, como
se desprende del hecho de que su forma de contribuir se tradujese en un gasto
gestionado personalmente tras la aceptación de comisiones reales (una embajada,
por ejemplo). Por el contrario, quedaba más lejos de la nobleza la facultad
organizadora de la fiscalidad en cuanto que decisión sobre una “política fiscal”
que orientase la elección del tipo de imposición y la base imponible de la
misma.
Ahora bien, el propio término de política fiscal de los reyes
de Antiguo Régimen, entendido como creación y transformación normativa de
figuras fiscales, es materia tan controvertida ahora como entonces. Aún reconociendo
la reserva regia en esta materia, resta por encajar en este esquema el mayor
o menor margen de maniobra que los ostentadores del dominio social en vastos
territorios, los nobles, tenían sobre la fiscalidad acordada por rey y reino
(binomio “rey–reino junto en cortes”), que suponía importantes y regulares
(es decir, constantes o permanentes) “excepciones” al esquema general.
Por otro lado, las novedades en materia fiscal del período moderno
promovidas por la iniciativa regia no lo son tanto en términos conceptuales,
lo que hubiese implicado una transformación de figuras fiscales, cuanto una
ampliación de las precedentes, Un excelente ejemplo son los unos por ciento
sobre la alcabala, que no eran sino un aumento de la tributación sobre el
consumo. Los millones, por su parte,
supusieron una reformulación del pacto Corona-reino que, según Artola, significó
una duplicación de la Hacienda en Castilla. Se trató, en cualquier
caso, de la consolidación de una forma de tributación pactada con las Cortes
(los “servicios de Cortes”) y cobrada por el sistema de sisas (gravámenes
al consumo), de aplicación en principio universal (aunque pronto se vió que
esto no era más que una quimera). Quizá con la excepción del papel sellado y la media annata,
en principio clasificables como reformas no generales, ninguna reforma del
período puede ser tildada de novedosa. Aquellos intentos que implicaban mutaciones
de trascendencia social y política fueron sistemáticamente desactivados por
la oposición en primer y destacado lugar de las Cortes. Los grandes cambios
se tredujeron en presión fiscal sobre lo ya gravado, lo que en absoluto ponían
en peligro las estructuras sociales del privilegio ni las del aprovechamiento
fiscal. La historia de las tentativas más generales de cambio (sobre todo
los diversos intentos de crear una tributación directa de tipo capitación,
conocido como “medio general”) habría sido dictada por la urgencia de los
gastos derivados de la política dinástica (es, decir, sobre todo inversión
en la guerra), que habría inducido a la Corona a tratar de llevar a cabo cambios
verdaderamente renovadores que, a la postre, no cuajaron por cuanto hubieran
supuesto un soporte al poder regio capaz de transformar el orden social dado.
Este margen de innovación restringido reduce a su vez, la distancia que en
efecto existía entre las autoridades fiscales regia y nobiliaria, pese a que
reconozcamos evidentemente la separación jurídica y legal entre ambos polos
de poder.
Podemos distinguir esencialmente dos grandes líneas de análisis en
los trabajos que llevamos vistos: el estudio de las instituciones que el sistema
fiscal precisaba, por un lado, y el estudio del peso que tal extracción de
recursos comportaba, por otro. La elección de las instituciones como hilo
conductor ha solido llevar aparejado un concepto bastante discutible de fiscalidad
regia como “fiscalidad pública”, tal vez debido a que el desarrollo institucional
del aparato de gobierno del Antiguo Régimen se vio siempre como prueba de
una política centralizadora triunfante. En este esquema, el rey iría gradualmente
asociándose al concepto de estado y su fiscalidad con la pública.
La otra línea de investigación, la del beneficio, ha llevado a los
estudiosos a abordar la cuestión de la política económica de las monarquías
de Antiguo Régimen. Aquí el concepto de mercantilismo es clave al ser
entendido como plasmación de una política tendente a favorecer la producción
interna gravando la importación de bienes del exterior. Este concepto también
plantea dudas, por cuanto el término de “política económica” se asocia a un
proyecto a medio o largo plazo para la consecución del cual se procedería
a desarrollar los medios oportunos.
Por el contrario, la intención de las reformas fiscales vienen más recientemente
siendo contempladas como intentos de optimizar los recursos puestos al servicio
de la política regia. Las continuidades apreciables en tales reformas más
cabe entenderlas como tendencias que como plasmación de una política fijada
en términos de “pensamiento económico”. Así, la tendencia general puede apuntar
hacia una protección de la producción interna, pero esto no es decir mucho.
Además, siguiendo en esta línea interpretativa, es discutible la existencia
del binomio contrapuesto de políticas modernizadoras frente a regresivas,
con su evidente carga de teleologismo. Si aceptamos esto –es decir, si la
política aplicada no responde a un proyecto como tal, si no que de lo que
se trata es de una tendencia a la obtención del mayor producto fiscal– tal
vez el término más ajustado para valorar las medidas tomadas sea el de la
adecuación (o la falta de ella) de los medios con arreglo a los fines
propuestos.
En cualquier caso, ambas líneas remiten al no menos problemático
concepto de la corrupción fiscal. Si la corrupción se refiere a cualquier
desviación de los recursos de la Corona a manos “privadas” contra derecho,
en el caso que nos ocupa estaría reflejando la idea de unas monarquías aún
incapaces de controlar a su burocracia o la de una política económica víctima
de desajustes constantes. Un análisis más sugestivo presenta la corrupción
como un elemento corrosivo de la supuesta política económica de las monarquías,
corrosivo por cuanto tendría de desnaturalización precisamente de la fiscalidad. Avanzando un poco en nuestra propuesta,
existe también la posibilidad de entender el reparto del beneficio fiscal
como la culminación de un pacto de apoyos mutuos entre la Corona y los poderes
afectados por dicha tributación que no sólo incluya a las ciudades.
De cualquier forma, la fiscalidad, a través de sus agentes, puede
ser vista como una de las formas en las que se materializaba el poder de una
forma más cotidiana entre las poblaciones de Antiguo Régimen, junto con la
justicia y las formas de violencia coactiva. Estas tres formas de presencia
del poder encierran elementos de distinción cualitativos en la valoración
de los individuos de suma importancia por cuanto significaban división social
(así, la justicia no era igual por principio jurídico para los nobles que
para los plebeyos, ni tampoco las cargas fiscales, ni la participación en
la milicia). Pero, por su parte, la fiscalidad, al ser un elemento cotidiano
(las contribuciones son regulares, mientras las levas o el recurso a la justicia
no) tiene en sí una fuerte capacidad conformadora de la diferencia social,
o al menos de su reconocimiento. Desde otro punto de vista, la fiscalidad
como presencia del poder no tiene tan evidentes connotaciones justificables
en principios de común aceptación social –es una extracción de recursos, en
cualquier caso, frente al concepto de la justicia como garantía de estabilidad,
o al del control de la violencia como defensa frente al exterior–, pero su efectivo ejercicio –el
cobro de tributos– no dejaba de ser demostración de una fuerza asumida por
la sociedad y capaz de obtener tales recursos (por medios de imposición no
necesariamente violentos, sino más bien por una coacción normativa o cultural).
En última instancia, la extracción de recursos fiscales podía ser presentada
como necesario soporte y garantía de la existencia de las otras dos funciones
del poder que hemos mencionado, es decir, la justicia y la defensa exterior.
Dos principios se revelan de capital importancia al estudiar la fiscalidad
como elemento vertebrador de los llamados estados modernos: por una
parte, su papel como elemento de negociación política y por tanto capaz de
componer y aunar voluntades, ajustándolas con los intereses de un determinado
polo de poder; por otra, el sometimiento cotidiano a una determinada fiscalidad
posee esa cualidad de hacer efectivo el poder entre los individuos a él sometidos.
2. FISCALIDAD NOBILIARIA
En su más amplio sentido, la fiscalidad es el ejercicio de una extracción
de recursos aplicado a un territorio determinado. Hemos visto cómo la historiografía
ha caracterizado la fiscalidad ejercida por el monarca. Sin mencionarla directamente,
hemos aludido a la existencia de una división de espacios políticos en las
monarquías de Antiguo Régimen, según una cierta titularidad política. La división
entre realengo y señorío en las Castilla moderna tiene implicaciones de todo
tipo, incluidas las fiscales. En dichos territorios, la extracción de recursos
por medio de diversos sistemas de tributación remite a dos autoridades: la
nobiliaria y la regia. Respecto a la segunda, al tratarse de territorios con
una autoridad jurídica intermedia (el señor de dichas tierras) no estaban
representadas por el Reino junto en Cortes. Esto, en principio, eliminaba
en las demarcaciones señoriales la obligación del pago de los servicios
de cortes, principalmente los millones desde fines del XVI. No
sucedía así con las relagias, entre las que incluimos desde 1450 la
alcabala. No obstante, la existencia de la autoridad señorial como filtro
intermedio entre rey y vasallos de señorío introduce elemento distintivos
considerables. Pero la autoridad señorial en este terreno no se limitaba a
interferir en el cobro de regalias, sino que existían conceptos fiscales propios
del señorío. Ambas facetas permiten que podamos hablar de tal “fiscalidad
nobiliaria”.
Es cierto que el propio concepto de “fiscalidad nobiliaria” es bastante
controvertido. En primer lugar, debemos distinguir los ingresos de la nobleza
susceptibles de ser entendidos como propiamente fiscales, para separarlos
de otros que difícilmente lo son (en caso contrario, estaríamos hablando de
tesorerías nobiliarias y no de fiscalidad). Dejamos al margen de esta consideración
los ingresos procedentes de operaciones financieras (préstamos efectudados
por los nobles a sus vasallos), de operaciones comerciales (el comercio a
gran escala que la sociedad moderna entendía compatible con el ethos
nobiliario), de ayudas de costa libradas por el rey o de ingresos provenientes
de la administración de justicia.
En segundo lugar, dentro de los ingresos fiscales de la nobleza,
nos encontramos de entrada con partidas de lo que se puede considerar como
tributación dimanada del ejercicio del señorío como concepto jurídico. Se
trata de aquellas contribuciones que se hacían, generalmente en especie, en
concepto de reconocimiento de tal señorío.
Este primer nivel, además de ser escasamente relevante en términos numéricos
ya desde la Baja Edad Media, quedó petrificado desde principios del XVI. Más
aún, tendió a desaparecer en los dos siglos sucesivos por la oposición que
su valor simbólico tenía para las poblaciones obligadas, con una variable
resistencia a dejar morir tales derechos por parte de los señores.
Por otro lado, estaban los ramos de rentas que, según la historiografía
especializada, eran sin duda abrumadoramente más importantes en el balance
de cuentas de casi todas las Casas nobiliarias estudiadas (excepción hecha
de la de Osuna): se trata de las rentas de origen real –aquellos servicios
debidos en principio al rey– que fueron quedando en manos de la nobleza. De
entre estas rentas la más importante en toda Castilla fue, desde su misma
creación, la alcabala.
Los términos clave usados para describir el cobro de estos derechos,
acuñados y desarrollados desde los trabajos clásicos de historia fiscal del
XIX, son los de usurpación o apropiación. Más allá de la evidencia
jurídica de que se trataba del disfrute de un beneficio reservado a otro (el
rey), lo cierto es que no faltaba base legal a los grandes nobles para defender
su posesión. Al parecer, la falta de documentación hace que nos topemos con
el problema no contestado aún de cómo se produjo tal apropiación. Si hablamos
de usurpación cabe preguntarse si existía una estructura previa de cobro por
el monarca de tal renta antes de la apropiación por el noble. Por el
contrario, podemos preguntarnos si cada señor desarrolló ex novo la
estructura administrativa en sus dominios, siendo posteriormente reconocida
la posesión de la renta por el monarca. Algunas aportaciones desde la historia
medieval presuponen que las reformas de la Baja Edad Media (la alcabala a
la cabeza) significaron una superposición de la fiscalidad del “estado” sobre
la nobiliaria. Ahora bien, si desde los inicios del siglo XV –cuando la alcabala
dejó de ser entendida formalmente como servicio extraordinario y pasó
a ser cobrada sin el consentimiento formal de las Cortes– se puede documentar
el cobro por parte de la nobleza en sus señoríos, difícilmente podremos hablar
de superposición de un nuevo sistema. Más aún, el reconocimiento por parte
del rey del cobro de una parte considerable de tal tributo por los nobles
(la llamada “tasa de señoríos”, de mediados del XV) refuerza la idea de que
el desarrollo de la fiscalidad real se produjo en paralelo, cuando menos,
a los aprovechamientos fiscales de este mismo sistema por la nobleza.
Abundando en la cuestión, la forma legal de la transmisión del señorío,
que requería en principio del consentimiento regio, sí que ha dejado huellas
en los inicios del siglo XVI sobre la orientación de la voluntad de la Corona
en este terreno. Por aquel entonces, la Corona tendió a reconocer la posesión
nobiliaria de las alcabalas en los señoríos, a cambio de ciertos servicios
(cantidades variables de dinero). El momento histórico en el que estas ventas
se empiezan a documentar con claridad –la difícil instauración de la dinastía
Habsburgo en Castilla, especialmente en el turbulento período que se abre
tras la muerte de Isabel I (1504) hasta el fin de la Guerra de las Comunidades
(1523)– hace de este periodo una coyuntura clave en la delimitación de áreas
de competencias y pactos fiscales de trascendencia secular entre la Corona,
el reino, la nobleza y la Iglesia.
En efecto, la fiscalidad jugó un papel esencial en todo el proceso de la revuelta
de las Comunidades y en el pacto tácito que acabó imponiéndose entre los diferentes
cuerpos sociales y el rey, pacto que remitía en una parte esencial a la cuestión
de la fiscalidad y sus aprovechamientos por diversos sectores de la sociedad.
Los estudios de casas nobles se han concentrado generalmente en describir
las fuentes de ingresos y en ofrecer balances de resultados, sin reparar demasiado
en el significado sociopolítico que tenía la posesión de tales derechos por
otros polos de poder diferentes al regio (esos “ciudadanos particulares”,
según la terminología clásica). En efecto, el hecho de que desde Guilarte
y Domínguez Ortiz, haya dominado la consideración de los estados nobiliarios
como espacios controlados políticamente por la nobleza sólo en tanto que representantes
del rey, ha limitado mucho el margen interpretativo del significado histórico
del fenómeno del señorío en la Edad Moderna. El punto de partida predefinía el
de llegada: si sólo eran áreas geográficas que el rey aún no podía controlar,
la cuestión era exclusivamente un problema de desarrollo institucional que
la naturaleza misma del proceso tendería a mitigar.
En esta línea, en el trabajo de Atienza sobre la Casa de Osuna, las
rentas reales cobradas por los nobles fueron vistas como abusos locales de
autoridad. Por otra parte, en este esquema parece confundirse el reconocimiento
legal de la posesión de las rentas (propiedad) con su efectivo disfrute (posesión).
Esto provocó que no se contemplase la posibilidad de la venta de alcabalas
como culminación del fenómeno de apropiación, sino sólo como su primer paso. Según esta corriente interpretativa,
las instituciones creadas para el cobro y gestión de recursos fiscales serían
poco más que el reflejo en menor escala de la maquinaria burocrática regia.
García Hernán utiliza incluso los términos de “entrar” y “salir” en la “legalidad”
al hablar del cobro de la alcabala por la Casa de Arcos, siendo “la entrada”
la compra de la renta.
En nuestra opinión, tiene poco sentido contemplar a todo el estamento que
era cúspide de la sociedad moderna –la nobleza– al margen de la legalidad
durante décadas e incluso siglos. En este terreno, la evidencia del paralelismo
formal entre ambos aparatos institucionales ha tendido a ocultar el significado
diverso –cuando no divergente– que las estructuras fiscales regia y nobiliaria
tenían, al menos desde el punto de vista político.
Los trabajos sobre la Casa de Feria, más recinetes, siguen una línea
similar. Valencia Rodríguez, por ejemplo, aunque repara en la similitud de
fórmulas existente en el proceso de arrendamiento de rentas entre las que
usaba el Reino y las utilizadas por los duques de Feria, no profundiza en
el significado político que tal semejanza encierra. Por el contrario, limita
la referencia a los aspectos técnicos y jurídicos del proceso de elaboración
del contrato de arrendamiento. El sentido de estos arrendamientos queda así
reducido a ser la consecuencia de una mentalidad rentista que tendería a la
explotación indirecta de las posesiones.
S. Aragón, por su parte, ha estudiado la administración del estado de Feria
en el siglo XVIII. Si bien no entra en la cuestión del origen de las rentas
disfrutadas por los duques, sí que aborda el problema de la obediencia y respeto
a los derechos de un “señor ausente”. El hecho de que la maquinaria señorial
se mantuviera y fuera capaz de percibir derechos y rentas con un personal
mínimo y sin la existencia efectiva de la amenaza del recurso a la fuerza
(sin presencia de la coacción), le lleva a señalar a la costumbre y al “soporte
jurídico” como factores relevantes. La pugna dentro del señorío (entre pecheros,
elites locales, oficiales ducales y el propio duque distante) fue, en última
instancia, vencida por el duque, que pese a las resistencias y los defectos
del sistema habría seguido cobrando ingresos considerables. Ahora bien, en este esquema propuesto
por Aragón falta explicar por qué la Corona fue sistemáticamente favorable
al duque (ese “soporte jurídico” del que habla) o bien, si la Corona no estaba
detrás de estas decisiones judiciales, falta por explicar cómo se pudo mantener
la obediencia en un ambiente tan tenso como el que él mismo describe sin más
fuerza que la costumbre.
Por otra parte, la historiografía marxista clásica consideraba la
fiscalidad nobiliaria como una mera desviación, en tierras de señorío, del
excedente agrario que en los demás territorios hubiera ido a parar a las arcas
reales. Desde otra tradición distinta, Enrique
Soria ha profundizado también en el significado de estas usurpaciones de recursos
reales en el caso granadino, demostrando que el proceso de apropiación de
alcabalas no se detuvo en 1500, sino que en el siglo XVI se extendió en otros
señoríos. En los casos estudiados por este autor, al tratarse en muchas ocasiones
de señoríos de más o menos nueva formación, lo que encontramos son ventas
en sentido estricto, al no ser confirmaciones de privilegios gozados previamente.
Yun Casalilla ha profundizado en el pacto político que llevaba aparejado
este aparente dejar hacer de la Corona, interpretándolo como forma
de garantizar la contribución de los amplios dominios del señorío a los gastos
reales, aceptando la concentración de tal producto en manos de la alta nobleza.
El uso de estas rentas se permitiría mientras el noble utilizase parte de
ese beneficio en apoyo del proyecto común de la Monarquía (por medio
de costosas embajadas, mandos de ejércitos, etc). Por nuestra parte pensamos que la
venta de alcabalas (en algunos casos la venta del reconocimiento de su cobro,
como vamos viendo) en ciertos estados nobiliarios sería la firma de una paz
fiscal por la que la Corona obtendría fondos, mientras que entregaría
a cambio una herramienta de defensa jurídica al señor para la perpetuación
del cobro. En otras palabras, estaríamos ante la fijación legal de un determinado
estado de cosas previo. En este sentido, alargando un poco más la misma línea
apuntada por Yun, llegamos a la conclusión de que la Corona, al reservarse
en el inicio del proceso la titularidad jurídica de las rentas (o acaso al
tener reservada tal titularidad, según consideremos el marco legal
como variable dependiente o independiente dentro del sistema), estaba guardando
para sí un arma legal con la que presionar a los súbditos nobles a la hora
de exigirles sacrificios económicos en defensa del “bien común”.
3. CONCLUSIÓN
Parece justo concluir de todo lo dicho que la nobleza no tenía capacidad
alguna para crear nuevas figuras impositivas. También lo es que la Corona,
por su parte, no lo tenía tampoco fácil para introducir reformas, tanto de
gestión como de nuevas imposiciones, debido esencialmente a la resistencia,
expresa y de facto, de las ciudades y de los grupos de presión oligárquicos
beneficiarios de los sistemas vigentes.
Por otro lado, si bien somos conscientes de que separar o distinguir
en exceso entre intereses de las ciudades y de la gran nobleza conduce a malos
entendidos no deseados, lo cierto es que en la medida en la que esta división
tenga algún sentido tal vez deberíamos repara en la existencia de otra “constitución
del reino” sobreentendida entre rey y grandes nobles. Sólo así se puede explicar
la “naturaleza bondadosa” de unos monarcas que no pudieron,
no supieron o no quisieron proceder de forma ejecutiva contra las rentas detraídas
por los grandes nobles en sus territorios. Por nuestra parte preferimos, en
lugar del término “constitución” el término de pacto, por ser más descriptivo
del tipo de acuerdos de compensaciones mutuas al que se alude.
Quedaba en manos de los nobles la posibilidad de hacer política fiscal
en el sentido de favorecer con el sistema de arrendamientos a unos u otros
sectores socioeconómicos. Esta es una parte del poder social de la nobleza
de innegable importancia en una época en la que hablar de política económica
por parte de los poderes políticos es bastante difícil. Todo queda por hacer
en el estudio de estas formas de reparto del beneficio fiscal a nivel de
estados nobiliarios. Por ejemplo, ¿cómo se produjo el cobro del servicio de
millones en tierras de señorío? Las hipótesis que avanza Gelabert en esta
materia nos sitúan ante la cuestión de la desigualdad contributiva en Castilla,
que entre otras cosas pone de manifiesto los límites que encontraba el fiscalismo
de la Corona a la hora de cobrar sus derechos y gravámenes.
Menos aún se ha estudiado la capacidad de generar hábito de obediencia
o la posibilidad de encuadrar socialmente a la población que tiene la estructura
fiscal. La relación que algunos autores estiman esencial entre sistema tributario,
política financiera y estructura de poder, con todas las implicaciones políticas
que tiene en la sociedad sobre la que se asientan, restan inexploradas al
menos para el caso de los grandes señoríos castellanos. La cuestión en este
caso tiene una doble perspectiva: de un lado, el pacto local entre unos intereses
financieros y el señor que les permite tal disfrute; y, por otro lado, la
repercusión social que esta forma de organización lleva aparejada. Interpretar
que el reparto del beneficio fiscal en tierras de señorío por medio del arrendamiento
de rentas no representaba más que un reflejo de lo que acontecía en tierras
de realengo es una simplificación injustificable.
Pensamos que hablar de procesos modernizadores tal vez no sea el
término más adecuado al tratar de fiscalidad en la Edad Moderna. Pensamos
que acaso fuera mejor tratar de pensar en términos de adecuación a las posibilidades
hacendísticas, es decir, en términos de resultados económicos y políticos.
Si el resultado acabó siendo coincidente con las formas políticas posteriormente
predominantes no puede ser el elemento de juicio esencial. Sin embargo, se
trata de un término inexcusable: cuando la situación precisaba cambios y la
Corona era capaz de aislar conceptualmente problemas sobre los que pretendía
actuar, sin duda nos encontramos ante una cierta idea de “modernización”.
El peligro, seguramente, radica en pensar en ésta como una vía predeterminada,
que en el caso del nacimiento del estado, sería una vía conducente
a la centralización.
Para concluir, haciendo una proyección interpretativa de lo dicho
en estas páginas, quisiéramos plantear la posibilidad de interpretar la permanencia
secular de ese pacto fiscal de principios del siglo XVI entre nobleza y Corona
como el resultado de la valoración positiva que los monarcas castellanos (como
también la nobleza, aunque sobre otras bases) hicieron de los resultados del
mencionado pacto en los siguientes términos: la no convocatoria del brazo
noble en Cortes permitiría a los reyes negociar con mucha mayor versatilidad
con los principales miembros del estamento privilegiado. Por este medio, dependerían
en menor medida de las Cortes del Reino en casos puntuales de necesidad de
recursos. Otra posible ventaja sería la de que esas cantidades aportadas por
el estamento nobiliario en forma de servicios concretos tendrían la doble
cualidad de estar ya agregadas (ser un dinero que el noble ya posee) y de
suponer el uso de completas redes de influencia ya creadas.
Notas:
© TM-Tiempos Modernos
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