TRANSGRESIÓN Y CONTROL SOCIAL
GAUCHOS Y VECINOS EN COLONIA DEL SACRAMENTO A FINES DEL SIGLO XVIII
Pablo FUCÉ
Centro Regional de Profesores del Centro (Florida, Uruguay)
hmoderna@hotmail.com
El 15 de febrero de 1789 murió asesinado de una puñalada en el corazón Manuel Vallista, gaucho mulato de la Banda Oriental del Río de la Plata. El lugar del homicidio fue la ciudad hispánica de Colonia del Sacramento fundada por la corona portuguesa y arrebatada por España en 1777 luego de un largo período de conflictos militares y reveses diplomáticos. Desde su fundación en 1680 la ciudad, enclavada en la costa sudoeste de la Banda Oriental frente a Buenos Aires -en la entrada de los ríos Paraná y Uruguay- había sido fuente de enconadas disputas entre monarcas ibéricos. Hacia fines del período colonial convivía allí un pequeño grupo dirigente de vecinos hispánicos con una mayoría de sectores populares entre los cuales se encontraban los gauchos -tambien llamados "gauderios" o "gabuchos"- dedicados a tareas agropecuarias en carácter de jornaleros zafrales. El asesino de Vallista se llamaba Josef Torres, de 30 años de edad, también integrante de la "gabuchada" siendo conocido entre la población con el alias de "Sola". Como actores sociales, vecinos y gauchos se conocían desde tiempo atrás. Las próximas páginas tratan parte del complejo entramado de relaciones existentes en la Plaza y su entorno. Primero, analizando por medio de la causa criminal la situación de los vecinos encargados de preservar el orden local a través del instituto de la Santa Hermandad y su Alcalde. Segundo, incursionando en el modo mediante el cual los gauchos del sudoeste de la Banda Oriental elaboraban estrategias de poder y contra-poder para bloquear la injerencia de los dirigentes y preservar espacios de autonomía. La declaración del reo da cuenta entre otras cosas, de sus intereses más urgentes y, puestas sus palabras en relación con el contexto social en el que estaba inserto, permite descubrir estrategias racionales del infractor montadas sobre particulares condiciones coloniales.
En Colonia los patrones de estancia eran empresarios agrícolas y ganaderos al tiempo que defensores del orden político. Conformaban la elite dirigente y el grupo dominante de la ciudad siendo miembros de un mismo universo legal: el de vecino, distinguéndose por privilegios del resto de la población. Un instrumento institucional en sus manos era la Santa Hermandad cuyo Alcalde se encargaba de perseguir delincuentes y aplicar la ley. El cabildo de Montevideo estableció que correspondía a la Hermandad: "Vigilar las Campañas de la Jurisdicción ... persiguiendo a los ladrones, quatreros, facinerosos, amanzebados ociosos y bagamundos, sin permitirlos en las campaña". Dos días después del incidente el alcalde de Colonia dio captura al homicida en las afueras de la Plaza.
Abierto el expediente el Alcalde pasó al interrogatorio verbal de los informantes dejando constancia escrita de las acciones emprendidas y sus resultados. La burocracia en proceso de desarrollo y creciente sofisticación técnica aún continuaba ajustándose al examen del individuo como integrante de grupos de los cuales el Estado monárquico pretendía determinadas y específicas obligaciones, más que como individuo en sí. Por esta razón el trámite reproducía a su manera la competencia del monarca de hacer y decidir justicia. Al tomar sentido del soberano y monopolizar la escritura, la causa se convertía en instrumento para delimitar y definir la realidad sobre la cual se irradiaba la soberanía del rey, el mayor magistrado del Estado. En 1789 el poder del Alcalde de Colonia se creía capaz de tal operación. El expediente escrito actuaba en solitario. El Estado colonial no disponía aún de sólidos y heterogéneos sistemas y dispositivos de vigilancia para el control de los subalternos. El registro, diferenciación y seguimiento de los habitantes del territorio no era preciso y sistemático aunque ya pudieran apreciarse ingentes esfuerzos en ese sentido. En los tiempos del Alcalde Andujar, el poder del Estado era incapaz de trazar la genealogía de los individuos sobre la base de expedientes propios y múltiples.
Andujar actuó con los pares de inmediato. Los declarantes manifestaron conocer de "vista" al acusado y haber oído -cerca del sitio de la refriega- que "Sola" había asesinado a Vallista. El soldado Antonio Rocha, primer individuo citado a declarar afirmo "que siendo como las doce y media del día que se le cito hallándose el declarante en su cuartel a punto de acostarse a dormir la siesta se encamino a cerrar una ventana de las que en dicho cuartel miran por sus ventanas y puertas hacia la Plaza...a cuio tiempo vio un concurso de gente , y entre ellos un hombre tendido en el Suelo; cuela su curiosidad de saber lo que fuese aquello se mobio saliendo fuera enderezarse hacia aquel paraje donde vio un hombre tendido en el suelo en sangre... " El cuerpo de la víctima cayó en el pórtico de la Iglesia, lugar al cual el cura párroco acudió de inmediato. Allí le tomó la mano y anunció a la multitud reunida a su alrededor que el yacente era "hombre muerto". Otro testigo, vecino de extramuros de nombre Francisco Menéndez, señaló que había llegado a la ciudad para vender una "carreta de sandías" en el mercado cuando "a eso de las doce y media con corta diferencia vio pasar mucha gente corriendo por donde el estaba, y otros por diferentes bocas calles de las que entran en dicha Plaza dirigiéndose todos a un mismo sitio, y diciendo que han muerto a un hombre con bastantes repeticiones: que el también hecho a correr con los que lo practicaban, y llegado que fue a donde todos se dirigían vio un hombre tendido en el suelo, y aun parecer muerto”. Ese mediodía el estado del tiempo era favorable para actividades al aire libre. Vicente Piriz, pulpero del comercio donde habían estado juntos durante la mañana Torres y Vallista, afirmó haberse ido a dormir la siesta dejando la puerta entreabierta por la que escuchó al gentío correr hacia la Iglesia. Agregó luego que: "al bullicio de la gente que oyo desde su dicha sala pasar diciendo que han muerto a un hombre, que han muerto a un hombre salió el a la puerta mobido de la novedad, y que vio un Concurso de jente en la Plaza frente a su puerta y que decian Sola lo ha muerto, Sola lo ha muerto no pudiendo distinguir quienes, esto es a ninguno de los que vociferaban por ser todos a una voz, y a un mismo tiempo. Que el no quiso llegarse a ver al muerto por no ver lástimas: Que cerró del todo su Puerta, y se acosto a descansar por hallarse como ahora se halla algo enfermo”. Todos habían presenciado la contienda no obstante lo cual, al referirse a lo acontecido los testigos eludieron acusar a Torres de manera directa y personal. La causa criminal alteraba los criterios de convivencia entre gauchos y vecinos.
En definitiva, y sin desconocer la muerte de Vallista y la necesidad de encontrar y castigar al culpable, lo más grave del caso era que el homicidio provocaba incertidumbre entre los pobladores. Los vecinos debían cumplir las directivas de la burocracia colonial manteniendo el orden interno y confirmando al Estado la lealtad a la corona y sus instituciones. Pero también debían preservar las condiciones en las que se hacía efectiva y soportable la convivencia con miembros de sectores populares aun no subordinados por completo como representaban perfectamente Torres, Vallista y sus pares de las pulperías. En este sentido, individualizar al agresor en el marco de una sociedad acostumbrada a ver a sus miembros como parte de sectores, grupos o estamentos distintos según fuera el origen social, racial y cultural, opondría más de lo que estaban en términos objetivos no sólo a individuos sino a grupos, concretamente, a vecinos y gauchos. La causa ponía al descubierto la proximidad que mantenían unos y otros: los vecinos contratando en las estancias y compartiendo jornadas duras y extensas con a gauchos y peones que actuaban en el campo y la ciudad armados de cuchillos. Para los pobladores estables la causa no resolvería el problema endémico de la falta de mano de obra y la autonomía de gauchos capaces de desafiar los poderes en los alrededores rurales así como en el interior del espacio urbano donde más fuerte debía ser la coacción del Estado y sus representantes. En Colonia el régimen monárquico se mantenía en pie con prácticas de dirigentes que hacían uso de represión y violencia pero considerando, y esto es fundamental, las circunstancias específicas de grupo, clase o estamento en las que operaban y las consecuencias potenciales derivadas de estos actos. Quienes estuvieron en la ciudad ese domingo sabían que Torres había asesinado a Vallista luego de recorrer con armas en la mano y amenazas mutuas el interior de la Plaza pero ese pleito era considerado internamente como asunto de gauchos. Otros pobladores preferían mantenerse tan al margen como les fuera posible con objeto de preservar su integridad física de peligros y eventuales agresiones. La violencia no era por entonces patrimonio exclusivo de los grupos dominantes y el Estado. Dentro de la Plaza había lugares (como la pulpería) y situaciones (como el homicidio público) donde se hacía visible la ineficacia represiva del Estado y la indecisión política de los dirigentes a la que se veían obligados, para que el régimen continuara existiendo, por condiciones sociales cotidianas.
A través de la maquinaria judicial el estado se entrometía en las relaciones cotidianas entre vecinos y gauchos indagando alianzas o conspiraciones en curso. La pequeña sociedad tenía una vigorosa cultura asociativa que decidía y nombraba "desde abajo" con autonomía en la gestión de los problemas locales. Los grupos y estamentos que la componían apoyaban al monarca pero disponiendo de márgenes de decisión importantes. En tal sentido, la convergencia de intereses externos e internos colocaba en una delicada situación tanto al alcalde de Hermandad como a los vecinos llamados a declarar; la pesquisa impuesta tenían que resolverse de algún modo. Por su lado, los pobladores de la Plaza no eran un blanco inerte del poder. Por el contrario, las respuestas o la ausencia de éstas permiten comprender cómo se procesaba el ejercicio del dominio local anteponiéndose a los dictados del aparato estatal. Los vecinos respondieron al alcalde salvando las "costumbres" entre ellos y los gauchos pero al mismo tiempo se comportaron respaldando las demandas del soberano. No por casualidad se hallaban por entonces invadiendo la pradera de los alrededores, expulsando, sometiendo, reprimiendo. Dicho de otra forma, los vecinos requerían más que nunca del poder estatal puesto que la conquista del espacio rural circundante los enfrentaba socialmente con los más relegados dentro del orden impuesto, simples ocupantes de tierras, indígenas, esclavos fugitivos, gauchos zafrales, entre otros. La respuesta de los declarantes al poder que indagaba individualmente se cumplió pero a su manera. Primero, consumando las ceremonias impuestas por la Iglesia y la autoridad monárquica, jurar a Dios, prometer al Rey, firmar y persignarse afirmando ser temerosos de "Dios y de su conciencia". Segundo, identificando un culpable bajo la complicidad incontable y anónima de “los que gritaban o señalaban” que “Sola lo hizo, Sola lo hizo”. Tanto el monarca como el alcalde tenían sindicado al responsable; sólo faltaba ver de qué forma el gaucho trataría de eludir el cordel de la horca levantada en la plaza de armas de la ciudad.
De parte de los gauchos lo crucial era mantener su cuota de autonomía. Para ello conservaron una actitud cautelosa ante los vecinos y el presunto asesino, compañero de negocios y diversiones. Esperaron las medidas del vecindario sin escapar ni alterar el orden demostrando a la vez que el poder del Alcalde sólo llegaba a las puertas de la pulpería de la Plaza. Una vez dentro del negocio operaban otras formas de control y se imponían las normas generadas dentro de la "gabuchada". ¿Qué clase de relaciones mantenían pobladores estables y gauchos? Sin duda, como se ve, complejas y múltiples. La declaración del reo da pistas en ese sentido. Josef Torres fue interrogado el 17 de febrero de 1789. Sostuvo al Alcalde que la mañana de los hechos, él y Vallista habían estado “llendo y viniendo” de una estancia a la otra habiendo encontrado en el camino al patrón de Vallista el vecino Nicolás Roballo. Como en ocasiones anteriores, el patrón atendió al reclamo de los subalternos quienes le pidieron dos libras de yerba y dinero para aguardiente. Nicolás Roballo hizo lo que era tradición en el trato entre patrones y peones temporarios: dio dinero y envió a los peticionantes a la casa del patrón de Torres, Josef Alagón. Consultado por el alcalde, el patrón de Vallista Nicolás Roballo sostuvo que su peón le debía 11 pesos "los que le tiene perdonados y de nuevo perdona”. No solo daban, los patrones también adelantaban dinero y "perdonaban" ciertas deudas contraidas, sin duda, a cambio de trabajo, favores y cierta clase de lealtad.
A fines del siglo XVIII y respaldados por la autoridad militar española, los vecinos de Colonia ejercían una intensa presión sobre los gauchos a fin de convertirlos en peones permanentes de solares, chacras y estancias. Con ayuda del ejército profesional y las tropas milicianas que integraban exigían a los "hombres sueltos", como les denominaban, "vagos y malentretenidos" la papeleta de conchabo mientras comenzaban a expulsarlos de los campos. En la ciudad, por el contrario, tal y como lo prueba la causa, la represión no era ni podía ser general sino localizada, circunscripta a los infractores más peligrosos del régimen, en este caso Torres, transgresor del orden de castas y la paz pública. Por esa razón, el alcalde se mantuvo lejos de los gauchos. Desconociendo las claras referencias dadas por el reo a los pares que estaban en la pulpería y en la calle, el Andujar no indagó sobre el conjunto de la población urbana ni lo hizo en la población de "gabuchos" que estaban en la ciudad junto a los contendientes. En general, los grupos dominantes no dudaban en recurrir al uso de la fuerza militar para obligar a los sectores populares a trabajar en sus campos, los bandos de los virreyes lo prueban suficientemente; pero eran distintas clases de coerciones y coacciones. En los hechos, la capacidad coercitiva de los vecinos estaba limitada por la amenaza de respuesta violenta de los gauchos de la zona. La cotidiana interacción de unos con otros en las tareas rurales, allí donde el monarca era materialmente más débil, exponía al vecindario a desaires y contraofensivas populares. En la estancia o chacra, el orden social dominante estaba personalizado en el vecino que ejercía el control de sus explotaciones sin disponer de un ejército inmediato y permanente para su defensa.
Los campos de Alagon (quien en 1788 vendía carne de tasajo a pobladores de Buenos Aires) eran claro ejemplo de lo expuesto. Alagon estaba al frente de la estancia y, en comparación al sitio social, económico y político de los gauchos, era un hombre con poder. Su familia había formado parte del contingente de primeros pobladores llegados desde 1777 y gozaba de la condición de vecino. Aunque no tenía título de propiedad de las tierras a él se dirigían los gauchos “naturales” como Torres venidos desde pagos "del Paraguay". Hombres como Alagón disponían recursos para contratar la mano de obra de sujetos útiles para el trabajo y la defensa de eventuales ataques de tribus indígenas. Todavía estaba latente el embate del malón indígena generado por afrentas de blancos, traiciones o estafas de negocios. El ancho del mundo estaba limitado al pago o ciudad inmediata en la que era posible encontrar apoyo y auxilio de la burocracia superior del régimen colonial. La hacienda era un microcosmo fuertemente ligado a las directivas emergentes de la ciudad a la que estaba unida por sus grupos dirigentes.
Si bien a comienzos de la explotación ganadera del vacuno los terratenientes hispánicos contrataron partidas de gauchos para la matanza a fines del siglo XVIII, en cambio, estaba en marcha un proceso de consolidación de las jerarquías y oposición social. Los vecinos ganaderos veían en hombres como Torres y Vallista un obstáculo para afirmar la ocupación del suelo y la apropiación de montes, aguadas y ganados. En ese contexto, la transgresión cometida por los dos gauchos no debía quedar impune porque desafiaba el orden establecido en lo social (relaciones de subordinación entre grupos asimétricos), político (fortaleza del orden de castas y privilegios incorporados a las leyes) y simbólico (predominio de la ciudad sobre el campo; capacidad del rey para encontrar la verdad, imponer y conservar la paz y hacer justicia). En definitiva, el orden urbano al que se pretendía reproducir en los terrenos próximos no podía cuestionarse flagrantemente.
Torres y Vallista eran de idéntica condición: pobres, solteros, jóvenes y jurídicamente libres para moverse y disponer bienes en la campaña lo cual producía inseguridad en los patrones. Sin duda estaban excluidos de privilegios pero eran menos relegados en el orden establecido que los esclavos domésticos, los negros libres y los indígenas, estos últimos cada día más reprimidos y expulsados hacia las tierras del norte. Los dos contendientes eran mestizos y en la sociedad colonial pesaba sobre ellos la carga de la "imprevisibilidad" de comportamiento. En las pulperías encontraban sitio donde cantar, tomar su "traguito", vender cueros, comprar yerba, tabaco y caña además de los insumos cotidianos indispensables para enjaezar el caballo y desenvolverse en las estancias, bosques nativos y caminos reales. La tradición historiográfica y literaria del siglo XIX y XX concibió un gaucho aislado, errante, depredador, inculto y haragán casi sin vida social ni necesidades humanas importantes. El peso de esta interpretación -cuyas bases no corresponde analizar aquí- ha obstaculizado el estudio de este sector de la sociedad y por tanto, ha impedido un acercamiento integrador y profundo a la cultura de la Banda Oriental colonial y las relaciones mantenidas entre cultura popular y cultura de elite en el siglo XVIII.
A juzgar por los documentos analizados en Colonia, allí había un número importante de pulperías algunas de las cuales estaban en manos de los dirigentes de la ciudad. Esta cuestión permite comprender mejor las formas variadas y polivalentes de dominación que los patrones ponían en marcha para someter a los gauchos del sudoeste a fines del siglo XVIII. Como hemos señalado, el aumento en la demanda de productos agropecuarios daba lugar a la formación de grandes latifundios cuyos dueños, vecinos también, incidían en la toma de decisiones de las autoridades de Colonia e inclusive de Buenos Aires. Algunos terratenientes detentaban estrechos vínculos con los comerciantes criollos de la capital virreinal. Los pulperos intervenían y concentraban en sus tiendas artículos solicitados por los gauchos de manera que era frecuente que los trabajadores temporarios se acercaran a los comercios. Entonces, el pulpero disponía de valiosa información acerca de los rasgos y necesidades de esta mano de obra así como de los lugares de la campaña donde se requerían servicios con el fin de ganar unas monedas y gastarlas en las tiendas. Para lograr el control sobre los gauchos y obtener clientes que le reportaran ganancias crecientes, el pulpero debía aceptar sus normas y no inmiscuirse en sus asuntos, en los conflictos o acuerdos para formar partidas que practicaban bajo la dirección de un capataz la caza del ganado. Vicente Piriz había recibido a Torres y Vallista dos veces durante la mañana. Los pulperos de Colonia que estuvieron en la mañana del 15 de febrero de 1789 se comportaron en arreglo a la experiencia establecida y eso explica porqué señalaron al alcalde que "de riña" no sabían nada. Aún cuando es notorio por la declaración de Torres que el pulpero Vicente Piriz los había atendido antes del pleito y expulsado "con una barita" del comercio cuando empezaron a agredirse, la autoridad de Colonia no profundizó en la indagatoria y dejó libres y sin requerimiento a los gauchos" de la Plaza. Respetó las normas establecidas entre pulperos y gauchos. Mantuvo el margen delgado y conveniente de distanciamiento. A través de un permanente ejercicio de concesión y sujeción los dirigentes coloniales canalizaban la dominación sobre este sector de los plebeyos.
Por otro lado, la causa criminal permite comprobar que los jornaleros temporarios conocían las normas que emanaban de la Plaza y en ocasiones, podían utilizarlas en su favor. En efecto, Torres era consciente que una transgresión como la suya sería castigada con la pena de muerte. La horca levantada en la plaza de armas de Colonia lo confirmaba. No obstante, el jornalero puso en jugo las reglas latentes a fin de evitar la máxima condena. Su confesión da cuenta de la acción racional de los gauchos, un estudio que aún queda por hacer en profundidad. Al ser interrogado por el Alcalde el reo confesó que había asesinado a Vallista "en la Plaza, dijo, enfrente (pero desviado) de la Pulpería del S.or Vicente Piriz, y que los antecedentes fueron el haberle dado a él, Manuel Vallista con una Espuela en la cara” agregando que muchos podrían dar cuenta de ello por hallarse dentro y fuera de la pulpería cuando se enfrentaron. “Cuando le dio dicha Puñalada explico no había nadie con ellos, ni entre ellos que pudiese promediar, pero si mucha gente que cruzaba por aquellas inmediaciones, ya hacia un parage, ya hacia otro, quienes no pudieron menos de verlo, o a lo menos de cerciorarse haber sido él, el agresor”. Más aún, señaló que había muchas personas a su alrededor añadiendo un dato significativo: “más particularmente, dijo, la mucha Gabuchada que a la sazon se hallaba en la expresada Pulperia de Vicente Piriz unos dentro tocando la Biguela, y otros a la parte de afuera de la misma puerta montados a caballo”.
Torres continuó su defensa acatando las normas internas de los gauchos. En su declaración afirmo no poder reconocer a los gauchos que estaban a su alrededor “por no haver puesto [señalo] la atencion en ello: Que tal vez el expresado Pulpero podría dar noticia de alguno de ellos”. Torres debía hacer frente a la falta cometida de manera individual. Sin comprometer a los miembros de su grupo quienes además, no tenían ningún tipo de expresión institucional ante los vecinos y eran concebidos por los dirigentes locales como hombres "sin sociedad". Por ese motivo no dio nombres. Prefirió no identificar a los “iguales” que estaban con él y quizás hubieran podido aportar algún argumento en favor de su defensa. Al afirmar que no podía “dar noticia de alguno de ellos” Torres mintió al Alcalde quien a su vez se dejó mentir y no salió de la cárcel a requerir la presencia de gauchos que aún estaban en la pulpería de Piriz.. Dentro de la "gabuchada" colonial operaban e imponían modelos de comportamiento. Gran parte de ellos se basaba en la capacidad de liderazgo así como en relaciones de compadrazgo y de respeto sustentadas en la admiración ante la faena agropecuaria; en vínculos afirmados por la alianza familiar o la simple, pero esencial, cooperación mutua requerida en las tareas del labrador o estanciero en las que participaban como mano de obra subsidiaria.
El Alcalde condujo el interrogatorio con cautela y sigilo. Quería nombres de personas concretas que hubiesen estado presentes en el incidente. Al forzar al delincuente a una respuesta sobre “quienes se hallaban presentes”, el Alcalde puso en riesgo el pacto de silencio entre vecinos y “hombres sueltos” al que lo había conducido Torres para recordárselo. Pese a todo, Andujar se aproximó a esos límites buscando una verdad diferente. El acusado respondió con perspicacia. Evadió la posibilidad de señalar individuos que pusieran en tela de juicio su versión de lo sucedido pero no soslayó la figura central del delito. Las palabras recogidas por el secretario del Alcalde condensan las expresiones breves sobre el crimen, contadas por el homicida. En el pensamiento del gaucho, el instante de la muerte humana constituía, más allá de las circunstancias específicas en que se producía, el encuentro de dos realidades. Por un lado, la mundana y temporal. Por el otro, la sagrada y eterna. En el segundo posterior al arrebato que convertía al triunfador de la riña mortal en pecador, era preciso encomendar a Dios el alma del difunto. La puñalada definitiva sobrevino, según Torres, cuando: “mas o menos seria medio dia: que inmediatamente que se la dio cayo, y lo vio caer en el suelo sin hacer movimiento alguno arrojando assi mucha sangre que desde luego se hizo cargo era difunto, y como a tal lo dejo montando en su caballo, y diciendole Dios te ayude”.
Luego del asesinato Torres continuó provocando al poder. Se exhibió como el vencedor de la contienda y “montando en su caballo se ausento muy despacio y muy poco a poco pasando por delante de la Pulpería del tío Reyes y seguidamente por delante del Estanco con lo que, y doblando su esquina se hecho al campo dirigiéndose a la costa de la mar, donde mudo de caballo tomandolo sin que lo viera nadie de la caballada de su Patron Don Josef Alagon”. No sólo había cometido un asesinato sino que sin reparos se dejaba ver corroborando al Alcalde que entre los pobladores había prohibiciones que impedían recurrir de inmediato a su captura sin contar previamente con el apoyo de las autoridades locales.
Ese domingo, continuó diciendo el acusado, fue a la casa de Nicolás Roballo a “pedirle dos libras de Yerba” encontrándose allí con Manuel Vallista. De acuerdo a las palabras de Torres, Vallista permaneció en la estancia del patrón, “y que poco antes de haverle dado la puñalada hallandose el exponente en la Pulperia del dicho Vicente Piriz tomando un quartillo de aguardiente dibirtiendose [sic] con la demas Gabuchada llegó allí el Manuel Vallista, y sin meterse con el (traiendo dicho Vallista una Espuela en la mano) ni hablarle el declarante palabra alguna le dijo ven mira que con esta espuela te he de matar”. Torres respondió a Vallista provocándolo: “hombre [le dijo] si me quieres matar toma este cuchillo alargandole el declarante el suyo que trahia en la cintura”. En ese momento de tensión, el comerciante Vicente Piriz, “que se hallaba a la parte de adentro del mostrador con una barita en la mano los esparcio, y hecho fuera diciendo que en su casa no queria quimera”. Pero no fue suficiente. Luego de haber sido separados por el pulpero, Torres ingresó de nuevo a la tienda seguido de cerca por Vallista. Volvió por su copa aparentando que nada había sucedido e, indirectamente también, reafirmando su poder y arrojo frente a los iguales. Esta actitud inquietó todavía más la descontrolada conducta de Vallista quien permaneció en la pulpería observándolo, retándolo. Después, “...haviendo dicho declarante acabado de tomar su traguito se bolvio a salir, monto en su caballo, y dirijiendose [h]acia la Plaza reparo que el vallista venia detras de el tambien a caballo con la Espuela en la mano diciendo que lo iba a matar”.
Torres intentó eludir otro encuentro con Vallista. Sin embargo, ya en marcha hacia la puerta principal de la ciudad halló un nuevo problema cuando el caballo que montaba no le respondió por ser “redomon”. En tanto, Vallista pudo alcanzarlo y desde su caballo practicó varios golpes consiguiendo llegar al cuerpo de Torres y herirle con “dos o tres Espolazos señalandole uno en la cara se vio en la precision de hecharse a pie a tierra para mas bien poder huir a lo que dicho Vallista no le dio lugar por haberse apeado tambien”. Los dos caminaron agitados entre la población de la ciudad, como si estuvieran solos. Vallista continuó el ataque “haciendole para ello varias entradas, y alcanzandole algunos golpes, y que entonces [Torres] echo mano al cuchillo, tanto para defenderse, quanto para ver si metiendole miedo desistia de su intento, en cuias acciones, palabras, y movimientos de tirarme y le tiro le alcanzo la puñalada que tiene referida”. No fue toda la verdad, sin duda. Existió otra parte de la historia que quedó en el lado oscuro de la declaración de Torres y que, por su parte, Andujar trataba de recuperar con las preguntas relativas a quiénes habían estado junto él antes, durante y después del dramático episodio. Con todo, más allá de los recurrentes intentos del Alcalde, esa zona indescifrable de los motivos y circunstancias pasó a formar parte del silencio que Vallista se llevó consigo. Con el silencio inquebrantable al que llegó luego de provocar la ofensiva de quien no estaba embriagado, Manuel Vallista pasó a integrar el universo de los “hundidos” de su época, y de modo general, de la historia. Ya lo era, en parte. Al menos para las autoridades del régimen. Para los delegados del poder para quienes, tanto por su condición socioeconómica como por su irrelevancia política, sólo fue merecedor de la escritura cuando llegó el momento de su muerte y con el único fin de salvaguardar el orden vigente. Nada más.
El Alcalde señalo que, “aclarado el cuerpo del delito” las indagaciones concluían, “con protexta de seguirla en el dia de mañana”. Antes de terminar, preguntó al reo si tenía “alguna cosa que añadir, quitar, o tachar a lo dicho” obteniendo como respuesta que “me afirmo y ratifico en ello no firmo por no saber hizo la señal de la cruz ante mi...”
El 20 de febrero de 1789 Andujar volvió a interrogar a Torres pero antes, el gaucho pidió que le fuera leída y mostrada su declaración anterior. El acusado no cesaba de reflexionar sobre lo ocurrido entre él y el poder dentro de la Real Cárcel, donde aún se encontraba detenido. Tenía que recuperar con la mayor exactitud para la memoria los datos que secretamente se guardaban en un expediente escrito que no sabía decodificar. Para mantener su línea de defensa necesitaba verificar los detalles de los actos referidos. No debía permitir que los jueces del orden alteraran lo dicho. El Alcalde cumplió con el pedido. Una vez leída de “verbo ad verbum” Torres se “ratificó en ella”. De parte del Alcalde, el interés de este segundo interrogatorio estaba centrado en dos cuestiones. Por un lado, confirmar o desmentir la existencia de bienes en poder de Torres. Por otro, informarse de los sucesos posteriores a la salida del asesino del interior de la Plaza de Colonia.
Torres corroboró al Alcalde la condición de subalterno que ocupaba en la sociedad colonial. Ni en el “país” del que era originario ni en otro conocido tenía algo de mayor valor que su habilidad y capacidad para el trabajo rural. Dentro de esta “tierra” de Colonia el mulato y peón únicamente contaba con los animales y crías que éstos pudieran ofrecerle. Tal era la riqueza de que disponía. Una riqueza que permanecía, a su vez, en la parte de la “tierra” donde regia el poder del patrón y vecino Alejandro Reyes.
En cuanto a lo sucedido fuera de la ciudad con el culpable, había un asunto imposible de eludir: Torres estaba herido. Las lesiones físicas no procedían solamente de las efectuadas por las espuelas de Vallista, las que, como vimos, fueron en el rostro. ¿A qué se debían? ¿Qué le sucedió al gaucho en el tiempo transcurrido desde la fuga a la caída en manos del Alcalde del Real de San Carlos? Andujar comenzó esta parte del interrogatorio sin mayores dilaciones.
Alcalde: “Preguntado quien le causo las heridas que en estos autos consta tener explicando en donde, como, quando, porque, quien y de que manera conformidad las huvo”
Acusado: “dijo que todas las cinco heridas que tiene se las dio en la cañada del General con un cuchillo, y de a caballo el citado dia Domingo por la tarde el Paraguay llamado Francisco cuio apellido ignora, y tambien Gauderio en compania del qual se hallaba otro llamado Manuel Benitez criollo del real de San Carlos, y el que por haver el que declara muerto a Manuel Vallista segun se lo significo el dicho Francisco quando le hirio, y que por lo mismo lo hiva a matar a el de lo qual se pudo liberar con un quite que le hizo logrando fuesen las heridas leves”. La desgarradora e inmediata sanción de los pares de Vallista se había cumplido.
En Colonia del Sacramento había un código con sanciones paralelo al del vecindario que se ejerció sobre Torres la misma tarde de los hechos señalados. A caballo, como acostumbraban desjarretar y voltear las reses, los gauchos siguieron los rastros del asesino y aplicaron su forma de equiparación acorde a los excesos y transgresiones del gaucho. Una vez fuera de la Plaza, las reglas eran otras. Quizá Vallista tuviera mayor ascendiente entre los miembros de esta gabuchada de Colonia. Cierto es que Vallista tuvo pares que intentaron vengar su muerte y Torres en cambio permaneció sin apoyo. De ahora en adelante y bajo amenaza de muerte, la historia personal de Josef Torres estaba guardada en la memoria de los “iguales” y expuesta en el cuerpo a la mirada de todos. Su relación con los integrantes de la gabuchada, dentro y fuera de la Plaza, ya no sería lo misma. La agresión de los dos hombres le despejó cualquier duda posible acerca de la continuidad de los vínculos entre los gauchos y la víctima.
La sociedad de los hombres “sueltos” de la campaña contaba con reglas, restricciones y formas de control. Como hombres de vida social su libertad jamás era absoluta aunque, comparada con la de otros sectores sociales, fuera mayor. A fin de explicar los posibles motivos del ataque de Vallista sobre Torres se pude utilizar la hipótesis según la cual el desafío del gaucho estimulado por el aguardiente fue parte de las maniobras internas aceptadas para acrecentar el poder entre los pares. Para elevarse a la cima entre “iguales” en tareas pero no en prestigio e influencia. Lo que estaba en disputa en la pulpería era una jefatura de mando y prestigio necesaria para asegurar la formación y cohesión mínima requerida por los grupos de jinetes que recorrían la campaña de la Banda Oriental. En cierto sentido, la “gabuchada” reproducía las reglas de convivencia asimétricas estructuradas en el conjunto de la sociedad. En el interior de los sectores subalternos se intentaba someter a los “recién llegados” como Torres a las ordenes de los que mandaban al menos, insistimos, en la pulpería. De ser así, Torres se defendió de un ataque que ponía en riesgo su lugar entre los pares y la vida. Forcejeos y “quites” en la Cañada debieron haber sido, antes que nada, desesperados intentos por evadirse de una muerte inminente entre las chircas y bajos. Ante la pregunta del Alcalde sobre el arma homicida, Torres “dijo: que se le perdio”. Prófugo, solo y desarmado, así estuvo Torres en las inmediaciones de Colonia del Sacramento.
En 1789 el gaucho de la época colonial no era tan “libre” como en 1680, por cierto. Pero aún le quedaban opciones tales como la de aceptar por un tiempo el precario refugio del soto indígena y la ilegalidad, cada vez más definida y combatida por el español asentado en la ciudad, hacia el “matrero”. Fugar era una alternativa aventurada porque la campaña de la Banda Oriental no era para todos ni de igual manera un paraíso de abundancia sin controles ni imposiciones sino un espacio físico de yuxtaposiciones culturales y políticas en el cual, las formas de resolución de los conflictos comprendían un amplio espectro de sanciones.
Presumiblemente sin conocerlo en detalle, Torres estaba en medio de dos modalidades de interacción sociocultural. Por un lado, la correspondiente al individuo en marcha, soltero ocupante de campos con su mundo cultural a cuestas. Mano de obra contratada en ciertas épocas del año y en otras en contacto con el indio, portugués contrabandista, blanco desertor y esclavo fugitivo. Por otro, la que formaba parte de los peones ya “conchabados” que establecidos como personal de la estancia, chacra o “solar” se plegaban a ella por efecto combinado de necesidad de sociabilidad con el entorno y la pérdida de recursos territoriales y ganaderos cada vez más concentrados en algunos de los “vecinos” establecidos. Josef Torres representa perfectamente el constante movimiento que hacia adentro y hacia afuera del poder colonial significaron los trabajadores temporeros enlazando los “dos mundos” más claramente existentes: por una parte, el de aquellos nacidos y formados en la interacción indígena y mestiza, errante, rechazada por un lado y requerida por el otro, explotada, dividida y temida por los amos. Por otra, el de los blancos dispuestos a conquistar de forma permanente los campos partiendo de las ciudades en las que mandaban; reclutando mano de obra por la fuerza, marginando y estabilizando en su provecho la estructura política, social y económica. En esa compleja situación social y política y en tan dramáticas circunstancias personales se desenvolvió la vida de Torres luego de haber asesinado a Vallista y durante el lapso transcurrido hasta su captura definitiva.
En la misma habitación y frente a Torres, el Alcalde representaba otro espacio y tiempo social. Espacio de mayores privilegios corporativos, de tiempos sociales en los que el triunfo del orden hispánico y monárquico ocupaba la mayor atención de los súbditos del Río de la Plata. Sus intereses no eran iguales a los del acusado; sus poderes tampoco. En la figura del Alcalde estaban presentes los vencedores del orden y retrospectivamente los conquistadores y colonizadores de estas tierras. Los que se distinguían o buscaban distinguirse por el color blanco de la piel y la imposición de leyes escritas que pocos conocían con exactitud pero que múltiples castigos físicos hacía recordar cada tanto por medio de las partidas de milicias o tropa profesional que recorrían la campaña persiguiendo con fines punitivos. Con el Alcalde se encontraba el orden de las murallas que había levantado la horca y amenazaba con utilizarla. Igualmente, en el cargo ocupado por Andujar estaba viva la genealogía del poder con sus hazañas conocidas. Un determinado concepto acerca de qué manera se debía disponer de la naturaleza y de los hombres; un orden que triunfaba en actos y símbolos en la sociedad de los dominados sobre la que se superponía violenta y entrelazada.
El Alcalde era la síntesis de lo viejo: del poder de los conquistadores del espacio, de las jerarquías. Pero también lo era de lo nuevo: la vida del colono agrícola y ganadero, el origen de un nuevo linaje que daba continuidad a los criollos locales, la movilidad social de los hispánicos llegados a América, la afirmación de relaciones de carácter marcadamente capitalista en la ciudad. Aunque conocido por la comunidad desde tiempo atrás, en esos momentos Andujar parecía otro por las palabras formales que pronunciaba. Por la aplicada presencia de acompañantes que intervenían en la causa y eran dueños de predios en los que rigurosamente mandaban cumplir lo dicho a peones, esclavos y gauchos. Donde trabajaban conchabados algunos de los que se podían encontrar en las pulperías como la de Jayme Badel en las que se jugaba y embriagaba el desaliento de quienes no tenían tierras, ni ganados, ni influencia. Que día a día perdían autonomía de movimiento y expresión. Con el Alcalde aparecía el registro escrito que asociaba lo intangible y perecedero de la voz con lo perdurable y visible de la letra. Un misterio vedado en la vida de Torres quien observaba las operaciones del amanuense desde la óptica de un rústico jornalero rural. Para la mayoría de los individuos de la sociedad colonial la acción de escribir no había sido una práctica esperada ni formaba parte de la rutina diaria de la infancia, ni de esas cosas que en su entorno se creían indispensables de saber. Por tales razones el Alcalde leía al interrogado en voz alta mientras la memoria de “Sola” procuraba retener las palabras referidas, los hechos descritos. Los lugares y motivos mencionados controlando los nervios de la hora -con seguridad apenas domeñados- para no dejar pasar a la hoja escrita e impenetrable otra cosa de la que se había querido. Sintetizando, para Torres el Alcalde reunía la autoridad de la ciudad que conquistaba la frontera cercana; la ley del Estado, la fuerza del rey y en su escala pequeña, la aptitud y facultad para dirimir tomada del Dios católico de la Iglesia.
El 22 de febrero de 1789 Andujar anotó que “vista la sumaria antecedente remitase con el reo (quien va sin Iglesia) a la disposición del Señor Alcalde Provincial de la Capital de Buenos Aires” argumentando que en la Plaza de Colonia no se contaba con “Profesor de derecho”. Luego que el expediente pasara por el Agente Fiscal de los Civil (3 de abril de 1789) finalmente llegó a manos del Alcalde Provincial de Buenos Aires y su jurisdicción, Don Diego Mantilla de los Ríos quien “lo manda y firma” para luego derivarlo al Alcalde Ordinario de Segundo Voto, Don Miguel de Azcuénaga. El 7 de mayo de 1789, el Licenciado Mantilla señaló que “las excepciones que pone [el reo] en su confesion” habían sido “inverosimiles” ya que su defensa “fue desproporcionada como la que hizo aunq.e quiera figurar tal”. Añadía que “aunque fue cierto el insulto hallandose a caballo dentro del mismo Pueblo, pudo huir [...] a alguna casa inmediata de todo lo que se deduce que procedio a la execucion de dha. muerte a su saber, y sin q.e pudiese esperar del dif.to igual ofensa cometiendo asi un delito de la mayor gravedad por lo q.e se ha hecho acrehedor a un severo castigo en cuyos terminos le acusa grave y criminalmen.te p.a q.e [...] condenarle a la pena ord.a [ordinaria] de muerte para satisfa.n de la vindicta pub.ca [pública] ofendi.da con un hecho tan atroz y sangriento y q.e sirva de exemplo a otros...” En Buenos Aires se resolvería qué hacer con Torres. La causa pasaba a manos de una “burocracia profesional” dejando atrás a la “burocracia política” que en Colonia del Sacramento conformaban el Alcalde y las autoridades militares cercanas a él.
El pedido de Mantilla fue recusado en la foja 18 por el Defensor General de Pobres, Diego Aguerro, quien hizo su “representación” en nombre del reo sosteniendo que “por maximas invariablem.te establecidas entre todos los criminalistas, las amenazas qualesquiera que sean inducen provocacion y escusan al que hiere de pena ordinaria; el que una vez es herido ù ofendido no deve aguardar segunda ofensa ù herida quando verosimilm.te puede dudarse la reiteración del hecho y por lo tanto hiriendo u ofendiendo al que primero le hirio ù ofendio se entiende hacer necesaria defensa”. En razón de lo expuesto, el Defensor agregaba que: “estas maximas son otros tantos dr.os [derechos] que libertan a Jose Torres de la pena ordinaria de muerte [...] por quanto [...] la confesion no puede menos que atender en el todo pues es doctrina asentada que las confesiones qualificadas y que contienen excepciones opuestas en un mismo acto sin intervalo de tiempo deven aceptarse en el todo o repudiarse enteram.te si se trata de imponer pena ordinaria”, en la medida que los dos individuos estaban a caballo y el del “difunto era manso y el de torres redomon”.
Sobre la cuestión si debió y pudo huir no haciéndolo, el Defensor argumentó que el asesino quiso hacerlo “por evitar la ocasion y peligro”. El Defensor de Pobres había entendido el plan del gaucho y lo presentaba con palabras y argumentos técnicos: si sólo había una confesión calificada –la del asesino- o bien era tomada en su totalidad o bien rechazaba por completo. Por eso, proseguía, “en tan criticas circunstancias claro es, que ni Torres havia de tener proporciones para hacerse de arma igual a la de su contrario, ni tampoco teniendolas retardar su defensa consultando la igualdad de armas maxime cuando sus fines se dirigian a intimidar al contrario haciendo su propia defensa y asi uso del cuchillo [...] el cuchillo es un arma cuyo uso sabe [...] ser comun en toda la gente de campaña por necesario, y asi en estas nunca se reputa animo deliberado ni premeditacion para hecho malo el traer consigo semejantes armas, [...] por manera que la herida del cuchillo prueba tan solo en quien lo hizo siendo en el excercicio de Torres exceso y culpa en la defensa y ser castigado con pena extraordinaria a proporcion de los casos [...] Por esto, y porque al reo favorece tambien la constante doctrina de que quien confiesa espontanea y libremen.te el delito de que es preguntado, como hizo Torres sin preceder reconvencion y deve ser castigado mas benignam.te por que se presume haver delinquido sin dolo, haciendo el defensor su mas arreglado pedim.to para que se declare por libre al Reo de la pena ordinaria, absolviendole de ella en la sent.a difinitiva que se pronuncie”. De la confesión se desprendía que Torres había actuado en “necesaria defensa” anticipándose a la muerte que muy probablemente pudiera haberle ocasionado quien lo insultaba y agredía. La “propia defensa” de Torres con el fin de “intimidar” no se veía afectada por haber recurrido al cuchillo “cuyo uso se sabe ser común” en la campaña por “necesario”. El Alcalde, entre tanto, cumplía “diligencias” de las que dejó constancia escrita. Señaló que habiendo consultado al Alcalde del Real de San Carlos éste afirmó que ninguna de las autoridades había logrado apresar o tener alguna información sobre el paradero de los agresores de Josef Torres en la “cañada del general”; ellos sí habían fugado del orden urbano y permanecían en la frontera. Por su parte, el Defensor de Pobres con sede en Buenos Aires, teniendo en su poder el expediente con la confirmación de los testigos en la Plaza, volvió a retomar la posición en favor del acusado. La defensa que llevó adelante fue fundamental para evitar la muerte de Torres en la horca de Colonia y estuvo fundada en la inteligente celada del gaucho. En su argumentación, el defensor del reo tocaba el punto central del proceso al sostener: “que ratificados los testigos del sumario, serian solamente sobre que el havia sido executor de la muerte y aun en esta parte los Testigos ha[n] depuesto de oidas por manera que no haviendo testigo alguno presencial Tampoco hay alguno que contradiga las excepciones del reo, y entre estas las de propia defensa”.
Torres aguardaba su destino en la cárcel de Buenos Aires. La venganza pública del Rey, la vindicta, aun cuando perdonara estaba alcanzando el fallo reparador. Concluía con él, el largo recorrido que desde su origen había hecho visible cómo sería superada esta alteración de la estructura de relaciones entre grupos y "castas" del régimen hispánico. La causa criminal había llegado hasta las máximas autoridades regionales. A la Real Audiencia Pretorial integrada por el Virrey como Presidente, un Regente, cuatro Oidores y un Fiscal rodeados de funcionarios, dos Regentes-Fiscales, dos Relatores, dos Escribanos de Cámara, un Canciller, dos Receptores, cuatro Procuradores, un Tasador, un Repartidor, un Abogado y, como vimos, un Procurador de pobres; la institución no descuidaba ningún aspecto y contaba con un Capellán “que diría misa todos los días en la Capilla de la Audiencia, para los pobres de la cárcel, debiendo ‘enseñar la Doctrina Cristiana’”. La sentencia definitiva para Torres salió de esa autoridad máxima que dependía directamente del Real y Supremo Consejo de Indias por arriba del cual sólo estaba el monarca. Pronunciada el 3 de noviembre de 1789 y firmada por “Decreto de los Señores Regente y Oydores del Consejo de Su Majestad de esta Real Audiencia Pretorial” de Buenos Aires la misma declaró textualmente lo siguiente: “Se revoca el auto consultado condenado al Reo Jose Torres conocido por Sola en doscientos azotes y diez años de Presidio al de Montevideo”. El 7 de noviembre de 1789, cuando las preeminentes monarquías europeas se conmovían por la revolución en Francia, los delegados del rey español en el Río de la Plata certificaban la completa realización de los procedimientos de reparación punitiva sobre Josef Torres:
“de esta Real Audiencia Certifico: que en este dia, en virtud de lo mandado, se sacó de la carcel a Josef Torres conocido por Sola y con el auxilio del Teniente Alguacil Maior, Alguaciles, y Tropa se le paseò por las calles acostumbradas dandosele en los Parajes publicos por mano del verdugo los doscientos azotes, a que hà sido condenado, publicandose al mismo tiempo su delito, y concluido este castigo se le restituió a la Real carcel, y dì cuenta de ello a la real Audiencia, y para que conste lo certifico en Buenos Aire a siete de Noviembre de mil setecientos ochenta y nueve, [firma] Fran.co A. Sayas”
A.G.N., Exp. 12, 37-7-4, foja 18.
A.G.N., Exp. 12, 37-7-4, foja 19.
A.G.N., Exp. 12, 37-7-4, foja 19.
A.G.N., Exp. 12, 37-7-4, foja 19.
Con las salvedades que correspondan, hemos tomado este concepto de Primo LEVI, Los hundidos y los salvados, (Barcelona: Muchnik, 1989).
A.G.N., Exp. 12, 37-7-4, foja 21 y 22. Alcalde: “Preguntado si en su Pais que tiene referido existen de el algunos bienes muebles o raices, y que los exprese como igualmente si os tiene en esta particularmen.te en su poder de su Patron D.n Josef Alagon con quien consta se halla conchabado ultimamente...”Acusado: “Respondio: que ningunos bienes raices, ni muebles tiene en su tierra ni en esta sino dos redomones y una Yegua madrina mama en poder del Estanciero Alejandro Reyes. Alcalde:“Preguntado si tiene alguna cosa mas que decir” Acusado “Respondio: Que no”. El 21 de febrero del mismo año, Andujar hizo comparecer a Alejandro Reyes, el patrón, quien “confeso tener en su Estancia (como aquerenciados en ella) los dos redomones, y una yegua manza, con su potranco, perteneciente todo a Joseph Torres”.
En su declaración del día 20 de febrero, Torres afirmó al Alcalde que en el momento que dio la puñalada a Vallista “estaba en su pleno conocimiento sin embriagues alguna”, foja 21.
A.G.N., Exp. 12, 37-7-4, foja 21.
La expresión es de James Lockhart, “Organización y cambio social en la América española colonial” en BETHELL, Leslie, ed., Historia de América Latina, (Barcelona, Crítica, 2000) 4:63-92.
Véase J. M., Ots Capdequí, El Estado Español en las Indias, (México, F.C.E., 1975), 48.
Ruth Andrade de Ochoa, Curso de historia del derecho, 2:83.
Ruth Andrade de Ochoa, Curso de historia, 2:83.
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