Entre lo
permitido y lo ilícito: la vida afectiva en los Tiempos Modernos[1]
Between the tolerable and the illicit: the emotional
life in Early Modern times
María Luisa Candau Chacón
Área de Historia Moderna. Departamento de Historia II
Universidad de Huelva
Resumen: este artículo estudia la vida afectiva en los Tiempos Modernos desde dos puntos de vista: de un lado, analizando las posibilidades manifiestas en la normativa de entonces: Concilio de Trento, Santos Padres, Catecismos, y algunos teólogos considerados más o menos comprensivos ante la relación afectiva y conyugal. De otro, las relaciones extrafamiliares que generaron apertura y seguimiento de causa criminal. Para ello se utiliza la documentación existente en los archivos diocesanos, en este caso referidos a la Archidiócesis Hispalense, utilizando un período amplio –siglos XVII y XVIII.
Palabras clave: vida afectiva, Edad Moderna, Concilio de Trento, Catecismo, pleitos matrimoniales
Summary: this article studies the emotional
life in Early Modern times from two different points of view: in one hand
analysing the possibilities of the moral rules in those times: Council of
Trent, Church Fathers, Catechisms and some theologians considered more or less
comprehensive towards marital and emotional relationships. In the other hand,
analysing the extramarital relations that generated the opening of any kind of
trial. The resources of Diocesan Archives are used for that purpose, specially
referred to the archdiocese of Seville. The period of study is wide: the
seventeenth and eighteenth centuries.
Key words: emotional life, Early Modern Age,
Council of Trent, Catechism, marital lawsuits
Este trabajo se acerca al mundo de las relaciones afectivas familiares y extra-familiares de la Modernidad. Atañe, esencialmente, a las uniones conflictivas, pero se adentra, también, en las consecuencias que tales afectos generaron en el núcleo familiar. Conflictivas e ilícitas y conflictivas por ilícitas. Con ello transfiero la mirada de las instituciones judiciales, en este caso eclesiásticas, y añado los efectos cotidianos de los controles diocesanos que se ratificaron en Trento. El marco: Sevilla, su archidiócesis y los siglos XVII y XVIII. Para ello, partiré de algunas consideraciones y avisos recogidos en tiempos del Concilio, acerca de lo permitido y de las formas y modos del buen amor. Habida cuenta el exceso de bibliografía –entonces y ahora [2]- me limitaré a las recomendaciones nacidas de Trento, a las “readaptaciones” del Catecismo Romano y a ciertos textos nacidos, en uno u otro sentido, de la llamada pastoral de la carne. Y conectaré con el espíritu anterior de ciertos escritores humanistas.
1. En torno a lo permitido: el Concilio de Trento,
el Catecismo Romano y la pastoral de la carne
“De buenos casados gran bien es estar concordes y unánimes en una
voluntad, un querer y un no querer, un perpetuo amor y una habitación continua,
un dolerse cada uno de los dolores y penas del otro, un holgarse y alegrarse
con lo que al otro le da contento y huir de hacer cosa que al otro le dé pena” (ESTEVAN J., 1595, 7, 157).
Como base del derecho
eclesiástico de la Modernidad, y como texto eminentemente jurídico, el Concilio
de Trento ahondaría en las formas legítimas del amor conyugal, en la
sacramentalidad del matrimonio –frente a las interpretaciones de las Iglesias
Reformadas- y en su solemnidad. En buena lógica, abandonaba las cuestiones
referentes a la intencionalidad, y a la relación entre los esposos, si bien su
defensa de la tesis consensualista parecía abrir camino hacia la realización de
uniones nacidas de la voluntad; que ello se identificase con impulsos de
naturaleza afectiva o amorosa parece más difícil de probar.
Huyendo de la clandestinidad, de los raptos, del concubinato, de la consumación en los matrimonios efectuados sólo por palabras de futuro (“matrimonio presunto”), y de la proliferación de querellas por incumplimiento de palabra, Trento elabora, en prácticamente una sesión –la XXIV- las bases del matrimonio católico: una sociedad monógama e indisoluble, y una “sociedad” válida únicamente a raíz de las ceremonias “de palabras de presente” constituida “a la faz de la iglesia”. Y como institución triunfante, la Iglesia de Trento absorbería –en ciertos casos compartiendo jurisdicción- la mayor parte de las denominadas causas matrimoniales; también, y en relación con ellas, las criminales.
Cuestiones, por tanto de
jurisdicción y de competencias, de efectos disciplinares amplios: buena prueba
de ello, la diversidad de procesos y causas incoadas ante su justicia
ordinaria. Pero cuestiones que sólo quedarán atrapadas “por defecto”. Poco
sabemos de las conductas amorosas “lícitas” y mucho de las “transgresoras”. Sin
embargo, la mirada que aportan ciertos manuales de confesores, de sabiduría
nacida en la experiencia, y el convencimiento de cierta colaboración vecinal
–reteniendo información- al menos hasta la segunda mitad del XVII, dan a
entender un concepto de “licitud” con ciertos tintes de relajación.
De entrada algunos silencios de Trento se solucionaron en las versiones prácticas de los capítulos del Concilio. Aquí el Catecismo Romano para párrocos, mandado elaborar por Pío V (1ª edición en italiano de 1566), establecería claramente el orden –y las prioridades- en la intencionalidad del matrimonio. De este modo:
“Pero conviene explicar por qué razones deben casarse el hombre y la
mujer. Es la primera esta misma unión de los sexos apetecida por natural
instinto, formada con la esperanza de socorrerse mutuamente, para poder,
ayudado el uno con el auxilio del otro, llevar más suavemente las molestias de
la vida y sufrir las debilidades de la vejez. La segunda es el deseo de tener
hijos, no tanto por dejar herederos de sus honores y riquezas, cuanto por
criarlos fieles a la fe y a la religión verdadera”[3].
Que las finalidades se invirtieron, parece evidente.
En tanto que las voluntades conciliares –plasmadas en el Catecismo- insistieron
en la concepción del sacramento como efecto de una “unión de los sexos apetecida por
natural instinto”, estableciendo el
auxilio mutuo de los esposos y su convivencia como orden primero entre las
razones del matrimonio, la teología moral posterior y su discurso cotidiano,
manifiesto en manuales y sermonarios, y el mismo “olvido” de predicadores y
párrocos, manipularon –esta vez por omisión- las primacías conciliares.
Resaltaron la herencia biológica e insistieron en el mensaje paulino: el
matrimonio como remedio a la concupiscencia, algo que desde su origen había
estado presente entre teólogos, escritores y santos padres. También en el
Catecismo, la visión del sacramento como refugio “de las acometidas de la sensualidad” hallaba su lugar: una tercera razón “legítima” para
contraerlo [4].
Tales inversiones y tales
“olvidos” conectaban, en mi opinión, con dos condicionantes básicos. Uno, una
cierta sumisión –o compensación- por parte de la institución y de sus clérigos
hacia la sociedad patriarcal y estamental de los Tiempos Modernos. Sociedad en
la que institución y grupo se hallaban inmersos y sociedad en la que, en
ciertos niveles, preocupaba la reutilización del matrimonio como simple “unión
de los sexos apetecida por natural instinto”. Si la persecución de la
clandestinidad –compleja y lenta persecución[5]-
suponía, también, el desagravio a los problemas habidos en las sesiones
conciliares con algunos representantes regios, defensores del poder de las
familias, resaltar la herencia biológica entre las finalidades de las uniones
conyugales, por encima de la afinidad y el amor entre los esposos, coincidía,
asimismo, con tales planteamientos sociales. En este sentido, la mayoría de los
escritores, humanistas, científicos y teólogos, había insistido, e insistiría
aún, en las visiones expuestas: con anterioridad Vives, y posteriormente al
Concilio, Juan Huarte de San Juan o el citado Juan Estevan, tres escritores
que pueden servirnos de ejemplo.
Dos: primar la herencia
biológica y las resistencias ante “las acometidas de la sensualidad” como
razones claves del matrimonio suponía infravalorar las uniones sentimentales,
aun aquéllas nacidas del buen amor: el amor templado, el amor-amistad. Y
equilibrar los objetivos propuestos en el Concilio –libre consentimiento de los
cónyuges, persecución de la clandestinidad, solemnidad de las nupcias- con las
necesidades de las familias y los matrimonios concertados generaría, en
adelante, como en el pasado bajo-medieval, exposiciones confusas y
contradictorias en el pensamiento de los teólogos de a pie ¿Qué decir ante el
deseo de gran parte de los jóvenes de elegir libremente al cónyuge, si tal
elección no coincidía con los deseos paternos? Los moralistas se confundían.
Pero el camino abierto por los humanistas, años atrás, optando por la autoridad
familiar, aun suponiéndola recta, a saber, buscando el bien y la felicidad de
los hijos, parecía facilitar los pensamientos, pese a coincidir con las
posturas de los representantes de las Iglesias Reformadas. Así, las opiniones,
mayoritariamente, aconsejaban la dejación de tales responsabilidades en las figuras
paternas. Y el amor entre los esposos (algo que todos sin distinción
consideraban clave para la marcha del buen matrimonio) nacería –decían-
después. He aquí sus opiniones. Vives, en primer lugar:
"En consecuencia, la
doncella, en tanto que sus padres se preocupan de su propia condición, dejará
en sus manos cualquier inquietud en ese sentido (...). Los padres, al tomar la
decisión sobre tema tan trascendente, no sólo deben mantener y mostrar su amor
a los hijos sino que deben impregnarse del amor de la doncella para elegir del
mismo modo que si ellos se fueran a casar, porque muchos padres, ya por
imprudencia ya por maldad, se equivocan en la deliberación al pensar que aquél
que sería un yerno apropiado para ellos, se convertirá con toda seguridad en el
marido ideal para la hija. Así, muchas veces atienden sólo a la riqueza, la
estirpe o el poder y la influencia del yerno (...), en cambio no atienden a lo
que le va a ser útil a la hija (...). Unas personas así son unos enemigos y no
unos padres... son traficantes de sus hijas porque las emplean para sacar
provecho” (VIVES, pp. 171, 173, 174).
A conclusiones semejantes llegarían teólogos y sacerdotes; aquí los equilibrios con la teoría conciliar generaban representaciones ideales: padres e hijos acordes en la elección. De este modo, la exposición, que pretendía ser firme, al abrazar situaciones y voluntades opuestas, balanceaba, como Joan Estevan, a fines de siglo:
“Y porque la voluntad de los padres de los contrayentes no hace ni
deshace el matrimonio, no hice arriba mención de ellos, porque, puesto el caso
que los padres quieran, si cualquier de ellos no quiere, no se hace el
matrimonio, y puesto el caso que los padres no quieran, si ellos quieren, ha
efecto el matrimonio y es verdadero, y así lo afirmó el Concilio. Pero, aunque
esto sea así tan verdad que afirmar lo contrario sería herejía, es bien y muy
bien que ningún hijo ni hija case sin que su matrimonio venga por la mano de
sus padres, y ellos lo traten y concierten y efectúen, esto por muchas razones
y bastantísimas. Lo primero porque no hay quien tanta honra y bien desee al
hijo como el padre y como sus mayores deudos, y así bien se pueden ellos fiar y
confiar que les buscarán mujeres y maridos a los hijos, sin que ellos lo
procuren, como convengan” (Estevan J, 1595, 2, 41-42).
Según sabemos, no sería el
único. Otros moralistas, en otros tonos, descalificarán a los hijos que
conciertan matrimonios sin atenerse a la autoridad familiar. Se hallaba en
juego no sólo el modelo conyugal, basado en la “armonía de los conciertos”,
sino el propio orden de reproducción social. A comienzos del XVII, el estilo de
las exclamaciones sería éste, en el fondo opuesto a la esencia del Concilio:
"¿Qué diré de los que se casan por los
rincones, por su antojo, y contra la voluntad de sus padres? (...) ¿Qué se puede esperar de
semejantes casamientos?, ¿Qué paz, qué amor, qué contento se pueden prometer
éstos de esta manera casados? La mujer que tiene honra y vergüenza no ha de
hablar ni pensar en casarse, si no es cuando y con quien sus padres fuere bien
visto” (Escrivá F, 1613, p.
110)[6] .
Y aún más: “Dios castiga de ordinario a los que se casan por su voluntad contra la de sus padres” (Andrade A. L.III. P. 212)[7]. La retórica de los oradores manipulaba los “avisos”. Frente al libre consentimiento conciliar, estaba la obediencia al cuarto mandamiento: honrarás a tu padre y a tu madre.
¿Qué hacer entonces con los amores previos? ¿Cómo borrar las pasiones de las doncellas y sus “galanes”? “Desapasiónate” decía Estevan, que la pasión, como exceso de los sentidos, dañina como el dolor y la enfermedad, causaba estragos, sinsabores, sufrimientos; en fin, pesares. En la retórica de aquel cura extremeño, amores y llagas se confundían: “(...) y no hay mejor médico para esta llaga que te la pueda sanar si te desapasionas y dejas tu libertad en manos de tus padres y tus mayores” (Estevan, 1595, 2, 44). Representaciones del amor-pasión, amor-placer por fuerza negativas, como correspondía a un discurso también negativo de los excesos y las desmesuras, y al rechazo de cualquier principio que desestabilizase el orden social.
Que la sensualidad era mala lo probaban sus símiles: enfermedades del cuerpo, animales salvajes ... todo ejemplo era válido para representar el peligro del dominio de los sentidos. Para Vives, las pasiones satisfechas previas al matrimonio engendraban “lobas” en el cuerpo de las mujeres, las insatisfechas, en su espíritu. En el fondo, los avisos del humanista a las doncellas enamoradas, y las historias de finales desgraciados, aspiraban a lo mismo: la desestimación de aquellas que amaron antes del matrimonio y usaron “de la llama del amor” antes de “las santas y legítimas nupcias”. Estaban expuestas a un doble peligro: el abandono del amante y la extinción de la llama, que “entre los primeros abrazos de la boda se apaga y se extingue” (Vives, 1994, Pp. 190-191).
Avisos que cuadrarían con la adaptación del mensaje post-conciliar; ello pese a que el valenciano poseía una concepción del matrimonio más acorde con la que expusiera el “primer” Catecismo: “porque el matrimonio no fue instituido tanto para asegurar la continuación de la especie como para una cierta comunidad de vida e indisoluble sociedad” (Vives, 1994, Pp.199).
Avisos, también, que finalizaban en la exposición de un amor que sólo sería legítimo en el matrimonio, que crecería en él y que se identificaba –y por ello era digno de amor- con la voluntad de Dios y la elección paterna; un amor, entonces, acorde con los valores del discurso ideológico y los planteamientos sociales, cuya bondad nacía, justamente de su adecuación a lo establecido. Porque era permitido, era, precisamente, amor.
En la teología “de a pie”, los sacerdotes adaptaban el uso de los símbolos a la transmisión del mensaje. Así el buen amor hallaba su espejo en el anillo, ejemplo “del grande amor” que los esposos “se han de tener”: redondo “para darles a entender que el grande amor con que se han de amar ha de ser perpetuo y sin fin”; de oro, “para dar a entender que así como el oro excede a todo metal, así el amor de los casados ha de exceder a todo otro amor, y se han de amar más que a cosa del mundo, más que a sus padres y que a sus hermanos”; en el dedo “corazón”, “ para darles a entender que el amor con el que se han de amar ha de ser cordial, no fingido, sino verdadero y de corazón” (Estevan, 1595, 8, 259) .
El verdadero amor, pues, respetaba los convencionalismos sociales, nacía de la voluntad paterna y se crecía en la convivencia de los esposos. El verdadero y permitido amor era “discreto y templado”, conforme a los planes divinos y, como sacramento ratificado en Trento, “enderezado y referido a Dios”, cuyas señales se mostraban en la comunicación entre los cónyuges: “y nada hacer sin consultarlo primero el uno con el otro” (Estevan, 1595, 8, 266). Por tanto, y pues resaltamos la comunicación y la convivencia en la base del verdadero amor conyugal, cosa en la que coincidían humanistas y teólogos, nada mejor que promover la unión de naturalezas semejantes. Desde la antigüedad, rescatada entonces, hasta las bases de la moral dieciochesca[8], pocas cosas cambiaron tan poco y fueron tan reiteradas como el acierto del casamiento entre iguales. Para Vives, la semejanza era “el vínculo más fuerte del amor”; asimismo para Joan Estevan. “Científicamente”, además, y dado que –opiniones de Huarte- el amor calentaba y desecaba “el celebro”, parecía útil concertar los matrimonios, otorgando a cada hombre la mujer que “en proporción y calidad” correspondiese. Llegaba, en fin, y por otras vías, el médico navarro a defender la existencia de casamenteros, siguiendo en ello -¡cómo no!- los pensamientos platónicos (Huarte de San Juan, 1575, Pp. 172 y 299).
2. El demasiado amor, la desmesura y otras
conductas ilícitas en el matrimonio. Y Tomás Sánchez
En buena lógica, tales
amores discretos y templados, orientados a Dios, y por propia concepción
opuestos a pasiones y amoríos, no casaban con la desmesura. La armonía del buen
amor, nacida en la amistad que generaba la semejanza, huía de los excesos. Entre
ellos, la pastoral de la carne –como antes la labor de los humanistas-
destacaba la “excesiva carnalidad” o sensualidad entre los esposos.
Contrariamente a las visiones futuras, un buen matrimonio no habría de dejarse
llevar por, de nuevo, el dominio de los sentidos. No era deseable, tampoco, una
atracción desmesurada, pues ello pervertía el fin de la unión conyugal. A fin
de cuentas, aquellas orientaciones paulinas que centraron buena parte del
debate en “las acometidas de la sensualidad” dirigieron la bondad del
matrimonio hacia su resistencia, no hacia su identificación.
Los moralistas comparaban
tales desordenados amores –que anteponían al cónyuge incluso a Dios y a la
salvación de sus almas- con idolatría. Seguían en ello, no únicamente, las
tendencias platónicas, tan al uso de entonces, sino las propias recomendaciones
del Catecismo y, antes que él, los escritos de los Santos Padres. Ya Tomás de
Aquino, a fines del XIII, recuperaba la descalificación de los amores
“excesivos”, aun dentro del matrimonio:
“Y
puesto que el que ama a su mujer excesivamente obra contra el bien del
matrimonio, haciendo de él un uso indebido, aunque no viole la fidelidad,
pudiendo llamársele, en cierto modo, adúltero (...).”[9]
En el fondo, también la
Iglesia, desde la antigüedad, había usado de la tradición clásica en su
concepción del matrimonio y del amor conyugal y, comparando aquellas
inclinaciones “sensuales y bestiales” con relaciones e instintos animales,
recordaba a los feligreses que el dominio de los sentidos les asimilaba a las
bestias, carentes de inteligencia. Añadía, además, que el matrimonio venía a
ser el refugio idóneo para evitar “los pecados deshonestos”, tendencia natural
en el hombre desde el pecado original, y razón por la cual los “débiles” y
quien estuviere “persuadido de su flaqueza” habrían de recurrir a su auxilio[10].
Se ratificaba, entonces, la supremacía del celibato, que tanta tinta –y sangre-
vertiera en el llamado debate de la perfección de los estados, pero, además, se
introducía, también, uno de los elementos más útiles en la defensa de los
incontinentes: la “fragilidad”de la carne, argumento comúnmente extendido –y
comúnmente exitoso- en los discursos de los reos de tantos procesos
judiciales.
Las relaciones “demasiadamente sensuales” añadían igualmente
otros elementos y conductas conflictivos. O una excesiva proliferación de la
prole, o la práctica de relaciones sexuales no encaminadas a la procreación, lo
que, evidentemente, ninguna de las fuentes eclesiásticas, fuesen conciliares o post-conciliares,
consideraría comportamiento lícito. Explícitamente el Catecismo lo condenaba:
“(...) es
gravísimo el pecado de los que, unidos en matrimonio, o impiden la concepción o
promueven el aborto por medio de medicinas, porque esto debe considerarse una
conspiración desnaturalizada de homicidas”
(P. 360).
Aquí no cabían
distinciones. Ni los escritores más comprensivos –ninguno como el jesuita Tomás
Sánchez- consideraban la posibilidad de unas relaciones conyugales cuyo último
fin no fuese la generación. Aquel “vaso
legítimo”,
que tanto comentaran los apóstoles Pedro y Pablo en sus epístolas, se
constituía en el “único recipiente” del “precioso
licor”
masculino, por utilizar símiles de los moralistas de entonces. Por
consiguiente, cualquier acto sexual, incluso dentro del matrimonio, encaminado
a otro fin –aun la mencionada unión de los esposos- sería condenable. Utilizaré
ahora algunos textos del citado Tomás Sánchez –tan repudiado en el XIX como
incomprensiblemente exitoso entonces, considerando, aun en latín, sus
expresiones, y la claridad de opiniones-, esencialmente aquellos referidos al
débito conyugal[11].
Comenzaré por las premisas
básicas: la licitud del acto conyugal. Así lo expresaba el jesuita: “El acto conyugal es lícito cuando se ejerce con el fin
de tener prole, de guardarse mutua fidelidad o de pagarse mutuamente del
débito”[12]. En consonancia, toda
aquella relación conyugal destinada a impedir la generación se consideraba “un crimen contra naturaleza”. Entre ellos, el denominado
“abuso de la mujer contra la
naturaleza”,
relaciones también llamadas “de cópula
ilegítima”,
consideradas como “adulterio”, según la significación de tal término en obras
clásicas como las de San Ambrosio o San Agustín, en donde cualquier abuso de la
potestad conyugal era entendido como adúltero. También y de nuevo Santo Tomás:
“El casado no sólo peca si tiene
contacto con otra mujer, sino también si practica el acto sexual de modo
indebido con su mujer, lo cual es un pecado de lujuria”[13].
Relaciones que el jesuita definía como de “sodomía”, de mayor gravedad en su
opinión que las relaciones semejantes mantenidas entre solteros. La razón era
lógica: desvirtuaba el fin del sacramento:
“Siempre
es pecado mortal copular por un vaso que no sea el natural, omitiendo éste,
porque es una sodomía manifiesta y un pecado contra la naturaleza y se opone al
fin natural de la cópula que es la generación de la prole. La mujer se llama
esposa para esta cópula, no para la ilegítima” (Sánchez, 1602-1605, T. III, L º 9, Contr. 17) .
Un mismo discurso habría de
condenar el aborto –“la mujer que toma
una medicina u otra cosa que se oponga a la concepción de la prole es reo de
culpa mortal”-
pero, el desconocimiento referente a la concepción “animada” del feto juzgaba
en algunos casos tal posibilidad: en caso de peligrar la vida de la madre y
cuando el feto no estuviere “animado
por el alma racional”. Asimismo en caso de estupro, bien que “ antes de que esté cierta (la doncella) de haber
concebido”.
En ambos casos porque la opinión científica de la época consideraba no haberse
generado aún el ánima y por defender, no tanto a la doncella cuanto a la
parentela, así como en bien de la futura prole y su marido, tanto más si
hubiere contraído esponsales de futuro. El discurso moral, pues, se sometía a
los criterios de estratificación social (Sánchez, 1602-1605, T º III, L º 9,
Contr. 20)[14].
Ahora bien, la originalidad
de Tomás Sánchez radicaba en considerar lícito –si acaso culpa leve o venial-
cualquier trato habido en el matrimonio si la finalidad del acto coincidía con
la propagación de la prole. Independientemente de los “tactos”, las palabras,
los pensamientos, las formas, los modos o las posturas encaminadas a la
excitación sexual previa. También su preocupación porque la mujer consumase el
acto: “el hombre debe continuar la
cópula después de la efusión del semen, hasta que la tenga la mujer, pues hasta
ese momento no se consuma el coito” (Sánchez, 1602-1605, T º III, L º 9, Contr. 17).
En el fondo porque, pese a considerar, como todos, el fin básico del matrimonio en la generación, no olvidaba la
bondad de una buena relación entre los cónyuges, tanto para consumar el citado
fin como para “aplacar la concupiscencia” o avivar el amor conyugal. Así, aun
en los casos de poseer la certeza de no poder concebir, la relación íntima
entre los esposos se hacía lícita y buena “a
fin de fomentar el mutuo amor entre ellos”. Lícita, además, porque bastaba con no impedir la
generación, aunque no se deseara.
Su concepción del débito
conyugal, además, pendiente de las necesidades de la mujer, nacía en otros
discursos igualmente misóginos: que la mujer insatisfecha se tornaba bastante
más peligrosa que el hombre, tanto por las discordias consiguientes como por el
peligro de adulterio. Así, y puesto que también como todos, las definía como “fáciles para la liviandad y frágiles para resistir”, defendía la conveniencia
de pedir y dar el débito como remedio a la incontinencia, “como el médico propina al enfermo la medicina sin
pedirla”
para que “el ardor y aquella lujuria
que les arrastra a la fornicación se apaguen” . La mujer, por tanto, no precisaba solicitar el
débito expresamente. En compensación a su liviandad y fragilidad manifiestas,
la naturaleza –continuaba Tomás Sánchez- las había dotado de una cualidad: la
vergüenza. Su función: la de servir de “claustro
virginal que les sirviese como de freno en el uso del placer”.
Como el hombre, pues, la mujer tenía sus necesidades.
Aunque las más discretas las silenciasen. Bastaba entonces con que por algunos
signos manifestasen su deseo: “porque, como las mujeres suelen
tener mucha vergüenza y no suelen pedirlo claro, basta con que lo indiquen”. Indirectamente,
y en función de objetivos superiores, acordes con el discurso moral y social,
la sexualidad femenina hallaba en la obra del jesuita una mayor dedicación. Lo
que no consta explícitamente en la mayoría de los moralistas de entonces (Sánchez, 1602-1605 T º
II. L º 7. Fol. 23 y T º III. Lº 9.
Contr. 2ª).
3. Pensando en el matrimonio: promesas, compromisos,
amores y amoríos
Dejaré ahora la visión de
la norma, el Concilio y los moralistas, para centrarme en las actitudes que
generaron, por su ilicitud, la apertura de expediente criminal ante la justicia
ordinaria diocesana, en este caso relacionadas con el incumplimiento de las
“palabras de matrimonio”. El marco es
la archidiócesis hispalense, amplia circunscripción eclesiástica que abarcaba
las actuales provincias de Huelva, Sevilla, parte de Cádiz y oeste de Málaga.
Un acercamiento de carácter
cuantitativo a los fondos documentales del Archivo Arzobispal Hispalense
constata para la posteridad la importancia del tema de los esponsales de
futuro, aun en el caso de ausencia de contrato matrimonial previo ante notario,
así como la firmeza de quienes defendían la validez de las promesas de
matrimonio[15]. De igual
modo, la utilización de la vía judicial eclesiástica, pese a ser asuntos de
fuero mixto y de existir, con igual función, los tribunales civiles como
ámbitos de acogida y presentación de querellas.
De su importancia dan
prueba manifiesta los cómputos que he realizado referentes al espacio
cronológico 1707-1762, abarcando todos los autos y pleitos de cualquier orden
seguidos ante el oficio segundo de los tribunales eclesiásticos diocesanos en
dichos años. Entre ellos, están los denominados pleitos matrimoniales
referentes no sólo a las localidades citadas; contemplaban, también, las
apelaciones procedentes de las diócesis sufragáneas de Cádiz y Canarias. En su
conjunto, dichos autos alcanzaban la no despreciable cifra de 9.669[16];
de ellos, los titulados como “matrimoniales” ascendían a 2.599, más de la
cuarta parte (26.87%) y, entre éstos, algo más de la mitad (53.75%)
correspondía a demandas “de palabra”: 1.397 expedientes. Considerando la
pérdida de los fondos civiles, hemos de suponer un número evidentemente
superior.
Tales querellas dependían,
en buena lógica de las coyunturas poblacionales –más abundantes entre 1735 y
1755- y de los ritmos y las tasas de soltería femenina, lo que hacía
imprescindible el cumplimiento de la palabra dada, tanto más en sociedades como
éstas en las que el matrimonio se materializaba, aun entonces, como una de las
salidas vitales de las mujeres.
Vitales en el XVIII como en
los siglos anteriores. A raíz de Trento, y según había insistido la Teología
Moral, como antes el discurso social de los humanistas, y más tarde el de obras
literarias de carácter moralizante –también Cervantes como María de Zayas-, se
multiplicaron los avisos a las doncellas y a sus parientes, acerca de la
ilicitud de las relaciones prematrimoniales, tras la celebración de esponsales
de futuro y aun existiendo contrato ante notario. Los sermonarios, los manuales
de confesores, los Norte de estados, Espejos o escritos variados, todos con el
mismo fin, alertaban no sólo de la prohibición de tales “consumaciones
previas”, sino –con mayor efecto- de sus peligros: la bella Dorotea cervantina,
pese a su arreglado final, se vería abandonada temporalmente por su amante; las
seducidas por el burlador de Sevilla quedaron malparadas; las lectoras de Zayas
eran avisadas de los engaños de varones sin escrúpulos, y las feligresas, en
las homilías como en los confesonarios, hubieron de escuchar las desgracias de
muchachas abandonadas seducidas con promesas de casamiento. Tanto más necesaria
la guarda de la virginidad.
En realidad no hacían falta
tales y tantos avisos para ratificar su existencia. Como la documentación
judicial demuestra, la extensión de las relaciones prematrimoniales -o que se decían prematrimoniales- parecía
un hecho. Y como tal, y puesto que pretendieron justificarse en la realización
previa de un contrato de esponsales, o, en el peor de los casos, de unas
“palabras de matrimonio”, que hacían suponer la realización segura de las
nupcias, parecía lógica la continuación de aquellas historias en la
interposición de demandas de casamiento.
Promesas y relaciones
íntimas caminaban de la mano. Y el discurso acusador de ellas –y en su nombre
de sus tutores o parientes- como el defensivo de quienes perdieron la honra por
hallarse “usadas”, identificaban la “palabra” con la “entrega”. A fin de
cuentas la entrega –decían- correspondía a la promesa dada: una “prueba” que
las supuestamente doncellas presentaban en su defensa, para verificar su
demanda. “Prueba” que, de no existir contrato notarial, sustituía regalos de
compromiso. Como los crucifijos o las vírgenes hicieron de testigos. Y como los
“males de corazón” pretendían demostrar los efectos trágicos en las doncellas
honestas.
Entre todas las historias,
seleccionaré una, por reunir todos los elementos propios de las historias de
amores, compromisos, oposiciones familiares y finales desgraciados. Que las
demandas fracasaban por la oposición de las familias –y ésta, esencialmente por
la desigualdad social- resulta evidente. Allí donde las mujeres abandonadas
–protagonistas en más de un 97% de las
querellas analizadas hasta el momento- procedían de extracción social inferior,
o allí donde el antiguo novio poseía expectativas profesionales incompatibles
con el matrimonio, el fracaso parecía asegurado. Como el de Leonor Mosquera, demandante, frente a la promesa dada por el futuro clérigo,
también de Sevilla, Alonso de Herrera. Aquí ni los certificados expedidos ante
notario, probatorios de esponsales de futuro, a comienzos del XVII, ni las
declaraciones de los testigos sirvieron. Pese a “palabras” como éstas:
“En
la ciudad de Sevilla, (...) octubre de 1616, parecieron
personalmente Don Alonso de Herrera de
Castro (...) y doña Leonor Mosquera (...), dijeron
que por cuanto de un tiempo a esta parte han tenido y tienen voluntad de casar y contraer matrimonio (...) y que
ahora de presente por ciertas causas no pueden efectuarlo luego, y porque
queden obligados y no se puedan casar con diferentes personas, quieren otorgar
esponsalia de futuro (...) y de conforme a derecho, el dicho
Alonso de Herrera dijo que daba y dio palabra matrimonial a Doña Leonor
Mosquera y le prometía y prometió de casar con ella, según lo dispuesto y
mandado por la Santa Madre Iglesia, y la dicha doña Leonor Mosquera dijo que
aceptaba y aceptó la dicha palabra y promesa de matrimonio (...) y prometió
casarse con él en el tiempo debido y como lo manda el derecho, y ambos a dos y
cada uno se obligaron a contraer matrimonio de presente en los días que se
fijasen (...) y mediante lo referido cada uno de los otorgantes
juraron a Dios y a la cruz que quisieron, con los dedos de la mano derecha de
tener de cumplir y guardar esta obligación (...) y
declararon ser de edad el dicho don Alonso de 23 años, y la dicha doña Leonor,
de 21” [17].
Solucionados los obstáculos
–impedimentos de consanguinidad en tercer grado-, nuevos problemas esta vez
irresolubles dificultaron la ceremonia de “las palabras de presente”. Ante los
nuevos destinos del novio –carrera eclesiástica con suficiente dotación de
capellanías, y estudios en Roma- el destino de Leonor cambiaba. “Infamada por
no poder hallar marido de su igual calidad”, e “infamada” por saberse “usada”,
su honor y su matrimonio cedieron ante las argucias de la familia del antiguo
novio. Sabedores de ciertas deudas contraídas por el padre de Leonor, por cuya
causa conseguirían llevarle preso ante la Justicia Real, los demandados
negociarían posteriormente libertad con retirada de la querella, negocio al que
se avendría la familia de la mujer, sin su consentimiento. Que más preciaba
ella su honra que la vida paterna. Y así se quejaba:
“(...) y la dicha
Leonor, iba llorando y muy afligida, diciendo ¿es posible que me quieran a mí
hacer una cosa tan mala como ésta? y la dicha su madre le decía: porque salga
vuestro padre de la cárcel y no verlo preso, más que todo eso podéis hacer y la dicha su hija respondía que ‘aunque otro día
hubieran de sacar a su padre a la plaza de San Francisco no habían de permitir
que ella hiciera tal cosa ni apartarse de la querella, y hacerle perder su
honra’” .
“A la plaza de San
Francisco”. En el discurso de Leonor, la memoria de los autos de fe y las
actividades del santo Oficio no parecían peores que la ruina de su matrimonio.
Habiendo existido cópula carnal, embarazo y una hija, y ser “ público y
notorio” noviazgo y relación, el abandono se convertía en deshonra. Tanto más
con los recuerdos que aportaron
declaraciones como éstas:
“Y
besaba y abrazaba a la dicha doña Leonor como a su mujer, y se subían solos a
los altos de la casa, y la dicha doña Leonor se defendía no quería condescender
a la voluntad del dicho don Alonso (...) y sin
embargo de esto y de la resistencia de ella, esta testigo les vio subir solos (...) a una sala
donde tiene una alcoba, donde está una cama (...) y allí vio
juntos y acostados a los susodichos algunas veces solos, aunque estuviesen en
la dicha casa los padres (...).”[18]
Las deposiciones de los
testigos describían escenas universales a este tipo de demandas. Ellos
insisten, ellas se resisten y al fin, como “frágiles” y bajo promesa, ceden. La
historia de Leonor y el clérigo Alonso se repetiría en sociedades como aquéllas
en las que la realización previa de esponsales de futuro relajaba las
conciencias y los controles de padres y tutores, al entender ya comprometidos a
sus hijos, y en las que, además, los privilegios estamentales hacían de la
carrera eclesiástica un destino comúnmente más provechoso que un simple
matrimonio entre primos. Aquella testigo continúa:
“Una
noche vio esta testigo que la dicha doña Leonor, estando solos ella y el dicho
don Alonso en el patio bajo en un portal, el dicho don Alonso la tenía sentada
sobre sus rodillas a la dicha Leonor, teniendo alzadas las faldas de la saya y
camisa, y la susodicha le decía que no la echase a perder y que mirase por su
honra, y el susodicho le decía que había de ser su mujer y que no importaba
(...) y luego que quedó preñada, el susodicho se fue y ausentó, fuera de esta
ciudad, a ordenarse”.
Pese a las pruebas y a las
promesas, la demanda se pierde. Alonso de Herrera, condenado por el trato
carnal, conseguiría su libertad y las órdenes sagradas en Italia, y la vida de
Leonor –de la que únicamente conocemos su persistencia, pues hasta 1625
continuaría pleito y apelaciones-, parece encerrada entre los destinos de sus
padres y su hija. Y nada más, salvo sus cartas. Unas cartas presentadas como
prueba de la relación entre los jóvenes en las que el futuro clérigo prometía
cumplimiento de amor y de palabra.
“Lumbre de mis ojos” , “mi
vida”, “mi corazón”, “prima de mi alma”, “ángel de mi alma”... éstas y otras
expresiones atestiguaban –decían- la relación antigua. Y otras declaraciones
propias de enamorados hicieron pensar en el cumplimiento de la promesa: “que no
cuide de nada ni entienda de nada sino solo en quererme mucho, mire que me lo
debe y que la adoro de suerte que, ni aun durmiendo, me deja y, porque me voy a
dormir y a ensoñarla, no digo más” [19].
Una historia como tantas,
espejo del triunfo de los discursos sociales y de los destinos mejorables.
Frente a la promesa dada y atestiguada, el desistimiento del tutor, acorde con
el deseo del demandado, evidenciaba el poder de las familias y demostraba que,
pese a las representaciones, en la vida cotidiana, no siempre primaba la honra
de la mujer. Ante otros destinos familiares, se vendía.
4. Y amores
adúlteros: las llaves de la casa. Recapitulación
Las conductas ilícitas
relacionadas con situaciones de adulterio, amancebamiento o concubinato,
aparecen recogidas mayoritariamente en los expedientes titulados como “causas
criminales”. El Concilio de Trento, al absorber la jurisdicción sobre las
causas matrimoniales, en tanto relacionadas con el sacramento, derivaba hacia
la Justicia Ordinaria Diocesana todos los autos y sumarias referentes al
cumplimiento de los deberes conyugales. Pero los denominados “Pleitos
matrimoniales”, según dije mayoritariamente destinados a las querellas de
“palabra”, contenían, junto a los expedientes de nulidad o divorcio, otras causas
tocantes a la convivencia: malos tratos, petición de vida maridable, abandono
... etc.; razón por la cual en ambos cuerpos podemos rastrear información
referente a la vida afectiva y conflictiva de tales tiempos.
La persistencia del
adulterio y, aun más, del adulterio en formas de amancebamiento, genera a lo
largo del XVII –sobre todo a su final- una persecución palpable por parte de
las jerarquías eclesiásticas. La llegada a la mitra hispalense del arzobispo
Palafox (1685), notable reformador de costumbres, originó no pocos procesos
iniciados por “la vía de oficio”. Ello suponía sacar a la luz –de la justicia-
situaciones a veces mantenidas desde tiempo atrás, guardadas en el secreto –por
ser los falsos cónyuges forasteros- o por no despertar una abierta oposición[20].
A su tiempo y posteriormente, los despachos diocesanos vieron crecer las
delaciones particulares quizás en relación con un “despertar” de las
conciencias; más bien con el comienzo del éxito de la pastoral post-tridentina.
A estas horas, lejanamente post-tridentina.
Cuando Juana de los Reyes,
mujer casada, fue acusada de amancebamiento y adulterio con el sargento de
milicia, el gallego Domingo de León, en la Sevilla de 1674, abiertamente
confesaría su culpa. A fin de cuentas, se consolaba y disculpaba diciendo que,
si estaba amancebada “no sería la
única en el mundo”, y continuando en su discurso, claramente acorde con los criterios de
exclusión social –también para quien se unía a un simple soldado- añadía: “que no era con ningún negro sino con un hombre de bien
y que por esta causa no la habían de menospreciar ni vituperar”[21].
La historia de Juana de los
Reyes no era tan diferente de otras muchas; salvo, quizás, por su desparpajo
ante la vecindad, su sinceridad ante la Justicia, o el cúmulo de desgracias que
le tocó vivir en plena mitad del XVII ¿falta el resto de la frase?. Apresada
entonces en la Casa de Las Recogidas, confesaría ser casada a los 14 años, recuerdo vivo en su memoria
pues lo conectaba con la gran peste de mediados de siglo: “que pasado el contagio, como un año, se casó la
confesante en santa Catalina con Manuel Fernández”. Tiempos difíciles: años
de epidemias y de alteraciones andaluzas. Sumido de lleno en los motines de
mediados de siglo y acusado por la Justicia de resellar moneda, el marido
huiría a la ciudad de Cádiz, donde, al parecer, pasaba la vida vendiendo
tabaco. Desde el año de los motines hasta entonces, nada sabía del cónyuge,
salvo la respuesta a ciertas cartas que ella le había enviado para obtener
noticias. Así lo cuenta:
“Que esta confesante en todo el
tiempo que ha durado la ausencia de su marido le ha escrito diferentes cartas,
a las cuales les respondía no hiciese caso de él (...) y en una
ocasión le envió cien reales diciéndole que no se acordase del dicho Manuel
Fernández como si no estuviese en el mundo y la confesante, viendo este
despego, fue a la dicha ciudad con su hijo y el dicho Manuel no hizo caso de la
confesante”.
Las razones de los despegos
solían ser sencillas: la existencia de otra mujer y otra familia. Las
actuaciones posteriores variaban: si gran parte optaba por iniciar querella, en
esta ocasión la actitud de Juana parecía ser más práctica : “y aunque a la confesante le aconsejaron se quejase
ante el juez, no lo quiso hacer por el mal que podía redundarle, y se volvió a
esta villa”.
Allí conoció al sargento gallego, se unió a él, tuvo dos hijas y llevó vida
matrimonial y familiar. Y se defendía “con
mucho recato, diciendo en la vecindad donde asistió que el dicho Domingo era su
marido y suyos los dichos tres hijos, de tal forma que el mayor tampoco lo
sabía”.
Juana sería posiblemente
analfabeta; habría escrito a su marido sirviéndose de ayuda. Pero sabía usar
del discurso moral de quien le juzgaba: había sido adúltera pero adúltera
recatada, no había producido escándalo pues todos creían era su marido, hasta
su hijo mayor. Y la pobreza, el abandono y la fragilidad habían hecho el resto.
Actitudes de recato que no sabemos si casaban bien con el carácter de Juana,
tan ingenua al reconocer su culpa –“dijo
que la causa por la que está presa es porque está amancebada con aquel hombre”- , o tan atrapada. El
final, a su pesar, le favorece. La muerte del “cómplice”, pese a los intentos
del fiscal –“que esta mujer debe
llevar la pena de los veinte años de amancebamiento”-, la libera; y sobre
todo, los empeños del hijo.
Por lo común, las esposas
abandonadas no eran “tan prácticas”. Quejosas del abandono, sobre todo del
material, encaminaban la culpa hacia la nueva amante. Y los enamoramientos de
sus maridos se convertían en hechizos de aquellas “cómplices” a las que
parecían consentir actitudes y agravios, en su opinión, incomprensibles.
“Hechizado” se hallaba al parecer, el genovés Domingo Haibito, por las
“argucias” de Juana Ortega, según relataba una de las testigos de la acusación:
“Y
la referida su mujer, movida por necesidad, ha servido en diferentes casas, a
la cual le ha oído hablar muchas veces y le ha oído decir que desea estar con
el dicho su marido, pero que la dicha Juana Ortega lo tiene enhechizado (sic) y en algunas ocasiones ha oído reñir a
la dicha Juana Ortega con el dicho Domingo, palabras muy feas que no son dignas
que un hombre sufriese, y, no obstante, al poco rato, lo ha visto llegarse a la
dicha mujer y acaricialla y alagalla, sin darse por entendido de tales
agravios, y a la testigo le ha dado qué pensar si le tiene quitado el juicio.”[22]
De enlazar vidas, tampoco
la de la citada cómplice parecía diferente. Abandonada a su vez por un marido
ausente desde nueve años atrás, su situación de desamparo le había traído a
Sevilla desde Sanlúcar de Barrameda a una edad, aún no tendría los treinta, en
la que consideraba que podría rehacer su vida. Como en tantas otras, los
destinos penales le condujeron a la cárcel de mujeres, no tanto por la culpa
–que también- cuanto por el desamparo. Sin nadie que la fiase, su delito la
convertía en única responsable. Y la vuelta al hogar del falso cónyuge
finalizaría, documentalmente, una historia común.
Nada revelaba mejor una
vida conyugal que los “mantenimientos”. “Traer
la despensa”
o “dar las llaves de la casa” son expresiones comunes
en las acusaciones de amancebamiento y adulterio. Y constituyen las quejas de
las esposas abandonadas. “Que la dicha
doña Ana gobierna la casa y corre con el manejo de ella por dispensarlo así el
dicho Manuel Francisco”. Tales acusaciones, pertenecientes aquí a un proceso por amancebamiento
adúltero de finales del XVII, parecían alcanzar el mismo peso que las sospechas
de trato carnal. De hecho, el dominio de la mujer se visualizaba en la casa, en
las llaves, en la despensa. Dominio que se suponía, también, en otros espacios.
La mujer lo relataba –los había visto juntos- pero en el fallo del Provisor
pesaría más el trato en público y su ostentación, que el “desvío” en privado[23].
Porque la simbología de las
llaves reflejaba una situación de usurpación de papeles y de dominio: sobre el
espacio familiar, sobre los bienes y sobre el falso marido. También, en buena
lógica, sobre los afectos.
BIBLIOGRAFÍA
CITADA
ANDRADE A.(1642): Libro de guía de la virtud y de la imitación de Nuestra Señora: para todos los estados... Primera Parte. Madrid, por Francisco Maroto.
ARELLANO I., y USUNÁRIZ J. M., (Eds.), (2005): El matrimonio en Europa y el Mundo Hispánico, siglos XVI y XVII. Madrid, Visor Libros.
ASTETE G (1597/1603): Tratado del gobierno de la familia y estado de las viudas y doncellas. Burgos.
BARBAZZA M. C. (1988
a): “L’épouse crétienne et les moralistes espagnols des XVIe et XVII
siécles” en Mélanges de la Casa de Velásquez Tº XXIV. Pp. 99-137.
BARBAZZA M.C. (1988 b): “L’éducation féminine en Espagne au XVIe siècle: une analyse des quelques traités moraux”, en Ecole et Eglise en Espagne et en Amérique latine. Aspectos idéologiques et institutionnels. Tours. Pulications de l’Université,. Pp. 327-348.
BRANDENBERGER T. (1996): Literatura de matrimonio (Península Ibérica, s. XIV-XVI) Zaragoza, Pórtico.
CANDAU CHACÓN M ª L (2005a): “El amor conyugal, el buen amor. Joan Estevan y sus Avisos de Casados”, en Studia Historica. Historia Moderna. Vol. 25. Salamanca. Pp. 310-349.
CANDAU CHACÓN M . L (2005 b): “Honras perdidas por conflictos de amor. El incumplimiento de las promesas de matrimonio en la Sevilla Moderna”, en Revista Fundación. Fundación para la Historia de España (Argentina), VII. Buenos Aires,. Pp. 179-193.
CANDAU CHACÓN M . L. (2005 c): “Otras miradas: el discurso masculino ante el incumplimiento de las promesas de matrimonio. Sevilla, siglos XVII y XVIII”, en FUENTE M . J . Y OTROS (Eds.) (2005): Temas de Historia de España. Estudios en homenaje al profesor Don Antonio Domínguez Ortiz. Asociación Española del profesorado de Historia y Geografía y Universidad Carlos III. Madrid. Pp. 219-235.
CANDAU CHACÓN M ª L.,(2006): “El matrimonio clandestino en el siglo XVII: entre el amor, las conveniencias y el discurso tridentino”, en Estudios de Historia de España. Instituto de Historia de España. Universidad Católica de Argentina. Facultad de Filosofía y Letras. Buenos Aires.
CARRODEGUAS C. (2003): La sacramentalidad del matrimonio. Doctrina de Tomás Sánchez, S.J. Madrid. Universidad de Comillas.
DE LA CERDA J (1599): Libro intitulado vida política de todos estados de mujeres. Alcalá de Henares.
ESCRIVA F. (1613): Discurso de los estados... Valencia.
ESTEVAN J (1595): Orden de bien casar y avisos de casados. Bilbao. Por Pedro Cole de Ybarra.
FRAY ANTONIO DE ARBIOL (1715): La familia regulada con doctrina de la
Sagrada Escritura.... Zaragoza.
FRAY VICENTE MEXÍA.(1566): Saludable instrucción del estado del matrimonio. Córdoba.
FRAY LUIS DE LEÓN(1583): La perfecta casada. Madrid.
HERNÁNDEZ BERMEJO M.A (1987): “La imagen de la mujer en la literatura religiosa de los siglos XVI y XVII”, en Norba 8-9.
HUARTE DE SAN JUAN J.(1575): Examen de ingenios para las ciencias... Baeza. Reedición de Editora Nacional. Madrid, 1976.
JULIA D., (2001): “Lecturas y Contrarreforma”, en CAVALLO G., y CHARTIER
R (2001): Historia de la lectura en el mundo occidental. Madrid,
Pp. 415-469.
LE BRAS G. (1927): La doctrine du mariage chez les théologiens et les canonistes depuis l’an mille. Paris.
MORANT DEUSA I (2002): Discursos de la vida buena. Matrimonio, mujer y sexualidad en la literatura humanista. Madrid. Cátedra.
MORANT DEUSA I (2005):, “Hombres y mujeres en el discurso de los moralistas. Funciones y relaciones”, en Historia de las mujeres en España y América Latina. II. El Mundo Moderno. Madrid. Pp. 27-63.
OSUNA F. (1531): Norte de los estados en que se da regla de vivir a los mancebos y a los casados y a los viudos y a todos los continentes y se tratan muy por extenso los remedios del desastrado casamiento, enseñando qué tal ha de ser la vida del cristiano casado. Sevilla. Por Bartolomé Pérez.
SÁNCHEZ T.(1602-1605): De sancto matrimonii sacramento. 3 vols.
SEIDEL MENCHI S. E QUAGLIONI D., (a cura di) (2004): Trasgressioni. Seduzione, concubinato, adulterio, bigamia (XIV-XVIII secolo). Bologna, Il Mulino.
VIGIL M (1986):, La vida de las mujeres en los siglos XVI y XVII. Madrid.
VIVES J.L: (1528): Libro llamado instrucción de la mujer cristiana. Valencia. Según reedición, introducción, traducción y notas de Joaquín Beltrán Serra, en base a la edición de Gregorio Mayáns. Valencia, 1994.
VARELA J (1983):, Modos de educación en la España de la Contrarreforma. Madrid.
[1] Este trabajo ha sido realizado al amparo del proyecto de investigación
del MEC, referencia I+D HUM2006/10518HIST.
[2] Desde la ya clásica de obra de M. Vigil, editada en 1986, otras muchas
han conectado con el tema de los discursos y los textos referidos a teología
moral y matrimonio. Entre ellos, VIGIL M, 1986; HERNÁNDEZ BERMEJO M.A., 1987;
BARBAZZA M.C., 1988a, 1988 b; VARELA J.1983; BRANDENBERGER T., 1996; MORANT DEUSA I.,2002; Entre los del siglo
XVI, VIVES J.L., 1528; OSUNA F., 1531; FRAY VICENTE MEXÍA.,1566; FRAY LUIS DE
LEÓN., 1583; DE LA CERDA J.,1599; ASTETE G. 1597/1603. ESCRIVA F., 1613. En otra
dirección –teológica y jurídica-aunque también de claras referencias morales,
quizás, desde el siglo XIII, ninguna época como la que se extiende entre 1585 y
1635 dedicaría tanta atención a tratar la doctrina sobre el matrimonio; son los
años de Pedro Ledesma, Roberto Belarmino y Tomás Sánchez; a destacar por su
impacto la obra del jesuita Tomás Sánchez., 1602-1605. Sobre ello: LE BRAS G.,
1927. CARRODEGUAS C., 2003. Pp. 59 y ss. MORANT I., 2005. Pp. 27-63. ARELLANO I., y USUNÁRIZ J. M., 2005.
[3] Catecismo para los párrocos según
el decreto del Concilio de Trento. Reedición
Editorial Magisterio Español. Madrid, 1971. P. 359. Sobre las
ediciones del Catecismo Post-conciliar y sobre la importancia de ser el único
texto permitido en lengua vernácula –y lo que ello comportaba en su difusión-,
vid. JULIA D. (2001, pp. 415-469).
[4] Sobre tales readaptaciones traté en CANDAU CHACÓN M ª L (2005 a).
[5] CANDAU CHACÓN M ª L.,(2006).
[6] Citado en VIGIL M. (1986, P. 80).
[7] Ibidem.
[8] Un ejemplo es la conocida obra de FRAY ANTONIO DE ARBIOL (1715).
[9] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica- II-IIae.
Secunda secundae. Cuestión 154. art. 8º.Roma-París, 1271.
[10] Catecismo
Romano, p. 360.
[11] He utilizado la primera
edición conocida en castellano de la famosa obra De Sacrosancto Matrimonii Sacramento. 3 Vols. Salamanca 1602-1605. Fue realizada con evidente ánimo crítico
en 1887 a fin de atacar la moral jesuítica. Constituye una selección de textos
sacados de las Controversias centradas en la fornicación, con la única
intencionalidad de avisar a padres y esposos de lo que sus hijas y esposas no
debieran nunca saber. Traducción según la edición latina de 1623. (Compendium tractatus de S. Matrimonii
Sacramento. Ab Emmanuele Laurentio Soares. Lyon, 1623).
[12] Op. Cit. Tomo III. Libro 9. Controversia 8ª. 1
[13] Fueron famosos los escritos y sermones sobre la Virginidad de San
Ambrosio, arzobispo de Milán, siglo IV. De influencia sus escritos en San Agustín
Del bien conyugal Cap. 11. tomo 6. También de San Agustín, Sobre el sermón de la montaña, 1 y De
Virginitate.
Santo Tomás de Aquino., Suma... II-IIae Cuestión 154. art. 1º.
[14] La casuística continúa
con exposiciones como ésta: “... comete también pecado mortal
contra la naturaleza la mujer que, inmediatamente después del coito, orina, se
levanta o hace cualquier cosa para expeler el semen, pues también frustra el
fin de éste”.
[15] Para el mismo espacio y
tiempo, traté este tema en CANDAU CHACÓN M . L (2005 b, 2005 c).
[16] Más 4 legajos y 84 ramos de autos de contenido sin detallar. Vid
artículos citados.
[17] Demanda por palabra de casamiento y estupro contra el licenciado
Alonso de Herrera, clérigo de menores. Sevilla, 1617-1625. Archivo General del Arzobispado
de Sevilla (AGAS) Sección Justicia, Serie Criminales. Legajo 933. Más
extensamente en CANDAU CHACÓN M .L.(2005 b).
[18] Declaración de María Sánchez. Documento citado.
[19] Carta de don Alonso de Herrera a doña Leonor Mosquera. Contenida en el
documento citado.
[20] De interés las diferentes actitudes de la población en las comunidades
italianas ante las situaciones de concubinato y adulterio. Vid. SEIDEL MENCHI
S. E QUAGLIONI D (2004).
[21] Declaración de María Josepha, mujer de Diego Benítez. Proceso contra
Juana de Los Reyes y Domingo León. Sevilla, 1674. Sección Justicia, Serie Criminales, legajo 1053.
AGAS.
[22] Declaración de Catalina González. Proceso contra Domingo Haibito y
Juana Ortega, Sevilla, 1634. Sección Justicia, Serie Criminales, legajo 1091.
AGAS.
[23] Causa contra Don Manuel Francisco Morales y Doña Ana Josepha .
Sevilla, 1689. Sección justicia, Serie Criminales, legajo 1049. AGAS.