Entre lo permitido y lo ilícito: la vida afectiva en los Tiempos Modernos

Entre lo permitido y lo ilícito: la vida afectiva en los Tiempos Modernos[1]

Between the tolerable and the illicit: the emotional life in Early Modern times

 

María Luisa Candau Chacón

Área de Historia Moderna. Departamento de Historia II

Universidad de Huelva

candau@uhu.es

 

Resumen: este artículo estudia la vida afectiva en los Tiempos Modernos desde dos puntos de vista: de un lado, analizando las posibilidades manifiestas en la normativa de entonces: Concilio de Trento, Santos Padres, Catecismos, y algunos teólogos considerados más o menos comprensivos ante la relación afectiva y conyugal. De otro, las relaciones extrafamiliares que generaron apertura y seguimiento de causa criminal. Para ello se utiliza la documentación existente en los archivos diocesanos, en este caso referidos a la Archidiócesis Hispalense, utilizando un período amplio –siglos XVII y XVIII. 

 

Palabras clave: vida afectiva, Edad Moderna, Concilio de Trento, Catecismo, pleitos matrimoniales

 

Summary: this article studies the emotional life in Early Modern times from two different points of view: in one hand analysing the possibilities of the moral rules in those times: Council of Trent, Church Fathers, Catechisms and some theologians considered more or less comprehensive towards marital and emotional relationships. In the other hand, analysing the extramarital relations that generated the opening of any kind of trial. The resources of Diocesan Archives are used for that purpose, specially referred to the archdiocese of Seville. The period of study is wide: the seventeenth and eighteenth centuries.

 

Key words: emotional life, Early Modern Age, Council of Trent, Catechism, marital lawsuits

 

 

Este trabajo se acerca al mundo de las relaciones afectivas familiares y extra-familiares de la Modernidad. Atañe, esencialmente, a las uniones conflictivas, pero se adentra, también, en las consecuencias que tales afectos generaron en el núcleo familiar. Conflictivas e ilícitas y conflictivas por ilícitas. Con ello transfiero la mirada de las instituciones judiciales, en este caso eclesiásticas, y añado los efectos cotidianos de los controles diocesanos que se ratificaron en Trento. El marco: Sevilla, su archidiócesis y los siglos XVII y XVIII. Para ello, partiré de algunas consideraciones y avisos recogidos en tiempos del Concilio, acerca de lo permitido y de las formas y modos del buen amor. Habida cuenta el exceso de bibliografía –entonces y ahora [2]- me limitaré a las recomendaciones nacidas de Trento, a las “readaptaciones” del Catecismo Romano y a ciertos textos nacidos, en uno u otro sentido, de la llamada pastoral de la carne. Y conectaré con el espíritu anterior de ciertos escritores humanistas.

 

1. En torno a lo permitido: el Concilio de Trento, el Catecismo Romano y la pastoral de la carne

 

“De buenos casados gran bien es estar concordes y unánimes en una voluntad, un querer y un no querer, un perpetuo amor y una habitación continua, un dolerse cada uno de los dolores y penas del otro, un holgarse y alegrarse con lo que al otro le da contento y huir de hacer cosa que al otro le dé pena” (ESTEVAN J., 1595, 7, 157).

 

Como base del derecho eclesiástico de la Modernidad, y como texto eminentemente jurídico, el Concilio de Trento ahondaría en las formas legítimas del amor conyugal, en la sacramentalidad del matrimonio –frente a las interpretaciones de las Iglesias Reformadas- y en su solemnidad. En buena lógica, abandonaba las cuestiones referentes a la intencionalidad, y a la relación entre los esposos, si bien su defensa de la tesis consensualista parecía abrir camino hacia la realización de uniones nacidas de la voluntad; que ello se identificase con impulsos de naturaleza afectiva o amorosa parece más difícil de probar.

Huyendo de la clandestinidad, de los raptos, del concubinato, de la consumación en los matrimonios efectuados sólo por palabras de futuro (“matrimonio presunto”), y de la proliferación de querellas por incumplimiento de palabra, Trento elabora, en prácticamente una sesión –la XXIV- las bases del matrimonio católico: una sociedad monógama e indisoluble, y una “sociedad” válida únicamente a raíz de las ceremonias “de palabras de presente” constituida “a la faz de la iglesia”. Y como institución triunfante, la Iglesia de Trento absorbería –en ciertos casos compartiendo jurisdicción- la mayor parte de las denominadas causas matrimoniales; también, y en relación con ellas, las criminales.

Cuestiones, por tanto de jurisdicción y de competencias, de efectos disciplinares amplios: buena prueba de ello, la diversidad de procesos y causas incoadas ante su justicia ordinaria. Pero cuestiones que sólo quedarán atrapadas “por defecto”. Poco sabemos de las conductas amorosas “lícitas” y mucho de las “transgresoras”. Sin embargo, la mirada que aportan ciertos manuales de confesores, de sabiduría nacida en la experiencia, y el convencimiento de cierta colaboración vecinal –reteniendo información- al menos hasta la segunda mitad del XVII, dan a entender un concepto de “licitud” con ciertos tintes de relajación.

De entrada algunos silencios de Trento se solucionaron en las versiones prácticas de los capítulos del Concilio. Aquí el Catecismo Romano para párrocos, mandado elaborar por Pío V (1ª edición en italiano de 1566), establecería claramente el orden –y las prioridades- en la intencionalidad del matrimonio. De este modo:

 

“Pero conviene explicar por qué razones deben casarse el hombre y la mujer. Es la primera esta misma unión de los sexos apetecida por natural instinto, formada con la esperanza de socorrerse mutuamente, para poder, ayudado el uno con el auxilio del otro, llevar más suavemente las molestias de la vida y sufrir las debilidades de la vejez. La segunda es el deseo de tener hijos, no tanto por dejar herederos de sus honores y riquezas, cuanto por criarlos fieles a la fe y a la religión verdadera[3].

          

Que las finalidades se invirtieron, parece evidente. En tanto que las voluntades conciliares –plasmadas en el Catecismo- insistieron en la concepción del sacramento como efecto de una “unión de los sexos apetecida por natural instinto”, estableciendo el auxilio mutuo de los esposos y su convivencia como orden primero entre las razones del matrimonio, la teología moral posterior y su discurso cotidiano, manifiesto en manuales y sermonarios, y el mismo “olvido” de predicadores y párrocos, manipularon –esta vez por omisión- las primacías conciliares. Resaltaron la herencia biológica e insistieron en el mensaje paulino: el matrimonio como remedio a la concupiscencia, algo que desde su origen había estado presente entre teólogos, escritores y santos padres. También en el Catecismo, la visión del sacramento como refugio “de las acometidas de la sensualidad” hallaba su lugar: una tercera razón “legítima” para contraerlo [4].       

Tales inversiones y tales “olvidos” conectaban, en mi opinión, con dos condicionantes básicos. Uno, una cierta sumisión –o compensación- por parte de la institución y de sus clérigos hacia la sociedad patriarcal y estamental de los Tiempos Modernos. Sociedad en la que institución y grupo se hallaban inmersos y sociedad en la que, en ciertos niveles, preocupaba la reutilización del matrimonio como simple “unión de los sexos apetecida por natural instinto”. Si la persecución de la clandestinidad –compleja y lenta persecución[5]- suponía, también, el desagravio a los problemas habidos en las sesiones conciliares con algunos representantes regios, defensores del poder de las familias, resaltar la herencia biológica entre las finalidades de las uniones conyugales, por encima de la afinidad y el amor entre los esposos, coincidía, asimismo, con tales planteamientos sociales. En este sentido, la mayoría de los escritores, humanistas, científicos y teólogos, había insistido, e insistiría aún, en las visiones expuestas: con anterioridad Vives, y posteriormente al Concilio, Juan Huarte de San Juan o el citado Juan Estevan, tres escritores que  pueden servirnos de ejemplo.

Dos: primar la herencia biológica y las resistencias ante “las acometidas de la sensualidad” como razones claves del matrimonio suponía infravalorar las uniones sentimentales, aun aquéllas nacidas del buen amor: el amor templado, el amor-amistad. Y equilibrar los objetivos propuestos en el Concilio –libre consentimiento de los cónyuges, persecución de la clandestinidad, solemnidad de las nupcias- con las necesidades de las familias y los matrimonios concertados generaría, en adelante, como en el pasado bajo-medieval, exposiciones confusas y contradictorias en el pensamiento de los teólogos de a pie ¿Qué decir ante el deseo de gran parte de los jóvenes de elegir libremente al cónyuge, si tal elección no coincidía con los deseos paternos? Los moralistas se confundían. Pero el camino abierto por los humanistas, años atrás, optando por la autoridad familiar, aun suponiéndola recta, a saber, buscando el bien y la felicidad de los hijos, parecía facilitar los pensamientos, pese a coincidir con las posturas de los representantes de las Iglesias Reformadas. Así, las opiniones, mayoritariamente, aconsejaban la dejación de tales responsabilidades en las figuras paternas. Y el amor entre los esposos (algo que todos sin distinción consideraban clave para la marcha del buen matrimonio) nacería –decían- después. He aquí sus opiniones. Vives, en primer lugar:

 

"En consecuencia, la doncella, en tanto que sus padres se preocupan de su propia condición, dejará en sus manos cualquier inquietud en ese sentido (...). Los padres, al tomar la decisión sobre tema tan trascendente, no sólo deben mantener y mostrar su amor a los hijos sino que deben impregnarse del amor de la doncella para elegir del mismo modo que si ellos se fueran a casar, porque muchos padres, ya por imprudencia ya por maldad, se equivocan en la deliberación al pensar que aquél que sería un yerno apropiado para ellos, se convertirá con toda seguridad en el marido ideal para la hija. Así, muchas veces atienden sólo a la riqueza, la estirpe o el poder y la influencia del yerno (...), en cambio no atienden a lo que le va a ser útil a la hija (...). Unas personas así son unos enemigos y no unos padres... son traficantes de sus hijas porque las emplean para sacar provecho” (VIVES, pp. 171, 173, 174).

A conclusiones semejantes llegarían teólogos y sacerdotes; aquí los equilibrios con la teoría conciliar generaban representaciones ideales: padres e hijos acordes en la elección. De este modo, la exposición, que pretendía ser firme, al abrazar situaciones y voluntades opuestas, balanceaba, como Joan Estevan, a fines de siglo:

 

“Y porque la voluntad de los padres de los contrayentes no hace ni deshace el matrimonio, no hice arriba mención de ellos, porque, puesto el caso que los padres quieran, si cualquier de ellos no quiere, no se hace el matrimonio, y puesto el caso que los padres no quieran, si ellos quieren, ha efecto el matrimonio y es verdadero, y así lo afirmó el Concilio. Pero, aunque esto sea así tan verdad que afirmar lo contrario sería herejía, es bien y muy bien que ningún hijo ni hija case sin que su matrimonio venga por la mano de sus padres, y ellos lo traten y concierten y efectúen, esto por muchas razones y bastantísimas. Lo primero porque no hay quien tanta honra y bien desee al hijo como el padre y como sus mayores deudos, y así bien se pueden ellos fiar y confiar que les buscarán mujeres y maridos a los hijos, sin que ellos lo procuren, como convengan” (Estevan J, 1595, 2, 41-42).

  

Según sabemos, no sería el único. Otros moralistas, en otros tonos, descalificarán a los hijos que conciertan matrimonios sin atenerse a la autoridad familiar. Se hallaba en juego no sólo el modelo conyugal, basado en la “armonía de los conciertos”, sino el propio orden de reproducción social. A comienzos del XVII, el estilo de las exclamaciones sería éste, en el fondo opuesto a la esencia del Concilio:

 

"¿Qué diré de los que se casan por los rincones, por su antojo, y contra la voluntad de sus padres? (...) ¿Qué se puede esperar de semejantes casamientos?, ¿Qué paz, qué amor, qué contento se pueden prometer éstos de esta manera casados? La mujer que tiene honra y vergüenza no ha de hablar ni pensar en casarse, si no es cuando y con quien sus padres fuere bien visto” (Escrivá F, 1613, p. 110)[6] .

 

Y aún más: “Dios castiga de ordinario a los que se casan por su voluntad contra la de sus padres” (Andrade A. L.III. P. 212)[7]. La retórica de los oradores manipulaba los “avisos”. Frente al libre consentimiento conciliar, estaba la obediencia al cuarto mandamiento: honrarás a tu padre y a tu madre.

¿Qué hacer entonces con los amores previos? ¿Cómo borrar las pasiones de las doncellas y sus “galanes”? “Desapasiónate” decía Estevan, que la pasión, como exceso de los sentidos, dañina como el dolor y la enfermedad, causaba estragos, sinsabores, sufrimientos; en fin, pesares. En la retórica de aquel cura extremeño, amores y llagas se confundían: (...) y no hay mejor médico para esta llaga que te la pueda sanar si te desapasionas y dejas tu libertad en manos de tus padres y tus mayores” (Estevan, 1595, 2, 44). Representaciones del amor-pasión, amor-placer por fuerza negativas, como correspondía a un discurso también negativo de los excesos y las desmesuras, y al rechazo de cualquier principio que desestabilizase el orden social.

Que la sensualidad era mala lo probaban sus símiles: enfermedades del cuerpo, animales salvajes ... todo ejemplo era válido para representar el peligro del dominio de los sentidos. Para Vives, las pasiones satisfechas previas al matrimonio engendraban “lobas” en el cuerpo de las mujeres, las insatisfechas, en su espíritu. En el fondo, los avisos del humanista a las doncellas enamoradas, y las historias de finales desgraciados, aspiraban a lo mismo: la desestimación de aquellas que amaron antes del matrimonio y usaron “de la llama del amor” antes de “las santas y legítimas nupcias”. Estaban expuestas a un doble peligro: el abandono del amante y la extinción de la llama, que “entre los primeros abrazos de la boda se apaga y se extingue” (Vives, 1994, Pp. 190-191).

Avisos que cuadrarían con la adaptación del mensaje post-conciliar; ello pese a que el valenciano poseía una concepción del matrimonio más acorde con la que expusiera el “primer” Catecismo: “porque el matrimonio no fue instituido tanto para asegurar la continuación de la especie como para una cierta comunidad de vida e indisoluble sociedad”  (Vives, 1994, Pp.199).

Avisos, también, que finalizaban en la exposición de un amor que sólo sería legítimo en el matrimonio, que crecería en él y que se identificaba –y por ello era digno de amor- con la voluntad de Dios y la elección paterna; un amor, entonces, acorde con los valores del discurso ideológico y los planteamientos sociales, cuya bondad nacía, justamente de su adecuación a lo establecido. Porque era permitido, era, precisamente, amor.

En la teología “de a pie”, los sacerdotes adaptaban el uso de los símbolos a la transmisión del mensaje. Así el buen amor hallaba su espejo en el anillo, ejemplo “del grande amor” que los esposos “se han de tener”: redondo “para darles a entender que el grande amor con que se han de amar ha de ser perpetuo y sin fin”; de oro, “para dar a entender que así como el oro excede a todo metal, así el amor de los casados ha de exceder a todo otro amor, y se han de amar más que a cosa del mundo, más que a sus padres y que a sus hermanos”; en el dedo “corazón”, “ para darles a entender que el amor con el que se han de amar ha de ser cordial, no fingido, sino verdadero y de corazón” (Estevan, 1595, 8, 259) .         

El verdadero amor, pues, respetaba los convencionalismos sociales, nacía de la voluntad paterna y se crecía en la convivencia de los esposos. El verdadero y permitido amor era “discreto y templado”, conforme a los planes divinos y, como sacramento ratificado en Trento, “enderezado y referido a Dios”, cuyas señales se mostraban en la comunicación entre los cónyuges: “y nada hacer sin consultarlo primero el uno con el otro” (Estevan, 1595, 8, 266). Por tanto, y pues resaltamos la comunicación y la convivencia en la base del verdadero amor conyugal, cosa en la que coincidían humanistas y teólogos, nada mejor que promover la unión de naturalezas semejantes. Desde la antigüedad, rescatada entonces, hasta las bases de la moral dieciochesca[8], pocas cosas cambiaron tan poco y fueron tan reiteradas como el acierto del casamiento entre iguales. Para Vives, la semejanza era “el vínculo más fuerte del amor”; asimismo para Joan Estevan. “Científicamente”, además, y dado que –opiniones de Huarte- el amor calentaba y desecaba “el celebro”, parecía útil concertar los matrimonios, otorgando a cada hombre la mujer que “en proporción y calidad” correspondiese. Llegaba, en fin, y por otras vías, el médico navarro a defender la existencia de casamenteros, siguiendo en ello -¡cómo no!- los pensamientos platónicos (Huarte de San Juan, 1575, Pp. 172 y 299).

     

2. El demasiado amor, la desmesura y otras conductas ilícitas en el matrimonio. Y Tomás Sánchez

En buena lógica, tales amores discretos y templados, orientados a Dios, y por propia concepción opuestos a pasiones y amoríos, no casaban con la desmesura. La armonía del buen amor, nacida en la amistad que generaba la semejanza, huía de los excesos. Entre ellos, la pastoral de la carne –como antes la labor de los humanistas- destacaba la “excesiva carnalidad” o sensualidad entre los esposos. Contrariamente a las visiones futuras, un buen matrimonio no habría de dejarse llevar por, de nuevo, el dominio de los sentidos. No era deseable, tampoco, una atracción desmesurada, pues ello pervertía el fin de la unión conyugal. A fin de cuentas, aquellas orientaciones paulinas que centraron buena parte del debate en “las acometidas de la sensualidad” dirigieron la bondad del matrimonio hacia su resistencia, no hacia su identificación.

Los moralistas comparaban tales desordenados amores –que anteponían al cónyuge incluso a Dios y a la salvación de sus almas- con idolatría. Seguían en ello, no únicamente, las tendencias platónicas, tan al uso de entonces, sino las propias recomendaciones del Catecismo y, antes que él, los escritos de los Santos Padres. Ya Tomás de Aquino, a fines del XIII, recuperaba la descalificación de los amores “excesivos”, aun dentro del matrimonio:

 

“Y puesto que el que ama a su mujer excesivamente obra contra el bien del matrimonio, haciendo de él un uso indebido, aunque no viole la fidelidad, pudiendo llamársele, en cierto modo, adúltero (...).[9]

 

En el fondo, también la Iglesia, desde la antigüedad, había usado de la tradición clásica en su concepción del matrimonio y del amor conyugal y, comparando aquellas inclinaciones “sensuales y bestiales” con relaciones e instintos animales, recordaba a los feligreses que el dominio de los sentidos les asimilaba a las bestias, carentes de inteligencia. Añadía, además, que el matrimonio venía a ser el refugio idóneo para evitar “los pecados deshonestos”, tendencia natural en el hombre desde el pecado original, y razón por la cual los “débiles” y quien estuviere “persuadido de su flaqueza” habrían de recurrir a su auxilio[10]. Se ratificaba, entonces, la supremacía del celibato, que tanta tinta –y sangre- vertiera en el llamado debate de la perfección de los estados, pero, además, se introducía, también, uno de los elementos más útiles en la defensa de los incontinentes: la “fragilidad”de la carne, argumento comúnmente extendido –y comúnmente exitoso- en los discursos de los reos de tantos procesos judiciales.   

  Las relaciones “demasiadamente sensuales” añadían igualmente otros elementos y conductas conflictivos. O una excesiva proliferación de la prole, o la práctica de relaciones sexuales no encaminadas a la procreación, lo que, evidentemente, ninguna de las fuentes eclesiásticas, fuesen conciliares o post-conciliares, consideraría comportamiento lícito. Explícitamente el Catecismo lo condenaba:

 

(...) es gravísimo el pecado de los que, unidos en matrimonio, o impiden la concepción o promueven el aborto por medio de medicinas, porque esto debe considerarse una conspiración desnaturalizada de homicidas” (P. 360). 

 

Aquí no cabían distinciones. Ni los escritores más comprensivos –ninguno como el jesuita Tomás Sánchez- consideraban la posibilidad de unas relaciones conyugales cuyo último fin no fuese la generación. Aquel “vaso legítimo”, que tanto comentaran los apóstoles Pedro y Pablo en sus epístolas, se constituía en el “único recipiente” del “precioso licor” masculino, por utilizar símiles de los moralistas de entonces. Por consiguiente, cualquier acto sexual, incluso dentro del matrimonio, encaminado a otro fin –aun la mencionada unión de los esposos- sería condenable. Utilizaré ahora algunos textos del citado Tomás Sánchez –tan repudiado en el XIX como incomprensiblemente exitoso entonces, considerando, aun en latín, sus expresiones, y la claridad de opiniones-, esencialmente aquellos referidos al débito conyugal[11].

Comenzaré por las premisas básicas: la licitud del acto conyugal. Así lo expresaba el jesuita: “El acto conyugal es lícito cuando se ejerce con el fin de tener prole, de guardarse mutua fidelidad o de pagarse mutuamente del débito”[12]. En consonancia, toda aquella relación conyugal destinada a impedir la generación se consideraba “un crimen contra naturaleza”. Entre ellos, el denominado “abuso de la mujer contra la naturaleza”, relaciones también llamadas “de cópula ilegítima”, consideradas como “adulterio”, según la significación de tal término en obras clásicas como las de San Ambrosio o San Agustín, en donde cualquier abuso de la potestad conyugal era entendido como adúltero. También y de nuevo Santo Tomás: “El casado no sólo peca si tiene contacto con otra mujer, sino también si practica el acto sexual de modo indebido con su mujer, lo cual es un pecado de lujuria[13]. Relaciones que el jesuita definía como de “sodomía”, de mayor gravedad en su opinión que las relaciones semejantes mantenidas entre solteros. La razón era lógica: desvirtuaba el fin del sacramento:

 

“Siempre es pecado mortal copular por un vaso que no sea el natural, omitiendo éste, porque es una sodomía manifiesta y un pecado contra la naturaleza y se opone al fin natural de la cópula que es la generación de la prole. La mujer se llama esposa para esta cópula, no para la ilegítima” (Sánchez, 1602-1605, T. III, L º 9, Contr. 17) .   

 

Un mismo discurso habría de condenar el aborto –“la mujer que toma una medicina u otra cosa que se oponga a la concepción de la prole es reo de culpa mortal”- pero, el desconocimiento referente a la concepción “animada” del feto juzgaba en algunos casos tal posibilidad: en caso de peligrar la vida de la madre y cuando el feto no estuviere “animado por el alma racional”. Asimismo en caso de estupro, bien que “ antes de que esté cierta (la doncella) de haber concebido”. En ambos casos porque la opinión científica de la época consideraba no haberse generado aún el ánima y por defender, no tanto a la doncella cuanto a la parentela, así como en bien de la futura prole y su marido, tanto más si hubiere contraído esponsales de futuro. El discurso moral, pues, se sometía a los criterios de estratificación social (Sánchez, 1602-1605, T º III, L º 9, Contr. 20)[14].

Ahora bien, la originalidad de Tomás Sánchez radicaba en considerar lícito –si acaso culpa leve o venial- cualquier trato habido en el matrimonio si la finalidad del acto coincidía con la propagación de la prole. Independientemente de los “tactos”, las palabras, los pensamientos, las formas, los modos o las posturas encaminadas a la excitación sexual previa. También su preocupación porque la mujer consumase el acto: “el hombre debe continuar la cópula después de la efusión del semen, hasta que la tenga la mujer, pues hasta ese momento no se consuma el coito” (Sánchez, 1602-1605, T º III, L º 9, Contr. 17). En el fondo porque, pese a considerar, como todos,  el fin básico del matrimonio en la generación, no olvidaba la bondad de una buena relación entre los cónyuges, tanto para consumar el citado fin como para “aplacar la concupiscencia” o avivar el amor conyugal. Así, aun en los casos de poseer la certeza de no poder concebir, la relación íntima entre los esposos se hacía lícita y buena “a fin de fomentar el mutuo amor entre ellos”. Lícita, además, porque bastaba con no impedir la generación, aunque no se deseara.

Su concepción del débito conyugal, además, pendiente de las necesidades de la mujer, nacía en otros discursos igualmente misóginos: que la mujer insatisfecha se tornaba bastante más peligrosa que el hombre, tanto por las discordias consiguientes como por el peligro de adulterio. Así, y puesto que también como todos, las definía como “fáciles para la liviandad y frágiles para resistir”, defendía la conveniencia de pedir y dar el débito como remedio a la incontinencia, “como el médico propina al enfermo la medicina sin pedirla” para que “el ardor y aquella lujuria que les arrastra a la fornicación se apaguen” . La mujer, por tanto, no precisaba solicitar el débito expresamente. En compensación a su liviandad y fragilidad manifiestas, la naturaleza –continuaba Tomás Sánchez- las había dotado de una cualidad: la vergüenza. Su función: la de servir de “claustro virginal que les sirviese como de freno en el uso del placer”.

Como el hombre, pues, la mujer tenía sus necesidades. Aunque las más discretas las silenciasen. Bastaba entonces con que por algunos signos manifestasen su deseo: “porque, como las mujeres suelen tener mucha vergüenza y no suelen pedirlo claro, basta con que lo indiquen”. Indirectamente, y en función de objetivos superiores, acordes con el discurso moral y social, la sexualidad femenina hallaba en la obra del jesuita una mayor dedicación. Lo que no consta explícitamente en la mayoría de los moralistas de entonces  (Sánchez, 1602-1605 T º II. L º 7. Fol. 23 y  T º III. Lº 9. Contr. 2ª).

     

3. Pensando en el matrimonio: promesas, compromisos, amores y amoríos

Dejaré ahora la visión de la norma, el Concilio y los moralistas, para centrarme en las actitudes que generaron, por su ilicitud, la apertura de expediente criminal ante la justicia ordinaria diocesana, en este caso relacionadas con el incumplimiento de las “palabras de matrimonio”.  El marco es la archidiócesis hispalense, amplia circunscripción eclesiástica que abarcaba las actuales provincias de Huelva, Sevilla, parte de Cádiz y oeste de Málaga.

Un acercamiento de carácter cuantitativo a los fondos documentales del Archivo Arzobispal Hispalense constata para la posteridad la importancia del tema de los esponsales de futuro, aun en el caso de ausencia de contrato matrimonial previo ante notario, así como la firmeza de quienes defendían la validez de las promesas de matrimonio[15]. De igual modo, la utilización de la vía judicial eclesiástica, pese a ser asuntos de fuero mixto y de existir, con igual función, los tribunales civiles como ámbitos de acogida y presentación de querellas.

De su importancia dan prueba manifiesta los cómputos que he realizado referentes al espacio cronológico 1707-1762, abarcando todos los autos y pleitos de cualquier orden seguidos ante el oficio segundo de los tribunales eclesiásticos diocesanos en dichos años. Entre ellos, están los denominados pleitos matrimoniales referentes no sólo a las localidades citadas; contemplaban, también, las apelaciones procedentes de las diócesis sufragáneas de Cádiz y Canarias. En su conjunto, dichos autos alcanzaban la no despreciable cifra de 9.669[16]; de ellos, los titulados como “matrimoniales” ascendían a 2.599, más de la cuarta parte (26.87%) y, entre éstos, algo más de la mitad (53.75%) correspondía a demandas “de palabra”: 1.397 expedientes. Considerando la pérdida de los fondos civiles, hemos de suponer un número evidentemente superior.   

Tales querellas dependían, en buena lógica de las coyunturas poblacionales –más abundantes entre 1735 y 1755- y de los ritmos y las tasas de soltería femenina, lo que hacía imprescindible el cumplimiento de la palabra dada, tanto más en sociedades como éstas en las que el matrimonio se materializaba, aun entonces, como una de las salidas vitales de las mujeres. 

Vitales en el XVIII como en los siglos anteriores. A raíz de Trento, y según había insistido la Teología Moral, como antes el discurso social de los humanistas, y más tarde el de obras literarias de carácter moralizante –también Cervantes como María de Zayas-, se multiplicaron los avisos a las doncellas y a sus parientes, acerca de la ilicitud de las relaciones prematrimoniales, tras la celebración de esponsales de futuro y aun existiendo contrato ante notario. Los sermonarios, los manuales de confesores, los Norte de estados, Espejos o escritos variados, todos con el mismo fin, alertaban no sólo de la prohibición de tales “consumaciones previas”, sino –con mayor efecto- de sus peligros: la bella Dorotea cervantina, pese a su arreglado final, se vería abandonada temporalmente por su amante; las seducidas por el burlador de Sevilla quedaron malparadas; las lectoras de Zayas eran avisadas de los engaños de varones sin escrúpulos, y las feligresas, en las homilías como en los confesonarios, hubieron de escuchar las desgracias de muchachas abandonadas seducidas con promesas de casamiento. Tanto más necesaria la guarda de la virginidad.

En realidad no hacían falta tales y tantos avisos para ratificar su existencia. Como la documentación judicial demuestra, la extensión de las relaciones prematrimoniales  -o que se decían prematrimoniales- parecía un hecho. Y como tal, y puesto que pretendieron justificarse en la realización previa de un contrato de esponsales, o, en el peor de los casos, de unas “palabras de matrimonio”, que hacían suponer la realización segura de las nupcias, parecía lógica la continuación de aquellas historias en la interposición de demandas de casamiento.

Promesas y relaciones íntimas caminaban de la mano. Y el discurso acusador de ellas –y en su nombre de sus tutores o parientes- como el defensivo de quienes perdieron la honra por hallarse “usadas”, identificaban la “palabra” con la “entrega”. A fin de cuentas la entrega –decían- correspondía a la promesa dada: una “prueba” que las supuestamente doncellas presentaban en su defensa, para verificar su demanda. “Prueba” que, de no existir contrato notarial, sustituía regalos de compromiso. Como los crucifijos o las vírgenes hicieron de testigos. Y como los “males de corazón” pretendían demostrar los efectos trágicos en las doncellas honestas.

Entre todas las historias, seleccionaré una, por reunir todos los elementos propios de las historias de amores, compromisos, oposiciones familiares y finales desgraciados. Que las demandas fracasaban por la oposición de las familias –y ésta, esencialmente por la desigualdad social- resulta evidente. Allí donde las mujeres abandonadas –protagonistas en más de un 97%  de las querellas analizadas hasta el momento- procedían de extracción social inferior, o allí donde el antiguo novio poseía expectativas profesionales incompatibles con el matrimonio, el fracaso parecía asegurado. Como el de  Leonor Mosquera,  demandante, frente a la promesa dada por el futuro clérigo, también de Sevilla, Alonso de Herrera. Aquí ni los certificados expedidos ante notario, probatorios de esponsales de futuro, a comienzos del XVII, ni las declaraciones de los testigos sirvieron. Pese a “palabras” como éstas:

 

“En la ciudad de Sevilla, (...) octubre de 1616, parecieron personalmente Don Alonso de Herrera  de Castro (...) y doña Leonor Mosquera (...), dijeron que por cuanto de un tiempo a esta parte han tenido y  tienen voluntad de casar y contraer matrimonio (...) y que ahora de presente por ciertas causas no pueden efectuarlo luego, y porque queden obligados y no se puedan casar con diferentes personas, quieren otorgar esponsalia de futuro (...) y de conforme a derecho, el dicho Alonso de Herrera dijo que daba y dio palabra matrimonial a Doña Leonor Mosquera y le prometía y prometió de casar con ella, según lo dispuesto y mandado por la Santa Madre Iglesia, y la dicha doña Leonor Mosquera dijo que aceptaba y aceptó la dicha palabra y promesa de matrimonio (...) y prometió casarse con él en el tiempo debido y como lo manda el derecho, y ambos a dos y cada uno se obligaron a contraer matrimonio de presente en los días que se fijasen (...) y mediante lo referido cada uno de los otorgantes juraron a Dios y a la cruz que quisieron, con los dedos de la mano derecha de tener de cumplir y guardar esta obligación (...) y declararon ser de edad el dicho don Alonso de 23 años, y la dicha doña Leonor, de 21[17]. 

 

Solucionados los obstáculos –impedimentos de consanguinidad en tercer grado-, nuevos problemas esta vez irresolubles dificultaron la ceremonia de “las palabras de presente”. Ante los nuevos destinos del novio –carrera eclesiástica con suficiente dotación de capellanías, y estudios en Roma- el destino de Leonor cambiaba. “Infamada por no poder hallar marido de su igual calidad”, e “infamada” por saberse “usada”, su honor y su matrimonio cedieron ante las argucias de la familia del antiguo novio. Sabedores de ciertas deudas contraídas por el padre de Leonor, por cuya causa conseguirían llevarle preso ante la Justicia Real, los demandados negociarían posteriormente libertad con retirada de la querella, negocio al que se avendría la familia de la mujer, sin su consentimiento. Que más preciaba ella su honra que la vida paterna. Y así se quejaba:

 

(...) y la dicha Leonor, iba llorando y muy afligida, diciendo ¿es posible que me quieran a mí hacer una cosa tan mala como ésta? y la dicha su madre le decía: porque salga vuestro padre de la cárcel y no verlo preso, más que todo eso podéis hacer y la dicha su hija respondía que ‘aunque otro día hubieran de sacar a su padre a la plaza de San Francisco no habían de permitir que ella hiciera tal cosa ni apartarse de la querella, y hacerle perder su honra’” .     

 

“A la plaza de San Francisco”. En el discurso de Leonor, la memoria de los autos de fe y las actividades del santo Oficio no parecían peores que la ruina de su matrimonio. Habiendo existido cópula carnal, embarazo y una hija, y ser “ público y notorio” noviazgo y relación, el abandono se convertía en deshonra. Tanto más con  los recuerdos que aportaron declaraciones como éstas:

 

“Y besaba y abrazaba a la dicha doña Leonor como a su mujer, y se subían solos a los altos de la casa, y la dicha doña Leonor se defendía no quería condescender a la voluntad del dicho don Alonso (...) y sin embargo de esto y de la resistencia de ella, esta testigo les vio subir solos (...) a una sala donde tiene una alcoba, donde está una cama (...) y allí vio juntos y acostados a los susodichos algunas veces solos, aunque estuviesen en la dicha casa los padres (...).[18]

 

Las deposiciones de los testigos describían escenas universales a este tipo de demandas. Ellos insisten, ellas se resisten y al fin, como “frágiles” y bajo promesa, ceden. La historia de Leonor y el clérigo Alonso se repetiría en sociedades como aquéllas en las que la realización previa de esponsales de futuro relajaba las conciencias y los controles de padres y tutores, al entender ya comprometidos a sus hijos, y en las que, además, los privilegios estamentales hacían de la carrera eclesiástica un destino comúnmente más provechoso que un simple matrimonio entre primos. Aquella testigo continúa:

 

“Una noche vio esta testigo que la dicha doña Leonor, estando solos ella y el dicho don Alonso en el patio bajo en un portal, el dicho don Alonso la tenía sentada sobre sus rodillas a la dicha Leonor, teniendo alzadas las faldas de la saya y camisa, y la susodicha le decía que no la echase a perder y que mirase por su honra, y el susodicho le decía que había de ser su mujer y que no importaba (...) y luego que quedó preñada, el susodicho se fue y ausentó, fuera de esta ciudad, a ordenarse”.

 

Pese a las pruebas y a las promesas, la demanda se pierde. Alonso de Herrera, condenado por el trato carnal, conseguiría su libertad y las órdenes sagradas en Italia, y la vida de Leonor –de la que únicamente conocemos su persistencia, pues hasta 1625 continuaría pleito y apelaciones-, parece encerrada entre los destinos de sus padres y su hija. Y nada más, salvo sus cartas. Unas cartas presentadas como prueba de la relación entre los jóvenes en las que el futuro clérigo prometía cumplimiento de amor y de palabra.

“Lumbre de mis ojos” , “mi vida”, “mi corazón”, “prima de mi alma”, “ángel de mi alma”... éstas y otras expresiones atestiguaban –decían- la relación antigua. Y otras declaraciones propias de enamorados hicieron pensar en el cumplimiento de la promesa: “que no cuide de nada ni entienda de nada sino solo en quererme mucho, mire que me lo debe y que la adoro de suerte que, ni aun durmiendo, me deja y, porque me voy a dormir y a ensoñarla, no digo más” [19].

Una historia como tantas, espejo del triunfo de los discursos sociales y de los destinos mejorables. Frente a la promesa dada y atestiguada, el desistimiento del tutor, acorde con el deseo del demandado, evidenciaba el poder de las familias y demostraba que, pese a las representaciones, en la vida cotidiana, no siempre primaba la honra de la mujer. Ante otros destinos familiares, se vendía. 

 

4. Y amores adúlteros: las llaves de la casa. Recapitulación

Las conductas ilícitas relacionadas con situaciones de adulterio, amancebamiento o concubinato, aparecen recogidas mayoritariamente en los expedientes titulados como “causas criminales”. El Concilio de Trento, al absorber la jurisdicción sobre las causas matrimoniales, en tanto relacionadas con el sacramento, derivaba hacia la Justicia Ordinaria Diocesana todos los autos y sumarias referentes al cumplimiento de los deberes conyugales. Pero los denominados “Pleitos matrimoniales”, según dije mayoritariamente destinados a las querellas de “palabra”, contenían, junto a los expedientes de nulidad o divorcio, otras causas tocantes a la convivencia: malos tratos, petición de vida maridable, abandono ... etc.; razón por la cual en ambos cuerpos podemos rastrear información referente a la vida afectiva y conflictiva de tales tiempos.

La persistencia del adulterio y, aun más, del adulterio en formas de amancebamiento, genera a lo largo del XVII –sobre todo a su final- una persecución palpable por parte de las jerarquías eclesiásticas. La llegada a la mitra hispalense del arzobispo Palafox (1685), notable reformador de costumbres, originó no pocos procesos iniciados por “la vía de oficio”. Ello suponía sacar a la luz –de la justicia- situaciones a veces mantenidas desde tiempo atrás, guardadas en el secreto –por ser los falsos cónyuges forasteros- o por no despertar una abierta oposición[20]. A su tiempo y posteriormente, los despachos diocesanos vieron crecer las delaciones particulares quizás en relación con un “despertar” de las conciencias; más bien con el comienzo del éxito de la pastoral post-tridentina. A estas horas, lejanamente post-tridentina. 

Cuando Juana de los Reyes, mujer casada, fue acusada de amancebamiento y adulterio con el sargento de milicia, el gallego Domingo de León, en la Sevilla de 1674, abiertamente confesaría su culpa. A fin de cuentas, se consolaba y disculpaba diciendo que, si estaba amancebada “no sería la única en el mundo”, y continuando en su discurso, claramente acorde con los criterios de exclusión social –también para quien se unía a un simple soldado- añadía: “que no era con ningún negro sino con un hombre de bien y que por esta causa no la habían de menospreciar ni vituperar[21].

La historia de Juana de los Reyes no era tan diferente de otras muchas; salvo, quizás, por su desparpajo ante la vecindad, su sinceridad ante la Justicia, o el cúmulo de desgracias que le tocó vivir en plena mitad del XVII ¿falta el resto de la frase?. Apresada entonces en la Casa de Las Recogidas, confesaría ser casada  a los 14 años, recuerdo vivo en su memoria pues lo conectaba con la gran peste de mediados de siglo: “que pasado el contagio, como un año, se casó la confesante en santa Catalina con Manuel Fernández”. Tiempos difíciles: años de epidemias y de alteraciones andaluzas. Sumido de lleno en los motines de mediados de siglo y acusado por la Justicia de resellar moneda, el marido huiría a la ciudad de Cádiz, donde, al parecer, pasaba la vida vendiendo tabaco. Desde el año de los motines hasta entonces, nada sabía del cónyuge, salvo la respuesta a ciertas cartas que ella le había enviado para obtener noticias. Así lo cuenta:

 

Que esta confesante en todo el tiempo que ha durado la ausencia de su marido le ha escrito diferentes cartas, a las cuales les respondía no hiciese caso de él (...) y en una ocasión le envió cien reales diciéndole que no se acordase del dicho Manuel Fernández como si no estuviese en el mundo y la confesante, viendo este despego, fue a la dicha ciudad con su hijo y el dicho Manuel no hizo caso de la confesante”.

 

Las razones de los despegos solían ser sencillas: la existencia de otra mujer y otra familia. Las actuaciones posteriores variaban: si gran parte optaba por iniciar querella, en esta ocasión la actitud de Juana parecía ser más práctica : “y aunque a la confesante le aconsejaron se quejase ante el juez, no lo quiso hacer por el mal que podía redundarle, y se volvió a esta villa”. Allí conoció al sargento gallego, se unió a él, tuvo dos hijas y llevó vida matrimonial y familiar. Y se defendía “con mucho recato, diciendo en la vecindad donde asistió que el dicho Domingo era su marido y suyos los dichos tres hijos, de tal forma que el mayor tampoco lo sabía”.

Juana sería posiblemente analfabeta; habría escrito a su marido sirviéndose de ayuda. Pero sabía usar del discurso moral de quien le juzgaba: había sido adúltera pero adúltera recatada, no había producido escándalo pues todos creían era su marido, hasta su hijo mayor. Y la pobreza, el abandono y la fragilidad habían hecho el resto. Actitudes de recato que no sabemos si casaban bien con el carácter de Juana, tan ingenua al reconocer su culpa –“dijo que la causa por la que está presa es porque está amancebada con aquel hombre”- , o tan atrapada. El final, a su pesar, le favorece. La muerte del “cómplice”, pese a los intentos del fiscal –“que esta mujer debe llevar la pena de los veinte años de amancebamiento”-, la libera; y sobre todo, los empeños del hijo.

Por lo común, las esposas abandonadas no eran “tan prácticas”. Quejosas del abandono, sobre todo del material, encaminaban la culpa hacia la nueva amante. Y los enamoramientos de sus maridos se convertían en hechizos de aquellas “cómplices” a las que parecían consentir actitudes y agravios, en su opinión, incomprensibles. “Hechizado” se hallaba al parecer, el genovés Domingo Haibito, por las “argucias” de Juana Ortega, según relataba una de las testigos de la acusación:

 

“Y la referida su mujer, movida por necesidad, ha servido en diferentes casas, a la cual le ha oído hablar muchas veces y le ha oído decir que desea estar con el dicho su marido, pero que la dicha Juana Ortega lo tiene enhechizado  (sic) y en algunas ocasiones ha oído reñir a la dicha Juana Ortega con el dicho Domingo, palabras muy feas que no son dignas que un hombre sufriese, y, no obstante, al poco rato, lo ha visto llegarse a la dicha mujer y acaricialla y alagalla, sin darse por entendido de tales agravios, y a la testigo le ha dado qué pensar si le tiene quitado el juicio.[22]

 

De enlazar vidas, tampoco la de la citada cómplice parecía diferente. Abandonada a su vez por un marido ausente desde nueve años atrás, su situación de desamparo le había traído a Sevilla desde Sanlúcar de Barrameda a una edad, aún no tendría los treinta, en la que consideraba que podría rehacer su vida. Como en tantas otras, los destinos penales le condujeron a la cárcel de mujeres, no tanto por la culpa –que también- cuanto por el desamparo. Sin nadie que la fiase, su delito la convertía en única responsable. Y la vuelta al hogar del falso cónyuge finalizaría, documentalmente, una historia común.

Nada revelaba mejor una vida conyugal que los “mantenimientos”. “Traer la despensa” o “dar las llaves de la casa” son expresiones comunes en las acusaciones de amancebamiento y adulterio. Y constituyen las quejas de las esposas abandonadas. “Que la dicha doña Ana gobierna la casa y corre con el manejo de ella por dispensarlo así el dicho Manuel Francisco”. Tales acusaciones, pertenecientes aquí a un proceso por amancebamiento adúltero de finales del XVII, parecían alcanzar el mismo peso que las sospechas de trato carnal. De hecho, el dominio de la mujer se visualizaba en la casa, en las llaves, en la despensa. Dominio que se suponía, también, en otros espacios. La mujer lo relataba –los había visto juntos- pero en el fallo del Provisor pesaría más el trato en público y su ostentación, que el “desvío” en privado[23].

Porque la simbología de las llaves reflejaba una situación de usurpación de papeles y de dominio: sobre el espacio familiar, sobre los bienes y sobre el falso marido. También, en buena lógica, sobre los afectos.

 

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[1] Este trabajo ha sido realizado al amparo del proyecto de investigación del MEC, referencia I+D HUM2006/10518HIST.

[2] Desde la ya clásica de obra de M. Vigil, editada en 1986, otras muchas han conectado con el tema de los discursos y los textos referidos a teología moral y matrimonio. Entre ellos, VIGIL M, 1986; HERNÁNDEZ BERMEJO M.A., 1987; BARBAZZA M.C., 1988a, 1988 b; VARELA J.1983; BRANDENBERGER T., 1996;  MORANT DEUSA I.,2002; Entre los del siglo XVI, VIVES J.L., 1528; OSUNA F., 1531; FRAY VICENTE MEXÍA.,1566; FRAY LUIS DE LEÓN., 1583; DE LA CERDA J.,1599; ASTETE G. 1597/1603. ESCRIVA F.,  1613. En otra dirección –teológica y jurídica-aunque también de claras referencias morales, quizás, desde el siglo XIII, ninguna época como la que se extiende entre 1585 y 1635 dedicaría tanta atención a tratar la doctrina sobre el matrimonio; son los años de Pedro Ledesma, Roberto Belarmino y Tomás Sánchez; a destacar por su impacto la obra del jesuita Tomás Sánchez., 1602-1605. Sobre ello: LE BRAS G., 1927.  CARRODEGUAS C.,  2003. Pp. 59 y ss. MORANT I., 2005. Pp. 27-63. ARELLANO I., y USUNÁRIZ J. M., 2005.

[3] Catecismo para los párrocos según el decreto del Concilio de Trento. Reedición Editorial Magisterio Español. Madrid, 1971. P. 359. Sobre las ediciones del Catecismo Post-conciliar y sobre la importancia de ser el único texto permitido en lengua vernácula –y lo que ello comportaba en su difusión-, vid. JULIA D. (2001, pp. 415-469).   

[4] Sobre tales readaptaciones traté en CANDAU CHACÓN M ª L (2005 a).

[5] CANDAU CHACÓN M ª L.,(2006).

[6] Citado en VIGIL M. (1986, P. 80).

[7] Ibidem.

[8] Un ejemplo es la conocida obra de FRAY ANTONIO DE ARBIOL (1715). 

[9] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica- II-IIae. Secunda secundae. Cuestión 154. art. 8º.Roma-París, 1271.

[10] Catecismo Romano, p. 360.

[11]  He utilizado la primera edición conocida en castellano de la famosa obra De Sacrosancto Matrimonii Sacramento. 3 Vols. Salamanca 1602-1605. Fue realizada con evidente ánimo crítico en 1887 a fin de atacar la moral jesuítica. Constituye una selección de textos sacados de las Controversias centradas en la fornicación, con la única intencionalidad de avisar a padres y esposos de lo que sus hijas y esposas no debieran nunca saber. Traducción según la edición latina de 1623. (Compendium tractatus de S. Matrimonii Sacramento. Ab Emmanuele Laurentio Soares. Lyon, 1623).

[12] Op. Cit. Tomo III. Libro 9. Controversia  8ª. 1

[13] Fueron famosos los escritos y sermones sobre la Virginidad de San Ambrosio, arzobispo de Milán, siglo IV. De influencia sus escritos en San Agustín Del bien conyugal Cap. 11. tomo 6. También de San Agustín, Sobre el sermón de la montaña, 1 y De Virginitate.  Santo Tomás de Aquino., Suma... II-IIae  Cuestión 154. art. 1º.

[14] La casuística continúa con exposiciones como ésta: “... comete también pecado mortal contra la naturaleza la mujer que, inmediatamente después del coito, orina, se levanta o hace cualquier cosa para expeler el semen, pues también frustra el fin de éste”.

[15] Para el mismo espacio y tiempo, traté este tema en CANDAU CHACÓN M . L (2005 b, 2005 c).      

[16] Más 4 legajos y 84 ramos de autos de contenido sin detallar. Vid artículos citados.

[17] Demanda por palabra de casamiento y estupro contra el licenciado Alonso de Herrera, clérigo de menores. Sevilla, 1617-1625. Archivo General del Arzobispado de Sevilla (AGAS) Sección Justicia, Serie Criminales. Legajo 933. Más extensamente en CANDAU CHACÓN M .L.(2005 b).

[18] Declaración de María Sánchez. Documento citado. 

[19] Carta de don Alonso de Herrera a doña Leonor Mosquera. Contenida en el documento citado.

[20] De interés las diferentes actitudes de la población en las comunidades italianas ante las situaciones de concubinato y adulterio. Vid. SEIDEL MENCHI S. E  QUAGLIONI D (2004).

[21] Declaración de María Josepha, mujer de Diego Benítez. Proceso contra Juana de Los Reyes y Domingo León. Sevilla, 1674. Sección  Justicia, Serie Criminales, legajo 1053. AGAS.

[22] Declaración de Catalina González. Proceso contra Domingo Haibito y Juana Ortega, Sevilla, 1634. Sección Justicia, Serie Criminales, legajo 1091. AGAS.

[23] Causa contra Don Manuel Francisco Morales y Doña Ana Josepha . Sevilla, 1689. Sección justicia, Serie Criminales, legajo 1049. AGAS.



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ISSN: 1699-7778