El
monopolio fiscal del tabaco en la España del siglo XVIII.
Rafael Escobedo Romero
(Universidad de Navarra)
Tesis
doctoral dirigida por el Dr. Rafael Torres Sánchez y defendida en el
Departamento de Historia de la Universidad de Navarra el 22 de septiembre de
2004 ante un tribunal compuesto por los Dres. Pere Molas Ribalta, presidente,
Agustín González Enciso, José Manuel Rodríguez Gordillo, Juan Zafra Oteyza y
Antonio Moreno Almárcegui, recibiendo la calificación de sobresaliente cum
laude por unanimidad.
Durante
el siglo XVIII, una tercera parte, si no más, de los ingresos reales ordinarios
provinieron del monopolio fiscal del tabaco. No sólo fue mucho dinero, dinero
en cantidad, sino que fue también dinero en calidad, líquido, bastante seguro,
fácilmente manejable por su estructura de recaudación. Estamos por lo tanto
ante una organización recaudatoria de probada eficacia y que, además, todavía
no tenía la contestación teórica y política de la que sería objeto a partir del
siglo siguiente. El monopolio real del tabaco fue, en definitiva y como es bien
sabido, uno de los pilares de la Hacienda española del Antiguo Régimen. En un
siglo crucial en el proceso de construcción del Estado moderno como fue el
XVIII, el monopolio del tabaco jugó un papel decisivo en tanto que le
proporcionó una a éste una sólida base financiera. Todo esto es ya bien
conocido, pero ¿fue esta la única aportación de la Renta del Tabaco al proceso
de construcción del Estado? Responder a esta pregunta exige comprender en
profundidad la naturaleza y el funcionamiento de la institución, analizar las
relaciones entre los distintos agentes económicos, sociales y políticos
implicados y detectar los momentos históricos en los que se produjeron las
transformaciones verdaderamente operativas en el proceso general de
construcción del Estado. Para todo ello, se llevó a cabo un análisis en
dos planos distintos, uno a largo plazo, de la realidad institucional de la
Renta, estableciendo como límites cronológicos 1636, la fecha fundacional de la
misma, y 1808, el final convencional de la edad moderna en España; y el otro
centrado en el período 1701-1740, en el que detectamos las grandes
transformaciones en el seno de la Renta.
Esa
realidad institucional de la Renta del Tabaco permaneció en cierto modo
invariable desde su fundación, en tanto en cuanto no varió su fin primordial
–dinero para el rey- y las dos tareas básicas que fueron el medio para
conseguir ese dinero: explotar la totalidad del sector económico del tabaco en
el interior del territorio del estanco y proteger al monopolio policialmente,
persiguiendo a los que traficasen al margen de él. La explotación del sector
económico del tabaco consistió en primer lugar en organizar la importación de
tabacos de las Indias españolas, así como de los asientos contratados para el
abastecimiento de tabacos extranjeros. En segundo lugar, en elaborar
industrialmente la materia prima en la fábrica de Sevilla –cuestión que se dejó
deliberadamente de lado, por constituir un objeto de investigación de similar
magnitud al presente, y al que dedican sus esfuerzos otros historiadores-, y,
por último, distribuir los géneros tabaqueros por medios terrestres y marítimos
a las factorías y almacenes repartidos por la península, y de éstos a las
administraciones de provincia, de partido y, finalmente, a las tercenas,
estancos y estanquillos, en los que el tabaco se vendía al público y a partir
de los cuales se iniciaba el flujo contrario de ingresos monetarios, que debían
ser igualmente gestionados para el mejor servicio del rey.
Más
importante si cabe que la explotación misma del estanco fue el hacer valer de
forma efectiva el monopolio real. El contrabando era el enemigo natural e
irreconciliable de la Renta. El contrabando de tabaco, como variante específica
del fenómeno del contrabando en general, adquirió un carácter endémico en la
sociedad española, hasta el punto de que podría considerarse como el más
duradero problema de orden público de la época precontemporánea. Los resguardos
fueron evolucionando en su organización y disciplina, progresaron en su táctica
policial, estabilizaron sus difíciles relaciones con otras policías fiscales,
especialmente con la de Aduanas, y desarrollaron las necesarias pericias para
enfrentarse a los privilegios tras lo que se refugiaban contrabandistas de
fuero eclesiástico, militar o del comercio extranjero.
Quedó
pues de este modo definido desde tiempo temprano el contenido invariable de la
Renta del Tabaco. Su historia sin embargo distaría mucho de ser inmóvil. Tras
su establecimiento en 1636 y durante el siglo XVII, la Renta fue administrada
por un único arrendatario. Un arrendamiento de por mayor tenía importantes
ventajas, pero suponía un riesgo financiero alto. Entre 1700 y 1701 quebraron
sucesivamente tres arrendatarios generales. La situación no era nueva, ya había
ocurrido algo similar en 1684, cuando ningún arrendatario quiso arriesgarse a
pujar por la Renta. Entonces la Real Hacienda actuó de forma subsidiaria y se
hizo cargo de la organización general de la renta abandonada, así como de
contratar con los arrendatarios de por menor o provinciales las parcelas
territoriales en las que se subdividía el estanco. Esto era algo, por otra
parte, que solía ocurrir con relativa frecuencia en los arrendamientos de
rentas reales. En 1687 la Renta se había recuperado lo suficiente como para que
otro arrendatario pujase por ella. Pero en 1701, la Real Hacienda no tuvo la
intención de volver a confiar, al menos de momento, en un nuevo arrendatario
general. De modo que así quedó, con el inicio del nuevo siglo, la situación
administrativa de la Renta para las siguientes décadas, como una fórmula mixta
de administración pública y privada. La guerra de Sucesión y el panorama
político subsiguiente abrió nuevas posibilidades de desarrollo a esta renovada
Renta del Tabaco. El estanco se extendió a los territorios de la Corona de
Aragón, como consecuencia de la pérdida de su régimen foral. Igualmente se
implantó en las plazas africanas y en las islas Canarias, y se llegó a diversos
arreglos con las provincias vascas y con el reino de Navarra, de manera que sus
regímenes forales no perjudicasen al engrandecido monopolio real del tabaco.
Algunas décadas más tarde la fórmula del estanco saltó al otro lado del océano,
implantándose distintos monopolios independientes entre sí en los reinos de
Indias. Está claro que, a los ojos de los gobernantes españoles y sus asesores,
la fórmula funcionaba.
Pero
antes de que esa última fase expansiva tuviese lugar, la Renta experimentó el
momento más importante de su particular historia. El 20 de diciembre de 1730,
una real cédula declaró abolidos todos los arrendamientos de la Renta del
Tabaco a partir del primer día del año siguiente. Todas las administraciones
provinciales deberían administrarse a partir de entonces de cuenta de la Real
Hacienda. La transformación de la Renta del Tabaco en un ramo plenamente
integrado en la administración del Estado fue un episodio señalado en un
proceso más general por el cual todas las rentas reales fueron poniéndose en
administración directa de cuenta de la Real Hacienda. La explicación de por qué
se produjo el cambio en el caso del Tabaco y por qué se produjo en 1731 y no
antes y no después es bastante problemática. La opinión contraria a los
arrendamientos es común en la mayoría de los escritores económicos de la época,
como Uztáriz, Carvajal o Moya. Entre la documentación gubernativa de la Renta
es posible encontrar así mismo numerosos juicios de valor acerca de los
arrendamientos, en general negativos. En realidad, no se trata de un debate
nuevo; la discusión sobre ambos modelos de gestión late a lo largo de toda la
edad moderna, pero durante el siglo XVIII la tendencia es en general propensa a
la supresión de los intermediarios financieros, tanto en España como en Europa.
El momento histórico de finales de los años veinte es particularmente propicio.
En primer lugar, hemos de hacer referencia a un episodio ciertamente
extemporáneo en la España del siglo XVIII y de consecuencias perturbadoras para
el estanco del tabaco. Me refiero a la gran sacudida antijudaizante que desató
la Inquisición en los años veinte. Una parte muy considerable de los
arrendatarios del Tabaco era de origen judeoconverso, y muchos de ellos fueron
procesados durante esta persecución. Las causas y factores que desencadenaron
este repentino furor inquisitorial han sido objeto de estudio por parte de la
historiografía. Desde nuestro punto de vista, resulta muy atractivo establecer
lazos de causalidad entre esta última gran persecución de judaizantes y el
proceso de estatalización de la Renta, pero no habiendo encontrado ninguna
evidencia, ni siquiera insinuada, lo único que podemos afirmar es que se trató
de un hecho traumático para el estanco que obligó en, primera instancia, a
articular un engorroso sistema de concordias con el Santo Oficio para
garantizar la continuidad de las administraciones embargadas. Más tarde se
proscribió severamente el arrendamiento a cualquier sospechoso de tener
ascendencia hebraica, y todo esto por último hizo tal vez sopesar seriamente la
necesidad de que el Estado asumiese la gestión, es decir, la propiedad directa
y sin matices, de sus propios recursos de financiación. Además estos hechos
fueron, en opinión de algunos investigadores, expresión de la debilidad
terminal de toda una generación de financieros judíos o de ascendencia judía
que dominaron los grandes negocios hacendísticos durante el siglo XVII en
muchos países europeos. No hubo propiamente un reemplazo para estas grandes
casas y los negocios financieros fueron adquiriendo una naturaleza netamente
distinta en el siglo de las luces. Finalmente, los cambios políticos de
mediados de la década de los veinte, momento en el que después de quedar en
evidencia la política aventurista de personajes como Alberoni y Ripperdá, al servicio de los
proyectos exteriores de Isabel de Farnesio, se impuso una política más
centrada en los intereses nacionales españoles, con José Patiño como elemento más significado en las cuestiones económicas, cuyo
programa hacendístico, más que a la materia tributaria, se dirigió
fundamentalmente a la reorganización administrativa.
A partir
de 1726 se puso en marcha un vasto programa de reformas, que alcanzaría un
primer momento culminante en 1731, con el decreto de universal administración.
Comenzó a continuación el proceso de transición, en el cual se discutió si dejar
a los arrendatarios en sus puestos con la nueva planta, lo que significaba
continuar en gran medida con el sistema anterior, aunque los elementos
provinciales estuviesen en lo sucesivo más estrechamente controlados, o bien,
remover a todo el antiguo personal e introducir funcionarios regios
completamente ajenos a las redes privadas. Todo parece indicar que los
dirigentes del estanco, sensatamente, se inclinaron por soluciones
transaccionales, adaptadas a la situación particular de cada administración. A
pesar del carácter taxativo de la legislación, la Renta no pudo cambiar de
golpe dinámicas de gestión de más de un siglo de antigüedad, máxime cuando ni
siquiera pudo prescindir de la mayoría o de muchos de sus antiguos gestores.
Sin embargo, registramos la paulatina introducción de toda una serie de
elementos e instrumentos que de forma progresiva pero inexorable irían acomodando
la Renta del Tabaco a los modelos ideales de administración burocrática
weberiana, incluso con la permanencia física de los antiguos protagonistas. Nos
referimos a fórmulas como la de las tres llaves, la tríada administrativa
(administrador, tesorero, contador) y la institución de la visita provincial y
de la visita general. Se trataba de prácticas habituales en otros ramos de la
Administración y que significaron la única modificación institucional de
verdadera importancia en la nueva Renta estatalizada. Pero todavía más
importante que todo lo anterior fue la creciente y exhaustiva codificación de
todo lo relativo al funcionamiento de la Renta, que nos desvela un nuevo
espíritu en la gestión del estanco, en el que la eficiencia no se mide por un
criterio propiamente mercantil, de búsqueda smithiana del beneficio de cada
cual para obtener el beneficio global de la Renta, sino que, por el contrario,
lo eficiente es la adecuación de la práctica a lo escrito, a lo establecido
normativamente. Esta disciplina es la que permitió al Estado mantener una
organización de tan extensa e intensa implantación, desproveyendo al mismo
tiempo a sus actores, a sus dependientes, de interés económico directo sobre
la actividad mercantil que estaban realizando.
Dicho esto, queda claro que era necesario realizar
un acercamiento a los actores mismos. No se trataba de hacer un análisis
prosopográfico en toda regla –no era posible dentro de los límites de la
investigación-, sino más bien una aproximación a los perfiles medios de los
actores de la Renta a partir de 1701, clasificándolos en tres niveles:
directivos, subalternos y cuadros de base. El análisis de los actores en las
primeras etapas seiscentistas de la Renta resulta sencillo puesto que se
desenvuelve en los términos básicamente crematísticos. Si habíamos dicho que la
Renta del Tabaco era para el rey sinónimo de dinero, lo mismo se puede decir
del complejo entramado financiero que la puso en funcionamiento durante el
siglo XVII. Sin embargo, esta lógica meramente mercantil se empieza a matizar a
partir de 1701. Los intereses de los actores de la Renta ya no pueden tasarse
tan fácilmente en el precio del arriendo. Entran en juego otros elementos, que
sin dejar de estar presentes anteriormente, durante el siglo XVII, en la
centuria dieciochesca se perfilan como mucho más concluyentes. En los cuadros
más elevados (superintendentes y directores), encontramos una serie de motivaciones
personales dentro de estrategias familiares, en las que se sopesan los
intereses financieros, políticos y honoríficos, que forman un todo inseparable
y solidario de mutuas influencias y beneficios. En los elementos subalternos
(administradores provinciales y de partido), que a partir de 1731 se incorporan
a la planta estatalizada, el juego financiero, político y honorífico se da a
una escala más modesta, y en él ya podemos registrar plenamente
comportamientos propios del funcionario de carrera. En los cuadros de base
(estanqueros, guardas del resguardo) pesó de forma muy determinante el régimen
privilegiado con el que se dotó al personal empleado de la Renta, ya que éste
fue un incentivo tan poderoso como el mismo salario o las posibilidades de
ascenso profesional. Los actores de la Renta se fueron convirtiendo, por lo
tanto, cada vez más en funcionarios de carrera en vez de en empresarios o
agentes comerciales.
La Renta del Tabaco fue consolidando en su solidez
institucional una Real Hacienda más potente y estructurada. La Renta del Tabaco
fue haciendo, en definitiva, Estado. Sin embargo, no nos encontramos tanto con
un programa previo de fortalecimiento del Estado, como con simplemente el deseo
del rey de obtener más dinero de la forma más eficiente y el objetivo de los
gestores implicados de alcanzar más y mayores beneficios económicos, políticos
y sociales. Sin embargo, no cabe ninguna duda de que la más significativa
consecuencia de todo el proceso fue precisamente un cada vez mayor fortalecimiento
del Estado. De tensiones como las que se dieron en el Tabaco fueron surgiendo
poco a poco formas más modernas de organización fiscal, fue abriéndose paso el
gran Leviatán de la contemporaneidad.